14

De la buena vida en casa de Danny, del obsequio de un puerco, de la pesadumbre de Tall Bob, y del amor frustrado del viejo Ravanno.

Los paisanos de Tortilla Flat no usaban relojes de pared ni de pulsera. De vez en cuando, uno de los amigos adquiría un reloj por un azar ciertamente extraordinario, pero sólo lo guardaba el tiempo suficiente para trocarlo por algo que quisiera realmente. Los relojes gozaban de buena reputación en casa de Danny, pero únicamente como instrumento de cambio. Para fines prácticos ya existía el sol, gran reloj dorado. Era mejor que los otros y más seguro, pues no había manera de cambiarlo por vino en casa de Torrelli.

En verano es agradable levantarse cuando las manecillas de un reloj de pared marcan las siete, pero en invierno esa misma hora carece de utilidad. ¡Cuánto más grato es el sol! El momento preciso para levantarse es cuando el sol despeja la copa de los pinos y se aferra al porche delantero. Es la hora en que las manos no se estremecen ni retiembla el estómago vacío.

El Pirata y sus perros dormían en el salón, seguros y calientes en su esquina. Pilón, Pablo, Jesús María, Danny y Big Joe dormían en el dormitorio. A pesar de su gran deferencia y de toda su generosidad, Danny nunca consintió que nadie utilizara su cama. Big Joe lo intentó dos veces, pero fue golpeado en las plantas de los pies con una vara, para que aprendiera que el lecho de Danny era una pertenencia inviolable.

Los amigos dormían en el suelo, y su ropa de cama era insólita. Pablo tenía tres pieles de oveja unidas. Jesús María reposaba con los brazos metidos en las mangas de un viejo abrigo y las piernas hundidas en las de otro. Pilón se envolvía en una gran tira de alfombra. Big Joe casi siempre se ovillaba como un perro y dormía vestido. A la par que carecía de aptitudes para conservar algo durante largo tiempo, poseía un gran talento para trocar cualquier cosa que cayese en sus manos por cierta cantidad de vino. Así pues, todos los paisanos, aunque algo ruidosos, dormían siempre cómodamente. Una noche fría, Big Joe trató de conquistar los servicios de un perro para calentarle los pies, pero recibió un buen mordisco, porque los perros del Pirata no aceptaban ser prestados.

Las ventanas carecían de cortinas, pero la Naturaleza generosa había oscurecido los cristales por medio de telarañas, polvo y las marcas claras de las gotas de lluvia.

—No estaría mal limpiar los cristales con agua y jabón —comentó una vez Danny.

La penetrante mente de Pilón abordó el problema con energía, pero le resultaba demasiado fácil. No exigía siquiera el empleo de una parte importante de sus poderes.

—Entraría más luz —dijo—. No pasaríamos tanto tiempo al aire libre si aquí hubiera luz. Y de noche, cuando la atmósfera está contaminada, no la necesitamos.

Danny retrocedió prudentemente, pues si una simple mención provocaba tan clara y rápida refutación de su proyecto, ¿qué aplastante lógica habría de desencadenar su insistencia? La ventana se quedó como estaba; y, a medida que pasaba el tiempo, mosca tras mosca servía de alimento a la familia de arañas, dejándoles la sangre y el robusto cuerpo en la tela adosada a la ventana, y a medida que el polvo se sumaba al polvo, el dormitorio fue quedando sumido en una agradable oscuridad que facilitaba el sueño lo mismo al mediodía que a la luz crepuscular.

Dormían apaciblemente; pero cuando el sol hería los cristales por la mañana y, al no poder penetrar, transformaba el polvo en plata y relucía en la iridiscencia de las moscas azules, los amigos se despertaban, se estiraban y empezaban a buscar los zapatos. Sabían que el porche delantero estaba caliente cuando el sol asomaba a la ventana.

No despertaban rápidamente, no agitaban ni sobresaltaban sus miembros con ningún movimiento repentino. No, emergían de su sopor tan suavemente como una pompa de jabón surge de un tubo. Bajaban con dificultad al fondo del barranco, todavía medio dormidos. Poco a poco renacía su voluntad. Hacían un fuego, ponían a hervir el té y lo bebían de los tarros de frutas, y por último se sentaban al sol en el porche delantero. Las llameantes moscas tejían una aureola en torno a sus cabezas. La vida cobraba forma alrededor, la vida de ayer y de mañana.

La conversación se iniciaba muy despacio, pues cada uno atesoraba aún un poco de sueño. Desde ese momento hasta después de mediodía, brotaba la camaradería intelectual. Luego alzaban los techos, espiaban las casas, escudriñaban motivos y recontaban aventuras. Por lo general sus pensamientos se centraban primero en Cornelia Ruiz, pues raro era el día y la noche en que Cornelia no hubiera vivido una curiosa e interesante aventura. Y solía tratarse de un episodio insólito del que no era posible extraer ninguna lección moral.

El sol relucía en las agujas de pino. La tierra irradiaba un olor seco y agradable. El rosal de Castilla perfumaba el mundo con sus flores. Era uno de los mejores momentos para los paisanos. La lucha por la existencia quedaba lejos. Se sentaban a enjuiciar a sus vecinos, juzgando según el interés y no en nombre de la moral. El que tuviera algo bueno que contar lo reservaba para esta ocasión. Las grandes mariposas pardas se acercaban al rosal, se posaban en sus flores y movían las alas lentamente, como si absorbieran miel por la fuerza de succión de sus alas.

—Vi a Albert Rasmussen —dijo Danny—. Vino de la casa de Cornelia. Vaya problema que tuvo la mujer. Todos los días los tiene.

—Es un modo de vivir —dijo Pablo—. Yo no soy quien para lanzar piedras, pero a veces pienso que Cornelia es un poco demasiado alegre. Sólo hace dos cosas, el amor y pelearse.

—Bueno, ¿y qué más quieres? —dijo Pilón.

—Nunca ha tenido paz —dijo Jesús María, tristemente.

—Tampoco la quiere —dijo Pilón—. Dale paz y Cornelia se muere. Amar y pelear. Es bueno eso que has dicho, Pablo. Amor, peleas y un poco de vino. Así uno siempre es joven, siempre está contento. ¿Qué le pasó ayer a Cornelia?

Danny miró triunfante a Pilón. No era frecuente que este ignorase algo que había ocurrido. Y esta vez Danny leyó en los ojos heridos y rencorosos de Pilón que no conocía el suceso.

—Todos conocemos a Cornelia —empezó—. A veces los hombres le llevan regalos, una gallina, un conejo o una col. Pequeñas cosas que a ella le agradan. Bueno, pues ayer Emilio Murrieta le llevó un cerdito; un precioso cerdito rosa. Emilio lo encontró en el barranco. La cerda le persiguió, pero él corrió más rápido y llegó a casa de Cornelia con la cría.

—Ese Emilio es un gran hablador —prosiguió—. Le dijo a Cornelia: «No hay nada más bonito que tener un puerco. Come cualquier cosa. Es un hermoso animal. Se le coge cariño. Pero luego empieza a crecer y su carácter cambia. Se vuelve mezquino y malhumorado, y uno deja de quererle. Un día te muerde y te pones furioso. Entonces lo matas y te lo comes».

Los amigos asintieron gravemente, y Pilón dijo:

—En cierto sentido Emilio no es tonto. Hay que ver todas las satisfacciones que ha obtenido con el cerdo: afecto, amor, desquite y alimento. Tengo que ir un día a charlar con él.

Pero los paisanos pudieron advertir que estaba celoso de la lógica de su rival.

—Sigue con lo del cerdo —pidió Pablo.

—Bueno —dijo Danny—, Cornelia lo aceptó y estuvo cariñosa con Emilio. Dijo que cuando llegase el momento en que se enfadase con el puerco, Emilio podría comer algo del bicho. Emilio se marchó. Cornelia preparó junto al fuego una cajita para que durmiese el animal. Fueron a verlo varias mujeres, y ella les dejó que lo cogieran en brazos y lo acariciaran. Al cabo de un rato, Dulce Ramírez pisó la cola del cerdo. ¡Oh! Chilló como el silbido del vapor. La puerta de delante estaba abierta. La mamá cerda entró buscando a su cría. Rompió todas las mesas y los platos. Todas las sillas. Mordió a Dulce Ramírez y le arrancó la falda a Cornelia, y hasta que todas las mujeres no se metieron en la cocina y cerraron la puerta, la cerda y su cría no se marcharon. Cornelia está furiosa. Dice que Emilio se las va a pagar.

—Así pasa —dijo Pablo—. Así es la vida, nunca ocurre lo que uno ha planeado. Así mismo se mató Tall Bob Smoke.

Las caras de sus amigos se volvieron interrogantes hacia él.

—Ya sabéis quién es Bob Smoke —prosiguió Pablo—. Tiene facha de vaquero, piernas largas, cuerpo flaco; pero no monta muy bien. En el rodeo muchas veces muerde el polvo. El tal Bob quiere que todos le admiren. Cuando hay un desfile le gusta llevar la bandera. Si hay una pelea quiere ser el árbitro. En el cine es el primero que dice: «¡Que se agachen esos de delante!». Sí, es un hombre que quiere ser un gran hombre y que la gente le vea y le admire. Y algo que a lo mejor no sabéis es que también quiere que la gente le quiera. Pobre infeliz, ha nacido para ser el hazmerreír de todo el mundo. A algunos les da pena, pero la mayoría se ríe de él. Y la risa le sienta como una puñalada a Tall Bob Smoke.

»Quizás os acordáis de aquel desfile en que llevó la bandera. Iba sentado muy derecho en un gran caballo blanco. Justo enfrente del sitio en que estaban los jueces, aquel estúpido animal se desmayó por culpa del calor. Bob salió despedido por encima de la cabeza del caballo, y la bandera voló por el aire como una lanza y se clavó en el suelo al revés.

»Siempre le pasan ese tipo de cosas. Cuando intenta hacerse el gran hombre, algo le ocurre y todos se ríen. Os acordaréis de que cuando fue jefe de la perrera estuvo toda una tarde tratando de lazar a un perro. Toda la ciudad fue a verle. Lanzó la cuerda y el perro se agachó, la cuerda le pasó por encima y se escapó. La gente se moría de risa. Bob estaba tan corrido que pensaba: “Voy a matarme y entonces la gente se entristecerá. Se arrepentirán de haberse reído”. Y después pensó: “Pero yo estaré muerto. No sabré lo entristecidos que se quedarán”. Así que hizo este plan: “Voy a esperar a que alguien entre en mi habitación. Me apunto con la pistola a la cabeza. Entonces esa persona discutirá conmigo. Me hará prometerle que no voy a disparar. Y luego la gente se pondrá triste al enterarse de que me han obligado a intentar el suicidio”. De este modo razonaba.

»Así que se fue a su pequeña casa y todos aquellos con quienes se cruzaba le decían: “Eh, Bob, ¿cogiste al perro?”. Llegó muy triste a su casa. Cogió una pistola, la cargó y se sentó a esperar que viniera alguien.

»Ensayaba lo que iba a suceder, y se puso a practicar con la pistola. El amigo diría: “Eh, ¿qué estás haciendo? No te dispares, pobre amigo mío”. Entonces Bob le explicaría que ya no tenía ganas de vivir porque todo el mundo era malvado.

»Lo pensó y repensó, pero nadie fue a verle. Esperó también al día siguiente y tampoco fue nadie. Pero al otro día se presentó Charlie Meeler. Bob le oyó llegar al porche y se puso la pistola junto a la cabeza. Y la ladeó para que todo pareciese más auténtico. “Ahora discutirá conmigo y le dejaré que me convenza”, pensó.

»Charlie Meeler abrió la puerta. Vio que Bob se apuntaba con el arma a la cabeza. Pero no gritó, no; Charlie dio un salto, agarró la pistola y el arma se disparó y le voló a Bob la punta de la nariz. Y entonces la gente se rio aún más. La historia salió en el periódico. Toda la ciudad rio.

»Todos habéis visto que la nariz de Bob tiene la punta volada. La gente se reía, pero no era cosa de reírse y empezó a sentirse avergonzado. Desde entonces le dejan que lleve la bandera en todos los desfiles. Y el ayuntamiento le ha comprado una red para que atrape a los perros.

»Pero no es feliz con una nariz así.

Pablo calló, recogió un palo en el porche y empezó a fustigarse suavemente una pierna.

—Yo me acuerdo de la nariz que tenía antes —dijo Danny—. Ese Bob no es mala persona. El Pirata puede decíroslo cuando vuelva. A veces el Pirata mete a todos sus perros en la furgoneta de Bob y entonces la gente cree que Bob los ha cogido, y dice: «Es un buen perrero. No es tan fácil atrapar a perros cuando tu oficio consiste en hacerlo».

Jesús María había estado meditando, con la cabeza reclinada en la pared.

—Que se rían de uno es peor que una paliza —observó—. Del viejo Tomás, aquel mamón andrajoso, se rieron hasta la misma tumba. Y luego la gente se arrepintió de haberlo hecho.

—Y hay otra clase de risa —declaró Jesús María—. Esa historia de Tall Bob es graciosa; pero cuando abres la boca para reírte, es como si una mano te oprimiera el corazón. Yo conozco la historia del viejo Ravanno, que se ahorcó el año pasado. También es gracioso, pero no da ganas de reír.

—He oído algo al respecto —dijo Pilón—, pero no conozco la historia.

—Bueno, yo la voy a contar y ya me diréis si es para reírse —dijo Jesús María—. De niño yo jugaba con Petey Ravanno. Aquel Petey, buen chico, era listo, pero siempre estaba metido en algún lío. Tenía dos hermanos y cuatro hermanas y luego estaba su padre, el viejo Pete. No queda nadie de la familia aquí. Un hermano está en San Quintín, al otro lo mató un jardinero japonés por robar un vagón de melones. Y las chicas, bueno, ya sabéis cómo son las chicas: todas se marcharon. Susy está ahora en Salinas en casa de la vieja Jenny.

»Así que sólo quedaron Petey y el viejo. El chico creció y siempre estaba en apuros. Estuvo un tiempo en el reformatorio y luego volvió. Se emborrachaba todos los sábados, y siempre le metían en la cárcel hasta el lunes. Su padre era bastante amistoso. Se emborrachaba con Petey todas las semanas. Casi siempre les encerraban juntos. El viejo Ravanno se sentía solo cuando su hijo no estaba con él. Le gustaba el muchacho. Hacía todo lo que Petey hacía, aunque tuviese ya sesenta años.

»¿Tal vez os acordáis de Gracie Montés?, preguntó Jesús María. No era una chica muy buena. Cuando tenía doce años, la flota llegó a Monterrey y Gracie tuvo a esa edad su primer hijo. Era bonita, ya sabéis, y espabilada, y tenía una lengua muy afilada. Siempre fingía que se apartaba de los hombres, y los hombres corrían detrás de ella. Y a veces la alcanzaban. Pero era imposible hacerse amigo suyo. Siempre parecía tener algo agradable que se guardaba para ella, algo detrás de los ojos que decía: “Si quisiera de verdad, yo sería para ti diferente a todas las mujeres que has conocido”.

»Yo sé algo de eso —prosiguió Jesús María—, porque yo también anduve detrás de ella. Y Petey también anduvo. Sólo que Petey era diferente.

Jesús María miró penetrantemente a los ojos de sus amigos para hacer hincapié en este detalle.

—Petey quería con tanto ahínco lo que Gracie ocultaba que adelgazó y se le pusieron los ojos abiertos y afligidos como los de alguien que fuma marihuana. No comía, estaba enfermo. El viejo Ravanno fue a ver a Gracie para hablar con ella. Le dijo: «Si no eres amable con Petey, se morirá». Pero ella se limitó a reírse. No era muy buena persona. Y entonces entró en la habitación su hermanita Tonia. Tenía catorce años. El viejo la miró y se le cortó la respiración. Tonia era como Gracie, con ese algo extraño que mantenía a los hombres a distancia. El viejo Ravanno no pudo evitarlo. Dijo: «Ven conmigo, chiquilla». Pero Tonia no era una chiquilla. Ella lo sabía. Así que se rio y salió de la habitación.

»El viejo volvió a casa. Petey le dijo: “A ti te ocurre algo, padre”.

»“No, Petey”, contestó el viejo, “lo único que me preocupa es que no puedas conseguir a esa Gracie para que te pongas bueno”.

»¡Todos aquellos Ravanno eran de sangre caliente!

»¿Y qué creéis que pasó luego? —continuó Jesús María—. Petey fue a cortar calamares para Chin Kee, e hizo regalos a Gracie, botellas grandes de Agua Florida, cintas y ligas. Pagó para que le hicieran un retrato, con colores y todo.

»Gracie aceptó todos los obsequios, pero se alejaba de él y se reía. Deberíais haber oído su forma de reírse. Daban ganas de estrangularla y de acariciarla al mismo tiempo. Daban ganas de rajarla entera y de sacarle aquella cosa que tenía dentro. Yo sé lo que era. Anduve detrás de ella y Petey también me lo dijo. Pero a él le enloqueció. No lograba dormir. Me dijo: “Si esa Gracie se casa conmigo en la iglesia, ya no se atreverá a alejarse de mí, porque estará casada y sería un gran pecado que lo hiciera”. De modo que se lo pidió. Se rio con aquella risa tan ruidosa que te daba ganas de estrangularla.

»¡Oh! Petey estaba loco. Fue a su casa y colgó una cuerda de una viga del techo, se subió a una caja, se ciñó la cuerda al cuello y dio un puntapié a la caja. Bueno, pues en ese momento entró su padre. Cortó la cuerda y llamó al médico. Pero Petey tardó dos días en abrir los ojos y cuatro días en poder hablar.

Jesús María hizo una pausa. Comprobó con orgullo que sus amigos estaban prendados de su narración. «Así sucedió todo», dijo.

—Pero Gracie Montés se casó con Petey Ravanno —exclamó Pilón, excitado—. Yo la conozco. Es una buena mujer. Nunca falta a misa y se confiesa una vez al mes.

—Así es ahora —concedió Jesús María—. El viejo Ravanno estaba enfurecido. Corrió a casa de Gracie y vociferó: «Ven a ver cómo asesinas a mi hijo con tu necedad. Trató de suicidarse por ti, montón de mierda de gallina».

»Gracie se asustó, pero también se sintió halagada, porque no hay muchas mujeres que puedan obligar a un hombre a llegar tan lejos. Fue a ver a Petey mientras estaba en la cama con el cuello retorcido. Poco después se habían casado.

»Todo resultó como Petey había imaginado. Cuando la iglesia le dijo a Gracie que fuera una buena esposa, fue una buena esposa. Ya no volvió a reírse delante de los hombres. Y no se apartó de ellos para que la persiguieran. Petey siguió cortando calamares, y muy pronto Chin Kee le dejó vaciar las cajas del pescado. Y no mucho después era el mayordomo del vivero. Ya veis que es una buena historia. Sería apropiada para que la contase un cura si acabase ahí.

—Oh, sí —admitió Pilón seriamente—. En esa historia hay buenas enseñanzas.

Los amigos asintieron convencidos, porque les agradaban las historias con moraleja.

—En Texas conocí a una chica parecida —dijo Danny—. Pero esta no cambió. Le llamaban la esposa del segundo pelotón: «Señora Segundo Pelotón», decían.

Pablo levantó la mano.

—Todavía no ha acabado —dijo—. Déjale a Jesús María que cuente lo que falta.

—Sí, todavía hay algo más. Y el final no es tan bueno. Quedaba el viejo, que tenía más de sesenta años. Y Petey y Gracie fueron a vivir a otra casa. El viejo Ravanno se sentía solo porque siempre había estado con su hijo. No sabía cómo ocupar el tiempo. Pasaba el día sentado con aspecto de hombre triste, hasta que un día volvió a ver a Tonia. Tenía quince años y era más bonita incluso que Gracie. La mitad de los soldados del Presidio la seguían como perritos.

»Lo mismo que le pasó a Petey le ocurrió al anciano. Su deseo no le trajo más que pesadumbres. No conseguía comer ni dormir. Se le hundieron las mejillas y sus ojos miraban fijamente como los ojos de los que fuman marihuana. Le llevaba bombones a Tonia y ella se los quitaba de las manos y se reía de él. Él decía: “Ven conmigo, queridita, que yo soy tu amigo”. Y ella se reía otra vez.

»El viejo se lo contó todo a Petey. Y Petey también se rio. “Viejo tonto”, le dijo su hijo. “Ya has tenido suficientes mujeres en tu vida. No persigas a niñas”. Pero no sirvió de nada. El anciano enfermó de deseo. Son de sangre caliente esos Ravanno. Se escondía en la hierba y la miraba pasar. El corazón le dolía en el pecho.

»Necesitaba dinero para hacerle regalos, así que consiguió un empleo en la estación de gasolina Standard. Rastrillaba la grava y regaba las flores de la gasolinera. Echaba agua en los radiadores y limpiaba los parabrisas. Guardaba cada centavo para regalar a Tonia bombones, cintas y vestidos. Encargó un retrato en color para ella.

»Ella se reía cada vez más, y el viejo estuvo a punto de enloquecer. Entonces pensó: “Si el matrimonio en la iglesia convirtió a Gracie en una buena mujer, lo mismo hará con Tonia”. Le pidió que se casara con él. Ella se rio más que nunca. Se levantó las faldas delante de él para atormentarle. Era un demonio esa Tonia».

—Él era un idiota —declaró Pilón con suficiencia—. Los viejos no deben correr detrás de las niñas. Deberían conformarse con sentarse al sol.

Jesús María contestó, irritado:

—Esos Ravanno son diferentes, gente de sangre muy caliente.

—Bueno, no es decente —dijo Pilón—. Era una vergüenza para Petey.

Pablo se volvió hacia él.

—Déjale que siga a Jesús María. La historia es suya, Pilón, no tuya. Luego escucharemos lo que cuentes.

Jesús María miró agradecido a Pablo.

—Iba diciendo que el viejo no podía aguantar más. Pero no era un hombre capaz de inventar algo. No era como Pilón. Era incapaz de pensar en algo nuevo. Pensaba de este modo: «Gracie se casó con Petey porque se ahorcó. Yo también me ahorcaré y a lo mejor Tonia se casa conmigo». Y luego pensó: «Si nadie me encuentra a tiempo me mataré. Alguien tiene que encontrarme».

»Hay que decir —explicó Jesús María—, que en esa gasolinera hay un taller. Temprano, por la mañana, el viejo llegaba, abría el taller, barría la grava y regaba las flores antes de que abriera la gasolinera. Los otros hombres entraban a las ocho en punto. Una mañana, el viejo entró en el taller y colocó una cuerda. Luego esperó hasta las ocho. Vio a los hombres que llegaban. Se pasó la cuerda alrededor del cuello y apartó con el pie un banco de trabajo. Y justo cuando lo hizo, la puerta del taller se cerró de golpe.

Amplias sonrisas brotaron de la cara de los amigos. Pensaron que a veces la vida es muy, pero que muy cómica.

—Los hombres no le echaron de menos en seguida —prosiguió Jesús María—. Dijeron: «Seguramente el viejo está borracho». Hasta una hora después no abrieron la puerta del taller.

Miró en derredor. El rostro de los amigos conservaba la sonrisa, pero esta vez era algo diferente.

—Ya veis —dijo Jesús María—, es gracioso.

»Pero también encoge el corazón.

—¿Qué dijo Tonia? —pregunto. Pilón—. ¿Aprendió la lección y cambió de vida?

—No. No lo hizo. Petey se lo contó y ella se rio. Petey también rio. Pero estaba avergonzado. Tonia dijo: «Qué viejo más idiota», y miró a Petey de aquella forma que ella sabía. Entonces el otro le dijo: «Es bueno tener una cuñada como tú. Alguna noche iré al bosque contigo». Tonia volvió a reír y se distanció un poco. Y preguntó: «¿Tú crees que soy tan bonita como Gracie?». Entonces Petey siguió a Tonia hasta su casa.

—No es una buena historia —protestó Pilón—. Hay demasiados sentidos y demasiadas lecciones. Algunas son opuestas. No se puede conservar en la memoria. No demuestra nada.

—A mí me gusta —dijo Pablo—. Me gusta porque no tiene un significado claro y sin embargo parece que quiere decir algo, aunque no sé qué.

El sol había sobrepasado el mediodía y el aire era caluroso.

—Me pregunto qué traerá de comer el Pirata —dijo Danny.

—Hay gran demanda de caballa en la bahía —observó Pablo.

A Pilón se le iluminaron los ojos.

—Tengo un plan que he estado pensando —dijo—. Cuando yo era pequeño vivíamos junto a las vías. Todos los días, cuando pasaba el tren, mis hermanos y yo tirábamos piedras a la locomotora, y el maquinista nos tiraba carbón. A veces se me ocurre que quizá pudiéramos coger rocas en el rompeolas. Cuando los barcos se acerquen, les insultaremos y lanzaremos rocas. ¿Cómo pueden contestar los marineros? ¿Pueden tirarnos remos o redes? No. Sólo pueden arrojarnos caballas.

Danny se levantó alegremente.

—¡Eso sí que es un plan! —exclamó—. ¡Qué gran amigo nuestro es este buen Pilón! ¿Qué haríamos sin él? Vamos, yo sé dónde hay cantidad de rocas.

—El pescado que más me gusta es la caballa —dijo Pablo.