9

De cómo Danny fue atrapado por una aspiradora, y de cómo le rescataron sus amigos.

Dolores Engracia Ramírez vivía en su propia casita en el extremo superior de Tortilla Flat. Hacía faenas domésticas para algunas señoras de Monterrey, y pertenecía a las Hijas Nativas del Dorado Oeste. Su rostro enjuto de paisana no era hermoso, pero en su figura había cierta voluptuosidad de movimiento, y en su voz un tono gutural que algunos hombres hallaban sugestivo. Sus ojos sabían arder tras una bruma de pasión soñolienta que aquellos hombres para quienes la carne es importante encontraban atractiva y francamente apetitosa.

En sus momentos bruscos no inspiraba deseo, pero sus impulsos amorosos eran lo bastante frecuentes para que en Tortilla Flat la denominaran la Dulce Ramírez.

Era placentero observarla cuando el instinto animal que moraba en su interior se insinuaba. ¡Cómo se asomaba a su puerta delantera! ¡Cómo ronroneaba su voz soñolienta! ¡Cómo cimbreaba suavemente las caderas, ya apretándolas contra la valla, ya oscilando hacia atrás como una ola en verano y volviendo a presionar la cerca! ¿Quién en este mundo era capaz de prestar tanto significado a la frase: «Qué hay, amigo, adónde vas»?

Era cierto que generalmente su voz era chillona, su cara dura y afilada como un hacha, su silueta asimétrica y su intención egoísta. Su personalidad más grácil tomaba posesión de ella sólo una o dos veces por semana y, normalmente, de noche.

Cuando Dulce se enteró de que Danny había heredado, se alegró por él. Soñaba con llegar a ser su esposa, como cualquier otra hembra de Tortilla Flat. De noche se apostaba en la puerta delantera de su propia casa a la espera de que Danny pasara y cayese en su trampa. No obstante, durante mucho tiempo, su cebo no pescó otra cosa que pobres indios y paisanos que no poseían casas y cuyas ropas eran a veces prendas fugitivas de mejores vestuarios.

Dulce no estaba contenta. Su casa estaba en la colina, más arriba que la de Danny, en una dirección que él no tomaba con frecuencia. Dulce no podía ir a buscarle. Era una dama, y su comportamiento se regía por normas muy estrictas de corrección. Ahora bien, si Danny acertaba a pasar por allí, si llegaban a hablar como viejos amigos que eran, si él entraba a tomar un amistoso vaso de vino; y si, a continuación, se daba el caso de que la naturaleza fuese muy fuerte y la resistencia femenina muy débil, no existiría una seria violación del decoro. Pero era impensable abandonar su tela de araña en la puerta delantera.

Durante muchos meses aguardó en vano, y tomó cuantos galanes pasaban por su puerta con pantalones tejanos. Pero en Tortilla Flat es limitado el número de caminos. Era inevitable que Danny, tarde o temprano, pasara por la casa de Dolores Engracia Ramírez; y así ocurrió, en efecto. Desde que se conocían, nunca la ocasión había sido más ventajosa para Dulce, pues Danny había encontrado esa mañana una caja de clavos para placas que había perdido la Central Supply Company. Como no había cerca nadie de la empresa, pensó que se trataba de un desecho. Sacó los clavos de cobre de su caja y los metió al bolsillo. Luego, con ayuda de la carreta del Pirata, que además la empujaba, llevó su hallazgo a la Western Supply Company, y allí vendió el cobre por tres dólares. La caja se la dio al Pirata.

—Puedes guardar cosas dentro —le dijo. El obsequio puso al Pirata muy contento.

Y ahora Danny bajaba la colina y con gran precisión se dirigía a casa de Torrelli con los tres dólares dentro del bolsillo.

La voz de Dolores sonó tan roncamente dulce como el zumbido de un abejorro.

—¿Qué hay, amigo, a’ónde vas?

Danny se detuvo. Una revolución alteró sus planes.

—¿Cómo estás, Dulce?

—¿Qué te importa cómo estoy? A ninguno de mis amigos le interesa —dijo maliciosamente. Y sus caderas flotaban en una grácil y circular ondulación.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Danny.

—Bueno, ¿viene mi amigo Danny a verme alguna vez?

—Estoy aquí para verte —dijo, con galantería.

Ella abrió un poco la puerta.

—¿Quieres entrar en mi casa a tomar un diminuto vasito de vino en nombre de la amistad? —Danny entró en la casa—. ¿Qué has estado haciendo en el bosque? —dijo ella, arrullándole.

Él cometió un error. Se vanaglorió de la transacción verificada en la colina, y se jactó de sus tres dólares.

—Claro está que sólo tengo vino para llenar dos dedales —dijo ella.

Se sentaron en la cocina y bebieron un vaso de vino. Al cabo de un ratito él atacó su virtud con auténtica galantería y vigor. Tropezó, asombrado, con una resistencia que desmentía el tamaño y la fama de Dulce. El feo animal de la lujuria se despertó en Danny. Estaba furioso. Sólo cuando se marchaba cedió la oposición de la paisana.

La voz ronca dijo:

—Tal vez te gustaría venir a verme esta noche. —Los ojos de Dulce nadaban en una bruma de soñolienta invitación—. Una tiene vecinos —indicó, delicadamente.

Entonces él comprendió.

—Volveré —prometió.

Era media tarde. Danny bajó la calle y volvió a enfilar hacia el domicilio de Torrelli; y la fiera lujuriosa en su interior había sufrido una metamorfosis. El lobo salvaje y rugiente se había convertido en un peludo, inmenso, sentimental oso.

—Le llevaré vino a esa linda Dulce —pensó.

Cuando descendía, ¿con qué otra persona podía encontrarse más que con el mismo Pablo? Pablo tenía dos barras de chicle. Le dio una a Danny y le siguió los pasos.

—¿Adónde vas? —dijo.

—No es momento para compañerismo —dijo, desabrido—. Primero voy a comprar algo de vino para una mujer. Puedes venir conmigo y tomar un vaso solamente. Estoy harto de comprar galones para mis amigas y que se los beban enteros mis amigos.

Pablo concedió que esa costumbre era intolerable. En cuanto a sí mismo, no buscaba el vino de Danny: tan sólo su compañía.

Fueron a casa de Torrelli. Bebieron un vaso del galón recién comprado. Danny confesó que era un acto mezquino dar a su amigo nada más que un vasito. Mientras Pablo protestaba apasionadamente, se bebieron otro. Danny pensó que las damas no deberían trasegar mucho vino. Eran propensas a ponerse tontas; y además, las embotaban algunos de esos sentidos que a los hombres les gustaba ver despiertos. Bebieron varios vasos más. Medio galón era ya un regalo generoso, sobre todo porque Danny estaba a punto de bajar a la ciudad a comprar otro obsequio. Midieron la mitad de la botella y se bebieron el resto. Después Danny escondió el envase entre las hierbas de una zanja.

—Me gustaría que me acompañaras a comprar el regalo.

Pablo conocía el motivo de la invitación. Mitad por deseo de su compañía, y mitad por miedo a dejar la botella mientras él andaba suelto. Bajaron muy erguidos, con afectada dignidad, rumbo a Monterrey.

El señor Simón, de Joyería y Compañía de Empréstitos Simón, les recibió en su tienda. El nombre del comercio sólo precisaba algunos artículos expuestos en el escaparate; la empresa vendía muchas más mercancías: sobre el mostrador había saxofones, radios, cuchillos, fusiles, cañas de pescar y monedas antiguas. Todos los artículos, de segunda mano, eran realmente mejores que nuevos, ya que acababan de ser empeñados.

—¿Hay algo que deseen ver? —preguntó el dueño.

—Sí —dijo Danny.

El señor Simón enumeró una lista de tanteo y se detuvo en mitad de una palabra, porque vio que Danny estaba mirando una gran aspiradora de aluminio. La bolsa de polvo era de cuadros amarillos y azules. El cordón era largo, liso, negro. El señor Simón se acercó al aparato, lo frotó con la mano, se apartó y lo admiró.

—¿Hay algo semejante en aspiradoras? —preguntó.

—¿Cuánto?

—Esta vale catorce dólares.

No era tanto un precio como una tentativa de averiguar el dinero que tenía el comprador. Y Danny la quería porque era grande y brillaba. Ninguna mujer de Tortilla Flat tenía una. En aquel momento olvidó que en Tortilla Flat tampoco había electricidad. Depositó sus dos dólares sobre el mostrador y esperó a que se produjera la explosión: la furia, la rabia, la tristeza, la pobreza, la ruina, el engaño. Se mencionó el brillo, el color de la bolsa, la longitud doble del cordón, el valor del metal por sí solo. Y al acabar el discurso, Danny salió de la tienda con la aspiradora.

Muchas tardes, a modo de pasatiempo, Dulce sacaba la aspiradora y la apoyaba contra una silla. Mientras sus amigos miraban la escena, la empujaba de un lado para otro a fin de mostrar lo fácilmente que rodaba. Y al mismo tiempo tarareaba imitando el ruido del motor.

—Mi amigo es un hombre rico —decía—. Creo que muy pronto llegarán hasta aquí los cables llenos de electricidad, y entonces ¡zas, zas y zas!, ¡la casa limpia!

Sus amigas minimizaban el valor del obsequio diciendo: «Qué lástima que no puedas poner en marcha el aparato», y: «Yo siempre he sostenido que una escoba y un recogedor, correctamente utilizados, son más perfectos».

Pero su envidia era impotente contra la aspiradora. Su posesión llevó a Dulce a la cima de la escala social de Tortilla Flat. La gente que no recordaba su nombre aludía a ella diciendo «esa mujer que tiene una máquina de barrer». Cuando sus enemigos pasaban por la casa, frecuentemente podían ver a Dulce a través de la ventana paseando la aspiradora atrás y adelante mientras su garganta emitía un sonoro zumbido. En realidad, después de hacer la limpieza cotidiana con la escoba, ponía la aspiradora en marcha basándose en la teoría de que sin duda sería mucho mejor con electricidad, pero que no era posible tenerlo todo.

Despertaba envidia en numerosas viviendas. Su porte se volvió más digno y gracioso, y llevaba alta la barbilla, como correspondía a la dueña de una máquina de barrer. En su conversación la mencionaba. «Ramón vino esta mañana cuando yo pasaba la aspiradora»; «Louise Meater se cortó la mano esta mañana, menos de tres horas después de que yo sacara la máquina».

Pero a pesar de su nueva arrogancia, no desdeñaba a Danny. La emoción embargaba su voz cuando él estaba cerca. Ella se mecía como un pino al viento. Y Danny pernoctaba noche tras noche en casa de Dulce.

Al principio sus amigos ignoraron su ausencia, pues todo hombre tiene derecho a asuntillos de faldas. Pero a medida que transcurrían las semanas, y como una vehemente vida hogareña le estaba volviendo apático y pálido, sus camaradas acabaron persuadiéndose de que la gratitud de Dulce por el electrodoméstico no redundaban en beneficio físico de quien se lo había regalado. Estaban celosos de un estado de cosas que absorbía tanto tiempo la atención de Danny.

Pilón, Pablo y Jesús María Corcoran asaltaron por turno el nido de sus amores mientras él estaba ausente; pero Dulce, aunque sensible a sus galanteos, permaneció fiel al hombre que había elevado su posición hasta un nivel tan satisfactorio. Trató de mantener su amistad para una época futura de necesidad, pues ella ya sabía cuán veleidosa es la fortuna; pero se negó firmemente a compartir con ellos lo que de momento reservaba para Danny.

Por lo cual los amigos, despechados, organizaron un grupo orientado y abocado a la destrucción de Dulce.

Pudiera ser que Danny, en el fondo de su alma, estuviera empezando a cansarse del afecto de su chica y del deber de atención que le exigía. Pero si tal cambio se estaba ya operando, él no se lo reconocía a sí mismo.

Una tarde, a las tres en punto, Pilón, Pablo y Jesús María, vagamente secundados por Big Joe Portagee, volvieron triunfalmente tras haber dedicado tres cuartas partes del día a un tenaz esfuerzo. La campaña se había puesto en marcha y ejercitaba al máximo la implacable lógica de Pilón, la artística ingenuidad de Pablo y la afable humanidad de Jesús María. Big Joe no aportó nada.

Como si fueran cuatro cazadores, ahora regresaban de la caza tanto más felices cuanto que su victoria había sido ardua. En la ciudad de Monterrey, un pobre italiano perplejo llegó poco a poco a la conclusión de que le habían estafado.

Pilón transportaba un galón de vino envuelto en un montón de hiedra. Desfilaban jubilosos hacia la casa de Danny, donde colocaron la botella en la mesa.

Emergiendo de un sueño profundo, Danny sonrió reposadamente, se levantó de la cama y sacó los tarros de frutas. Sirvió la bebida. Sus cuatro amigos se dejaron caer sobre las sillas, pues la jornada había sido agotadora.

Bebieron en silencio en tanto atardecía, a esa hora curiosa en que se produce una interrupción, casi todo el mundo en Tortilla Flat se para entonces a considerar las cosas que han acontecido en el curso del día que expira, y piensa en las posibilidades que ofrece la noche. Hay muchas cosas de que hablar por la tarde.

—Cornelia Ruiz se ha agenciado otro hombre esta mañana —comentó Pilón—. Es calvo. Se llama Kilpatrick. Cornelia dice que su otro hombre no volvió a casa tres noches de la semana pasada. Y eso no le ha gustado.

—Cornelia es una mujer que cambia rápidamente de opinión —dijo Danny. Pensó con complacencia en su propia estabilidad sentimental, cimentada en la roca de una aspiradora.

—El padre de Cornelia era peor —dijo Pablo—. Era incapaz de decir la verdad. Una vez me pidió prestado un dólar. Se lo he dicho a Cornelia, pero como si nada.

—Tal para cual. «Si conoces la raza conoces el perro» —citó Pilón, virtuosamente.

Danny llenó de nuevo los tarros de fruta y el galón se acabó. Lo advirtió, deplorándolo.

Jesús María, el amante de la humanidad, habló con sosiego.

—Vi a Susie Francisco, Pilón. Me ha dicho que tu receta funcionó de maravilla. Ha salido tres veces en moto con Charlie Guzmán. Las dos primeras le dio la pócima de amor que le puso enfermo. Ella cree que no era buena. Pero ahora dice que en adelante te dará galletas cuando quieras.

—¿Qué había en la pócima? —preguntó Pablo.

Pilón se mostró reservado.

—No puedo decirlo todo. Supongo que habrá sido el roble envenenado lo que le puso enfermo.

El galón de vino se había esfumado demasiado aprisa. Todos y cada uno de los seis amigos sufría una sed tan intensa que constituía un deseo doloroso. Pilón contempló a los otros con los ojos bajos, y ellos le devolvieron la mirada. La conspiración estaba a punto.

Pilón se aclaró la garganta.

—¿Qué has hecho, Danny, para que toda la ciudad se ría de ti?

Danny pareció inquietarse.

—¿Qué quieres decir?

Pilón soltó una risita.

—Mucha gente dice que compraste una máquina de barrer para una chica, y que la máquina no funcionará si no se llevan cables hasta su casa. Esos cables cuestan un montón de dinero. Algunos piensan que es un regalo muy divertido.

Danny empezó a sentirse incómodo.

—A esa chica le gusta la máquina —dijo, a la defensiva.

—¿Y por qué no? —Terció Pablo—. Ella ha dicho por ahí que le has prometido poner cables en su casa para que la máquina funcione.

Danny pareció aún más perturbado.

—¿Eso ha dicho?

—Eso me han dicho.

—Bien, no lo haré —declaró Danny.

—Si no lo encontrara divertido, me pondría furioso que se rieran de mi amigo —observó Pilón.

—¿Qué vas a hacer cuando pida esos cables? —preguntó Jesús María.

—Le diré que no.

Pilón se rio.

—Ojalá pudiera creerlo. No es tan sencillo decir que no a una mujer.

Danny sintió que sus amigos se ponían en su contra.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, desvalido.

Pilón abordó el problema con toda seriedad y recurrió a su realismo para resolverlo.

—Si esa mujer no tuviera la máquina de barrer, entonces no necesitaría los cables —dictaminó.

Los amigos asintieron.

—Por lo tanto —prosiguió Pilón—, la cosa consiste en quitársela.

—Oh, no me dejará que se la quite —protestó Danny.

—En ese caso te ayudaremos —dijo Pilón—. Yo cogeré la aspiradora y a cambio puedes regalarle un galón de vino. Ni siquiera sabrá cómo ha desaparecido esa barredora.

—Algún vecino puede verte cogiéndola.

—Oh, no. Tú quédate aquí, Danny. Yo te traeré la máquina.

Danny suspiró aliviado al ver que sus amigos se ocupaban del problema.

Pocas cosas sucedían en Tortilla Flat de las que Pilón no estuviese enterado. Mentalmente tomaba rápidos apuntes de todo lo que sus ojos veían o sus oídos oían. Sabía que Dulce iba a la tienda todas las tardes a las cuatro y media. En este hábito casi invariable fundamentaba Pilón el éxito de su plan.

—Es mejor que no sepas lo que voy a hacer —le dijo a Danny.

Pilón tenía preparado en el patio un saco de arpillera. Cortó con su cuchillo una gran rama del rosal y la introdujo en el saco.

Como había previsto y esperaba, Dulce no estaba en casa. «En realidad, la máquina es de Danny», se dijo.

No exigió mucho esfuerzo entrar en la casa, meter la aspiradora en la arpillera y disponer artísticamente la rama del rosal en la boca del saco.

Al salir al patio tropezó con Dulce. Pilón, cortésmente, se quitó el sombrero.

—Entré a matar el tiempo —dijo.

—¿Te quedas un rato?

—No. Tengo cosas que hacer en Monterrey. Es tarde.

—¿Dónde vas con esa rama de rosal?

—Me la va a comprar un hombre de la ciudad. Es un rosal muy bonito. Mira qué fuerte es.

—Quédate la próxima vez, Pilón.

No oyó un grito de cólera mientras bajaba parsimoniosamente por la calle. «Quizá tarde un tiempo en echarla de menos», pensó.

Había resuelto la mitad del problema, pero aún faltaba la segunda parte.

«¿Qué va a hacer Danny con esta barredora?», se interrogó. «Si se queda con ella, Dulce sabrá que se la ha quitado. ¿Podría tirarla? No, cuesta dinero. Lo mejor es deshacerse de ella y sacar partido de lo que vale».

Así se resolvía el problema entero. Pilón bajó la colina rumbo a casa de Torrelli.

La aspiradora era grande y brillante. Al remontar de vuelta la colina, Pilón llevaba en cada mano sendos galones de vino.

Los amigos le recibieron en silencio cuando entró en casa de Danny. Dejó una jarra en la mesa y la otra en el suelo.

—He traído un regalo para la chica —dijo a Danny—. Y algo de vino para nosotros.

Todos se congregaron, felices, porque su sed era un fuego devastador. Una vez consumido el primer galón, Pilón alzó su vaso a la luz de la vela y miró a través de él.

—Las cosas que ocurren no son importantes —dijo—. Pero de todo lo que ocurre se puede sacar una lección. Por la presente aprendemos que un regalo, especialmente si se hace a una mujer, no debe ser de tal naturaleza que requiera un nuevo regalo. También aprendemos que es pecaminoso regalar algo de mucho valor, porque es posible que despierte avaricia.

El primer galón se había acabado. Los amigos observaban a Danny para ver su reacción. Hasta entonces había estado muy tranquilo, pero ahora advirtió que los demás aguardaban a que hablase.

—Esa chica era alegre —dijo juiciosamente—. Tenía un carácter muy simpático. Pero ¡maldita sea! ¡Estoy harto de ella!

Cogió la segunda jarra y la descorchó.

Sentado en la esquina en medio de sus perros, el Pirata sonrió para sí y susurró admirado: «¡Maldita sea, estoy harto!». En su opinión, aquello era estupendo.

Apenas iban por la mitad de la segunda botella, y en realidad sólo habían cantado dos canciones, cuando el joven Johnny Pom-pom entró por la puerta.

—Vengo de casa de Torrelli —dijo—. ¡Oh, ese hombre está loco! ¡Está gritando! ¡Está pegando con los puños en la mesa!

Los amigos le miraron sin excesivo interés.

—Algo habrá ocurrido. Probablemente se lo tiene merecido.

—Muchas veces ha negado a buenos clientes un vasito de vino.

—¿Qué pasa con Torrelli? —quiso saber Pablo.

Johnny Pom-pom aceptó un tarro de vino.

—Torrelli dice que le compró a Pilón una máquina de barrer y que cuando la enchufó al cable de la luz no funcionaba. Así que miró dentro y no tenía motor. Dice que va a matar a Pilón.

Este pareció sobresaltarse.

—Yo no sabía que la máquina era defectuosa —dijo—. Pero ¿no dije que Torrelli merecía lo que le estaba ocurriendo? Ese aparato valía tres o cuatro galones de vino, pero el muy tacaño sólo quiso darme dos.

Danny sentía aún un rescoldo de gratitud por su amigo. Aplicó a sus labios la botella.

—El brebaje de Torrelli es cada vez peor —dijo—. El mejor que tiene es una bazofia que ni los cerdos prueban, pero últimamente es tan malo que ni Charlie Marsh lo bebería.

Entonces todos sintieron cierto rencor por Torrelli.

—Creo —dijo Danny— que si no se anda con ojo, vamos a comprar el vino en cualquier otra parte.