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De cómo los entristecidos amigos de Danny desafiaron las convenciones, de cómo se quemó el talismánico vínculo, y de cómo cada amigo marchó por su lado.

La muerte es un asunto personal que suscita tristeza, desesperación, fervor y una filosofía reacia a las lágrimas. Por otra parte, los funerales son actos sociales. Imaginemos el hecho de ir a un funeral sin antes abrillantar el automóvil. Figurémonos que estamos ante una sepultura sin lucir nuestro mejor traje oscuro y nuestros mejores zapatos negros, lustrados con fruición. Imaginemos que mandamos flores a un sepelio sin la tarjeta correspondiente que demuestra que uno ha hecho lo apropiado. No hay institución social en que el ritual codificado de conducta sea más rígido que en los funerales. Concibamos la indignación que despertaría un oficiante que alterase el sermón o hiciese experimentos con las expresiones faciales. Pensemos en la conmoción que supondría usar en la capilla bancos distintos a esas sillas de tortura plegables, amarillas y de asiento duro. No; se puede amar, odiar, llorar o añorar ya a un hombre moribundo; pero una vez muerto se convierte en el ornamento principal de una celebración social complicada y formal.

Danny estaba muerto, llevaba dos días muerto; y ya había dejado de ser Danny. Aunque la tristeza ya velase decente y lastimeramente la cara de sus conocidos, había agitación en sus corazones. El gobierno había prometido un entierro militar a todos los súbditos ex soldados que lo deseasen. Danny era el primero que moría en Tortilla Flat, y el vecindario estaba críticamente dispuesto a poner a prueba las promesas gubernamentales. Ya se habían enviado noticias al Presidio y el cuerpo del difunto había sido embalsamado por cuenta del estado. Recientemente habían pintado un furgón que aguardaba en el hangar de artillería envuelto en una bandera nueva y limpia. Ya se había cursado la orden del día para el viernes:

De diez a once de la mañana, escolta del funeral, Escuadrón A, el 11 de caballería, banda del 11 de caballería y piquete de salvas.

¿No eran tales cosas un motivo suficiente para que todas las mujeres de Tortilla Flat se plantasen ante los escaparates del almacén National Dollar de Monterrey? A lo largo del día, niños anónimos recorrieron las calles de la ciudad mendigando flores de los jardines para el funeral. Y de noche los mismos niños volvieron a pasar por los mismos jardines para acrecentar sus ramilletes.

En la fiesta se habían lucido las mejores galas. En la tregua de los dos días que siguieron, hubo que limpiar, lavar, almidonar, remendar y planchar las mismas prendas. La actividad fue frenética. La agitación era decorosamente intensa.

La noche del segundo día, los amigos de Danny se reunieron en su casa. La conmoción y el vino se habían esfumado; y ahora sucumbían al terror, porque de todo Tortilla Flat ellos, los que más habían querido a Danny, los que más habían recibido de sus manos, ellos, los paisanos, eran los únicos que no podían asistir al entierro de su amigo. En la nebulosa de los dolores de cabeza habían sido conscientes de aquella tragedia sobrecogedora, pero hasta aquella noche la situación no se había vuelto tan concreta que exigiese afrontarla. Por lo general su ropa era indescriptible. La fiesta había envejecido enormemente sus pantalones tejanos y camisas azules. ¿Había una rodillera que no estuviese quemada? ¿En qué punto no estaban sus camisas desgarradas? Si el muerto hubiera sido otro, podrían haber pedido ropa prestada; pero en Tortilla Flat no había una sola persona que no fuese a lucir sus mejores galas en el funeral. El único ausente iba a ser Cocky Riordan, pero Cocky estaba en cuarentena por viruela, lo mismo que su ropa. Se podía pedir o robar dinero para comprar un buen traje, pero era totalmente imposible conseguir la suma para comprar seis.

Podríamos preguntarnos: ¿es que acaso no amaban a Danny lo bastante como para ir al sepelio vestidos con andrajos? ¿Alguien iría con un traje harapiento cuando todo el vecindario vestiría sus prendas más elegantes? ¿No sería mayor ofensa para Danny si iban con harapos que si decidían no asistir a sus exequias?

La congoja que pesaba sobre sus corazones era insondable. Maldecían su destino. Por la puerta delantera vieron pasar a Gálvez. Gálvez se había comprado un traje nuevo para la ocasión, y se lo había puesto con veinticuatro horas de adelanto. Los amigos estaban sentados con la barbilla apoyada en las manos, afligidos por su mala suerte. Habían discutido todas las posibilidades.

Por una vez en su vida, Pilón se rebajó al absurdo.

—Podríamos ir esta noche a robar un traje para cada uno —sugirió.

Sabía que era una idea estúpida, porque esa noche todos los trajes descansarían en una silla junto a la cama de sus dueños. Sería suicida intentar robarlos.

—El Ejército de Salvación regala a veces trajes —dijo Jesús María.

—Ya he estado allí —dijo Pablo—. Esta vez tenían catorce vestidos, pero ningún traje.

Lo mirasen como lo mirasen, la Fortuna les era adversa. Tito Ralph se presentó con su nuevo pañuelo verde asomando por el bolsillo de la chaqueta, pero la hostilidad con que fue recibido le obligó a marcharse pidiendo disculpas.

—Si tuviéramos una semana, podríamos cortar calamares —dijo Pilón heroicamente—. El funeral es mañana. Hay que mirar el problema de frente. Claro que también podríamos ir como estamos.

—¿Cómo? —preguntaron los amigos.

—Podemos ir por la acera mientras la banda y la gente desfilan por la calle. Alrededor de la valla del cementerio está lleno de hierba. Podemos tumbarnos allí y verlo todo.

Los amigos le miraron con agradecimiento. Sabían que su agudo ingenio había explorado arduamente todas las posibilidades. Pero sólo la mitad —menos que la mitad— estaban a su favor. La mitad más importante era que les viesen en el funeral. Era lo mejor que podían hacer.

—Hemos aprendido una lección —dijo Pilón—. Tenemos que tomar en serio lo de tener siempre un buen traje a nuestra disposición. Nunca se sabe lo que puede pasar.

Ahí abandonaron el tema, pero tenían la sensación de haber fracasado. Erraron por la ciudad toda la noche. ¿Qué patio no estaba entonces despojado de sus más bellas flores? ¿Qué árbol florecido había quedado intacto? A la mañana siguiente, el hoyo que recibiría el cuerpo de Danny en el cementerio estaba casi cubierto por un cúmulo de las más hermosas flores de los mejores jardines de Monterrey.

No siempre ocurre que la Naturaleza dispone de sus poderes con buen gusto. Es verdad que llovió antes de Waterloo; quince metros de nieve cayeron sobre la ruta que siguió el Donner Party. Pero el viernes hizo un hermoso día. El sol salió como si se tratase de una jornada para ir de excursión. Las gaviotas cruzaron la risueña bahía rumbo a las fábricas de conservas de pescado. Los pescadores de caña ocuparon sus sitios en las rocas a la espera de la marea baja. La Droguería Palace bajó sus toldos para proteger de la acción química del sol las botellas de agua caliente del escaparate. El señor Machado, el sastre, puso un letrero en la ventana: «Vuelvo dentro de diez minutos», y se fue a casa a vestirse para el funeral. Tres redes barrederas emergieron cargadas de sardinas. Louie Duarte pintó su barco y le cambió el nombre de «Lolita» por el de «Los tres primos». Jake Lane, el policía, detuvo a un automóvil que venía de Del Monte, lo dejó marchar y a cambio recibió un puro.

Es enigmático: ¿Cómo puede la vida seguir su estúpido curso un día semejante? ¿Cómo Mamie Jackson es capaz de regar la acera que hay delante de su casa? ¿Cómo es posible que George W. Merk escriba a la compañía de aguas su cuarta carta, la más iracunda? ¿Es posible que Charlie Marsh esté tan pestilentemente borracho como de costumbre? Es un sacrilegio. Un ultraje.

Los amigos de Danny despertaron tristemente y se levantaron del suelo. La cama de Danny estaba vacía. Era como el corcel de un oficial que al perder a su amo le sigue hasta la tumba. Ni siquiera Big Joe echó una mirada codiciosa al lecho de Danny. El sol filtraba sus radiantes rayos por la ventana y dibujaba las delicadas sombras de las telarañas sobre el suelo.

—Danny estaba alegre las mañanas como esta —dijo Pilón.

Después de haber bajado al barranco, los amigos se sentaron un rato en el porche delantero y festejaron la memoria de su amigo. Rememoraron y proclamaron lealmente las virtudes de Danny. Olvidaron fielmente sus defectos.

—Y fuerte —dijo Pilón—, ¡era fuerte como una mula! Era capaz de levantar un fardo de heno.

Contaron anécdotas de Danny, hablaron de su bondad, su arrojo, su piedad.

Llegó demasiado pronto la hora de ir a la iglesia, de atravesar la calle con sus ropas harapientas. Se sonrojaron interiormente al ver que gente más afortunada entraba en la capilla con hermosa ropa y la pródiga fragancia del Agua Florida. Los amigos alcanzaban a oír la música y el estridente zumbido del oficio divino. Desde su ventajoso observatorio vieron llegar a la caballería, a la banda con sus tambores amortiguados, al piquete de salvas y al furgón funerario con sus tres pares de caballos y a un jinete militar a grupas del corcel más próximo de cada pareja. El lastimero clap-clap de los caballos herrados sobre el asfalto acongojó el corazón de los amigos. Miraron impotentes cómo sacaban el féretro, lo introducían en el furgón y envolvían a este con una bandera. El oficial tocó el silbato, alzó la mano y la movió hacia adelante. El escuadrón avanzó, el piquete de salvas bajó los fusiles. Los tambores entonaron su compás lento, desgarrador. La banda ejecutó su melancólica marcha. El furgón arrancó. La gente caminaba detrás, majestuosamente, los hombres erguidos y severos, las mujeres levantando sus faldas delicadamente para que no las manchara el indeleble rastro de la caballería. Todo el mundo estaba allí: Cornelia Ruiz, la señora Morales, Gálvez, Torrelli y su rolliza esposa, la señora Palochico, el traidor Tito Ralph, Dulce Ramírez, el señor Machado, todos aquellos que contaban en Tortilla Flat y también todos los demás.

¿Es extraño, pues, que los amigos no lograran soportar la vergüenza y la miseria del acontecimiento? Durante un rato siguieron furtivamente al cortejo a lo largo de la acera, dando pruebas de heroísmo.

Jesús María fue el primero en desertar. Sollozó de vergüenza, porque su padre había sido un rico y respetado boxeador profesional. Agachó la cabeza y desistió; los otros cinco amigos le siguieron y los cinco perros brincaron en pos de ellos.

Antes de que la procesión llegara al cementerio, los amigos se habían tumbado en la alta hierba que bordeaba el camposanto. La ceremonia fue breve y marcial. Bajaron el ataúd; crujieron los fusiles; las trompetas emitieron su clarín de despedida, y al oírlo Enrique y Fluff, Pajarito y Rudolph y Señor Alec Thompson echaron hacia atrás la cabeza y aullaron. ¡En ese momento el Pirata se enorgulleció de ellos!

Todo terminó demasiado pronto; los amigos se escabulleron rápidamente para que la gente no pudiera verlos.

De todas formas tenían que pasar por la casa vacía de Torrelli en el camino de regreso a casa. Pilón entró por una ventana y volvió con dos galones de vino. Y luego prosiguieron lentamente hacia la silenciosa casa de Danny. Llenaron ceremoniosamente los tarros de frutas y bebieron.

—A Danny le gustaba el vino —dijeron—. Estaba contento cuando tenía un poco.

Transcurrió la tarde, llegó la noche. Entre trago y trago, todos ellos evocaban el pasado. A las siete en punto, un Tito Ralph avergonzado entró con una caja de puros que había ganado en las salas de juego. Los amigos encendieron los habanos y escupieron, y abrieron el segundo galón. Pablo ensayó unas notas de la canción «Tuli Pan» para comprobar si había perdido la voz definitivamente.

—Cornelia Ruiz estaba sola hoy —dijo Pilón, pensativamente.

—A lo mejor estaría bien cantar unas cuantas canciones tristes —propuso Jesús María.

—Pero a Danny no le gustaban las canciones tristes —insistió Pablo—. Le gustaban las movidas, las que hablasen de mujeres vivarachas.

Todos asintieron gravemente.

—Sí, Danny era buena pieza con las mujeres.

Pablo intentó el segundo verso de «Tuli Pan», Pilón le acompañó un poco y todos los demás se les unieron hacia el final de la canción.

Una vez terminada, Pilón dio una chupada a su puro, pero se había apagado.

—Tito Ralph —dijo—, ¿por qué no traes tu guitarra para que podamos cantar algo mejor?

Prendió el puro y agitó en el aire la cerilla.

La cerilla ardiendo aterrizó sobre un periódico que había junto a la pared. Todos se levantaron a pisotearla; todos se vieron tocados por un pensamiento celestial y retrocedieron. Toparon con las miradas de los otros y sonrieron con la sabia sonrisa de los inmortales y los desahuciados. Contemplaron ensoñados cómo la llamita lanzaba destellos y casi se extinguía, para luego cobrar vida nuevamente. Vieron cómo renacía sobre el papel de periódico. Así se expresan los dioses, por mediación de cosas diminutas. Y los hombres sonrieron mientras el papel ardía y el fuego prendía en la madera seca.

Así tiene que ser, oh sabios amigos de Danny. El lazo que os unía se ha roto. El imán que os atrajo ha perdido su fuerza. Algún desconocido heredará la casa, algún adusto pariente de Danny. Más vale que este símbolo de la sagrada amistad, ese buen domicilio de fiestas y pendencias, de amor y bienestar muera como Danny, víctima del último, glorioso e irreparable asalto de los dioses.

Se sentaron, sonrieron. Las llamas trepaban hasta el techo como una serpiente, se abrieron camino por el tejado y dejaron oír su chasquido. Sólo entonces se levantaron de sus asientos los amigos y salieron por la puerta como hombres que sueñan despiertos.

Pilón, que sacaba provecho de toda enseñanza, cogió esta vez el vino que quedaba en la casa.

En Monterrey ulularon las sirenas. Los camiones ascendieron estruendosamente la colina en segunda velocidad. Los faros jugueteaban entre los árboles. Cuando llegaron los bomberos, la casa era una gran lanza roma de llamas. Las mangueras regaron los árboles y arbustos para impedir que el fuego se extendiera.

Entre la multitud de vecinos de Tortilla Flat, los amigos de Danny contemplaron la escena, embelesados, hasta que la casa no fue más que un cúmulo de cenizas negras y humeantes. Entonces los coches de bomberos dieron media vuelta y emprendieron el regreso cuesta abajo.

La gente del barrio se perdió en la oscuridad. Los amigos de Danny siguieron mirando las ruinas humeantes. Se miraron con extrañeza unos a otros y de nuevo contemplaron la vivienda incendiada. Poco después le volvieron la espalda y se alejaron despacio, y ni siquiera dos de ellos se marcharon juntos.