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De cómo Big Joe Portagee, en las más adversas circunstancias, conoció el amor.

Para Big Joe Portagee, sentir amor era hacer algo al respecto. Esta es la historia de uno de sus romances.

Había estado lloviendo en Monterrey; de los altos pinos cayó agua todo el día. Los paisanos de Tortilla Flat no salieron de sus casas, pero cada chimenea despedía una humeante columna azul de madera de pino quemada, de forma que en la atmósfera había una fragancia limpia, fresca y perfumada.

A las cinco de la tarde la lluvia cesó un momento, y Big Joe, que había pasado la mayor parte del día bajo un bote de remos en la playa, salió de su refugio y emprendió la ascensión de la colina rumbo a casa de Danny. Tenía frío y hambre.

Cuando llegó al mismo lindero de Tortilla Flat, los cielos se abrieron y derramaron lluvia. Big Joe quedó empapado al instante. Corrió a la casa más próxima para guarecerse, y en la casa vivía Tía Ignacia.

Era una viuda de unos cuarenta y cinco años, de buena posición y cierto éxito. Por lo general era taciturna y desabrida, pues por sus venas corría más sangre india de lo que en Tortilla Flat se estimaba decoroso.

Cuando Big Joe entró, ella acababa de abrir un galón de vino tinto y se disponía a servirse un vaso para bien de su estómago. Su tentativa de esconder la jarra bajo una silla no tuvo éxito. Big Joe estaba de pie en la entrada, chorreando agua sobre el suelo.

—Entra y sécate —dijo Tía Ignacia. Big Joe, mirando la jarra del mismo modo que un terrier contempla a un chinche, entró en la habitación. La lluvia arreció en el tejado. Tía Ignacia atizó el fuego de su estufa.

—¿Quieres un vaso de vino?

—Sí —dijo Big Joe. Antes de haber acabado el primer vaso, sus ojos volvieron a clavarse en la jarra de vino. Necesitó tres vasos más para articular una palabra y para que la codiciosa sed desapareciera de su mirada.

Tía Ignacia ya había dado por perdida su nueva jarra de vino. Bebió con Big Joe como único medio de aprovechar algo del galón en su propio beneficio. Hasta que el cuarto vaso no estuvo en sus manos, Big Joe no se relajó ni empezó a divertirse.

—No es vino de Torrelli —dijo.

—No, se lo compré a una italiana amiga mía.

La anfitriona se sirvió otro vaso.

Llegó el atardecer. Tía Ignacia encendió una lámpara de queroseno y echó leña al fuego. Había que mantenerlo vivo tanto tiempo como durase el vino, pensó. Sus ojos se posaron con aprobación en el inmenso cuerpo de Big Joe Portagee. Un ligero sofoco entibió su pecho.

—Todo el día trabajando bajo la lluvia, pobrecillo —dijo—. Vamos, quítate el abrigo y ponlo a secar.

Big Joe rara vez decía una mentira. Su cerebro no era lo bastante rápido para improvisarlas.

—He estado durmiendo en la playa bajo un bote de remos —dijo.

—Pero estás todo mojado, pobrecito.

Buscó en la cara de Big Joe alguna reacción a sus desvelos, pero su expresión sólo reflejaba el placer de hallarse a cobijo y de beber vino. Tendió el vaso para que se lo llenara. Como todo ese día no había comido nada, el alcohol le estaba haciendo un profundo efecto.

Tía Ignacia encaró una vez más el problema.

—No es bueno sentarse sobre un abrigo mojado. El frío te hará enfermar. Vamos, déjame que te ayude a quitarte el abrigo.

Big Joe adoptó una postura confortable en su asiento.

—Estoy bien —dijo, obstinado.

Tía Ignacia se sirvió otro vaso. El fuego produjo un chasquido impetuoso para contrarrestar con su calor el tamborileo de la lluvia en el tejado.

Big Joe no hizo el más mínimo esfuerzo por mostrarse amistoso o ser galante, y ni siquiera por advertir la presencia de su anfitriona. Bebió vino a grandes tragos. Sonrió estúpidamente a la estufa. Se meció un poco en la silla.

Tía Ignacia sucumbió a la desesperación y a la cólera. «Este puerco», pensó, «este sucio pedazo de animal. Más me valdría haber cobijado a una vaca. Cualquier otro diría por lo menos una palabra amistosa».

Big Joe alargó su vaso para que se lo llenara de nuevo.

Entonces Tía Ignacia hizo esfuerzos heroicos.

—En una casita caliente se está feliz una noche así —dijo—. Cuando cae la lluvia y la estufa arde dulcemente, es momento de hablar como amigos. ¿No te sientes amistoso?

—Claro —dijo Big Joe.

—Quizá la luz te molesta un poco —dijo ella, tímidamente—. ¿Quieres que la apague?

—No me molesta nada —respondió Big Joe—, pero si quieres ahorrar aceite, apágala.

Sopló en el tubo de cristal de la lámpara, y la habitación se oscureció de golpe. Volvió a su silla y aguardó a que despertase la galantería del huésped. Le oía meciéndose suavemente en su asiento. Las grietas de la estufa filtraron un rayo de luz que hirió las esquinas relucientes de los muebles. El calor prestaba luminosidad al cuarto. Tía Ignacia oyó que la silla de Big Joe dejaba de mecerse y se puso en tensión para rechazar su acometida. Pero nada ocurrió.

—Y pensar —dijo— que ahora podrías estar fuera, en la tormenta, tiritando en un cobertizo o en la fría arena, debajo de una barca. Y mira; aquí estás sentado en una silla cómoda, bebiendo buen vino con una dama que es amiga tuya.

No hubo respuesta por parte de Big Joe. Ella no podía ni oírle ni verle. Tía Ignacia apuró su vaso. Mandó la virtud a paseo.

—Mi amiga Cornelia Ruiz me ha dicho que gracias al frío y la lluvia conoció a algunos de sus mejores amigos. Ella les dio cobijo y ahora son buenos amigos.

Un pequeño estrépito partió del sitio donde estaba Big Joe. Tía Ignacia sabía que él había dejado caer el vaso, pero ningún movimiento siguió al ruido.

«A lo mejor está enfermo», pensó. «Quizá se ha desmayado». Se levantó, encendió una cerilla y prendió la mecha de la lámpara. A continuación se volvió hacia el huésped.

Big Joe estaba monumentalmente dormido. Tenía los pies extendidos, la cabeza hacia atrás y la boca muy abierta. Mientras le miraba con asombro y susto, el dormido exhaló un descomunal ronquido. Big Joe era absolutamente incapaz de no dormirse cuando estaba calentito y a gusto.

Tía Ignacia tardó un instante en desatar sus apremiantes sentimientos. Había heredado no poca sangre india. No dio un alarido, no: aunque temblaba de cólera, se dirigió hacia el cesto de la leña, agarró una estaca adecuada, la sopesó, la dejó y eligió otra. Luego se dio media vuelta lentamente hasta plantarse delante de Big Joe. El primer estacazo le alcanzó en el hombro y le derribó de la silla.

—¡Cerdo! —Gritó tía Ignacia—. ¡Asquerosa basura! ¡Al barro contigo!

Joe rodó por el suelo. El segundo golpe le dejó una mancha de barro en las posaderas. Big Joe empezaba a desperezarse velozmente.

—¿Eh? —indagó—. ¿Qué pasa? ¿Qué haces?

—Ya te enseñaré yo —chilló tía Ignacia. Abrió la puerta y volvió corriendo hacia él. Big Joe se tambaleó bajo los golpes. La estaca le machacaba la espalda, los hombros, la cabeza. Salió disparado por la puerta, protegiéndose la cabeza con las manos.

—No —suplicó—, no hagas eso. ¿Qué pasa?

La furia le persiguió como un avispón por el sendero del jardín hasta la fangosa calle. Su cólera era terrible. Le siguió por el camino sin dejar de pegarle.

—¡Eh! —gritó él—. Ya basta.

La agarró y la sujetó mientras ella se debatía violentamente para liberar los brazos y seguir golpeando.

—¡Gran basura, cerdo! —gritaba—. ¡Vaca, más que vaca!

No podía soltarla sin correr el riesgo de encajar más estacazos, de modo que la sujetó con fuerza y, mientras lo hacía, el amor brotó en el pecho de Big Joe. El amor cantó en el interior de su cabeza, resonó en su cuerpo como un gran curso de agua que se adentra en el mar; le estremeció como una tormenta tropical estremece un bosque de palmeras. La sujetó enérgicamente durante un momento hasta que la ira femenina se aplacó.

De noche, en Monterrey, un policía patrulla por las calles en una motocicleta para asegurarse de que todo está en orden. Jake Lake estaba haciendo su ronda con un impermeable de brillo apagado como el del basalto. Se sentía desdichado e incómodo. Su recorrido no era tan penoso en las zonas pavimentadas, pero parte de la ronda comprendía los senderos embarrados de Tortilla Flat, y allí las salpicaduras de barro amarillo eran muy desagradables. La lucecita de la moto destellaba, sinuosa. El motor tosía a causa del esfuerzo.

De repente Jake Lake se quedó mudo de asombro y paró el motor.

—Pero ¿qué demonios pasa? Oye, ¿qué diablos es esto?

Big Joe giró la cabeza.

—Ah, ¿eres tú, Jake? Oye, Jake, ya que de todas formas nos vas a encerrar, ¿te importaría esperar un minuto?

El policía puso el motor en marcha.

—Salid de la calzada —dijo—. Va a pasar alguien y os va a atropellar.

El motor rugió en el barro, y el parpadeo de su pequeño faro desapareció tras el recodo. La lluvia palmoteaba suavemente sobre los árboles de Tortilla Flat.