15

De cómo Danny se volvió loco de tanto pensar y de cómo el diablo, que cobró la forma de Torrelli, asaltó la casa de Danny.

Hay una característica invariable en Monterrey. Casi todas las mañanas el sol brilla en las ventanas del lado oeste de las calles; y por las tardes en las del lado este. Todos los días el autobús rojo va y viene con su ruido metálico entre Monterrey y Pacific Grove. Todos los días el hedor de pescado de las fábricas de conservas inunda el aire. Todas las tardes el viento sopla desde la bahía y mece los pinos de las colinas. Los pescadores se sientan en las rocas sujetando sus cañas, y en su rostro se graban la paciencia y el cinismo.

En Tortilla Flat, encima de Monterrey, la rutina es asimismo inalterable, porque es limitado el número de aventuras de Cornelia Ruiz con su lentamente cambiante procesión de novios. Se sabe que alguna vez ha aceptado a un hombre rechazado hacía mucho tiempo.

En la casa de Danny incluso hay menos cambios. Los amigos se han sumido en una rutina que sería monótona para todo el mundo menos para un paisano: levantarse, sentarse al sol en el porche y preguntarse qué traerá el Pirata. Este sigue cortando leña y vendiéndola en las calles de Monterrey, pero ahora compra comida con el cuarto de dólar cotidiano. De vez en cuando, los amigos se procuran algún vino y en ese caso cantan y pelean.

El tiempo es más complejo cerca del mar que en cualquier otro sitio, pues además de la rotación del sol y la sucesión de las estaciones, las olas marcan el paso del tiempo en las rocas y las mareas suben y bajan como una magna clepsidra.

Danny empezó a sentir el transcurso del tiempo. Miró a sus amigos y advirtió que a su lado todos los días eran iguales. Cuando de noche se levantaba de la cama y tenía que pasar por encima de los paisanos dormidos, le enfurecía su presencia en la casa. Poco a poco, al sentarse al sol en el porche delantero, Danny comenzó a soñar con sus días de libertad. Había dormido en los bosques en verano y en el cálido heno de los cobertizos cuando llegaba el frío del invierno. El peso de la propiedad no le abrumaba aún. Recordó que su nombre —Danny— iba asociado a una tempestad. Ah, ¡qué peleas! ¡Las huidas por el bosque con una gallina atropellada bajo el brazo! ¡Los escondrijos en el barranco cuando un marido ultrajado clamaba por su feudo! ¡Tormenta y violencia, dulce violencia! Cuando Danny se ponía a pensar en los buenos tiempos, lograba saborear lo rica que sabía la comida robada y anhelaba de nuevo aquella antigua época. Desde que su herencia le encumbró, no había peleado con frecuencia. Se había emborrachado, pero no tan audazmente. Pesaba siempre sobre él la sombra de la casa, la responsabilidad de sus amigos.

Danny empezó a mostrarse melancólico cuando estaban en el porche para que sus amigos creyeran que se había puesto enfermo.

—Té hecho con hierbabuena te sentará bien —indicó Pilón—. Si te metes en la cama, te pondremos en los pies piedras calientes.

Pero Danny no quería mimos, quería libertad. Estuvo un mes rumiando estas ideas, clavando la mirada en el suelo, mirando con ojos taciturnos a sus omnipresentes compañeros y quitando de en medio a los perros.

Al final se rindió a su añoranza. Una noche se escapó. Fue al bosque de pinos y desapareció. Por la mañana, cuando sus amigos notaron su ausencia. Pilón dijo:

—Alguna mujer. Está enamorado.

Dejaron las cosas como estaban, porque todo hombre tiene derecho al amor. Siguieron viviendo como de costumbre. Pero la preocupación les invadió al cabo de una semana sin tener nuevas de Danny. Como un solo hombre fueron al bosque a buscarle.

—El amor es bonito —dijo Pilón—. No podemos censurar a un hombre por seguir a una chica, pero una semana es una semana. Tiene que ser muy atractiva para retener a Danny tanto tiempo.

—Un poco de amor es como un poco de vino —dijo Pablo—. Ambas cosas en exceso enferman a un hombre. Quizá Danny esté ya enfermo. O quizá esa chica sea demasiado atractiva.

Jesús María también estaba preocupado.

—No es normal que desaparezca tanto tiempo el Danny que conocemos. Algo malo ha ocurrido.

El Pirata llevó a sus perros al bosque. Los amigos les dieron instrucciones:

—Encontrad a Danny. Puede estar enfermo. Puede que esté muerto en algún sitio ese buen Danny que os presta su casa para que paséis la noche.

El Pirata les susurró:

—Oh, malvados, desagradecidos perros, buscad a nuestro amigo.

Pero los perros movieron el rabo jubilosamente, hallaron un conejo y le persiguieron zigzagueando.

Los paisanos registraron el bosque todo el día, gritando el nombre de Danny, mirando en los sitios que ellos mismos habrían escogido para dormir: los acogedores hoyos entre raíces de árboles y los espesos lechos de agujas cercados de matorrales. Sabían donde dormiría un hombre, pero no hallaron señal de Danny.

—Tal vez se ha vuelto loco —sugirió Pilón—. Una inquietud secreta puede haberle trastornado el juicio.

Esa noche volvieron a la casa de Danny, abrieron la puerta y entraron. Un ladrón había sido diligente. Las mantas de Danny habían desaparecido. Faltaba toda la comida. Dos ollas se habían esfumado.

Pilón miró rápidamente a Big Joe Portagee, y en seguida movió la cabeza.

—No, tú estabas con nosotros. Tú no has sido.

—Danny lo hizo —dijo Pablo, excitado—. Está verdaderamente loco. Va corriendo por los bosques como un animal.

Gran inquietud y preocupación se aposentaron en casa de los paisanos.

—Tenemos que encontrarle —decía un amigo a otro—. En su locura puede ocurrirle algo malo. Tenemos que buscar por el mundo entero hasta dar con él.

Vencieron la pereza. Le buscaron día tras día y empezaron a oír extraños rumores.

—Sí, Danny estuvo aquí ayer por la noche. ¡El muy borracho! ¡Qué ladrón! Fijaos, dejó fuera de combate al viejo con la estaca de una cerca y le robó una botella de grappa. ¿Qué clase de amigos dejan hacer esas cosas a un amigo?

—Sí, vimos a Danny. Con los ojos cerrados y cantando. «Venid al bosque y bailamos, chiquillas», nos dijo, pero no fuimos. Nos dio miedo. Ese Danny no parecía muy tranquilo.

En el muelle descubrieron más pistas.

—Estuvo aquí —dijeron los marineros—. Quería pelear con todo el mundo. Benito le rompió un remo en la cabeza. Luego Danny rompió varias ventanas y un policía se lo llevó a la cárcel.

Tras el rastro seguro que su díscolo amigo, prosiguieron la búsqueda.

—McNear lo trajo ayer por la noche. —Les dijo el sargento—. Se ha fugado de algún modo antes del alba. Cuando le echemos el guante tiene para seis meses.

La persecución fatigó a los paisanos. Regresaron a casa y con horror descubrieron que había desaparecido el nuevo saco de patatas que Pilón se había procurado esa mañana.

—Esto es demasiado —declaró Pilón—. Danny está loco y corre peligro. Le va a ocurrir algo terrible si no le salvamos.

—Le buscaremos —dijo Jesús María.

—Miraremos detrás de cada árbol y cada refugio —garantizó Pablo.

—Debajo de los botes de la playa —sugirió Big Joe.

—Nos ayudarán los perros —dijo el Pirata.

Pilón movió la cabeza.

—Todo eso no sirve. Siempre llegamos a un sitio cuando Danny ya se ha ido. Tenemos que esperarle en un lugar adonde vaya. Tenemos que actuar como hombres prudentes, no como idiotas.

—Pero ¿adónde irá?

La luz se hizo de pronto en la mente de todos.

—¡A casa de Torrelli! Tarde o temprano irá a casa de Torrelli. Tenemos que esperarle allí para frenar la locura que le ha nublado el juicio.

—Sí. —Convinieron—. Debemos salvar a Danny. —Todos juntos fueron a casa de Torrelli, y Torrelli no les dejó entrar.

—Preguntadme —gritó a través de la puerta—: ¿He visto a Danny? Trajo tres mantas y dos ollas y le di un galón de vino. ¿Qué hizo entonces ese diablo? Insultó a mi mujer y me llamó cosas feas. ¡Zurró a mi niño y dio una patada al perro! Robó la hamaca del porche. —Jadeó de emoción—. Le busqué para que me la devolviese, ¡y cuando volví estaba con mi mujer! ¡Seductor, ladrón, borracho! ¡Eso es lo que es vuestro amigo Danny! Yo mismo voy a encargarme de que lo encierren en el penal.

Centellearon los ojos de los paisanos.

—¡Cerdo corso! —dijo Pilón, imparcial—. Estás hablando de nuestro amigo. Danny no está bien.

Torrelli cerró la puerta. Oyeron cómo echaba el cerrojo, pero Pilón siguió hablando.

—Judío —dijo—. Si fueras un poco más caritativo con tu vino, no sucederían estas cosas. Más te vale contener esa rana fría que tienes por lengua y no ensuciar a nuestro amigo. Más te vale tratarle amablemente, porque tiene muchos amigos. Te vamos a rajar la tripa si no te comportas con él.

Torrelli no hizo el menor ruido al otro lado de la puerta cerrada, pero temblaba de rabia y de miedo ante la ferocidad del tono. Sintió alivio al oír que los pasos de los amigos se alejaban por el camino.

Esa noche, cuando ya estaban acostados, oyeron pisadas cautelosas en la cocina. Sabían que era Danny, pero se escabulló antes de que pudieran atraparle. Vagaron por la oscuridad, gritando desconsolados:

—Ven, Danny, dulce amigo, te necesitamos.

No hubo respuesta, pero una piedra alcanzó a Big Joe en el estómago y le dejó doblado en el suelo. Ah, ¡qué desaliento sintieron los amigos, y qué pesaroso estaba su corazón!

—Danny va derecho a la muerte —dijeron tristemente—. Nuestro buen amigo está en un apuro y no podemos ayudarle.

Era difícil conservar la casa, porque Danny había hurtado casi todo lo que había dentro. Una silla apareció en casa de un contrabandista de licor. Toda la comida había desaparecido, y una vez en que le buscaban por el bosque, robó la estufa; como pesaba mucho, la abandonó en el barranco. Dinero no quedaba, porque había birlado la carretilla del Pirata y se la había trocado por una botella de whisky a Joe Ortiz. La paz ya no reinaba en la casa de Danny, y en su lugar sólo había aflicción y tristeza.

—¿Adónde ha ido a parar nuestra dicha? —Se lamentaba Pablo—. Hemos debido de cometer algún pecado. Esto es un castigo. Debemos confesarnos.

No volvieron a comentar los alardes conyugales de Cornelia Ruiz. Lejana quedaba la discusión moral, perdida la conversación humanitaria. Verdaderamente sólo restaban escombros de la buena vida. Y en medio de la desolación surgieron los rumores.

—Danny perpetró violación parcial la pasada noche.

—Danny ha estado ordeñando a la cabra de la señora Palochico.

—Danny se peleó anteayer con unos soldados.

Tristes como estaban ante aquella decadencia moral, los amigos no envidiaban los buenos momentos que Danny estaba viviendo.

—Si no está loco, recibirá su castigo —dijo Pilón—. Estad bien seguros. Danny está pecando de tal manera que, falta tras falta, está superando los límites que conozco. ¡Veréis qué penitencias cuando decida enmendarse! En pocas semanas Danny está acumulando más pecados que el viejo Ruiz en toda su vida.

Esa noche, inadvertido por los perros del Pirata, Danny se deslizó en la casa tan silenciosamente como la móvil sombra de una rama a la luz de una farola, y birló por juego los zapatos de Pilón. A la mañana siguiente Pilón no tardó mucho en comprender lo que había sucedido. Salió resueltamente al porche, se sentó al sol y se contempló los pies.

—Ha llegado demasiado lejos —dijo—. Ha hecho muchas bromas y hemos sido pacientes. Pero ahora se ha convertido en delincuente. Ese no es el Danny que nosotros conocemos. Es otra persona, un mal hombre. Tenemos que capturar a ese malvado.

Pablo miró satisfecho sus propios zapatos.

—Quizá sólo fue una travesura —sugirió.

—No —dijo Pilón severamente—. Esto es un delito. No eran zapatos muy buenos, pero es un crimen contra la amistad robarlos. Y es la peor clase de crimen. Si Danny es capaz de robar el calzado de sus propios amigos, no se detendrá ante nada.

Los amigos asintieron con la cabeza.

—Sí, tenemos que atraparle —dijo Jesús María, el humanitario—. Sabemos que está enfermo. Le ataremos a la cama e intentaremos curarle. Tenemos que disipar las tinieblas de su cerebro.

—Pero ahora —dijo Pablo—, antes de cogerle, hay que acordarse de poner los zapatos debajo de la almohada al acostarnos.

La casa vivía un estado de sitio. Sobre ella se cernía la furia de Danny, que se lo estaba pasando maravillosamente.

Rara vez la cara de Torrelli mostraba otras expresiones que la sospecha y la cólera. En su oficio de contrabandista y en sus tratos con la gente de Tortilla Flat, ambas emociones embargaban su espíritu a menudo, y su reflejo se le pintaba en el rostro. Más aún, Torrelli jamás había visitado a nadie. Se limitaba a aguardar en casa a que otros fueran a visitarle. Así pues, cuando Torrelli subió una mañana la carretera hacia la casa de Danny, con la cara bañada por una feroz sonrisa de placer y anticipación, los niños corrieron a sus patios y le observaron a través de las estacas de la valla, los perros se rozaron la panza con el rabo y huyeron con mirada torva y temerosa, y los hombres con quienes se cruzó se apartaban del camino y apretaban los puños como repeliendo a un loco.

La niebla cubría esa mañana el cielo. El sol, tras una serie de escaramuzas fracasadas, desistió y se ocultó tras los pliegues grises. De los pinos caía a la tierra un polvoriento rocío; y en las caras de las pocas personas que había por la calle, el día se reflejaba en sus sombrías miradas y pieles grisáceas. No se oían saludos cordiales. No había ni rastro de ese idealismo humano que afablemente confía en que la nueva jornada sea mejor que la anterior.

El viejo Roca, al ver a Torrelli sonriendo, fue a su casa y dijo a su mujer:

—Ese hombre acaba de matar a sus hijos y de devorarlos. ¡Ya verás!

Torrelli estaba contento porque en su bolsillo llevaba un precioso documento plegado. Sus dedos tanteaban el abrigo una y otra vez, y presionaban hasta que un leve crujido le decía que el documento seguía estando en su sitio. Mientras caminaba en la mañana cenicienta, iba hablando a solas.

«Nido de serpientes», se decía. «Voy a barrer esa pestilencia de los amigos de Danny. No volveré a darles vino por mercancías ni volverán a robarme lo que me entregan a cambio. Uno a uno, por separado no son mala gente, ¡pero sí toda la cáfila! Madonna, fíjate cómo voy a echarles a todos a la calle. ¡Los muy sapos, piojos, picajosas moscas! No estarán tan orgullosos cuando tengan que dormir otra vez en los bosques».

«Se van a enterar de que Torrelli ha vencido. ¡Creían poder engañarme, despojar a mi casa de muebles y a mi mujer de virtud! Van a ver que Torrelli, el gran sufrido, sabe devolver el golpe. Ah, sí, ¡van a verlo!».

Así iba hablando mientras caminaba, y sus dedos estrujaban el papel en su bolsillo. De los árboles llovían tristes gotas sobre el polvo. Las gaviotas dibujaban círculos aéreos, gritando trágicamente. Torrelli avanzaba como un gris destino hacia la casa de Danny.

En aquella casa reinaba la melancolía. Los amigos no podían sentarse en el porche a la luz del sol, porque no había sol. No es posible concebir razón mejor para la melancolía. Habían rescatado la estufa del barranco y la habían encendido. Se habían agrupado en torno a ella, y Johnny Pom-pom, que traía nuevas, llamó a la puerta.

—Tito Ralph ya no es el carcelero de la prisión municipal —anunció—. Esta mañana el juez lo ha destituido.

—Me gustaba Tito Ralph —dijo Pilón—. Cuando un hombre está en la cárcel, Tito le lleva un poco de vino. Y sabe más historias que cien hombres juntos. ¿Por qué perdió el puesto, Johnny Pom-pom?

—Eso he venido a contaros. Ya sabéis que Tito Ralph estaba muchas veces encerrado, y era un buen prisionero. Sabía cómo hay que llevar una prisión y al cabo de un tiempo llegó a saber más que nadie sobre cárceles. Entonces Daddy Marks, el viejo carcelero, murió y Tito ocupó su puesto. Nunca ha habido mejor guardián que Tito. Todo lo hacía bien. Pero tiene un pequeño defecto. Cuando bebe vino, se olvida de que es el carcelero. Se fuga y tienen que engancharle.

Los amigos asintieron.

—Ya lo sé —dijo Pablo—. He oído que no es fácil apresarle. Se esconde.

—Sí —prosiguió Johnny Pom-pom—. Aparte de eso, es el mejor guardián que han tenido nunca. Bueno, lo que he venido a deciros es que ayer por la noche Danny tenía vino suficiente para diez hombres, y se lo bebió todo. Luego hizo dibujos en las ventanas. Debía de tener mucho dinero, porque compró huevos para tirar a un chino. Y uno de los huevos falló el blanco y le dio a un policía. Así que ahora está en la cárcel. Pero mandó a Tito Ralph a comprar algo de vino y después un poco más. Había cuatro presos en la cárcel. Todos bebieron. Y al final salió a relucir el pequeño defecto de Tito. Entonces se escapó y todos se escaparon. Atraparon a Tito esta mañana y le han dicho que está despedido. Se puso tan triste que rompió una ventana y ahora está otra vez entre rejas.

—Pero Danny —dijo Pilón—, ¿qué ha sido de Danny?

—Oh, Danny se escapó también. No lo han cogido.

Los amigos lanzaron un suspiro de desánimo.

—Danny se está volviendo malo —dijo Pilón—. No acabará bien. Me gustaría saber de dónde sacó el dinero.

En ese mismo momento el triunfante Torrelli abrió la cerca de fuera y avanzó por el sendero. Los perros del Pirata se levantaron nerviosamente de su esquina y se encaminaron gruñendo hacia la puerta. Los amigos alzaron la mirada y se interrogaron mutuamente con los ojos. Big Joe empuñó el mango de pico que hacía tan poco tiempo se había utilizado contra él. El firme y confiado paso de Torrelli resonó en el porche. La puerta se abrió y allí estaba el contrabandista sonriendo. No lanzó bravatas. No, se aproximó con tanta delicadeza como un gato doméstico. Les dio amables palmaditas, como un gato hogareño que juega con una cucaracha.

—Ay, amigos míos —dijo suavemente, ante sus miradas alarmadas—. Mis queridos amigos y buenos clientes. Mi corazón sangra de dolor al ser mensajero de malas noticias para aquellos que amo.

Pilón se puso en pie de un brinco.

—Danny —dijo—. Está enfermo, está herido. Cuéntanos.

Torrelli negó con la cabeza, delicadamente.

—No, pequeños, no se trata de Danny. Mi corazón sangra, pero debo anunciaros que no podéis seguir viviendo aquí.

Sus ojos se recrearon en el asombro que sus palabras despertaban. Todas las bocas se abrieron de par en par, todos los ojos se quedaron blancos de estupor.

—No digas tonterías —dijo Pilón—. ¿Por qué no podemos seguir viviendo aquí?

La mano de Torrelli se deslizó, acariciadora, hacia el bolsillo del pecho, sus dedos sacaron el preciado documento y lo agitaron en el aire.

—Imaginad mi dolor —prosiguió—. Danny ya no es el propietario de esta casa.

—¿Qué? —exclamaron todos—. ¿Qué quieres decir? ¿Cómo que Danny ya no es dueño de esta casa? Habla, cerdo corso.

Torrelli lanzó una risita, señal tan terrible que los paisanos retrocedieron.

—Porque la casa me pertenece a mí —dijo—. Danny vino a verme ayer por la noche y me vendió esta casa por veinticinco dólares.

Observó diabólicamente los pensamientos que se reflejaban agolpados en la cara de los paisanos.

«Es mentira», se leía en sus rostros. «Danny no es capaz de hacer tal cosa».

—Es mentira —dijo Pilón en voz alta—. Una sucia mentira.

—Torrelli sonrió y agitó el papel.

—Aquí tengo la prueba —dijo—. Aquí está el documento que firmó Danny. Es lo que los negociantes llamamos una escritura de venta.

Pablo se le acercó, furioso.

—Le emborrachaste. No sabía lo que hacía.

Torrelli abrió el documento un poco.

—A la ley eso no le importa —dijo—. Y por lo tanto, mis queridos y buenos amigos, tengo el terrible deber de comunicaros que debéis abandonar mi casa. Tengo planes al respecto. —Su cara perdió entonces la sonrisa y la crueldad volvió a aflorar en ella—. Si no habéis desalojado al mediodía, enviaré a un policía.

Pilón avanzó lentamente hacia él. Ay, ¡ten cuidado, Torrelli, cuando Pilón avanza sonriente hacia ti! Corre, escóndete en alguna habitación de hierro y asegura el cerrojo.

—No entiendo de esas cosas —dijo suavemente—. Por supuesto que me entristece que Danny haya hecho algo así.

Torrelli lanzó de nuevo su risita tonta.

—Nunca he tenido una casa para vender —prosiguió Pilón—. Danny firmó ese papel, ¿no es eso?

—Sí —le remedó Torrelli—, Danny firmó este papel. Eso es.

Pilón dejó escapar, estúpidamente:

—¿Esa es la cosa que prueba que eres dueño de esta casa?

—Sí, pobre tonto. Este es el documento que lo prueba.

Pilón fingió perplejidad.

—Yo creía que había que apuntarlo y llevarlo a un registro.

Torrelli rio despectivamente. ¡Cuidado, Torrelli! ¿No ves con qué calma se mueven esas serpientes? Jesús María está delante de la puerta. Pablo se ha colocado junto a la de la cocina. Mira los nudillos de Big Joe que se ponen blancos de tanto apretar el mango del pico.

—No sabéis ni una palabra de negocios, vagabundos, mendigos —dijo Torrelli—. Cuando salga de aquí llevaré este papel y…

Todo sucedió tan rápidamente que las últimas palabras brotaron explosivamente. Sus pies se alzaron en el aire. Aterrizó con gran estrépito en el suelo y asió aire con sus gruesas manos. Oyó que la tapadera de la estufa hacía un ruido metálico.

—Ladrones —aulló. La sangre le ascendía por el cuello hasta llegar a la cara—. ¡Ladrones! ¡Rayos y truenos, devolvedme ese papel!

Pilón, plantado delante de él, parecía pasmado.

—¿Papel? —preguntó cortésmente—. ¿De qué papel hablas tan apasionadamente?

—La escritura de venta, el documento de propiedad. ¡Voy a decírselo a la policía!

—No me acuerdo de ningún papel —dijo Pilón—. Pablo, ¿tú sabes de qué papel está hablando?

—¿Papel? —Dijo Pablo—. ¿Se refiere a un periódico? ¿O quizá a un papel de fumar?

Pilón siguió consultando:

—¿Johnny Pom-pom?

—A lo mejor este tipo está soñando —dijo Johnny.

—¿Jesús María? ¿Sabes algo de un papel?

—Creo que está borracho —dijo Jesús María con voz escandalizada—. Es demasiado temprano para emborracharse.

—¿Joe Portagee?

—Yo no estaba aquí —insistió Joe—. Acabo de llegar.

—¿Pirata?

—No tenía ningún papel. —Se volvió hacia los perros—. ¿Lo tenía?

Pilón se dirigió al apoplético Torrelli.

—Te has confundido, amigo mío. Es posible que yo me haya equivocado respecto a ese papel, pero ya ves por ti mismo que nadie lo ha visto. ¿Por qué me reprochas cuando pienso que quizá no había ninguno? Tal vez deberías acostarte y descansar un poquito.

Torrelli estaba demasiado aturdido para seguir gritando. Le dieron media vuelta, le ayudaron a salir por la puerta y le pusieron velozmente en camino, sumido en el espanto de su derrota.

Y luego los amigos miraron al cielo y se alegraron, porque el sol había librado su batalla y conquistado un sendero a través de la niebla. Se sentaron dichosos en el porche delantero.

—Veinticinco dólares —dijo Pilón—. Me pregunto qué habrá hecho con ese dinero.

Habiendo vencido en la primera escaramuza, el sol desplazó a la niebla a lo largo del cielo. Las tablas del porche se calentaron y las moscas cantaban a la luz. Un extremo cansancio se adueñó de los paisanos.

—Era un trato cerrado —dijo Pablo, cansado—. Danny no debería hacer esas cosas.

—Compraremos a Torrelli todo nuestro vino para compensarle —dijo Jesús María.

Un pájaro saltó al rosal y agitó la cola. Las nuevas gallinas de la señora Morales cantaron un himno fortuito en torno del sol. En el patio delantero, los perros escarbaban aplicadamente y se mordían el rabo.

Al oír pasos que ascendían por la carretera, los amigos levantaron la vista y se pusieron en pie con sonrisas de bienvenida. Danny y Tito Ralph se acercaban a la valla, portando cada uno dos pesadas bolsas. Jesús María salió disparado hacia la casa y salió con dos tarros de frutas. Los paisanos notaron que Danny parecía algo cansado cuando colocó en el porche sus jarras de vino.

—Hace calor subiendo la cuesta —dijo.

—Tito Ralph —dijo Johnny Pom-pom—. Me dijeron que estabas en la cárcel.

—Me fugué otra vez —dijo Tito, pálido—. Todavía tengo las llaves.

Los tarros de frutas borbotearon, llenos. Los hombres exhalaron un gran suspiro, un suspiro de alivio porque todo había terminado.

Pilón dio un gran trago.

—Danny —dijo—, el grandullón de Torrelli vino esta mañana contando mentiras. Tenía un papel que habías firmado.

Danny pareció sobresaltarse.

—¿Dónde está ese papel? —preguntó.

—Verás —prosiguió Pilón—, sabíamos que era una mentira, así que quemamos el papel. No lo firmaste, ¿verdad?

—No —dijo Danny, y vació su jarra.

—Sería agradable poder comer algo —observó Jesús María.

Danny sonrió dulcemente.

—Me había olvidado. En una de esas bolsas hay tres pollos y un poco de pan.

Tan grande fue el placer y el alivio de Pilón que se levantó e improvisó un breve discurso.

—¿Dónde hay un amigo como nuestro amigo? —dijo—. Nos alberga en su casa protegiéndonos del frío. Comparte con nosotros su buena comida y también su vino. ¡Oh, qué buen hombre, qué querido amigo!

Danny se sentía violento. Miraba al suelo.

—No es nada —dijo—. No tiene mérito.

Pero el gozo de Pilón era tan grande que abarcaba el mundo e incluso la maldad del mundo.

—Algún día tenemos que hacer algo hermoso por Torrelli —dijo.