De cómo los amigos de Danny ayudaron al pirata a cumplir una promesa, y de cómo, en recompensa por su mérito, los perros del pirata tuvieron una visión santa.
Todas las tardes, el Pirata empujaba colina arriba su carretilla vacía hasta el patio de Danny. La apoyaba contra la cerca y la tapaba con un saco; luego enterraba su hacha en la tierra, pues —como todo el mundo sabe— el acero se endurece si se entierra. Por último entraba en la casa, hurgaba en una bolsa de piel de buey que colgaba de su cuello atada con una cuerda, sacaba el cuarto de dólar cotidiano y se lo entregaba a Danny. A continuación los dos amigos y cualquier otro que estuviese en casa entraban solemnemente en el dormitorio, pisando la ropa de cama esparcida por el suelo. Mientras los paisanos contemplaban la escena, Danny tanteaba debajo de su almohada, sacaba la bolsa de lona y depositaba en ella la nueva moneda. Este hábito databa de mucho tiempo atrás.
La bolsa de dinero se había convertido en el simbólico centro de la amistad, en el eje de confianza sobre el que giraba la fraternidad. Estaban orgullosos del dinero, orgullosos de no haberlo manoseado nunca. Con no poca complacencia, habían convertido en una cuestión de dignidad la custodia del tesoro del Pirata. Buena cosa es para un hombre que confíen en él. En la mente de los amigos, aquellas monedas desde hacía mucho habían dejado de ser dinero líquido. Es cierto que durante una temporada habían soñado con la cantidad de vino que podría adquirirse con él, pero al cabo de un tiempo dejaron de concebirlo como moneda de curso legal. El tesoro estaba destinado a la compra de un candelero de oro, y dicho objeto hipotético era propiedad de San Francisco de Asís. Es mucho peor defraudar a un santo que tomarse libertades con la ley.
Una noche, por medio de ese telégrafo rápido y exacto que nadie entiende, se divulgó la noticia de que un guardacostas había encallado en las rocas, cerca de Carmel. Big Joe Portagee había salido a ocuparse de sus propios asuntos, pero Danny, Pilón, Pablo, Jesús María, el Pirata y sus perros se encaminaron alegremente hacia el litoral: lo que más les gustaba en el mundo era recolectar cosas de utilidad en la playa. Pensaban que era lo más emocionante de la vida. Aunque llegaron algo tarde, recuperaron el tiempo perdido. Toda la noche faenaron por la playa y reunieron un buen montón de pecios, una lata de cinco libras de mantequilla, varias cajas de conservas envasadas, una Bowditch empapada de agua, dos chaquetones de marinero, un tonel de agua de bote salvavidas y una ametralladora. Al alborear montaban guardia junto a una pila considerable de hallazgos.
Aceptaron la suma total de cinco dólares que les ofreció un espectador, pues quedaba totalmente descartada la posibilidad de transportar todo aquel pesado cargamento a lo largo de unos diez kilómetros de empinada ladera hasta Tortilla Flat.
Como ese día no había cortado leña, el Pirata recibió de Danny el cuarto de dólar correspondiente y lo guardó en la bolsa que le colgaba del cuello. Más tarde, fatigados pero rebosantes de una cálida y prometedora dicha, se pusieron en camino a través de las colinas hacia Monterrey.
Llegaron por la tarde a la casa de Danny. El Pirata abrió su bolsa como si oficiara un ritual y le entregó a Danny la moneda de cuarto. Todos, en tropel, entraron en el dormitorio. Danny palpó debajo de la almohada… y sacó la mano vacía. Apartó la almohada, dio la vuelta al colchón y luego se volvió lentamente hacia sus amigos, con una mirada más feroz que la de un tigre. Escudriñó cara tras cara y en todas vio tanto horror e indignación que no podía ser fingido.
—Bueno —dijo—, bien. —El Pirata se echó a llorar y Danny le rodeó el hombro con el brazo.
—No llores, amigo mío —dijo con voz siniestra—. Vas a recobrar todo tu dinero.
Los paisanos salieron en silencio del dormitorio. Danny fue al patio y encontró una gruesa estaca de pino de un metro de largo; la hizo oscilar para probarla. Pablo entró en la cocina y salió con un viejo abrelatas de cuchilla atroz. Jesús María extrajo de debajo de la casa un mango de pico roto. El Pirata les miraba desconcertado. Todos volvieron a entrar y se sentaron sosegadamente.
Con un gesto del pulgar, el Pirata señaló el declive de la colina.
—¿Él? —preguntó.
Danny asintió lentamente. Miraba con ojos velados, terribles. Adelantó la barbilla y, sin abandonar su asiento, todo su cuerpo zigzagueó un poquito, como una serpiente de cascabel a punto de saltar.
El Pirata salió al patio y desenterró su hacha.
Se quedaron mucho tiempo sentados en la casa. No se pronunció ni una sola palabra, pero una oleada de fría cólera inundaba, agazapada, toda la habitación. El sentimiento reinante era el que siente una roca cuando la mecha se encamina ardiendo al encuentro con la dinamita.
Declinó la tarde; el sol se acostó tras la colina. Todo el vecindario de Tortilla Flat parecía callado y expectante.
Oyeron sus pasos en la calle y apretaron con más fuerza las estacas. Joe Portagee cruzó inestablemente el pórtico y traspasó la puerta delantera. Llevaba en la mano un galón de vino. Examinó los rostros con mirada incómoda, pero sus amigos permanecieron inmóviles y no le miraron directamente.
—Hola —dijo Big Joe.
—Hola —dijo Danny. Se puso en pie y se estiró indolentemente. No fue derecho hacia él, sino que se acercó sesgadamente, como si fuera a pasar por su lado. Cuando llegó a su altura, golpeó con la rapidez de una serpiente que pica. La estaca se estrelló justo detrás de la cabeza de Joe, que se desplomó, inconsciente.
Danny sacó pensativamente del bolsillo una tira de cuero sin curtir y ató los dos pulgares del hombre caído. «Agua», ordenó.
Pablo arrojó un cubo de agua a la cara de Big Joe. Giró la cabeza y estiró el cuello como una gallina; luego abrió los ojos y miró aturdido a sus amigos. No le dijeron nada en absoluto. Danny calculó minuciosamente la distancia, como un jugador de golf que va a lanzar la pelota. Descargó la estaca sobre el hombro de Big Joe; entonces los paisanos emprendieron su tarea de forma fría y metódica. Jesús María se encargó de las piernas, Danny de los hombros y del pecho. Big Joe rodó por el suelo, aullando. Le magullaron todo el cuerpo, del cuello para abajo. Cada golpe alcanzaba un nuevo punto y le contusionaba. Los alaridos eran ensordecedores. El Pirata, en pie, sostenía el hacha, inmóvil.
Se detuvieron cuando toda la parte delantera del cuerpo no era más que una llaga. Pablo se arrodilló con el abrelatas junto a la cabeza de Big Joe. Pilón descalzó al herido y empuñó de nuevo la vara.
Big Joe se estremeció de pánico.
—¡Está enterrado junto a la cerca! —berreó—. Por el amor de Dios, ¡no me matéis!
Danny y Pilón salieron por la puerta delantera y al cabo de unos minutos regresaron con la bolsa de lona.
—¿Cuánto has cogido? —preguntó Danny. Su voz era completamente natural.
—Solamente cuatro, lo juro por Dios. Sólo he cogido cuatro, y trabajaré para devolverlas.
Danny se inclinó, le agarró por el hombro y le puso boca abajo. Los amigos le trabajaron la espalda con la atroz precisión de antes. Los gritos se hicieron más débiles, pero la tarea no finalizó hasta dejarlo reducido a la inconsciencia. Entonces Pilón le desgarró la camisa azul y puso al descubierto la pulposa espalda en carne viva. Con el abrelatas le marcó la piel tan diestramente que de cada raya manó poca sangre. Pablo trajo sal y le ayudó a restregar con ella la lacerada espalda. Finalmente Danny cubrió con una manta al hombre inconsciente.
—Creo que a partir de ahora será honrado —dijo Danny.
—Deberíamos contar el dinero —observó Pilón—. Hace mucho que no lo contamos.
Descorcharon el galón de vino de Big Joe y llenaron hasta arriba un tarro de frutas, pues la tarea les había fatigado y apaciguado sus emociones.
Contaron el dinero haciendo montones de diez monedas, y volvieron a contarlas, excitados.
—Pirata —exclamó Danny—, ¡hay siete más que el millar! ¡Ha llegado el momento! ¡Ha llegado el día de comprar el candelero para San Francisco!
La jornada había sido demasiado intensa para el Pirata. Fue a la esquina donde estaban los perros, descansó la cabeza encima de Fluff y prorrumpió en histéricos sollozos. Los perros le rodearon, inquietos, le lamieron las orejas y le empujaron la cara con el hocico; pero Fluff, orgulloso por el honor de haber sido elegido, se quedó tumbado tranquilamente y hozó el espeso pelo del cuello de su amo.
Danny metió el dinero en la bolsa y la guardó debajo de la almohada.
Big Joe volvió en sí y refunfuñó, porque la sal iniciaba su acción sobre la espalda. Los paisanos no le prestaron atención hasta que por fin Jesús María, siempre proclive a la humanidad, le desató los pulgares y le dio una jarra de vino.
—Ni los enemigos de nuestro Salvador le negaron un pequeño alivio —se disculpó.
Su gesto puso fin al castigo. Los amigos rodearon tiernamente al herido. Le acostaron en la cama de Danny y le quitaron la sal de las heridas. Le colocaron paños fríos en la frente y llenaron constantemente su jarra de vino. Big Joe gemía cada vez que le tocaban. Probablemente conservaba la moral intacta, pero se hubiera podido profetizar sin temor que jamás volvería a robar a los paisanos de la casa de Danny.
Concluyó la histeria del Pirata. Bebió vino y su cara irradiaba placer mientras oía los planes que Danny trazaba en su lugar.
—Si llevamos el dinero al banco de la ciudad, creerán que lo hemos robado de una máquina tragaperras. Tenemos que llevárselo al Padre Ramón y contarle toda la historia. Luego él comprará el candelero de oro y lo bendecirá, y el Pirata irá a la iglesia. A lo mejor el Padre Ramón dice algo de él el domingo. El Pirata tiene que estar allí para escucharlo.
Pilón miró con desagrado la ropa sucia y andrajosa del Pirata.
—Mañana tienes que coger las siete monedas que sobran y comprar ropa decente —dijo severamente—. Puede que ahora estés bien vestido para la vida ordinaria, pero en una ocasión así no puedes ir a la iglesia con esa facha de rata de alcantarilla. No sería muy halagador para tus amigos.
El Pirata le miró, resplandeciente.
—Mañana lo haré —prometió.
A la mañana siguiente, fiel a su promesa, bajó a Monterrey. Hizo compras con el mayor esmero y regateó con una astucia que parecía desmentir el hecho de que no había comprado nada durante dos años. Volvió triunfante a la casa de Danny con un enorme pañuelo de seda púrpura y verde y un ancho cinturón profusamente tachonado de cuentas de cristal coloreado. Los amigos admiraron sus compras.
—Pero ¿con qué te vas a vestir? —Le interrogó Danny, desesperado—. Dos dedos te asoman por los agujeros que abriste en los zapatos para los juanetes. No tienes sombrero y ese buzo que llevas está hecho jirones.
—Tendremos que prestarle ropa —dijo Jesús María—. Yo tengo un abrigo y un chaleco. Pilón tiene un buen sombrero de su padre. Tú, Danny, puedes dejarle la camisa, y Big Joe esos elegantes pantalones azules.
—Pero entonces no podremos acompañarle —protestó Pilón.
—El candelero no es nuestro —alegó Jesús María—. No es probable que el Padre Ramón diga algo agradable sobre nosotros.
Esa tarde transportaron el tesoro a la casa del cura. Este escuchó la historia del perro enfermo y los ojos se le enternecieron.
—Y entonces, Padre —dijo el Pirata—, allí estaba aquel buen perrito que tenía el hocico seco y los ojos como el cristal de las botellas que vienen del mar, y gemía porque estaba herido por dentro. Y luego, Padre, prometí a San Francisco el candelero de oro de los mil días. Es mi santo patrón, Padre. ¡Y luego ocurrió el milagro! El perro movió tres veces la cola, y desde entonces empezó a ponerse bueno. Fue un milagro de San Francisco, Padre, ¿no cree?
El cura asintió solemnemente.
—Sí —dijo—. Un milagro de nuestro buen San Francisco. Compraré de tu parte el candelero.
El Pirata estaba muy contento, porque no es poca cosa ver que un auténtico milagro responde a nuestra plegaria. Si se divulgara la noticia, el Pirata gozaría de mejor reputación en Tortilla Flat. Sus amigos ya le trataban con un nuevo respeto. No apreciaban más que antes su inteligencia, pero sabían que ahora todo el poder del Cielo y toda la fortaleza de los santos complementaban su parco entendimiento.
Regresaron andando a la casa de Danny y los perros fueron a su zaga. El Pirata se sentía purificado por un baño dorado de beatitud. Escalofríos y estremecimientos de placer le recorrían sucesivamente el cuerpo. Los paisanos se alegraban de haber custodiado el tesoro, pues así su acción participaba un poco de la santidad. Pilón se regocijaba de no haber llegado a robar el dinero. ¡Qué cosas más terribles podrían haber sucedido si hubiera birlado los veinticinco centavos pertenecientes a un santo! Todos los amigos estaban tan sumisos como si se hallaran en la iglesia.
Los cinco dólares recaudados en la playa habían dormido, quemando como fuego, en el bolsillo de Danny, pero ahora ya sabía lo que hacer con ellos. Él y Pilón fueron al mercado y compraron siete libras de carne de hamburguesa, una bolsa de cebollas, pan y un gran paquete de bombones. Pablo y Jesús María fueron a casa de Torrelli a comprar dos galones de vino, y no bebieron ni una gota mientras volvían a casa.
Esa noche, con el fuego encendido y dos velas ardiendo encima de la mesa, los amigos celebraron un banquete hasta quedar saciados. Era una fiesta en honor del Pirata, que se comportó con gran dignidad. Prodigó las sonrisas a pesar de que debería haber estado serio. Pero no pudo evitarlo.
Después de haber comido hasta el hartazgo, se recostaron en sus asientos y bebieron vino de los tarros de frutas. Llamaban al Pirata «nuestro buen amigo».
Jesús María preguntó:
—¿Cómo te sentiste cuando sucedió? ¿Cómo te sentías cuando hiciste la promesa de comprar el candelero y el perro empezó a ponerse bien? ¿Tuviste alguna visión santa?
El Pirata trató de recordar.
—Me parece que no. A lo mejor tuve una visión, quizá vi a San Francisco en el aire brillando como el sol…
—¿No logras recordarlo? —insistió Pilón.
—Sí, creo que recuerdo. San Francisco me miró y me sonrió, como el buen santo que es. Entonces supe que había hecho el milagro. Dijo: «Sé bueno con los pobres perritos, hombre sucio».
—¿Te llamó hombre sucio?
—Bueno, yo lo era, y un santo no anda diciendo mentiras.
—Yo creo que no recuerdas nada —comentó Pablo.
—Bueno, quizá no. Pero creo que sí. El Pirata estaba ebrio de felicidad por el honor y el agasajo.
—Mi abuela vio a la Santa Virgen —dijo Jesús María—. Estaba enferma de muerte y yo mismo la oía llorar. «Oh», dijo. «He visto a la Madre de Dios. Oh. Mi querida María, llena de gracia».
—A algunos se les concede la gracia de ver esas cosas —dijo Danny—. Mi padre no era un hombre muy bueno, pero a veces vio santos y a veces vio cosas malas, según fuese bueno o malo cuando tenía visiones. ¿Tú nunca has tenido otra, Pirata?
—No —respondió el Pirata—. Me daría miedo ver alguna más.
Fue una fiesta decorosa durante un largo tiempo. Los amigos sabían que esa noche no estaban solos. A través de las paredes, las ventanas y el techo se sentían observados por los ojos sagrados de los santos.
—Tu candelero estará allí el domingo —dijo Pilón—. Nosotros no podemos ir porque tú llevarás nuestra ropa. No digo que el Padre Ramón vaya a mencionar tu nombre, pero tal vez diga algo sobre el candelero. Tienes que acordarte de lo que diga, Pirata, para contárnoslo luego.
Pilón se puso severo.
—Hoy, amigo mío, había perros por toda la casa del Padre Ramón. Hoy puede pasar, pero no olvides que no tienes que llevarlos el domingo. No es correcto que entren perros en la iglesia. Déjalos en casa.
El Pirata pareció decepcionado.
—Quieren ir —explicó—. ¿Cómo voy a dejarlos? ¿Y dónde puedo dejarlos?
Pablo se sobresaltó.
—Hasta ahora, amigo Pirata, te has comportado como Dios manda en este asunto. ¿Y justo al final quieres cometer un sacrilegio?
—No —dijo el otro humildemente.
—Entonces deja los perros aquí y nosotros los cuidaremos. Sería un sacrilegio llevarlos a la iglesia.
Fue curioso lo sobriamente que bebieron esa noche. Incluso tardaron tres horas en cantar una canción obscena. Y hasta hora muy tardía su pensamiento no se descarrió pensando en mujeres ligeras. Y para cuando su mente abrigó deseos pendencieros, estaban demasiado cansados para pelear. Aquella velada marcó un gran hito en sus vidas.
El domingo por la mañana se preparó todo violentamente. Lavaron al Pirata y le inspeccionaron las orejas y los orificios de la nariz. Envuelto en una manta, Big Joe vio cómo el Pirata se ponía sus pantalones azules de sarga. Pilón sacó el sombrero de su padre. Convencieron al Pirata de que no llevara el cinturón de cuentas por fuera del abrigo, y le enseñaron a dejarlo abierto para que a intervalos centelleara el vidrio. El mayor problema estribó en los zapatos. Al Pirata sólo le cabía el calzado de Big Joe, y los zapatos de este estaban en peor estado que los suyos. La dificultad residía en los agujeros practicados para alivio de los juanetes; por ellos asomaban los dedos del pie. Finalmente Pilón resolvió el dilema con un poco de hollín que cogió de la estufa. Bien frotado por la piel, el hollín casi ocultaba el respiradero para los juanetes.
Por fin el Pirata estuvo listo: lucía con desparpajo en la cabeza el sombrero del padre de Pilón, llevaba la camisa de Danny, los pantalones de Big Joe, el enorme pañuelo en torno al cuello y, a intervalos, mostraba el centelleo del cinturón tachonado. Dio unos pasos para que los amigos le examinasen, y todos le observaron con mirada crítica.
—Recoge los pies, Pirata.
—No arrastres los talones.
—Basta ya de manosear el pañuelo.
—La gente que te va a ver pensará que no estás acostumbrado a ir bien vestido.
Por último el Pirata habló a sus amigos.
—Si por lo menos los perros pudieran venir conmigo —se quejó—. Les diría que no pueden entrar en la iglesia.
Los paisanos no cedieron.
—No —dijo Danny—. Acabarían entrando de algún modo. Los guardaremos aquí.
—No les gustará —dijo el Pirata, en vano—. A lo mejor se sienten solos.
Se volvió hacia los perros que estaban en la esquina.
—Tenéis que quedaros —dijo—. No está bien que entréis en la iglesia. Quedaos con mis amigos hasta que yo vuelva.
Luego se deslizó fuera y cerró la puerta al salir. Al instante estalló en la casa un salvaje clamor de ladridos y aullidos. Sólo su fe en el buen juicio de sus amigos impidió que el Pirata se ablandara.
Mientras bajaba la calle, se sintió desnudo y desprotegido sin sus perros. Era como si le faltara uno de los sentidos. Le daba miedo estar en la calle solo. Cualquiera podría atacarle. Pero prosiguió valientemente su camino, cruzó la ciudad y enfiló hacia la iglesia de San Carlos.
Antes de que el oficio comenzase, las puertas de batientes estaban abiertas. El Pirata hundió los dedos en la pila de agua bendita, se persignó, se arrodilló ante la Virgen, penetró en la iglesia, saludó al altar y tomó asiento. La larga nave estaba bastante oscura, pero ardían velas en el elevado y llameante altar. Delante de las imágenes laterales, las lámparas votivas estaban encendidas. El viejo y dulce incienso perfumaba la atmósfera.
El Pirata concentró su mirada en el altar durante un tiempo, pero se trataba de algo muy remoto, demasiado sagrado para pensar en ello, totalmente inaccesible para un pobre hombre. Sus ojos buscaron algo más acogedor, algo que no le asustase. Y allí, delante de la estatua de San Francisco, había un hermoso candelero de oro en el que ardía una larga vela.
El Pirata suspiró, emocionado. Y aun cuando la gente ya había entrado y las puertas ya no estaban abiertas, y el oficio litúrgico se había iniciado y él seguía la liturgia, no pudo apartar la vista de su santo y del dorado candelero. Era tan hermoso. No podía creer que él, el Pirata, lo hubiese donado. Buscó con los ojos la cara del santo para ver si le gustaba su regalo. Estaba seguro de que la imagen sonreía un poco alguna que otra vez, con la sonrisa recurrente de quien piensa en cosas agradables.
Por fin comenzó el sermón.
—Hay una nueva hermosura en esta iglesia —dijo el Padre Ramón—. Uno de los hijos de la Iglesia ha donado un candelero de oro a la gloria de San Francisco.
Luego contó la historia del perro, y la refirió algo mal a propósito. La mirada del cura recorrió las caras de los feligreses hasta que vio en ellas algunas sonrisas.
—No debemos pensar que es algo gracioso —dijo—. San Francisco amaba tanto a los animales que les predicaba.
Y entonces el cura refirió la historia del lobo malo de Gubbio, de las tórtolas salvajes y de la hermana alondra. El Pirata le miraba cada vez más maravillado a medida que el sermón avanzaba.
De repente se oyó en la puerta un ruido impetuoso. Se oyeron furiosos ladridos y arañazos. Las puertas se abrieron tumultuosamente y en la iglesia irrumpieron Fluff y Rudolph, Enrique, Pajarito y Señor Alec Thompson. Husmearon el aire y después se lanzaron en tromba hacia el Pirata. Le saltaron encima con lloriqueos y leves aullidos. Se agruparon en torno de su amo.
El cura interrumpió la prédica y miró sombríamente hacia el lugar donde se había producido el alboroto. El Pirata, impotente, miró hacia atrás con angustia; pero en vano, porque ya se había cometido el sacrilegio.
Entonces el Padre Ramón rio y toda la comunidad rio.
—Saca fuera a los perros —dijo—. Que esperen hasta que hayamos acabado.
El Pirata, con gestos de turbación y de disculpa, sacó a los perros afuera.
—Eso no está bien —les dijo—. Estoy enfadado con vosotros. Oh, avergonzado de vosotros.
Los perros se pegaron al suelo y lloriquearon lastimosamente.
—Ya sé lo que habéis hecho —les dijo—. Habéis mordido a mis amigos, roto la ventana y venido hasta aquí. Ahora estad quietos y esperad, perros malos, sacrílegos.
Les dejó presa de arrepentimiento y pesadumbre y volvió a entrar en la iglesia. Los feligreses, que todavía reían, se volvieron a mirarle hasta que se hundió en su banco e intentó pasar inadvertido.
—No te avergüences —dijo el Padre Ramón—. No es pecado ser amado por tus perros ni que ellos te amen. Escucha lo mucho que San Francisco amó a los animales.
Y siguió contando más historias del santo.
La sensación de apuro abandonó al Pirata. Movió los labios. «Oh», pensó, «si los perros pudieran oír esto. Les encantaría saber todo esto». Acabado el sermón, las historias seguían tintineando en sus oídos. Su cuerpo siguió el ritual como un autómata, pero su espíritu no escuchaba el oficio. Una vez concluido, se precipitó a la puerta. Fue el primero que salió de la iglesia. Entristecidos y tímidos aún, los perros le rodearon.
—Venid —les dijo—. Tengo algo que contaros. Subió al trote la colina hacia el bosque de pinos, y los perros corrían y brincaban a su lado. Llegó al cobertizo de la leña, lo rebasó y siguió su marcha hasta encontrar un largo pasillo entre los pinos, donde las ramas se juntaban arriba y los troncos arbóreos estaban muy próximos. Miró en torno para asegurarse de que estaban solos.
—Quiero contarlo exactamente como fue —dijo—. Si hubierais estado allí y oído lo que decía el cura… —Colocó una piedra grande sobre otra—. Aquí está la estatua —explicó a los perros. Clavó en el suelo una pequeña vara—. Y aquí mismo está el candelero con su vela.
Estaba oscuro en el claro, y la resina de pino endulzaba el aire. Los árboles susurraban suavemente al impulso de la brisa. El Pirata dijo, con autoridad:
—Ahora, Enrique, siéntate aquí. Y tú aquí, Rudolph. Y que Fluff se siente aquí porque es el más pequeño. Pajarito, pedazo de tonto, siéntate y no alborotes. Señor Alee Thompson, no puedes tumbarte.
De este modo los colocó en dos filas, dos delante y tres detrás.
—Quiero explicaros cómo fue —dijo—. Estáis perdonados por entrar en la iglesia. El Padre Ramón dijo que esta vez no era sacrilegio. Y ahora atención. Tengo cosas que contaros.
Sentados en sus sitios, los perros le miraban seriamente. Señor Alec Thompson movió el rabo hasta que el Pirata se dirigió a él.
—No hagas eso aquí —le dijo—. A San Francisco no le importaría, pero a mí no me gusta que menees el rabo mientras escuchas. Y ahora voy a hablaros de San Francisco.
Aquel día su memoria estaba inspirada. El sol halló intersticios entre el follaje y trazó brillantes diseños sobre el tapiz de agujas de pinos. Pacientemente sentados, los perros clavaron los ojos en los labios de su amo. Contó todo lo que el cura había dicho, todas las historias, todos los comentarios. Apenas dijo una palabra improvisada.
Cuando terminó, miró solemnemente a los perros.
—San Francisco hizo todo eso.
Cesaron los susurros de los árboles. El bosque estaba silencioso y embrujado.
De pronto se oyó un levísimo sonido a espaldas del Pirata. Todos los perros alzaron la mirada. Al Pirata le daba miedo volver la cabeza. Hubo una larga pausa.
El momento pasó. Los perros bajaron los ojos. Las copas de los árboles recobraron vida y los dibujos trazados por la luz del sol iniciaron un desconcertante movimiento.
El Pirata estaba tan feliz que le dolía el alma.
—¿Le habéis visto? —clamó—. ¿Era San Francisco? ¡Oh, qué buenos perros debéis ser para tener una visión!
Los animales brincaron al oírle. Abrieron las fauces y agitaron el rabo alegremente.