10

De cómo los amigos consolaron a un cabo, y de cómo recibieron a cambio una lección de ética paterna.

Jesús María Corcoran era un espejo de humanidad. A los dolientes trataba de aliviarles; a los tristes procuraba consolarles; la felicidad la compartía. En él no había severidad ni obsesión. Su corazón permanecía abierto para uso de cualquiera que le destinara un uso. Ponía sus recursos y su ingenio a disposición de quienes tuvieran de ambas cosas menos que él.

Él transportó cuatro millas a José de la Nariz cuando se rompió la pierna. Cuando la señora Palochico perdió su cabra adorada, la buena cabra que daba leche y queso, fue Jesús María quien rastreó la pista que conducía hasta Big Joe Portagee, impidió el asesinato e hizo que su amigo la restituyera. Fue también Jesús María el que una vez sacó a Charlie Marsh de una zanja en la que estaba tumbado sobre sus propias inmundicias, hazaña que no sólo requería buen corazón, sino un sólido estómago.

Además de su capacidad para hacer el bien, Jesús María poseía el don de intuir las situaciones en las que era necesario ejercer la bondad.

Tal era su reputación que Pilón una vez había dicho: «Si Jesús María fuese un hombre de iglesia, Monterrey tendría hoy un santo para el calendario, os lo aseguro».

De algún hondo compartimento de su alma, Jesús María extraía una bondad que al irse gastando se regeneraba.

Iba todos los días a la oficina de correos, en primer lugar porque allí veía a muchos conocidos, y en segundo término porque en una ventosa esquina del edificio podía mirar las piernas de gran número de chicas. No debe suponerse que este último interés fuese vulgar: sería como criticar a un hombre que visita museos o asiste a conciertos. A Jesús María le gustaba mirar las piernas de las chicas.

Un día en que sin gran éxito llevaba dos horas apoyado en la pared de correos, fue testigo de una lamentable escena. Un policía conducía por la acera a un chico de unos dieciséis años que llevaba un bebé envuelto en un pedazo de manta gris.

El policía estaba diciendo:

—Me importa un bledo no poder entenderte. No está permitido pasar todo el día sentado en la cuneta. Ya averiguaremos algo sobre ti.

Y el muchacho, en un español de peculiar acento, le decía:

—Pero, señor, yo no hecho nada. ¿Por qué me lleva?

El policía vio a Jesús María.

—Eh, paisano —le llamó—. ¿Qué está diciendo este cholo?

Jesús María se adelantó y se dirigió al chico.

—¿Puedo servirte de algo?

El muchacho, aliviado, se expresó torrencialmente.

—Vine aquí a trabajar. Unos mexicanos me dijeron que había trabajo aquí, pero no hay nada.

Estaba sentado, descansando, cuando vino este hombre y me obligó a acompañarle.

Jesús María asintió y se volvió al policía.

—¿Ha cometido algún delito este muchacho?

—No, pero lleva sentado unas tres horas en la cuneta de Alvarado Street.

—Es amigo mío —dijo Jesús María—. Yo respondo por él.

—Bueno, que no vuelva a sentarse en la acera.

Jesús María y su nuevo amigo subieron la colina.

—Voy a llevarte a la casa donde vivo. Allí habrá algo de comer. ¿De quién es el bebé?

—Es mío —dijo el chico—. Yo soy cabo y él es mi bebé. Ahora está enfermo; pero cuando crezca será general.

—¿Qué enfermedad tiene, señor Cabo?

—No lo sé. Está enfermo, eso es todo.

Enseñó la cara de la criatura y su aspecto, en verdad, no era muy sano.

La compasión de Jesús María aumentó.

—El dueño de la casa donde vivo se llama Danny y es un buen hombre, señor Cabo. Es la persona indicada a quien recurrir en momentos de apuro. Mira, vamos a ir allí y nos alojará. Mi amiga, la señora Palochico, tiene una cabra. Le pediremos prestado un poco de leche.

Por primera vez la cara del muchacho esbozó una sonrisa de contento.

—Es bueno tener amigos —dijo—. En Torreón tengo muchos amigos capaces de mendigar por echarme una mano.

Se jactó un poco ante Jesús María.

—Tengo amigos ricos —agregó—; por supuesto, no saben que estoy en apuros.

Pilón abrió la cancela del patio de Danny y los dos entraron. Danny, Pablo y Big Joe estaban sentados en el cuarto de estar, a la espera del milagro diario del sustento. Jesús María empujó al chico dentro de la habitación.

—Aquí tenemos a un joven soldado; un cabo —explicó—. Trae un bebé que está enfermo.

Los amigos se levantaron, diligentes. El cabo retiró la manta gris de la cara del niño.

—Está enfermo, desde luego —dijo Danny—. Tal vez convendría que le viese un médico. Pero el soldado movió la cabeza.

—Médicos no. No me gustan los médicos. Este bebé no llora y no comerá mucho. Quizá se ponga bien cuando descanse.

Pilón entró entonces y examinó al niño. —Este bebé está enfermo —dijo. Pilón asumió el mando inmediatamente. Envió a Jesús María a casa de la señora Palochico a buscar leche de cabra; ordenó a Pablo y a Big Joe que trajesen una caja de manzanas, que la rellenaran de hierba seca y la forraran con piel de oveja. Danny ofreció su cama, pero fue rechazada. El cabo se quedó en el cuarto de estar y sonrió dulcemente a aquella buena gente. Por fin instalaron al bebé en la caja, pero su mirada era apática y no probó la leche.

El Pirata apareció con un saco de caballas. Los amigos cocinaron el pescado y empezaron a cenar. El bebé tampoco quiso comer caballa. De cuando en cuando, uno de los hombres se levantaba e iba a ver al niño. Al terminar la cena se sentaron en torno a la estufa, dispuestos a pasar una velada apacible.

El cabo había permanecido silencioso, sin contar nada sobre sí mismo. Eso ofendía un tanto a los amigos, pero sabían que a su debido tiempo el muchacho hablaría. Pilón, para quien el conocimiento era oro que extraer de una mina, hizo unos cuantos sondeos para vencer la reticencia del recién llegado.

—No se ve a menudo a un joven soldado con un bebé —comentó, con tacto.

El cabo esbozó una sonrisa de orgullo.

Pablo añadió:

—Probablemente el bebé fue concebido en el jardín del amor. Y son la mejor clase de niños, porque en ellos sólo hay cosas buenas.

—Nosotros también hemos sido soldados —dijo Danny—. Cuando muramos iremos a la tumba en una cureña, y un piquete militar disparará salvas en nuestro honor.

Esperaron para ver si aquella nueva oportunidad modificaba la actitud del chico. El soldado expresó su gratitud.

—Habéis sido buenos conmigo —dijo—. Tan buenos y amables como habrían sido mis amigos de Torreón. Este es mi hijo, el bebé de mi mujer.

—¿Y dónde está tu mujer? —preguntó Pilón.

El cabo dejó de sonreír.

—Está en México —dijo. Luego recuperó la vivacidad—. Conocí a un hombre que me dijo una cosa curiosa. Dijo que podemos hacer de los niños lo que queramos. Dijo: «Si al bebé le repites muchas veces lo que quieres que haga, cuando crezca lo hará». Una y otra vez le digo al niño: «Serás general». ¿Creéis que de verdad lo será?

Los amigos asintieron cortésmente.

—Puede ser —dijo Pilón—. No he oído hablar de esa costumbre.

—Digo veinte veces al día: «Manuel, algún día serás general». Llevarás charreteras y un fajín. Tu espada será de oro. Montarás un caballo palomino. ¡Vaya vida que te espera, Manuel! El hombre dijo que será general si se lo repito.

Danny se levantó y fue hasta la caja.

—Serás general —le dijo al bebé—. Cuando te hagas grande serás general.

Los otros se arremolinaron para ver si la fórmula producía algún efecto. El Pirata susurró:

—Serás general. —Y se preguntaba si el mismo método daría resultado con un perro.

—Este niño está muy enfermo —dijo Danny—. Tiene que estar bien abrigado. —Volvieron a sus asientos.

—Tú mujer está en México… —empezó Pilón. El cabo frunció el entrecejo y meditó un momento; después dibujó una sonrisa radiante.

—Os lo voy a contar. No es una cosa que se cuente a extraños, pero vosotros sois mis amigos. Yo era soldado en Chihuahua, y era diligente, limpio y engrasaba mi fusil, así que ascendí a cabo. Y luego me casé con una hermosa muchacha. No digo que no se casase conmigo a causa de mis galones. Pero era muy joven y bonita. Sus ojos brillaban, tenía dientes sanos y blancos y su pelo era largo y reluciente. Así que muy pronto nació nuestro hijo.

—Eso es bueno —dijo Danny—. Me gustaría ser tú. No hay nada mejor que un bebé.

—Sí —dijo el cabo—, yo estaba contento. Fuimos a bautizarle y yo llevaba un fajín, aunque las ordenanzas del ejército no lo prescribían. Y cuando salimos de la iglesia, un capitán con charreteras, una banda y una espada de plata vio a mi mujer. Ella se fugó poco después. Entonces fui a ver al capitán y le dije: «Devuélvame a mi mujer», y él dijo: «No tienes tu vida en mucho aprecio cuando hablas de esa forma a un superior».

El cabo extendió las manos y alzó los hombros con un gesto de honda resignación.

—¡Oh, el muy ladrón! —exclamó Jesús María.

—Reuniste a tus amigos. Matasteis al capitán —se anticipó Pablo.

El soldado parecía cohibido.

—No. No había nada que hacer. La primera noche alguien me disparó por la ventana. El segundo día un cañón de campaña se disparó por error y me pasó tan cerca que el viento me derribó. Entonces me marché de allí y me llevé al niño conmigo.

Había ferocidad en la cara de los amigos, y su mirada era peligrosa. El Pirata gruñó en su esquina y todos los perros le imitaron.

—Teníamos que haber estado allí —dijo Pilón—. Hubiéramos hecho que el capitán se arrepintiera de haber nacido. Mi abuelo sufrió a manos de un cura y un día le ató desnudo a un poste en un corral y soltó dentro un becerro. Oh, hay maneras.

—Yo sólo era cabo —dijo el muchacho—. Tuve que escapar. —Lágrimas de vergüenza asomaron a sus ojos—. No hay nada que salve a un cabo cuando un capitán está en contra de él; por eso me marché con el pequeño Manuel. En Fresno conocí a aquel hombre sabio, y él me dijo que podría hacer de Manuel lo que quisiera. Le digo al niño veinte veces al día: «Serás general. Lucirás charreteras y tendrás una espada de oro».

Allí había un drama que eclipsaba los experimentos de Cornelia Ruiz como si fueran insignificantes y vanos. Allí había un caso que exigía la intervención de los amigos. Pero el escenario de la historia era tan remoto que toda acción resultaba imposible. Miraron al cabo con admiración. ¡Haber vivido tan joven semejante aventura!

—Ojalá estuviéramos ahora en Torreón —dijo Danny, con malignidad—. Pilón inventaría un plan para nosotros. Qué pena que no estemos allí ahora.

Big Joe Portagee no se había dormido, y su vigilia constituía todo un homenaje a la historia del cabo. Fue a la caja de manzanas y miró dentro.

—Vas a ser general —dijo. Y luego—: ¡Mirad! El bebé se mueve de un modo muy raro.

—Un médico —gritó Danny—. Hay que llamar a un médico.

Pero él y los otros sabían que era inútil. La muerte inminente luce una capucha que todos reconocen. Mientras le miraban, el bebé se puso rígido y la batalla cesó. Su boca se abrió por completo; había muerto. Compadecido, Danny cubrió con una manta la caja de manzanas. El cabo se mantuvo muy derecho y miraba fijamente hacia adelante, tan trastornado que no acertaba a pensar ni a articular palabra.

Jesús María le puso una mano en el hombro y le llevó hasta una silla.

—Eres tan joven —dijo—. Tendrás muchos otros hijos.

El chico gemía:

—Está muerto. Nunca será un general con fajín y espada.

Había lágrimas en los ojos de los amigos. Todos los perros gañían tristemente en la esquina. El Pirata enterró su cabezota en el pelo de Señor Alec Thompson.

Con voz suave, casi como si pronunciara una bendición, Pilón dijo:

—Ahora tienes que matar al capitán. Te hemos rendido homenaje por tu noble plan de venganza; pero el niño ha muerto y tú mismo debes tomarte el desquite; te ayudaremos si nos es posible.

El cabo le miró estúpidamente.

—¿Venganza? —dijo—. ¿Matar al capitán? ¿Qué quieres decir?

—Bueno, creo que tu plan estaba claro —dijo Pilón—. El niño crecería y sería general; a su debido tiempo encontraría al capitán y le mataría lentamente. Era un buen plan. Una larga espera y a continuación el golpe. Nosotros, tus amigos, te honramos por haberlo ideado.

El cabo le miraba desconcertado.

—¿De qué hablas? —preguntó—. No tengo nada que ver con ese militar. Él es el capitán.

Los amigos se inclinaron hacia delante en sus sillas.

—Entonces, ¿para qué querías que el bebé fuese general? —Dijo Pilón—. ¿A qué venía eso?

El cabo se sintió un tanto incómodo.

—Es deber de un padre querer lo mejor para su hijo. Yo quería que Manuel tuviese más cosas de las que yo tuve.

—¿Eso es todo? —inquirió Danny.

—Bueno —dijo el cabo—, mi mujer era muy bonita, y no era ninguna puta. Era una buena mujer y el capitán se apoderó de ella. Tenía pequeñas charreteras y un fajín pequeño, y su espada sólo era de plata. Fijaos —añadió, extendiendo las manos—: Si un capitán con pocos galones y una espada normal logró quitarme mi mujer, ¡imaginad lo que podría hacer un general con fajín grande y espadón de oro!

Hubo un largo silencio mientras Danny y Pilón, Pablo, Jesús María, el Pirata y Big Joe Portagee digerían el razonamiento. Y una vez asimilado, aguardaron a que hablase Danny.

—Es de lamentar —dijo por fin— que tan pocos padres tengan presente el bienestar de sus hijos. Ahora nos apena más que nunca que el niño se nos haya ido, pues un padre como el suyo le hubieran proporcionado una vida feliz.

Todos los amigos asintieron solemnemente.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Jesús María, el descubridor del chico.

—Yo volveré a México —dijo el cabo—. En el fondo de mí me siento soldado. Y, si mantengo el fusil bien engrasado, podría ocurrir que algún día yo también fuese oficial. ¿Quién sabe?

Los seis amigos le miraron admirados. Estaban orgullosos de haber conocido a un hombre semejante.