De cómo los amigos de Danny acudieron precipitadamente en ayuda de una dama afligida.
La señora Teresina Cortez, sus ocho hijos y su anciana madre vivían en una agradable casita campestre al borde del profundo barranco que forma el límite meridional de Tortilla Flat. Teresina tenía buen tipo de mujer madura que ronda la treintena. Su madre, reliquia antigua, reseca y desdentada de una generación pasada, se acercaba a los cincuenta. Había transcurrido mucho tiempo desde que alguien recordara que se llamaba Angélica.
Durante la semana, la vieja, tenía mucho quehacer, pues era su deber alimentar, castigar, mimar, vestir y acostar a siete de los ocho niños. Teresina se ocupaba del octavo y se preparaba para la llegada del noveno.
El domingo, en cambio, la vieja, vestida con satén negro más antiguo que ella misma, y tocada con el duelo macabro y duradero de un negro sombrero de paja que llevaba cosidas dos auténticas cerezas de yeso esmaltado, mandó el trabajo a paseo y se fue resueltamente a la iglesia, donde permaneció tan inmóvil como los santos en sus nichos. Una vez al mes, por la tarde, iba a confesarse. Sería interesante conocer de qué pecados se acusaba y de dónde sacaba tiempo para cometerlos, pues en casa de Teresina había criaturas que gateaban, reptaban, tropezaban, chillaban, mataban gatos y se caían de los árboles, y era muy verosímil que cada una de estas cosas aconteciera puntualmente cada dos horas.
¿Es de extrañar que la vieja tuviera un alma distante y nervios de acero? Cualquier otra, en su lugar, se hubiera desgañitado emitiendo gritos como pequeños cohetes.
Teresina era una mujer de mente ligeramente perpleja. Su cuerpo era una de esas retortas perfectas para la destilación de hijos. El primero, concebido a la edad de catorce años, le causó una conmoción; tan conmocionada estaba que lo dio a luz de noche en un campo de fútbol, lo envolvió en papel de periódico y lo abandonó para que lo encontrara el vigilante nocturno. Esto era un secreto. Incluso de saberse ahora, Teresina podría verse en apuros.
A los dieciséis años, Alfred Cortez se casó con ella y le dio su nombre y los dos cimientos de la familia, Alfredo y Ernie. Cortez dio apellido a su esposa alegremente. En realidad, estaba usando su propio nombre de modo provisional. Antes de llegar a Monterrey y después de marcharse, se llamaba Guggliemo. Desapareció después de nacer Ernie. Acaso presintió que la vida conyugal con Teresina no iba a ser apacible.
La regularidad con que se convertía en madre siempre le asombró a ella misma. En ocasiones no lograba recordar quién era el padre del bebé en camino; y a veces casi llegó a convencerse de que no era necesario el concurso de un amante. En la época en que estuvo en cuarentena como transmisora de difteria, quedó embarazada exactamente igual. Sin embargo, cuando a su cerebro se le hacía muy difícil desembrollar la madeja de un dilema, dejaba su solución en manos de la Madre de Jesús, de la que sabía que tenía más conocimiento, interés y tiempo que ella para tales menesteres.
Teresina se confesaba con frecuencia. Desesperaba al Padre Ramón. Este había advertido que mientras sus rodillas, manos y labios hacían penitencia por un pecado anterior, los modestos y provocativos ojos de su feligresa, centelleando bajo pestañas pintadas, asentaban los cimientos de uno nuevo.
Por la época de la que he estado hablando, ya había nacido el noveno hijo y de momento la madre no tenía compromisos. La vieja recibió una nueva carga; Alfredo empezó su tercer año de primaria, Ernie inició el segundo y Panchito fue a la escuela por primera vez.
Por esa época, en California se puso de moda que las pedagogas visitaran las aulas e interrogaran a los niños sobre detalles íntimos de su vida hogareña. Alfredo, que cursaba primaria, fue convocado en el despacho del director porque se estimaba que era un niño flaco.
La pedagoga de visita, especializada en psicología infantil, dijo amablemente:
—Freddie, ¿comes suficiente?
—Claro —respondió Alfredo.
—Bueno, veamos. Dime lo que has desayunado.
—Tortillas y judías.
La pedagoga hizo con la cabeza al director un gesto de desaliento.
—¿Qué comes en casa al mediodía?
—No voy a casa.
—¿No comes al mediodía?
—Claro. Traigo judías envueltas en una tortilla.
Los ojos de la mujer denotaron verdadera alarma, pero se controló.
—¿Qué comes por la noche?
—Tortillas y judías.
La psicología abandonó a la visitante.
—¿Quieres decirme que no sales de ahí y que no comes más que tortillas y judías?
Alfredo estaba atónito.
—Jesús, ¿qué más quiere? —dijo.
En su momento el médico de la escuela fue informado por la horrorizada pedagoga. Un día fue en coche a casa de Teresina para tomar cartas en el asunto. Al cruzar el patio, las criaturas reptantes, los seres que gateaban y tropezaban, estaban componiendo una terrible sinfonía de alaridos. El médico se paró ante la puerta abierta de la cocina. Con sus propios ojos vio que la vieja se acercaba a la cocina, hundía una gran cuchara en una olla y sembraba el suelo de judías cocidas. El ruido cesó al instante. Los niños que gateaban, reptaban y tropezaban pusieron manos a la obra con callada industria, yendo de una judía a otra y haciendo un alto únicamente para comerlas. La vieja volvió a su silla para gozar de un momento de paz. Los niños se arrastraban bajo la cama, las sillas, la cocina, con la determinación de pequeños chinches. El médico se quedó dos horas, porque sintió espoleado su interés científico. Se marchó moviendo la cabeza.
Seguía moviéndola incrédulamente al redactar su informe. «Les sometí a todas las pruebas que conozco», dijo, «dientes, piel, esqueleto, ojos, coordinación. Señores, se están nutriendo de un veneno lento que toman desde que nacieron. Señores, ¡les aseguro que no he visto niños más sanos en mi vida!». La emoción le superó. «Los muy animalillos», agregó. «No he visto dientes así en toda mi vida. ¡No he visto nunca dientes parecidos!».
Se preguntarán cómo Teresina procuraba el sustento a su familia. Una vez que han pasado las trilladoras pueden verse, en el lugar donde se han parado, grandes montones de vainas de judía. Si se extiende una manta en el suelo y, una tarde de viento, se agitan las vainas en el aire encima de la manta, se verá que las trilladoras no son infalibles. En una tarde de trabajo es posible recoger veinte o más libras de judías.
En otoño, la vieja y los niños que sabían andar iban a los campos y aventaban las vainas. A los terratenientes no les importaba, porque la anciana no hacía ningún daño. Tenía que ser un mal año para que no cosechase de trescientas a cuatrocientas libras de judías.
Con tal cantidad de legumbres en casa, no hay miedo a morirse de hambre. Otras cosas, los manjares como el azúcar, los tomates, pimientos, café, pescado o carne, pueden llegar a veces milagrosamente, por intercesión de la Virgen, o en ocasiones gracias a la laboriosidad o la inteligencia; pero en casa hay judías y uno se halla a salvo. Las judías son como un techo encima del estómago; son un cálido abrigo contra la inclemencia económica.
Una sola cosa podía amenazar la vida y la dicha de la familia de Teresina Cortez: un desastre en la cosecha de judías.
Cuando están maduras, los pequeños arbustos se arrancan y se juntan en montones para que se sequen y se pongan crujientes a fin de que entre en acción la trilladora. Luego llega el momento de rezar para que no llueva. Cuando los montoncitos de judías ya forman hileras amarillas contra los oscuros campos, los granjeros miran al cielo, amenazando, temerosos, a cada nube que pasa; en efecto, si llueve hay que dar la vuelta a los montones para que se sequen de nuevo. Y si vuelve a llover antes de que estén secos, habrá que volver a voltearlos. Y si hay un tercer aguacero, el moho y la putrefacción se enraízan y se pierde la cosecha.
Cuando las judías estaban secándose, la vieja tenía la costumbre de encender una vela a la Virgen.
El año del que estoy hablando, las judías estaban ya en montones y la vela prendida. En casa de Teresina, los sacos de arpillera estaban extendidos para la recolección.
Las trilladoras estaban limpias y aceitadas.
Cayó un aguacero.
Más jornaleros que de costumbre se precipitaron al campo y dieron la vuelta a los montículos empapados. La vieja encendió otra vela.
Siguió lloviendo.
Entonces la vieja compró dos velas con una pequeña moneda de oro que había guardado durante muchos años. Los braceros pusieron de nuevo las judías vueltas hacia el cielo; y luego cayó un chaparrón frío e inclemente. Ni una sola judía se cosechó en el condado. El arado removió los terrones empapados.
Y la congoja invadió la casa de Teresina Cortez. El sostén de la vida se había roto; el pequeño tejado destruido. Aquella verdad eterna —las judías— se había desvanecido. De noche los niños lloraban de terror ante la inminente inanición. No se lo dijeron, pero lo sabían. La vieja, como siempre, acudió a la iglesia, pero sus labios dibujaban una mueca de desprecio al mirar a la Virgen. «Aceptaste dos velas», pensó. «Ah, sí. Eres codiciosa con las velas. Oh, desconsiderada». Y hoscamente trasladó su devoción a Santa Clara. Le contó la injusticia de que había sido víctima. Se permitió un pensamiento un poco malicioso respecto al nacimiento de la Virgen. «Ya ves, a veces Teresina tampoco puede recordar», dijo a Santa Clara, malignamente.
Ya se ha dicho que Jesús María Corcoran era un hombre de gran corazón. Y al igual que algunas personas humanitarias, poseía ese don de verse inevitablemente atraído hacia aquellas esferas donde su instinto era necesario. ¡Cuántas veces había auxiliado a muchachas que precisaban consuelo! Se sentía irresistiblemente atraído por toda tristeza o pesadumbre. Hacía muchos meses que no había estado en casa de Teresina. Si no existiese una atracción mística entre el dolor y los humanitarios, ¿cómo se explicaría que fuese a visitarla el mismísimo día en que se coció la última judía del año anterior?
Se sentó en la cocina, apartando suavemente a los niños de sus pies. Y miró a Teresina con ojos amables y apesadumbrados mientras ella le contaba la calamidad. La miró fascinado cuando volvió el saco de revés para demostrar que no quedaba ni una sola judía. Asintió, compadecido, cuando ella le señaló a los niños, que pronto serían esqueletos, pronto morirían de inanición.
Entonces la vieja refirió amargamente el engaño de que le había hecho víctima la Virgen. Pero a este respecto Jesús María no fue tan comprensivo.
—¿Qué sabes tú, vieja? —dijo austeramente—. Quizá la Santa Virgen tenía cosas que hacer en otro sitio.
—Le puse cuatro velas —insistió la vieja, estridentemente.
Jesús María la miró con frialdad.
—¿Qué son cuatro velas para Ella? —dijo—. He visto iglesias donde tenía cientos. No está ávida de velas.
Pero mentalmente se angustiaba por el problema de Teresina. Esa noche habló inspirada y lastimeramente a los amigos en la casa de Danny. Del fondo de su corazón brotó una elocuente oratoria, un apasionado alegato por aquellos chiquillos sin judías. Y tan expresivo fue su parlamento que el fuego de su corazón incendió los de sus amigos. Se pusieron en pie de un brinco. Les brillaban los ojos.
—Esos niños no morirán de hambre —declararon—. ¡Nos ocuparemos de ellos!
—Vivimos en la opulencia —dijo Pilón.
—Compartiremos con ellos nuestros bienes —decidió Danny—. Y si necesitaran una casa, podrían vivir aquí.
—Empezaremos mañana —dijo Pablo—. ¡Se acabó la vagancia! ¡A trabajar! ¡Tenemos cosas que hacer!
Jesús María sintió la satisfacción que experimenta un jefe ante el apoyo de sus seguidores.
No era una vana jactancia. Recolectaron pescado. Saquearon el huerto de verduras del hotel Del Monte. Fue una gloriosa cosecha. ¿Hay algo más gratificante que el robo desprovisto del estigma de robo, el delito cometido en nombre del altruismo?
El Pirata subió a treinta centavos el precio de la leña y todas las mañanas recorrió tres nuevos restaurantes. Big Joe birló una y otra vez la cabra de la señora Palochico, y una vez tras otra el animal volvió a casa.
Los alimentos empezaban a llenar la casa de Teresina. Cajas de lechuga descansaban en el pórtico, el olor fuerte de la caballa estropeada inundaba el vecindario. Y la llama de la caridad aún no se había extinguido en el espíritu de los paisanos.
Si se consultaran los ficheros del departamento policial de Monterrey, podría comprobarse que por aquella época hubo una oleada de delitos menores en el municipio. El coche de policía iba a toda velocidad de un sitio a otro. Aquí habían hurtado una gallina, allí faltaba toda una parcela de calabazas. La empresa Paladini denunció la pérdida de dos cajas de cien libras de bistec.
La casa de Teresina estaba cada vez más atestada. La cocina rebosaba de comida. El porche trasero estaba saturado de verduras. El olor propio de una fábrica de envasados impregnó a Tortilla Flat. Los amigos no se concedían un respiro perpetrando sus latrocinios, y hablaban y planeaban largamente con Teresina.
Al principio estaba enloquecida de júbilo por la afluencia de tanta comida, y la atención le halagaba enormemente. Al cabo de una semana no parecía tan segura. El benjamín tuvo un cólico. Ernie contrajo una especie de trastorno intestinal. A Alfredo se le puso la cara colorada. Las criaturas reptantes y gateantes no paraban de llorar. A Teresina le daba vergüenza decir a los amigos lo que debía decirles. Necesitó varios días para armarse de valor; y en ese intervalo llegaron a su casa cincuenta libras de apio y un cajón de melones. Por fin tuvo que decírselo. Los vecinos empezaban a mirarla enarcando las cejas.
Convocó a los amigos de Danny en la cocina y les informó del problema con modestia y tacto para no herir sus sentimientos.
—Las verduras y la fruta no son buenas para los niños —explicó—. La leche produce diarrea a un bebé destetado. —Señaló a los niños hartos e irritados. Ya veían: estaban todos enfermos. Su dieta no era adecuada.
—¿Qué comida es la apropiada? —preguntó Pilón.
—Judías —dijo ella—. Es un alimento digno y de confianza, algo que no pasa todo derecho.
Los amigos se marcharon en silencio. Pretendían convencerse de que estaban descorazonados, pero sabían que desde hacía días les faltaba el fuego inicial de su entusiasmo.
En casa de Danny celebraron una conferencia.
No había que contarlo en ciertos círculos, porque las consecuencias podrían ser graves.
Mucho después de medianoche cuatro formas oscuras y anónimas cruzaron como sombras la ciudad. Cuatro siluetas indistintas treparon hasta la plataforma de la Western Warehouse Company. El guardián dijo más tarde que oyó ruidos, investigó y no vio nada. No acertó a explicar cómo sucedió la cosa, cómo rompieron una cerradura y forzaron la puerta. Los cuatro hombres que sabían que el guardián estaba durmiendo como un tronco nunca le denunciarían.
Un ratito después, las cuatro sombras salieron del almacén dobladas por el enorme peso de su cargamento. Las anónimas formas emitían jadeos y resoplidos.
A las tres de la mañana Teresina se despertó al oír que la puerta de atrás se había abierto. «¿Quién anda ahí?», gritó.
No hubo respuesta, pero oyó los cuatro grandes porrazos que estremecieron la casa. Encendió una vela y fue a la cocina descalza. Allí, contra la pared, había cuatro sacos de cien libras de judías pintas.
Teresina corrió a despertar a la vieja.
—¡Un milagro! —exclamó—. Ven a ver a la cocina.
La vieja contempló avergonzada los rollizos sacos llenos.
—Soy una miserable y sucia pecadora —se lamentó—. Oh, Santa Madre, apiádate de esta vieja insensata. Todos los meses te pondré una vela, hasta que me muera.
En casa de Danny, cuatro amigos descansaban felices bajo las mantas. ¿Qué mejor almohada que una buena conciencia? Durmieron hasta bien avanzada la tarde, porque su trabajo ya estaba terminado.
Y Teresina supo, mediante un método que se había revelado infalible, que iba a tener un hijo. Mientras echaba en la olla una cuarta parte de las nuevas judías, se preguntaba distraídamente cuál de los amigos era el responsable.