De cómo los amigos de Danny buscaron un tesoro místico la víspera de San Andrés, de cómo Pilón lo halló, y de cómo, más tarde, un par de pantalones de sarga cambió dos veces de dueño.
De haber sido un héroe, Big Joe hubiera pasado una infortunada época en el ejército. El hecho de ser Big Joe Portagee, con un razonable entrenamiento en la cárcel de Monterrey, no sólo le salvó de la desgracia de un patriotismo frustrado, sino que consolidó su convicción de que, por lo mismo que los días de un hombre están debidamente consagrados la mitad al sueño y la otra mitad a la vigilia, es correcto que pase la mitad de sus años en la cárcel y la otra mitad fuera. Mientras duró la guerra, Joe Portagee pasó mucho más tiempo entre rejas que libre.
En la vida civil, se castiga a un hombre por las cosas que hace; el código militar añade a esta norma un nuevo principio: también se le castiga por lo que no hace. Joe Portagee nunca lo entendió. No limpiaba su fusil, no se afeitaba; y una o dos veces, estando de permiso, no regresó al cuartel. A estos puntos flacos, Big Joe sumaba su proclividad a la discusión cordial de las tareas que le encomendaban.
Por lo general estuvo encerrado la mitad del tiempo; de los dos años que pasó en el ejército, dieciocho meses los vivió en el calabozo. Y no estaba en absoluto conforme con la vida carcelaria en el ejército. En la prisión de Monterrey se había habituado a la comunidad y al compañerismo. En el ejército sólo encontró trabajo. En Monterrey jamás le acusaron de otra cosa que de Embriaguez y Conducta Desordenada. Las acusaciones castrenses le desconcertaron de tal manera que el efecto causado en su cerebro fue probablemente permanente.
Cuando acabó la guerra y todas las tropas fueron licenciadas, a Big Joe le quedaban todavía seis meses de condena. La acusación era la siguiente: emborracharse estando de servicio. Y golpear a un sargento con una lata de queroseno. Y negar su identidad (no lograba recordarla, de modo que negó todo). Y robar dos galones de judías blancas. Y ausentarse sin permiso en el caballo del comandante.
De no haber sido firmado el armisticio, posiblemente le hubieran fusilado. Retornó a Monterrey mucho después de la vuelta de los demás veteranos, que para entonces ya habían consumido las dulzuras de la victoria.
Cuando Big Joe saltó del tren, llevaba abrigo y guerrera del ejército y un par de pantalones azules de sarga.
La ciudad no había cambiado mucho, excepto por la Ley Seca; y esta ley no había alterado las de Torrelli. Joe trocó su abrigo por un galón de vino y se fue a buscar a sus amigos.
Aquella noche no encontró amigos verdaderos, pero en Monterrey no le faltó la compañía de esas viles y falsas arpías y esos chulos que siempre están dispuestos a dejar a un hombre en el arroyo. Hombre de moralidad más bien escasa, Joe no sentía repulsión por el arroyo: le gustaba.
Antes de que transcurrieran muchísimas horas se quedó sin vino y sin un centavo; y entonces las arpías intentaron sacarle del arroyo, pero Joe se negó. Se sentía a gusto allí.
Cuando trataron de sacarle por la fuerza, Big Joe, con una cólera justa y terrible, rompió todos los muebles y todas las ventanas, lanzó a la calle, medio desvestidas, a muchachas que gritaban; y luego, como si se tratara de una tardía ocurrencia, prendió fuego a la casa. No era cosa prudente inducir a Joe a la tentación: no le ofrecía la menor resistencia.
Finalmente intervino un policía que se hizo cargo de él. Joe Portagee suspiró de dicha. Por fin volvía al hogar.
Tras un breve juicio sin jurado, en que fue condenado a treinta días, Joe se tendió sensualmente en su catre de cuero y durmió con pesado sueño la décima parte de su sentencia.
Le gustaba la cárcel de Monterrey. Allí se conocía gente. Si permanecía el tiempo necesario, todos sus amigos entraban o salían. El tiempo transcurrió rápidamente. Estaba un poco triste cuando tuvo que irse, pero la certeza de que era fácil volver atemperó su tristeza.
Le hubiera gustado yacer de nuevo en mitad del arroyo, pero carecía de vino y de dinero. Recorrió las calles buscando a sus amigos. Pilón, Pablo y Danny, pero no pudo encontrarlos. El sargento de la policía le dijo que hacía mucho tiempo que no les hospedaba.
«Deben de estar muertos», pensó Big Joe.
Caminó melancólico hasta casa de Torrelli, pero este no era hombre amistoso con la gente sin dinero ni bienes que pudieran canjearse, y poco consuelo procuró a Big Joe. Pero le dijo que Danny había heredado una casa en Tortilla Flat, y que todos sus amigos vivían allí con él.
Le ganó el afecto y el deseo de ver a sus amigos. Al llegar la noche ascendió la colina hacia Tortilla Flat para encontrar a Danny y a Pilón. Había oscurecido mientras subía por la calle, y en el camino topó con Pilón, que iba muy de prisa, como alguien atareado.
—Qué hay, Pilón. Ahora mismo iba a verte.
—Hola, Joe Portagee. —Pilón habló bruscamente—. ¿Dónde has estado?
—En el ejército —dijo Joe.
Pilón tenía la cabeza en otra parte.
—Tengo que irme —dijo.
—Te acompaño.
Pilón se detuvo y escrutó su cara.
—¿Recuerdas qué noche es hoy?
—No. ¿Qué es?
—Víspera de San Andrés.
Y entonces el portagee cayó en la cuenta, pues era la noche en que todos los paisanos que no estuviesen presos vagaban nerviosamente por el bosque. Era la noche en que todo tesoro enterrado despedía un débil resplandor fosforescente a ras de suelo. Y había montones de tesoros en el bosque. Monterrey había sido invadida muchas veces en el curso de doscientos años, y en cada ocasión se habían sepultado objetos de valor.
Era una noche clara. Pilón había emergido de su dura concha cotidiana, como solía hacer de cuando en cuando. Esa noche se había vuelto idealista, donante de obsequios. Esa noche se había comprometido en una misión de bondad.
—Puedes venir conmigo, Big Joe Portagee, pero si encontramos un tesoro yo decidiré lo que hacer con él. Si no estás de acuerdo, puedes ir por tu cuenta y buscar tú solo.
Big Joe no era un experto en dirigir sus propios esfuerzos.
—Te acompañaré —dijo—. El tesoro me tiene sin cuidado.
Sobrevino la noche mientras se internaban en la floresta. Sus pies hollaron capas de agujas de pino. Ahora Pilón sabía que era una noche perfecta. Una niebla alta cubría el firmamento, y detrás de ella brillaba la luna, y en consecuencia una luz vaporosa alumbraba el bosque. No existían esos nítidos contornos que exigimos a la realidad. Los troncos de los árboles no eran negras columnas de madera, sino suaves e inconsistentes sombras. Las zonas de maleza eran informes y se desplazaban en la extraña luz. Los fantasmas hubieran podido errar libremente, sin temor a la incredulidad humana, pues la noche estaba hechizada, y sólo un hombre insensible no lo hubiera notado. De trecho en trecho, Pilón y Big Joe se cruzaban con otros buscadores que deambulaban inquietos, zigzagueando entre pinos. Agachaban la cabeza, se movían en silencio, no se saludaban. ¿Quién podría saber si todos ellos eran de verdad hombres vivos? Joe y Pilón sabían que algunos eran sombras de los difuntos que enterraron los tesoros y que, la víspera de San Andrés, regresaban a inspeccionar la tierra para comprobar que su tesoro estaba incólume. Alrededor del cuello, fuera de la ropa, Pilón llevaba un medallón del santo, y por eso no tenía miedo a los espíritus. Big Joe caminaba haciendo con los dedos la señal de la cruz. Aun en el caso de que estuvieran asustados, no ignoraban que tenían protección más que suficiente para encarar aquella noche sobrenatural.
Se levantó el viento mientras caminaban, y un soplo empujó la niebla hasta que atravesó la pálida luna como una fina estela de color gris agua. La móvil neblina prestó formas cambiantes a la arboleda, de modo que cada árbol se deslizaba, furtivo, y los matorrales se movían en silencio, como enormes gatos de tinieblas. Las copas de los árboles dialogaban con voz ronca, anunciaban fortunas y predecían muertes. Pilón sabía que no era prudente escuchar la charla de los árboles. Nada bueno deparaba el conocimiento del futuro; y además, su susurro era impío. Sus oídos no prestaron atención a la voz de los árboles.
Empezó a seguir una senda en zigzag a través del bosque, y Big Joe caminaba a su lado como un perrazo alerta. Hombres solitarios les dieron alcance y prosiguieron su ruta sin saludar siquiera; y los muertos desfilaban sin hacer ningún ruido, y se iban sin siquiera un saludo.
La sirena que anunciaba la niebla emitió un aullido en el Point, a sus pies, muy lejos, propagando su duelo por todos los buenos barcos que habían naufragado en el férreo arrecife, y por todos aquellos que allí perecerían algún día.
Pilón se estremeció y sintió frío, a pesar de que la noche era calurosa. Musitó en voz baja un avemaría.
Se cruzaron con un hombre gris que llevaba agachada la cabeza y no les dedicó un saludo.
Transcurrió una hora y Pilón y Big Joe seguían vagando tan impacientemente como los muertos que poblaban la noche.
Pilón se detuvo de repente. Su mano buscó el brazo de Big Joe.
—¿Lo ves? —susurró.
—¿Dónde?
—Ahí mismo, delante de nosotros.
—Sí, creo que sí.
A Pilón le parecía estar viendo una blanca columna de luz azulada que emergía brillante del suelo a unos diez metros de donde se hallaban.
—Big Joe —murmuró—, busca un par de palos de un metro o metro y medio. No quiero apartar la vista. Podría perderlo.
Se quedó como un perro de muestra mientras Big Joe se escabullía en busca de los palos. Pilón le oyó desgajar de un pino dos ramitas muertas. Y oyó los crujidos que hacía la madera mientras Big Joe desnudaba las ramas para cortar dos palos. Y Pilón seguía mirando con fijeza la pálida flecha de luz nebulosa. Era tan débil que a veces parecía desvanecerse del todo. A ratos no estaba en absoluto seguro de verla. No desvió los ojos cuando su compañero le puso las dos varas en la mano. Pilón las cruzó en ángulo recto y avanzó despacio, empuñando la cruz por delante de él. Conforme se acercaba, la luz pareció desvanecerse, pero descubrió su origen, una depresión perfectamente redonda en el suelo de agujas de pino.
Pilón extendió la cruz sobre la cavidad y dijo:
—Todo lo que aquí yace es mío por haberlo descubierto. Apartaos, espíritus malignos. Alejaos, espíritus de hombres que enterrasteis este tesoro, In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
Luego exhaló un gran suspiro y se sentó en el suelo.
—Lo hemos encontrado, oh, amigo mío, Big Joe —exclamó—. Lo he buscado durante muchos años y ahora lo he descubierto.
—Vamos a cavar —dijo Big Joe.
Pero Pilón movió con impaciencia la cabeza.
—¿Cuando todos los espíritus andan sueltos? ¿Cuando incluso estar aquí es peligroso? Eres un necio, Big Joe. Nos quedaremos sentados aquí hasta mañana; luego haremos una marca y mañana por la noche cavaremos. Nadie puede ver la luz ahora que la he tapado con la cruz. Mañana por la noche ya no habrá peligro.
Se diría que la noche era más pavorosa ahora que estaban sentados sobre las agujas, pero la cruz emanaba un ardor santo y seguro, como una pequeña hoguera en la tierra. Y a semejanza de una hoguera sólo les calentaba por delante. Su espalda estaba expuesta al frío y a los seres malignos que pululaban por el bosque.
Pilón se levantó y trazó un gran círculo en torno a todo el paraje, y se hallaba dentro cuando terminó de dibujarlo.
—Que los seres malignos no crucen esta línea, en el Nombre del Siempre Santo Jesús —entonó. Luego se volvió a sentar. Ambos amigos se sintieron mejor. Alcanzaban a oír los pasos amortiguados de los cansados, errantes fantasmas; podían distinguir las lucecitas que despedían las formas transparentes conforme pasaban; pero su línea de protección era inexpugnable. Nada malo de este mundo o de cualquier otro podría traspasar el círculo.
—¿Qué vas a hacer con el dinero? —preguntó Big Joe.
Pilón le dirigió una mirada despectiva.
—Se ve que nunca has buscado un tesoro, Big Joe Portagee, pues no sabes lo que hacer con él. No puedo guardarlo para mí solo. Si lo busco para tratar de guardarlo, entonces el tesoro se hundirá y hundirá como una almeja en la arena, y jamás lo encontraré. No, así no sé hace. Desenterraré el tesoro para Danny.
Todo el idealismo de Pilón afloró entonces. Explicó a Big Joe lo bueno que Danny era con sus amigos.
—Y nosotros no hacemos nada por él —dijo—. No pagamos renta. A veces nos emborrachamos y rompemos los muebles. Peleamos con Danny cuando nos enfadamos y le llamamos cosas. Oh, somos muy malos, Big Joe. Y por eso todos, Pablo, Jesús María y el Pirata, hablamos y planeamos. Esta noche, todos estamos en el bosque buscando el tesoro. Y el tesoro será para Danny. Es tan bueno, Big Joe, tan amable; y nosotros somos tan malos. Pero si encontramos un gran saco de tesoros para él, entonces se pondrá muy contento. He descubierto el tesoro porque mi corazón está exento de egoísmo.
—¿No podemos quedarnos con una parte? —Preguntó Big Joe, incrédulo—. ¿Ni siquiera para un galón de vino?
Ni una sola partícula del Pilón malo habitaba en Pilón aquella noche.
—¡No, ni un ápice de oro! ¡Ni siquiera un mínimo penique de cobre! Todo es para Danny, hasta la última pizca.
Joe estaba disgustado.
—He hecho todo el camino y ni siquiera voy a sacar para un vaso de vino —se lamentó.
—Cuando Danny tenga el dinero —dijo Pilón delicadamente—, es posible que compre un poco de vino. Claro está que no debemos sugerírselo, porque el tesoro es suyo. Pero yo creo que seguramente comprará algo de vino. Y entonces, si eres bueno con él, es posible que te ofrezca un vaso.
Big Joe se sintió reconfortado, porque conocía a Danny desde hacía mucho tiempo. Era posible que Danny comprase cantidad de vino.
La noche transcurrió sobre ellos. La luna se escondió y dejó en el bosque una oscuridad tenue. La sirena que avisaba de la niebla aullaba y aullaba. Durante toda la noche Pilón se mantuvo inmaculado. Predicó un poco a Big Joe como suelen hacerlo los conversos recientes.
—Vale la pena ser amable y generoso —dijo—. Hacer buenas acciones no sólo es construir una casa de gozo en el Paraíso, sino que aquí en la tierra también hay recompensa. Uno experimenta un ardor dorado y reluciente dentro, como una enchilada metida en el estómago. El Espíritu de Dios nos arropa con un abrigo tan suave como la piel de camello. No siempre he sido un buen hombre, Big Joe Portagee. Lo confieso con franqueza.
Big Joe lo sabía de sobra.
—He sido malo —prosiguió Pilón, en trance. Disfrutaba plenamente—. He mentido y robado. He sido lujurioso. He cometido adulterio y tomado el nombre de Dios en vano.
—Yo también —dijo el otro.
—¿Y cuál fue el resultado, Big Joe? Me he sentido mezquino. He sabido que iría al infierno. Pero ahora ya veo que el pecador no es nunca tan malo que no merezca perdón. Aunque todavía no he ido a confesarme, siento que este cambio que se opera en mí complace al Señor, pues su Gracia me habita. Si tú también cambiaras tus hábitos, Big Joe, si dejaras de emborracharte y pelear y andar con esas chicas de casa de Dora Williams, tú también sentirías lo mismo que yo.
Pero su compañero se había dormido. Nunca permanecía despierto mucho tiempo cuando no andaba de un lado para otro.
La gracia no era ya tan evidente para Pilón si no podía hablar de ella a su camarada, pero vigiló sentado el lugar del tesoro mientras el cielo se tornaba grisáceo y el alba surgía detrás de la niebla. Vio cómo los pinos adquirían forma y emergían de la oscuridad. El viento cesó, conejitos azules salieron de los matorrales y daban saltitos por el suelo de agujas. A Pilón le pesaban los ojos pero estaba feliz.
Cuando se hizo de día sacudió con un pie a Big Joe, dormido.
—Es hora de ir a casa de Danny. Es de día.
Arrojó lejos la cruz, que ya no era necesaria, y borró el círculo.
—Ahora —dijo— no tenemos que dejar ninguna marca, sino recordar el sitio por medio de los árboles y rocas.
—¿Por qué no cavamos? —preguntó Big Joe.
—Y toda la gente de Tortilla Flat vendría a ayudarnos —repuso Pilón sarcásticamente.
Inspeccionaron con suma atención los alrededores, diciendo:
—Hay tres árboles juntos a la derecha y dos a la izquierda. Allí hay esos matorrales y aquí hay una roca.
Por último se alejaron del tesoro, memorizando el camino según se alejaban.
En la casa de Danny encontraron cansados a los demás amigos.
—¿Descubriste alguno? —preguntaron.
—No —dijo Pilón rápidamente, anticipándose a la respuesta de Joe.
—Bueno, Pablo creyó que había visto una luz, pero desapareció antes de encontrarla. Y el Pirata vio el fantasma de una vieja que llevaba a su lado su antiguo perro.
El Pirata esbozó una sonrisa.
—La vieja me dijo que mi perro era feliz ahora —dijo.
—Aquí está Big Joe Portagee, recién vuelto del ejército —anunció Pilón.
—Hola, Joe.
—Tenéis un bonito sitio —dijo Portagee, y se instaló confortablemente en una silla.
—No uses nunca mi cama —dijo Danny, porque ya sabía que el otro había ido a quedarse. El modo de sentarse en una silla y de cruzar las piernas tenía todas las trazas de una permanencia.
El Pirata salió, cogió su carreta y echó a andar hacia el bosque para cortar leña; pero los otros cinco amigos se tumbaron al sol que asomaba por detrás de la niebla y no tardaron en quedarse dormidos.
Era media tarde cuando despertaron. Estiraron los brazos, se sentaron y contemplaron apáticamente la bahía a sus pies, donde un petrolero de color pardo se hacía a la mar despacio. El Pirata había dejado las bolsas sobre la mesa; los amigos las abrieron y sacaron la comida que el ausente había recogido.
Big Joe bajó por el sendero hasta la hundida cancela de entrada.
—Hasta luego —despidió a Pilón.
El aludido le miró inquieto hasta cerciorarse de que se encaminaba hacia Monterrey, no hacia el bosque de pinos. Los cuatro amigos se sentaron a contemplar ensoñados la caída de la tarde.
Joe Portagee regresó al ocaso. Él y Pilón parlamentaron en el patio, donde nadie de la casa les oía.
—Cogeremos prestadas las herramientas de la señora Morales —dijo Pilón—. Una pala y un pico que tiene junto al gallinero.
Se pusieron en marcha cuando oscureció del todo.
—Vamos a ver a unas chicas, amigas de Joe Portagee —explicó Pilón. Entraron furtivamente en el patio contiguo y tomaron en préstamo el pico y la pala. Y después Big Joe sacó un galón de vino de las hierbas que orillaban la carretera.
—Has vendido el tesoro —le espetó Pilón ferozmente—. Eres un traidor, perro de perro.
Big Joe le tranquilizó firmemente.
—No he dicho a nadie dónde está el tesoro —dijo, con cierta dignidad—. Yo lo dije así: «Encontramos un tesoro, pero es para Danny. Cuando Danny lo tenga, me prestará un dólar y pagaré el vino».
Pilón estaba abrumado.
—¿Y te creyeron, y te dieron el vino? —inquirió.
—Verás… —vaciló Big Joe—. Dejé algo para demostrar que llevaría el dólar.
Pilón se volvió como un relámpago y le agarró por el cuello.
—¿Qué dejaste?
—Nada más que una manta, Pilón —alegó, pesaroso—. Sólo una.
Pilón le sacudió, pero Big Joe era tan pesado que nada más consiguió moverse él mismo.
—¿Qué manta? —gritó—. ¿Qué manta robaste?
Big Joe lloriqueó.
—Una de las de Danny. Sólo una. Tiene dos. Sólo cogí la pequeña. No me hagas daño, Pilón. La otra era más grande. Danny la recobrará cuando encontremos el tesoro.
Pilón le hizo dar vueltas y le pegó patadas con precisión y furia.
—Cerdo —dijo—, sucia vaca ladrona. O recuperas la manta o te daré tal paliza que voy a hacerte trizas.
Big Joe trató de apaciguarle.
—Pensé en todo lo que estábamos haciendo por él —murmuró—. Pensé: «Danny estará tan contento, podrá comprarse cien mantas nuevas».
—¡Cállate! —Dijo Pilón—. O devuelves esa manta o te doy con una piedra.
Cogió la botella, la descorchó y bebió un poco para sosegar sus nervios crispados; más aún, volvió a poner el corcho y denegó al Portagee el más mínimo trago.
—Tendrás que cavar tú solo para pagar ese robo. Recoge las herramientas y acompáñame.
Big Joe gimoteó como un cachorro y obedeció. No podía hacer nada contra la justa cólera de Pilón.
Emplearon mucho tiempo en encontrar el lugar. Era ya tarde cuando Pilón señaló tres árboles en fila.
—¡Allí! —dijo.
Buscaron hasta encontrar la depresión en la tierra. Esta vez les guio una tenue luz de luna, pues aquella noche el cielo no estaba nublado.
Como él no iba a cavar, Pilón desarrolló una nueva teoría sobre la exhumación de tesoros.
—A veces el tesoro está metido en sacos —dijo—, y los sacos se han podrido. Si cavas derecho tal vez te dejes alguno. —Trazó un amplio círculo en torno al agujero—. Cava un hoyo hondo alrededor y luego iremos subiendo hasta el tesoro.
—¿Tú no vas a cavar? —preguntó Big Joe.
Pilón se puso furioso.
—¿Acaso soy yo un ladrón de mantas? —gritó—. ¿Robo yo de la cama del amigo que me alberga?
—Bueno, no voy a cavar yo solo —dijo Big Joe.
Pilón recogió una de las ramas que la noche antes había servido como palo de la cruz. Avanzó siniestramente hacia su amigo.
—Ladrón —gruñó—. Sucio cochino, falso amigo. Coge esa pala.
El valor de Big Joe se evaporó, y se agachó para coger del suelo la herramienta. Si su conciencia no hubiera sido culpable, tal vez habría protestado; pero era grande el miedo que sentía por Pilón, auxiliado por una causa justa y una vara de pino.
Big Joe aborrecía toda técnica relacionada con la pala. La acción de la pala en movimiento carecía de atractivo. El objetivo que se perseguía —levantar tierra de un punto para depositarla en otro— era, para alguien de visión más amplia, tonto y estéril. Toda una vida dando paletadas no conducía prácticamente a nada. La reacción de Big Joe era algo más simple. No le gustaba la pala. Se había alistado en el ejército para combatir y no había hecho otra cosa que cavar.
Pilón estaba alerta, sin embargo, y la zanja se extendía alrededor del tesoro. No sirvió de nada pretextar enfermedad, hambre o fatiga. Su capataz era inexorable, y el delito de la manta se volvía contra él. Por mucho que gimoteara, se quejara o enseñase las manos para demostrar que le dolían, Pilón no cejaba en su rigor y le obligaba a cavar.
Llegó medianoche, y el hoyo tenía un metro de hondo. Cantaron los gallos de Monterrey. La luna se ocultó por detrás de los árboles. Por fin Pilón le dio orden de ascender hacia el tesoro. Las paletadas eran ahora lentas; Big Joe estaba exhausto. Un instante antes de que amaneciera, su pala chocó contra algo duro.
—¡Eh! —gritó—. Lo tenemos, Pilón.
El hallazgo era grande y cuadrado. Cavaron frenéticamente en la oscuridad y no lograban verlo.
—Cuidado —advirtió Pilón—. No lo rompas.
La luz del día llegó antes de que lo sacaran. Pilón notó el tacto del metal y se inclinó para ver mejor a la luz grisácea. Era un cuadrado de cemento de respetable tamaño. Llevaba encima una placa redonda y de color pardo. Pilón deletreó las letras escritas en el bloque:
Pilón se sentó en el hoyo y dejó caer los hombros en señal de derrota.
—¿No hay tesoro? —preguntó Big Joe lastimeramente.
El otro no le contestó. Big Joe examinó el bloque de cemento y frunció las cejas, pensativo. Se volvió al entristecido Pilón.
—A lo mejor podemos quitar este gran trozo de metal y venderlo.
Pilón alzó la mirada con desaliento.
—Johnny Pom-pom encontró uno —dijo con el sosiego de una gran desilusión—. Johnny Pom-pom quitó la pieza de metal y trató de venderla. Un año de cárcel por desenterrar uno de estos bloques —se lamentó—. Un año de cárcel y doscientos dólares de multa.
Pilón, afligido, sólo quería marcharse de aquel escenario trágico. Se levantó, encontró una hoja con la que envolver la botella de vino y echó caminar colina abajo.
Big Joe le seguía trotando, solícitamente.
—¿Adónde vamos? —inquirió.
—No lo sé.
El día era radiante cuando llegaron a la playa, pero ni siquiera allí se detuvo Pilón. Siguió por la orilla sobre la arena dura hasta que Monterrey quedó muy lejos y sólo las dunas de Seaside y las rizadas olas de la bahía fueron testigos de su tristeza. Por último se sentó en la arena seca, bajo el cálido sol. Big Joe se sentó a su lado, y en cierto modo se sentía responsable de la callada pesadumbre de su amigo.
Pilón desenvolvió la botella, le quitó el tapón y dio un prolongado trago, y como la tristeza es la madre de una compasión universal, pasó el vino a su bellaco dueño legítimo.
—Qué cosas planeamos —exclamó Pilón—. Cómo nos dejamos llevar por los sueños. Ya había pensado cómo llevaríamos a Danny los sacos de oro. Podía imaginar hasta su cara. Estaría sorprendido. Tardaría mucho tiempo en creérselo.
Cogió la botella de manos de Joe y dio un trago colosal.
—Todo eso se ha acabado, esfumado en la noche.
El sol empezaba a calentar la playa. A pesar de su decepción, Pilón se dejaba invadir por un bienestar traicionero, un pérfido impulso de descubrir los buenos aspectos de la situación.
Big Joe, con su habitual calma, estaba bebiendo más de lo que le correspondía. Pilón le arrebató el vino, indignado, y bebió una y otra vez.
—Después de todo —dijo, filosóficamente—, si hubiéramos hallado el oro tal vez no habría sido bueno para Danny. Siempre ha sido un hombre pobre. Las riquezas podrían haberle vuelto loco.
Big Joe asintió solemnemente. El vino disminuía rápidamente.
—La felicidad es mejor que la riqueza —dijo Pilón—. Más vale intentar hacer feliz a Danny que darle dinero.
Big Joe asintió de nuevo y se descalzó.
—Hacerle feliz. Esa es la cosa.
Pilón se volvió melancólicamente hacia él.
—No eres más que un puerco, y no mereces vivir con personas —dijo, amablemente—. Tú, que has robado la manta de Danny deberías estar en una pocilga y alimentarte de peladuras de patata.
Se estaban quedando dormidos al sol. Pequeñas olas lamían la playa. Pilón se quitó los zapatos.
—Empatados —dijo Big Joe, y apuraron la botella hasta la última gota.
La playa se mecía suavemente, subiendo y bajando con un movimiento semejante a un mar de fondo.
—No eres un mal hombre —dijo Pilón. Pero Big Joe Portagee ya se había dormido. Pilón se quitó el abrigo y se tapó con él la cara. Instantes más tarde dormía dulcemente.
El sol giraba en el cielo. La marea invadió playa y luego se retiró. Una cofradía de insectos correteantes inspeccionó a los durmientes. Un perro vagabundo les olfateó. Dos señoras de edad que recogían conchas vieron los cuerpos y huyeron despavoridas, no fuese que aquellos hombres despertaran, llenos de pasión, las persiguieran y las atacasen criminalmente. Era una vergüenza, convinieron ambas, que la policía no moviera dedo para controlar a gente semejante.
—Están borrachos —dijo una.
La otra miró por encima del hombro a los hombres que dormían en la playa.
—Fieras borrachas —corroboró.
Pilón despertó cuando el sol ya se acostaba por detrás de los pinos de la colina, a espaldas de Monterrey. Tenía la boca seca como alumbre; le dolía la cabeza y estaba entumecido por la arena dura. Big Joe roncaba.
—Joe —le llamó, pero el portagee era inasequible a cualquier llamada. Pilón se apoyó en un codo y contempló el mar—. Un poco de vino me vendrá bien para la boca seca.
Volcó la botella y no pudo obtener ni una sola gota para apaciguar su lengua. Luego volvió hacia afuera los bolsillos, confiando en que un milagro hubiese acontecido mientras dormitaba. Pero no fue así. En sus bolsillos había una navaja que no le habían aceptado como trueque por un vaso de vino lo menos veinte veces. Había un anzuelo clavado en un corcho, un trozo de cuerda sucia, un diente de perro y varias llaves que ni él mismo sabía en dónde encajaban. En aquel conjunto de objetos diversos no había uno solo que Torrelli estimara digno de atención, ni siquiera en un momento de locura.
Contempló a Big Joe inquisitivamente. «Pobre muchacho», pensó. «Cuando despierte sentirá la misma sequedad que yo. Le agradaría que yo le ofreciera un poco de vino». Le empujó rudamente varias veces; y como el otro se limitaba a refunfuñar y luego roncaba de nuevo, se puso a registrarle los bolsillos. Encontró un botón de cobre para pantalones, un pequeño disco de metal que decía: «Coma bien en Dutchman», cuatro o cinco cerillas sin cabeza y un pedazo de tabaco de mascar.
Pilón se sentó en cuclillas. Así que no había nada que hacer. Tenía que consumirse allí en la playa mientras su garganta le exigía vino.
Advirtió los pantalones de sarga que Big Joe llevaba y acarició la tela con los dedos.
«Buen paño —pensó—. ¿Por qué este sucio portagee tiene que llevar tan buena ropa mientras sus amigos se visten con tejanos?».
Entonces recordó lo mal que le sentaban aquellos pantalones a su dueño, lo estrechos que le quedaban de cintura incluso con dos botones sin atar, y lo cortos que le estaban los extremos, que no tocaban los zapatos por centímetros.
«Alguien de una talla presentable estaría contento con estos pantalones».
Pilón recordó el pecado que Big Joe había cometido contra Danny, y se convirtió en un ángel vengativo. ¿Cómo había osado aquel sucio y negro portagee insultar a Danny? «Cuando despierte le golpearé. Pero», razonó un Pilón más agudo, «su delito ha sido el robo. ¿No le serviría de lección saber cómo se siente alguien a quien roban? ¿De qué sirve un castigo si no enseña nada?». Su argumentación era todo un triunfo. Si, con una sola acción, era capaz de vengar a Danny, disciplinar a Big Joe, impartir una lección de ética y conseguir un poco de vino, ¿quién se atrevería a criticarla?
Le empujó con violencia, y Big Joe hizo un ademán como si estuviera espantando a una mosca. Pilón le quitó los pantalones diestramente; los enrolló y salió corriendo por las dunas.
Torrelli no estaba, pero su mujer le abrió la puerta. Él adoptó una actitud misteriosa, y por fin sometió los pantalones al examen de la señora.
Ella movió resueltamente la cabeza.
—Mire —dijo Pilón—, sólo se ha fijado en la suciedad y las manchas. Observe esta magnífica tela de debajo. ¡Piénselo, señora! ¡Ya ha limpiado las manchas y planchado la prenda! ¡Torrelli regresa! Vuelve silencioso; está de humor sombrío. ¡Y entonces le enseña estos estupendos pantalones! ¡Le brillan los ojos! ¡Fíjese lo feliz que está su marido! ¡La sienta en sus rodillas! ¡Mire, señora; cómo le sonríe! Por esa dicha tan grande, ¿es demasiado caro un galón de vino?
—La culera está gastada —dijo ella.
Él los levantó a la luz.
—¿Se ve algo a través de ella? ¡No! Ya han perdido rigidez, incomodidad: están en inmejorables condiciones.
—No —dijo ella firmemente.
—Es cruel con su marido, señora. Le niega la felicidad. No me sorprendería verle con otra mujer que no tenga un corazón tan duro. ¿Hace un cuartillo, entonces?
Finalmente cedió su resistencia y le dio un cuartillo. Pilón lo apuró inmediatamente.
—Usted trata de regatear el precio de la dicha —declaró—. Debería darme medio galón.
La señora Torrelli fue más dura que una piedra. No le daría ni una gota más. Pilón se sentó en la cocina a rumiar su malhumor. «Una judía, eso es lo que es. Me ha engañado con los pantalones de Big Joe».
Pensó tristemente en el amigo que estaba en la playa. ¿Qué podía hacer? Si iba a la ciudad le arrestarían. ¿Y qué había hecho aquella arpía para merecer los pantalones? Había intentado comprarlos por un miserable cuartillo de vino. Pilón sintió que le ganaba la cólera contra ella.
—Me voy en seguida —dijo a la señora. Los pantalones estaban colgados en un pequeño hueco fuera de la cocina.
—Adiós —dijo ella por encima del hombro. Se metió en la despensa para preparar la comida.
Conforme salía, Pilón cruzó el hueco y descolgó no sólo los pantalones de Big Joe, sino asimismo la manta de Danny.
Regresó a la playa, al sitio donde había dejado a su amigo dormido. Divisó una fogata que ardía, brillante, en la arena y, según se iba acercando, distinguió una serie de pequeñas siluetas que cruzaban por delante de la llama. Estaba muy oscuro; se guio por el fuego. Cuando estuvo más cerca, vio que se trataba de un fuego de campamento de las Muchachas Exploradoras. Se aproximó con cautela.
Durante un rato no alcanzó a ver a Big Joe, pero por fin le descubrió, medio cubierto por la arena, aterido de frío y de angustia. Se dirigió resueltamente hacia él y levantó en el aire los pantalones.
—Cógelos, Big Joe, y alégrate de que te los devuelva.
Los dientes de Joe castañeteaban.
—¿Quién robó mis pantalones, Pilón? Llevo aquí tumbado varias horas, y no podía marcharme por culpa de esas chicas.
Pilón se plantó servicialmente entre su amigo y las chicas que corrían alrededor de la fogata. El portagee se quitó de las piernas la arena húmeda y fría y se enfundó los pantalones. Caminaron uno al lado de otro a lo largo de la playa hacia Monterrey, donde las luces, collares sobre collares, colgaban contra la colina. Las dunas se agazapaban al fondo de la playa como perros cansados que descansan; y las olas ejercitaban suavemente su golpeteo y silbaban un poco. La noche era fría e íntima, y el calor de la vida se había ausentado de ella, y por eso rebosaba de amargos anuncios a los hombres que están solos en el mundo, solos entre los demás, recordándoles que en ningún sitio hallarán consuelo.
Pilón seguía rumiando su amargura y Joe Portagee intuía la profundidad de aquel sentimiento. Por último, su amigo volvió la cabeza hacia él.
—Así aprenderemos que es una gran insensatez confiar en una mujer.
—¿Fue una mujer la que me robó los pantalones? —Inquirió, excitado, Big Joe—. ¿Quién fue? ¡Le voy a romper el alma a puntapiés!
Pilón negó con la cabeza con igual tristeza que el antiguo Jehová que, al descansar el séptimo día, ve que su universo es aburrido.
—Ya está castigada —dijo—. Se puede decir que se castigó ella misma, y eso es lo mejor. Tenía tus pantalones; los compró con avaricia y ya no los tiene.
Tales cosas sobrepasaban el entendimiento de Big Joe. Eran misterios que más valía no tocar; y Pilón, precisamente, deseaba que así fuera.
—Gracias por recuperar mis pantalones —dijo humildemente. Pero Pilón estaba tan sumido en la filosofía que incluso la gratitud carecía de valor.
Subieron el camino hasta dejar la playa y cruzaron la gran torreta plateada de las obras del gas.
Big Joe se hallaba contento de estar con Pilón. «He aquí un hombre que se preocupa por sus amigos», pensó. «Incluso cuando duermen permanece alerta para que no les suceda nada malo». Decidió que algún día haría por su amigo una hermosa acción.