De la tristeza de Danny, de cómo sus amigos se sacrificaron para dar una fiesta, y de cómo Danny fue arrebatado al cielo.
Cuando Danny, después de su locura, volvió a su casa y se reunió con sus amigos, no tenía remordimiento de conciencia, pero estaba muy cansado. Los ásperos dedos de la experiencia violenta habían arañado el arpa de su alma. Inició una vida apática; se levantaba de la cama únicamente para sentarse en el porche, bajo el rosal de Castilla; se levantaba del porche sólo para ir a comer; se levantaba de la mesa sólo para ir a acostarse. La charla fluía en derredor y él escuchaba, pero sin interés. Cornelia Ruiz tuvo una rápida y soberbia sucesión de maridos, y el hecho no suscitó en Danny la menor emoción. Una vez que Big Joe se metió una noche en su cama, Danny estaba tan apático que Pilón y Pablo tuvieron que pegar al intruso en su lugar. Cuando Sammy Rasper, festejando tardíamente el Año Nuevo con un tiroteo y un galón de whisky, mató a una vaca y fue encarcelado, Danny ni siquiera se dejó arrastrar a la discusión de la ética del incidente, a pesar de que los argumentos fueron acalorados y de que solicitaron con vehemencia su opinión.
Al cabo de un tiempo, los amigos empezaron a preocuparse por Danny.
—Ha cambiado —dijo Pilón—. Ha envejecido.
—Danny ha condensado los buenos momentos de toda una vida en tres cortas semanas —teorizó Jesús María—. Ha enfermado de tanta diversión.
En vano los paisanos trataron de sacarle de la caverna de su apatía. Por la mañana, en el porche, contaban sus historias más graciosas. Revelaban los detalles de la vida amorosa de Tortilla Flat con tal penetración que hubieran sido útiles para una clase de disección. Pilón espigaba noticias en el barrio y llevaba a casa cada hallazgo interesante para contárselo a Danny; pero en los ojos de este había vejez y cansancio.
—Tú no estás bien —insistía en vano Jesús María—. Guardas dentro algún amargo secreto.
—No —respondía Danny.
Los amigos observaron que permitía a las moscas pasearse largo tiempo por sus pies, y que cuando por fin las espantaba no había maña en su golpe. Poco a poco la moral alta y la risa fácil abandonaron la casa y fueron a caer en el oscuro pozo del sosiego de su dueño.
Oh, daba lástima ver a aquel hombre que se había batido por causas perdidas o de cualquier otra clase; aquel Danny que podía beber vaso tras vaso con cualquier hombre del mundo; aquel muchacho que respondía a la mirada de amor como un tigre al acecho. Ahora se sentaba al sol en el porche, con las rodillas de sus pantalones tejanos contra el pecho, con los brazos colgando y las manos columpiando las muñecas fláccidas, y la cabeza inclinada hacia delante como vencida por un pesado y negro pensamiento. Sus ojos carecían del brillo del deseo, el displacer, el gozo y el dolor.
¡Pobre Danny, cómo te ha dejado la vida! Aquí te sentabas como el primer hombre antes de que el universo se alzase en derredor; y como el último mortal después de que el mundo se hubiese desgastado. Pero ¡fíjate, Danny! No estás solo. Los amigos se preocupan por tu estado de ánimo. Te miran con el rabillo del ojo. Como perritos a la expectativa aguardan el primer indicio del despertar de su amo. Una sola mirada alegre por tu parte, Danny, una sola palabra de contento, y ladrarán y moverán el rabo. No eres quien gobierna tu propia vida, Danny, porque de ella depende la de otros. ¡Mira cómo sufren tus amigos! ¡Despierta a la vida, Danny, para que tus amigos puedan vivir de nuevo!
Esto era, de hecho, aunque no con palabras tan hermosas, lo que Pilón dijo. Le tendió a Danny una jarra de vino.
—Vamos —dijo—. Apura tu vaso.
Danny cogió la jarra y la vació. Luego se echó hacia atrás y trató de sumirse nuevamente en su nirvana emocional.
—¿Te duele algo? —preguntó Pilón.
—No —respondió Danny.
Pilón le llenó otra jarra y observó el rostro de su amigo mientras trasegaba el vino. Los ojos de Danny perdieron su aspecto mustio. En algún lugar de las profundidades, el Danny de antaño volvió a la vida durante un momento. Mató una mosca de un golpe digno de un maestro.
Una sonrisa se extendió lentamente por la cara de Pilón. Más tarde reunió a todos los amigos: a Pablo, Jesús María, Big Joe, el Pirata, Johnny Pom-pom y Tito Ralph.
Los condujo al barranco de detrás de la casa.
—Le he dado a Danny el vino que quedaba y no le ha hecho efecto. Necesita mucho más alcohol y quizás una fiesta. ¿Dónde podemos conseguir vino?
Sus mentes rastrearon las posibilidades que ofrecía Monterrey como perros ratoneros en un cobertizo, pero no había ratas. Les movía el altruismo más puro que pueda concebirse. Amaban a Danny.
Por último, Jesús María dijo:
—Chin Kee está envasando calamares.
Sus cerebros se lanzaron sobre la idea, la aquilataron con curiosidad, retrocedieron cautelosamente y la olfatearon. Su sobresaltada imaginación tardó varios minutos en acostumbrarse a ella.
—Después de todo, ¿por qué no? —Razonaron, en silencio—. Un día de trabajo no puede ser tan malo, un solo día.
Sus rostros reflejaban que hacían progresos en la batalla y que el interés por el bienestar de Danny estaba triunfando sobre sus temores.
—Lo haremos —dijo Pilón—. Mañana bajaremos todos a cortar calamares, y por la noche daremos una fiesta para Danny.
La casa estaba vacía cuando Danny despertó a la mañana siguiente. Se levantó e inspeccionó las habitaciones silenciosas. Pero no era un hombre que diera muchas vueltas a las cosas. El hecho dejó en seguida de ser un problema, y luego lo apartó de la cabeza. Fue al porche delantero y se sentó apáticamente.
¿Es una premonición, Danny? ¿Temes el destino que se cierne sobre ti? ¿No queda nada placentero? No. Danny está tan ensimismado como hace una semana.
No ocurre lo mismo en Tortilla Flat. El rumor se ha extendido en seguida. «Los amigos de Danny están cortando calamares para Chin Kee». Era algo portentoso, como el derrocamiento de un gobierno o un vuelco del sistema solar. Se hablaba de ello en la calle; las mujeres se asomaban a las cercas y rápidamente se iban a propagar la noticia. «Todos los amigos de Danny están cortando calamares».
La noticia cargó de tensión la mañana. Debía de haber alguna razón, algún secreto. Las madres daban instrucciones a sus hijos y los enviaban corriendo al vivero de Chin Kee. Jóvenes esposas esperaban ansiosamente detrás de las cortinas las últimas noticias. Y las nuevas llegaron.
—Pablo se ha cortado la mano con un cuchillo.
—Chin Kee ha echado a los perros del Pirata. Tumulto.
—Los perros han vuelto a entrar.
—Pilón tiene aspecto ceñudo.
Se concertaron unas cuantas apuestas. Hacía meses que no había ocurrido nada tan excitante. A lo largo de toda la mañana una sola persona habló de Cornelia Ruiz. Hasta mediodía no se filtró la auténtica gran noticia, pero se esparció como una centella.
—Van a organizar una gran fiesta para Danny.
—Va a ir todo el mundo.
De la casa de Chin Kee empezaron a impartirse consignas. La señora Morales desempolvó su fonógrafo y sacó sus discos más ruidosos. Saltó alguna chispa y Tortilla Flat hizo de mecha. ¡Nada menos que siete amigos dando a Danny una fiesta! ¡Era como decir que Danny sólo tenía siete amigos! La señora Soto bajó al gallinero con un afilado cuchillo. La señora Palochico vertió un paquete de azúcar en la olla más grande de su casa para hacer dulces. Una delegación de chicas fue a los almacenes Woolworth de Monterrey y compró todas las existencias de papel fino de colores. Guitarras y acordeones ensayaban por doquier.
¡Noticias! Llegaban más noticias de casa de Chin Kee. Van a hacer lo que pensaban. Están decididos. Van a ganar por lo menos catorce dólares. O sea que ya están preparados catorce galones de vino.
Torrelli no daba abasto. Todo el mundo quería comprar un galón para llevarlo a casa de Danny. Desbordado por toda aquella agitación, Torrelli mismo dijo a su mujer:
—A lo mejor también nosotros vamos a casa de Danny. Llevaré a mis amigos unos cuantos galones.
Conforme la tarde iba transcurriendo, un gran ajetreo imperó en el barrio. Se exhumaron y se pusieron a ventilar vestidos que no se habían usado nunca. Chales codiciados por las polillas durante doscientos años colgaban de las barandillas de los porches y despedían olor a naftalina.
¿Y Danny? Seguía sentado como un hombre medio consumido. Sólo se movía cuando se movía el sol. No dio señales de haberse enterado de que todos los vecinos de Tortilla Flat habían desfilado por su cancela aquella tarde. ¡Pobre Danny! Por lo menos doce pares de ojos fisgaban por la puerta del patio. A eso de las cuatro se levantó, se estiró y salió del patio rumbo a Monterrey.
Caramba, apenas esperaron a que se perdiera de vista. ¡Qué rumor de papeles rojos, verdes y amarillos ensamblados, retorcidos! ¡Qué cantidad de velas raspadas, y cuántas tiras de cera por el suelo! ¡Cómo se divirtieron los chiquillos patinando con suavidad sobre la cera!
Apareció la comida. ¡Cuencos de arroz, cazuelas humeantes de pollo, pudines rellenos que son una delicia para la vista! Y llegó la bebida, galones y galones de vino. Martínez desenterró del montón de estiércol un barrilito de whisky de patata y lo llevó a casa de Danny.
A las cinco y media los amigos subieron en comitiva la colina, cansados y ensangrentados pero victoriosos. Ese mismo aspecto tuvo que tener la Vieja Guardia cuando regresó a París después de Austerlitz. Divisaron la casa nimbada de colores. Todos se rieron, y su fatiga se desvaneció. Se sentían tan dichosos que las lágrimas asomaron a sus ojos.
Mamá Chipo entró en el patio seguida de sus dos hijos, que transportaban una gamella de salsa pura. Paulito, el bribón acaudalado, avivaba la llama bajo una gran olla de judías y chiles. Estallaron los gritos, las canciones, los chillidos de mujeres, el general alboroto de los niños excitados.
Un coche lleno de recelosos policías vino desde Monterrey.
—Oh, no es nada más que una fiesta. Beberemos un traguito, claro. No vamos a matar a nadie. ¿Dónde está Danny?
Solitario como el humo en una clara noche fría, vagabundea por la ciudad de Monterrey. Va a correos, a la estación, a la sala de apuestas de Alvarado Street, al embarcadero, donde el agua negra gime entre los pilotes. ¿Qué pasa, Danny? ¿Por qué te sientes así? Danny no lo sabía. En su corazón ocultaba una pesadumbre como la que se siente al despedir a una mujer querida; moraba en él una vaga tristeza, como la desesperación del otoño. Pasó por delante de los restaurantes donde antaño solía olfatear con interés y que ahora no despiertan su apetito. Pasó por delante del gran establecimiento de Madam Zuca, y no intercambió chanzas groseras con las chicas de las ventanas. Volvió al embarcadero. Se inclinó sobre la barandilla y miró a las aguas profundas, profundas. ¿Te das cuenta, Danny, del modo en que el vino de tu vida se vierte en los tarros de frutas de los dioses? ¿Ves la sucesión de tus días en el agua aceitosa que fluye entre los pilotes? Permaneció inmóvil, mirando fijamente la corriente.
En su casa se preocuparon por él en cuanto atardeció. Los amigos dejaron la fiesta y bajaron a saltos la colina rumbo a Monterrey. Preguntaban: «¿Habéis visto a Danny?».
«Sí, pasó por aquí hace una hora. Iba muy despacio».
Pilón y Pablo buscaban juntos. Rastrearon la pista de su amigo a lo largo de la ruta que había seguido, y por fin le divisaron al final del oscuro rompeolas. Le iluminaba la tenue luz eléctrica del muelle. Fueron corriendo hacia él.
Pablo no lo mencionó entonces, pero más tarde adquirió la costumbre, cuando se hablaba de Danny, de relatar lo que vio en el momento en que él y Pilón fueron al encuentro de su amigo.
—Allí estaba —decía siempre—. Le vi a lo lejos apoyado en la baranda. Le miré y luego vi otra cosa. Al principio parecía como una nube negra en el aire, encima de su cabeza. Y luego vi que era un pájaro negro tan grande como un hombre. Se cernía en el aire como un halcón sobre una madriguera de conejo. Me persigné y recé dos avemarías. El pájaro se había ido cuando llegamos a donde estaba Danny.
Pilón no lo había visto. Más aún, Pilón ni siquiera recordaba que Pablo se hubiera santiguado y rezado dos avemarías. Pero nunca se inmiscuyó en el asunto, porque la historia pertenecía a Pablo.
Caminaron rápidamente hacia Danny; las tablas del muelle retumbaban bajo sus pies con un sonido hueco. Danny no se volvió. Lo cogieron por los brazos y le hicieron dar la vuelta.
—Danny, ¿qué te ocurre?
—Nada. Estoy bien.
—¿Estás enfermo?
—No.
—Entonces ¿por qué estás tan triste?
—No lo sé —dijo Danny—. Lo estoy, simplemente. No tengo ganas de nada.
—Quizá un médico pudiera hacer algo por ti, Danny.
—Os digo que no estoy enfermo.
—Entonces escucha —dijo Pilón—. Hemos organizado una fiesta para ti en tu casa. Todo Tortilla Flat está allí, ¡y hay vino, música y pollos! Debe de haber como veinte o treinta galones de vino. Y papel brillante de colores colgando. ¿No quieres venir?
Danny respiró profundamente. Miró por un momento las hondas aguas negras. Acaso musitaba a los dioses una promesa o un desafío. Se volvió de nuevo hacia sus amigos. Su mirada era febril.
—Tenéis toda la razón: claro que quiero ir. Y aprisa. Estoy sediento. ¿Hay chicas?
—Cantidad. Todas las chicas.
—Pues bien, vámonos aprisa.
Él les precedió subiendo por la colina. Mucho antes de llegar captaron la dulzura de la música a través de los pinos y las notas chillonas de voces felices y excitadas. Los tres retrasados llegaron a la carrera. Danny alzó la cabeza y aulló como un coyote. Le tendieron jarras de vino. Dio un trago de cada una.
¡Esa sí que era una fiesta, Danny! Más tarde, siempre que se hablaba con entusiasmo de ella, era seguro que alguien decía reverentemente: «¿Fuiste a aquella fiesta en casa de Danny?». Y a menos que el primero fuese un recién llegado, había asistido al acontecimiento. ¡Esa sí que era una fiesta para ti, Danny! Nadie intentó nunca dar otra mejor. Tal cosa era impensable, porque al cabo de dos días el suceso fue elevado a un rango que no admitía comparación con ninguna otra fiesta celebrada. ¿Cuántos hombres salieron esa noche de la casa sin cortes ni contusiones? Nunca había habido tantas peleas; y no una pendencia entre dos hombres, sino estruendosas batallas libradas por grupos enteros, cada uno por su cuenta.
¡Y cómo se reían las mujeres! Con una risa alta, tenue y frágil como un vaso que rueda. ¡Qué delicados grititos de protesta emergían del barranco! El Padre Ramón escuchó las confesiones de la semana siguiente con absoluta estupefacción e incredulidad. El entero espíritu dichoso de Tortilla Flat prescindió de todo freno y se manifestó como una sola unidad en éxtasis. Bailaron con tanto ímpetu que el suelo cedió en una esquina. Los acordeones tocaron tan ruidosamente que se quedaron sin aliento para siempre, como caballos despeados.
Y del mismo modo que la fiesta no admitió comparación con ninguna otra, Danny no tuvo rival como invitado. En el futuro, si algún mequetrefe decía, emocionado, «¿Me viste?, ¿me viste pedir baile a aquellas putas negras? ¿Nos viste dar vueltas y vueltas como gatos?», alguien le dedicaría una mirada madura, sabia y maligna. Alguna voz, harta de haber oído contar todas las versiones concebibles, preguntaría sosegadamente: «¿Viste a Danny la noche de la fiesta?».
Es posible que algún día un historiador escriba el frío, seco, enmohecido relato de La Fiesta. Tal vez hable del momento en que Danny retó y atacó a toda la concurrencia, hombres, mujeres y niños, con la pata de una mesa. Y quizá concluya: «A menudo se observa que un organismo agonizante es capaz de extraordinaria resistencia y fortaleza». Y al mencionar la sobrehumana actividad amorosa de Danny aquella noche, el mismo historiador podría escribir sin que le temblara la mano: «Cuando un organismo vivo se ve amenazado, todas sus funciones parecen apuntar hacia la reproducción».
Pero yo, al igual que la gente de Tortilla Flat, diría: «Al diablo con todo eso. ¡Danny era demasiado hombre para ti!». Nadie llevó la cuenta real, y más tarde, naturalmente, ninguna mujer sería capaz de reconocer voluntariamente que había sido ignorada; de suerte que en cierta medida es posible que las proezas de Danny hayan sido exageradas. Una décima parte de lo que se le atribuye sería ya una exageración para cualquier ser humano.
Allí donde Danny estuvo, provocó una espléndida locura. En Tortilla Flat se aseguraba apasionadamente que se bebió solo tres galones de vino. Sin embargo, es preciso recordar que Danny es ahora un dios. Al cabo de veinte años se diría con la mayor tranquilidad que las nubes llamearon y trazaron en el cielo la palabra DANNY con letras gigantescas; que la luna vertió sangre; que el lobo del invierno aulló proféticamente desde las montañas de la Vía Láctea.
Poco a poco, unos cuantos de constitución menos recia que la de Danny empezaron a amansarse, a aflojar y a gatear por el suelo. Los que quedaban en pie, advirtiendo su deserción, gritaron más alto, pelearon con mayor ímpetu y bailaron más que antes. Los motores de los coches de bomberos de Monterrey estuvieron todo el tiempo en marcha, y los bomberos, con sus impermeables y sus cascos rojos de estaño, permanecieron sentados en silencio, aguardando.
La noche transcurrió rápidamente y Danny seguía alborotando en la fiesta.
Numerosos testigos, tanto hombres como mujeres, dan fe de lo que sucedió. Y aunque a veces se cuestiona su valor como testigos, porque habían bebido treinta galones de vino y un barril de whisky de patata, esa gente afirma con hosco empeño que está segura de los detalles más importantes. Llevó varias semanas ordenar la historia entera; alguien decía una cosa, otros referían otra. Pero gradualmente el informe se clarificó hasta adquirir la forma razonable que ahora posee y siempre poseerá.
Dice la gente de Tortilla Flat que Danny empezó a cambiar rápidamente de aspecto. Se había vuelto enorme y terrible. Sus ojos llameaban como faros de automóvil. Había en su apariencia algo espantoso. Estaba de pie en la sala de su propia casa. Sujetaba la pata de la mesa, de madera de pino, en la mano derecha, e incluso el arma había crecido. Danny desafiaba al universo.
—¿Quién quiere pelea? —clamaba—. ¿No hay nadie en el mundo que no tenga miedo?
La gente tenía miedo; aquella estaca temible y tan amenazadora había llegado a aterrorizar a todos. Danny la movía de atrás a adelante. Los acordeones resollaron hasta silenciarse. El baile se paralizó. Un escalofrío recorrió la habitación, y un silencio pareció bramar en el aire como un océano.
—¿Nadie? —Danny gritó de nuevo—. ¿Estoy solo en el mundo? ¿Nadie va a pelear conmigo?
Los hombres se estremecían ante sus ojos terribles, y contemplaban fascinados el sendero de aire que trazaba la estaca. Nadie respondió al reto.
Danny se elevó. Se dijo que faltó poco para que su cabeza tocase el techo.
—Entonces saldré fuera a buscar a Ese que quiere pelear. ¡Encontraré al Enemigo digno de pelearse con Danny! Avanzó majestuosamente hacia la puerta, tambaleándose un poco al caminar. La gente, aterrada, le abrió paso. Se inclinó para cruzar la puerta. Todo el mundo se quedó inmóvil, escuchando.
Fuera, en el patio, oyeron su rugiente desafío. Oyeron a la estaca silbar en el aire como un meteoro. Oyeron sus pisadas recorriendo a zancadas el patio. Y entonces, detrás de la casa, en el barranco, oyeron una respuesta al reto, una réplica tan imponente y estremecedora que la espina dorsal se les heló como tallos de berro bajo la escarcha. Incluso ahora, cuando se habla del Adversario de Danny, la gente baja la voz y lanza miradas furtivas en derredor. Oyeron a Danny acometer contra su rival. Oyeron su último grito desafiante y después un golpe estrepitoso. Y luego el silencio.
La gente esperó un buen momento, conteniendo la respiración para que la áspera ráfaga de aire que expulsaban los pulmones no eclipsara ningún ruido. Pero en vano aguzaron el oído. La noche era silenciosa y se aproximaba la grisácea alborada.
Pilón rompió el silencio.
—Algo anda mal —dijo.
Y fue el primero en salir precipitadamente por la puerta. Hombre valeroso, ningún temor podía frenarle. La gente le siguió. Fueron a la parte trasera de la casa, donde habían sonado los pasos de Danny, pero este no estaba. Llegaron al borde del barranco, donde un abrupto zigzagueo descendía al fondo de aquella antigua vaguada por la que no transitaba ningún cauce desde hacía muchas generaciones. La gente que le seguía vio a Pilón bajar como una flecha por el sendero. Fueron tras él, lentamente. Y encontraron a Pilón en el fondo del barranco, inclinado sobre un Danny maltrecho y retorcido. Había caído de unos quince metros. Pilón encendió una cerilla.
—Creo que está vivo —chilló—. Id corriendo a buscar a un médico. Y al Padre Ramón.
La gente se dispersó. Quince minutos después, cuatro médicos fueron despertados y sacados de la cama por frenéticos paisanos. No les consintieron esa parsimoniosa deliberación con la cual a los médicos les gusta demostrar que no son esclavos de las emociones. ¡No! Hombres totalmente incapaces de expresar lo que querían zarandearon, apresuraron, empujaron a los doctores y les pusieron en las manos el maletín de su oficio. El Padre Ramón, expulsado de la cama, subió jadeando la colina, sin saber si había que exorcizar a un demonio, bautizar a un recién nacido en peligro de muerte o asistir a un linchamiento. Entretanto Pilón, Pablo y Jesús María transportaron a Danny colina arriba y le acostaron en su lecho. En torno a él encendieron velas. Danny respiraba con dificultad.
Primero llegaron los médicos. Se miraban suspicazmente unos a otros, pensando en quién gozaba de prioridad; pero su demora provocó miradas amenazadoras por parte de los paisanos. No llevó mucho tiempo examinar a Danny. Todos los médicos habían concluido su examen cuando llegó el Padre Ramón.
No entraré en el dormitorio con el cura, porque Pilón, Pablo, Jesús María, Big Joe, Johnny Pom-pom, Tito Ralph y el Pirata y sus perros estaban allí, y todos ellos eran la familia de Danny. La puerta estaba —y está— cerrada. Después de todo, hay orgullo en los hombres, y hay cosas que más vale no espiar.
En el gran dormitorio rebosante hasta el sofoco de gente de Tortilla Flat, había tensión y un silencio expectante. Los curas y los médicos han perfeccionado un sutil medio de comunicación. Cuando el Padre Ramón salió del cuarto, su expresión no se había alterado, pero bastó un suspiro suyo para que las mujeres prorrumpieran en un estridente y terrible lloriqueo. Los hombres movieron los pies como caballos en compartimentos de un establo, y luego salieron fuera a la luz del amanecer. Y la puerta del dormitorio continuó cerrada.