Esos ruidoadictos. Esos silenciofóbicos.
A través del techo se oye el pumba, pumba, pumba de una batería. A través de las paredes se oyen las risas y los aplausos de los muertos.
Incluso en el baño, mientras uno se ducha, se oye la voz de la radio por encima del susurro del pitorro de la ducha y del ruido del agua al golpear el suelo de la bañera y la cortina de plástico. No es que uno quiera matarlos a todos, pero sería agradable lanzar el conjuro sacrificial contra el mundo. Para disfrutar del miedo. Después de que se prohibieran los ruidos fuertes, cualquier ruido que pudiera ocultar un conjuro, cualquier música o ruido que pudiera enmascarar un poema letal, el mundo quedaría en silencio. Peligroso y aterrado pero en silencio.
Las baldosas marcan un ritmo suave cuando apoyo los dedos en ellas. Los gritos que traspasan el suelo hacen temblar la bañera. O bien un dinosaurio prehistórico volador despertado por una prueba nuclear está a punto de destruir a los vecinos de abajo o bien tienen la televisión demasiado fuerte.
En un mundo donde los juramentos no tienen valor. Donde hacer una promesa no significa nada. Donde las promesas se hacen para romperse, sería bonito ver cómo las palabras recuperan su poder.
En un mundo en que la canción sacrificial fuera del dominio público, habría apagones de sonido. Habría guardianes patrullando las calles como en tiempos de guerra. Igual que los gobiernos vigilan la polución del aire y del agua, esos mismos gobiernos localizarían cualquier cosa más fuerte que un susurro y llevarían a cabo detenciones. Habría helicópteros, helicópteros con silenciadores especiales, claro, buscando ruidos de la misma forma en que ahora buscan marihuana. La gente andaría de puntillas con zapatos de suela de goma. Habría confidentes escuchando en todos los ojos de cerradura.
Sería un mundo peligroso y aterrado, pero por lo menos se podría dormir con las ventanas abiertas. Sería un mundo en que una palabra equivaldría a mil imágenes.
Es difícil decir si sería un mundo peor que este, con la música aporreando, el estruendo de la televisión y el chirrido de la radio.
Tal vez sin el Gran Hermano manteniéndonos ocupados, la gente podría pensar.
Lo bueno es que tal vez nuestras mentes podrían ser nuestras.
Como no hay peligro, digo el primer verso del poema. No hay nadie aquí a quien matar. Nadie puede oírlo de ninguna forma.
Y Helen Hoover Boyle tiene razón. No lo he olvidado. La primera palabra da pie a la segunda. El primer verso da pie al siguiente. Las palabras retumban con el mismo ruido resonante de las bolas rodando en una bolera. El retumbar arranca ecos del linóleo y de las baldosas de las paredes.
Con mi voz de tenor, la canción sacrificial no suena tan tonta como en el despacho de Duncan. Suena profunda y grave. Es el sonido del destino. Es la condenación de mi vecino de arriba. Es el fin que le pongo a su vida, y ya he dicho el poema entero.
Incluso mojado, el pelo de la nuca se me eriza. Mi respiración se ha detenido.
Y no pasa nada.
La música sigue aporreando en el piso de arriba. Desde todas las direcciones vienen las voces de la radio y de la televisión, disparos lejanos, risas, bombas, sirenas. Un perro ladra. Esto es lo que te venden como hora de máxima audiencia.
Cierro el grifo. Me sacudo el pelo. Aparto la cortina y cojo la toalla. Y entonces lo veo.
El conducto de ventilación.
Las rejillas de ventilación conectan todos los apartamentos. Y el conducto siempre está abierto. Se lleva el vapor de los cuartos de baño, los olores a comida de las cocinas. Transporta todos los sonidos.
Goteando sobre el suelo del baño, me quedo mirando la rejilla.
Puede que haya matado al edificio entero.