7

De cómo los amigos de Danny se convirtieron en hacedores de bien, y de cómo socorrieron al pobre pirata.

Gran número de personas veía al Pirata diariamente, y algunos se reían de él, otros le compadecían; pero nadie le conocía bien ni se entrometía en sus asuntos. Era un hombre enorme y corpulento, con una tremenda y tupida barba negra. Vestía tejanos y una camisa azul, y no usaba sombrero. En ciudad iba calzado. Había en su mirada un temor oculto cuando abordaba a una persona adulta, la mirada secreta de un animal que intentaría alejarse si se atreviera a dar la espalda el tiempo necesario. A causa de esa mirada, los paisanos de Monterrey sabían que la cabeza del Pirata no había crecido al mismo ritmo que el resto de su cuerpo. Le llamaban Pirata debido a su barba. Todos los días la gente le veía empujando por las calles su carreta de leña hasta que terminaba de vender su mercancía. Y una jauría de cinco perros iba siempre tras sus pasos.

Enrique parecía más que nada un perro de caza, aun cuando su rabo fuese frondoso. Pajarito era marrón y rizado, únicas cosas que se podían ver de él. Rudolph era un perro del que los transeúntes comentaban: «Es un perro americano». Fluff era un doguillo y Señor Alee Thompson parecía un tipo de terrier. Caminaban en escuadra detrás del Pirata, muy respetuosos con su amo, muy devotos de su bienestar. Cuando se sentaba a descansar del peso de la carreta, los cinco perros trataban de subirse a sus rodillas para que les rascara las orejas.

Algunos le habían visto en Alvarado Street a primeras horas de la mañana; otros le habían visto cortando madera; cierta gente sabía que vendía leña; pero sólo Pilón conocía todas las actividades del Pirata. Pilón conocía a todo el mundo y lo sabía todo sobre cada persona.

El Pirata vivía en un gallinero abandonado, en el patio de una casa deshabitada de Tortilla Flat. Le hubiera parecido osado albergarse dentro de la misma casa. Los perros vivían en torno y encima de él, y a su amo le gustaba, pues los animales le daban calor las noches más recias. Si tenía los pies fríos, le bastaba con ponerlos contra la panza de Señor Alee Thompson. El gallinero era tan bajo que el Pirata tenía que reptar sobre las manos y las rodillas.

Cada mañana, temprano, mucho antes de que amaneciera, salía arrastrándose de su gallinero y los perros le seguían, sacudiendo sus lanas y estornudando en el aire frío. La comitiva bajaba a Monterrey y recorría una callejuela. La puerta trasera de cuatro o cinco restaurantes daba a esa calleja. El Pirata entraba en la cocina de cada restaurante, lugar acogedor y oloroso a comida. En todos estos sitios, cocineros gruñones le entregaban paquetes de sobras. Ellos mismos ignoraban por qué hacían tal cosa.

Cuando el Pirata había visitado todas las puertas y tenía los brazos llenos de paquetes, subía la pendiente hacia Munroe Street y entraba en un solar vacío. Los perros, agitados, se arremolinaban en torno a su amo. Abría los paquetes y alimentaba a los perros. Él comía pan o un pedazo de carne de cada paquete, pero nunca escogía lo mejor para sí mismo. Sentados en derredor, los animales se lamían nerviosamente las fauces y movían las patas esperando la comida. Nunca se peleaban por el alimento, lo que en verdad resultaba sorprendente. Los perros del Pirata nunca se peleaban entre ellos, pero atacaban a cualquier otra criatura que vagase a cuatro patas por las calles de Monterrey. Era magnífico ver juntos a los cinco, fox terriers de caza y pomeranias del tamaño de conejos.

Había amanecido cuando acababa el almuerzo. El Pirata se sentaba en el suelo y contemplaba el cielo, que se volvía azul al nacer la mañana. A sus pies veía a las goletas hacerse a la mar con su cargamento de madera en la cubierta. Oía el dulce tañido de las boyas de campana más allá de China Point. Alrededor de él, los perros roían los huesos. En lugar de ver el día, el Pirata parecía escucharlo, pues sus ojos permanecían inmóviles, pero toda su persona tenía un aire de alerta. Posaba sus manazas en los perros y sus dedos, sedantes, jugueteaban con el áspero pelaje. Al cabo de una media hora, iba a la esquina del solar, quitaba la cubierta de sacos de su carreta y desenterraba su hacha de la tierra donde la sepultaba todas las noches. Luego empujaba colina arriba la carreta, entraba en los bosques y se detenía cuando hallaba un árbol muerto rebosante de madera. Hacia mediodía ya había recogido una buena carga de excelente leña; después, con los perros a la espalda, recorría las calles hasta haber vendido por veinticinco centavos todo el cargamento.

No era imposible observar todo esto, pero nadie sabía cuál era el destino del cuarto de dólar. Nunca lo gastaba. De noche, a salvo de peligros gracias a los perros, se internaba en el bosque y escondía la moneda diaria al lado de otras muchas. En algún lugar guardaba un gran tesoro.

Hombre perspicaz para quien ningún detalle de la vida de sus convecinos escapaba, Pilón, que se deleitaba doblemente descubriendo los secretos enterrados muy hondo en el cerebro de sus conocidos, descubrió que el Pirata tenía un tesoro por medio de un proceso deductivo. Razonó de esta manera: «Todos los días el Pirata gana un cuarto. Si este cuarto consta de dos monedas de veinte y una de cinco centavos, las lleva a una tienda y lo cambia por una sola de veinticinco. Nunca gasta un centavo. Por lo tanto, tiene que esconderlo».

Trató de calcular la magnitud del tesoro. El Pirata había vivido así durante años. Cortaba leña seis días a la semana; el séptimo iba a la iglesia. Conseguía su ropa en la puerta trasera de las casas, y la comida en la puerta de atrás de los restaurantes. Pilón se enredó con las cifras un rato, y luego se dio por vencido. «El Pirata —pensó— tiene que tener por lo menos cien dólares».

Había reflexionado sobre el tema durante largo tiempo. Pero aquel tesoro ajeno sólo adquirió para él personal importancia después de la insensata y entusiástica promesa de alimentar a Danny.

Antes de atacar el asunto a fondo. Pilón aplicó su pensamiento a largos y pasmosos preparativos. Lo sentía mucho por el Pirata. «Pobre hombre, adulto a medias», se dijo. «Dios no le ha dado el seso necesario. El pobrecillo no sabe cuidar de sí mismo. Veamos, vive en un sitio sucio, en un viejo gallinero. Se alimenta de sobras para perros. Sus ropas son delgadas y andrajosas. Y como carece de una buena cabeza, esconde el dinero».

Y una vez asentados los cimientos de piedad, Pilón pasó a estudiar la solución. «¿No sería algo meritorio», pensó, «hacer en su lugar las cosas que él no puede? ¿Comprarle ropa que abrigue, procurarle un sustento apropiado para un ser humano? Pero», se recordó a sí mismo, «no tengo dinero para hacer tales cosas, aunque me torturan el alma. ¿Cómo llevar a cabo esas obras de caridad?».

Su razonamiento ya llevaba buen rumbo. Al igual que un gato que durante una hora acecha a un gorrión, Pilón estaba listo para dar el salto. «¡Ya lo tengo!», exclamó su mente. «Es así: el Pirata tiene dinero, pero le falta inteligencia para usarlo. ¡Yo tengo las ideas! Pondré mi cabeza a su servicio. Le ofreceré gratuitamente mi cerebro. Esa será mi obra de caridad con ese pobrecillo a medio terminar».

Era una de las más grandiosas construcciones lógicas que Pilón había erigido. Le invadió el apremio que siente un artista por enseñar a un público su obra. «Se lo diré a Pablo», pensó. Luego se preguntó si era prudente hacerlo. ¿Pablo era estrictamente honrado? ¿No intentaría distraer parte de ese dinero para sus propios fines? Pilón decidió no correr el riesgo en aquel momento.

Es sorprendente descubrir que el anverso de toda acción negra y malvada es blanco como la nieve. Y entristecedor averiguar que los miembros ocultos de los ángeles son carne leprosa. Honor y paz a Pilón, pues había descubierto la manera de enseñar y revelar al mundo la bondad que subyace en toda cosa perversa. No es que fuese ciego, como muchos santos, a la maldad de las cosas buenas. Hay que admitir con tristeza que carecía de la estupidez, el fariseísmo y la avidez de recompensa necesarios para llegar a ser santo. A Pilón le bastaba hacer el bien y hallar su premio en el resplandor de la fraternidad humana consumada.

Esa misma noche realizó una visita al gallinero donde el Pirata vivía con sus perros. Danny, Pablo y Jesús María, sentados junto al fuego de la cocina, le vieron marcharse y no dijeron nada. Pensaban con delicadeza que o bien el soplo del amor le había herido o bien sabía dónde agenciarse un poco de vino. En cualquiera de los casos, no era asunto suyo hasta que Pilón les hablara de ello.

Hacía rato que había atardecido, pero Pilón llevaba una vela en el bolsillo, porque podía ser oportuno mirar la expresión del Pirata mientras conversaban. Además, llevaba en una bolsa una galleta redonda de azúcar que Susie Francisco, empleada de una panadería, le había dado a cambio de una fórmula para conquistar el amor de Charlie Guzmán. Charlie era recadista de telégrafos y circulaba en una motocicleta; y Susie tenía una gorra de hombre para ponerse con la visera hacia atrás por si Charlie le invitaba a dar una vuelta en moto. Pilón pensó que el Pirata aceptaría la galleta de azúcar.

La noche era muy oscura. Pilón siguió caminando a lo largo de una estrecha callejuela orillada de solares vacíos y jardines descuidados, invadidos de maleza.

El bulldog fiero de Gálvez salió gruñendo del patio de su amo y Pilón le dedicó cumplidos apaciguadores.

—Bonito perro —le dijo con dulzura—. Precioso perro.

Ambas cosas eran evidentes mentiras que, en definitiva, impresionaron al perro, pues se retiró al patio de Gálvez.

Llegó por fin a la propiedad abandonada donde vivía el Pirata. Y ahora tendría que andarse con tiento, pues era bien sabido que sus perros se convertían en furiosos defensores si sospechaban que alguien proyectaba hacer daño a su dueño. Cuando Pilón entró en el patio, oyó gruñidos profundos y amenazadores dentro del gallinero.

—Pirata —llamó—, soy tu buen amigo Pilón, que viene a hablar contigo.

Hubo un silencio. Los perros dejaron de gruñir.

—Pirata, soy Pilón.

Una voz honda y desabrida le respondió:

—Márchate. Estoy durmiendo. Los perros están durmiendo. Es de noche. Vete a la cama.

—Tengo una vela en el bolsillo —dijo Pilón—. Veremos como si fuera de día en tu casa oscura. También he traído para ti una gran galleta de azúcar.

Un débil arrastrar de pies se oyó en el gallinero.

—Adelante, pues —dijo el Pirata—. Les diré a los perros que no pasa nada.

Conforme se abría paso a través de los hierbajos, alcanzó a oír que el otro hablaba tiernamente a sus perros, explicándoles que sólo era Pilón, que era inofensivo. Pilón se agachó delante del oscuro pasillo, prendió una cerilla y encendió la vela.

El Pirata se había sentado en el suelo sucio, rodeado por los perros. Enrique gruñó de nuevo y hubo que tranquilizarle.

—Este no es tan juicioso como los demás —bromeó el Pirata. Sus ojos tenía la mirada complacida de un niño que se divierte. Al sonreír, sus grandes dientes blancos brillaron a la luz de la bujía.

Pilón le tendió la bolsa.

—Te traigo una rica golosina —dijo.

El Pirata cogió la bolsa y miró dentro; sonrió, encantado, y sacó el dulce. Los perros enseñaron los dientes, se colocaron ante él, movieron las patas y se lamieron las fauces. El Pirata rompió la galleta en siete pedazos. El primero fue para Pilón, que era su huésped.

—Este es para Enrique —enumeró—. Ahora para Fluff. Y este para Señor Alec Thompson.

Cada animal recibió su trozo, lo engulló de un bocado y pidió más. El Pirata comió el último pedazo y enseñó las manos a sus perros.

—Ya veis que no hay más —les dijo. Inmediatamente, los perros se tumbaron.

Pilón se sentó en el suelo y colocó la vela delante de él. El Pirata le examinó tímidamente. Pilón guardaba silencio, dejando que numerosas preguntas acosaran la mente de su interlocutor. Por fin dijo:

—Tienes preocupados a tus amigos.

El asombro empañó la mirada del Pirata.

—¿Yo? ¿A mis amigos? ¿A qué amigos?

Pilón suavizó la voz.

—Tienes muchos amigos que piensan en ti. No vienen a verte porque eres muy orgulloso. Tienen miedo de herir tu orgullo si les dejas ver que vives en este gallinero, vestido con harapos y comiendo la misma basura que tus perros. Pero esos amigos tuyos temen que la mala vida te haga caer enfermo.

El Pirata seguía sus palabras sin resuello, atónito, y su cerebro intentaba asimilar las nuevas cosas que estaba oyendo. No se le ocurrió dudar, puesto que era Pilón quien las decía.

—¿Tengo muchos amigos? —preguntó, maravillado—. Y yo sin enterarme. Y están preocupados por mí. No lo sabía, Pilón. No les hubiera preocupado si llego a saberlo. —Tragó saliva para digerir la emoción—. Ya ves, Pilón, a los perros les gusta vivir aquí. Y a mí me gusta porque les gusta a ellos. No había pensado que mis amigos se preocupasen por mí.

Lágrimas asomaron a los ojos del Pirata.

—Sin embargo —dijo Pilón—, tu modo de vida tiene inquietos a todos tus amigos.

El Pirata miró al suelo y trató de razonar con claridad; como de costumbre, cuando intentaba afrontar un problema, se le nublaba el cerebro y no sacaba en limpio más que un sentimiento de impotencia. Miró a sus perros en busca de protección, pero la jauría había vuelto a dormirse, porque todo aquello no era de su incumbencia. Después dirigió a su visitante una mirada sincera.

—Tienes que decirme lo que debo hacer, Pilón. No entiendo de estas cosas.

Era demasiado fácil. A Pilón le avergonzaba un poco que todo fuera tan fácil. Vaciló; casi desistió de su propósito; pero sabía que si renunciaba se enfadaría consigo mismo.

—Tus amigos son pobres —dijo—. Les gustaría ayudarte, pero no tienen dinero. Si tú tienes dinero escondido, sácalo de su escondrijo. Cómprate algo de ropa. Come cosas que no hayan tirado otras personas. Saca el dinero de tu escondrijo, Pirata.

Pilón había estado mirando intensamente la cara del Pirata mientras le dirigía la palabra. Leyó en sus ojos primero sospecha y después malhumor. Al instante Pilón supo dos cosas con certeza: que el Pirata tenía dinero escondido; y que arrebatárselo no iba a ser fácil empresa. Le complacía esto último. El Pirata se había convertido en un problema táctico de los que Pilón disfrutaba resolviendo.

El Pirata le examinaba de nuevo, y en su mirada, más allá de la astucia, se advertía ahora una ingenuidad premeditada.

—No tengo dinero en ninguna parte —dijo.

—Pero, amigo mío, te he visto ganar un cuarto diario vendiendo tu leña, y nunca te he visto gastarlo.

Esta vez la mente del Pirata acudió en su ayuda.

—Se lo doy a una pobre anciana —dijo—. No tengo dinero en ninguna parte.

Y habló con un tono que cerraba de golpe la puerta del tema.

«Tiene que ser un engaño», pensó Pilón. De modo que aquellos dones que él poseía en alto grado tenían que entrar en juego. Se levantó y alzó la vela.

—Sólo quería decirte lo mucho que se preocupan tus amigos —dijo críticamente—. Si tú no cooperas, no puedo hacer nada por ti.

La dulzura retornó a los ojos del Pirata.

—Diles que estoy sano —suplicó—. Di a mis amigos que vengan a verme. No seré tan orgulloso. Diles que me encantará verles en cualquier momento. ¿Se lo dirás de mi parte, Pilón?

—Se los diré —dijo Pilón bruscamente—. Pero tus amigos no estarán contentos cuando vean que no haces nada por suprimir su inquietud.

Pilón apagó la vela y salió a la oscuridad. Sabía que el Pirata nunca revelaría dónde estaba el tesoro. Había que hallarlo a hurtadillas, arrebatárselo por la fuerza y después proporcionarle todos aquellos beneficios. Era la única forma.

A partir de entonces se dedicó a vigilar al Pirata. Le siguió al bosque cuando iba a cortar madera. Se emboscó de noche fuera del gallinero. Dialogó con él larga y sinceramente, pero no hizo progresos. El tesoro estaba más lejos que nunca. O estaba enterrado en el gallinero o bien escondido en el fondo del bosque y el Pirata solamente iba a verlo por la noche.

Las largas e infructuosas vigilias agotaron la paciencia de Pilón. Sabía que necesitaba ayuda y consejo. ¿Y quién más indicado para dárselos que sus camaradas Danny, Pablo y Jesús María? ¿Quiénes más embaucadores, más sigilosos? ¿Quién sabía ablandarse hasta la amabilidad con mayor destreza?

Pilón se confió a ellos; pero antes les preparó del mismo modo que se había preparado a sí mismo: la pobreza del Pirata, su desamparo, y finalmente… la solución. Cuando llegó a ella, sus amigos ya experimentaban un frenesí filantrópico. Le aplaudieron. Sus caras rezumaban bondad. Pablo opinó que el tesoro bien podía superar los cien dólares.

Cuando su júbilo desembocó en un activo entusiasmo, concibieron planes.

—Tenemos que vigilarle —dijo Pablo.

—Ya le he vigilado yo —arguyó Pilón—. Seguramente sale de noche sigilosamente, y en ese caso no podemos seguirle de muy cerca, pues sus perros le guardan como diablos. No va a ser tan fácil.

—¿Has utilizado todo tipo de argumentos? —preguntó Danny.

—Sí, todos los argumentos.

Al final fue Jesús María, el humanitario, quien dio con la solución.

—Es difícil mientras viva en ese gallinero —dijo—. Pero supongamos que viviera aquí, con nosotros. Nuestra bondad rompería su silencio, o por lo menos sería más sencillo saber dónde va por la noche.

Los amigos reflexionaron mucho sobre esta sugerencia.

—A veces las cosas que le dan en los restaurantes están casi enteras —dijo Pablo, pensativo—. Yo le he visto una vez con un filete del que sólo faltaba un pedazo.

—Debe de tener como doscientos dólares —dijo Pilón.

Danny puso una objeción.

—Los perros —dijo—. Traería a sus perros.

—No son malos —dijo Pilón—. Le obedecen en todo. Puedes trazar una línea en una esquina y decirle: «Que tus perros no salgan de aquí». Se lo dirá y ellos le harán caso.

—Yo le vi una mañana y tenía casi la mitad de un pastel, con un pedacito untado en café —dijo Pablo.

La cuestión se resolvió por sí misma. La casa se constituyó en comité y el comité visitó al Pirata.

Cuando todos entraron, el gallinero se convirtió en un lugar muy concurrido. El Pirata intentó disimular su dicha con una voz ronca.

—Ha hecho mal tiempo —dijo, sociable—. Quizá no lo creáis, pero he encontrado una garrapata tan grande como una paloma en el cuello de Rudolph. —Habló despectivamente de su propia casa, como debe hacer un anfitrión—. Es muy pequeña —dijo—. No es un lugar adecuado para que los amigos vengan a verme. Pero es caliente y confortable, sobre todo para los perros.

Entonces Pilón tomó la palabra. Dijo al Pirata que la preocupación estaba matando a sus amigos; pero que si él iba a vivir con ellos en casa de Danny, entonces volverían a dormir con la conciencia tranquila.

La propuesta sobresaltó grandemente al Pirata. Se miró las manos. Acudió a los perros en busca de consuelo, pero los animales no respondieron a su mirada. Por fin se enjugó con el dorso de la mano las lágrimas de felicidad que manaban de sus ojos, y se secó a su vez la mano en su espesa barba negra.

—¿Y los perros? —preguntó suavemente—. ¿También vendrán los perros? ¿Sois amigos de los perros?

Pilón asintió.

—Sí, también ellos. Tendrán a su disposición toda una esquina.

El Pirata era un hombre muy orgulloso. Tenía miedo de no comportarse bien.

—Ahora marchaos —imploró—. Id a casa. Yo iré mañana.

Sus amigos sabían cómo se sentía. Salieron a gatas por la puerta y le dejaron solo.

—El muchacho será feliz con nosotros —dijo Jesús María.

—Pobre hombrecillo solo —añadió Danny—. Si lo hubiera sabido, le habría invitado hace mucho tiempo, aunque no tuviera ese tesoro.

Una llamarada de júbilo ardía en el interior de los amigos.

Pronto iniciaron la nueva relación. Con un pedazo de tiza azul, Danny dibujó un segmento de círculo que encerraba una esquina del cuarto de estar: era el lugar asignado a los perros siempre que estuvieran en la casa. El Pirata dormía con ellos en la misma esquina.

La vivienda empezaba a estar algo atestada, con cinco hombres y cinco perros; pero desde el principio Danny y sus amigos se percataron de que la invitación al Pirata había sido inspirada por el inquieto y extenuado ángel que guardaba sus destinos y les protegía del mal.

Todas las mañanas, mucho antes de que sus amigos se hubieran despertado, el Pirata se levantaba de su esquina y rondaba, acompañado de sus perros, los restaurantes y los embarcaderos. Era una de esas personas que despierta la bondad del prójimo. Sus recolecciones eran cada vez más grandes. Los paisanos recibían los dones de su liberalidad y hacían uso de ellos: pescado fresco, mitades de pasteles, barras intactas de pan duro y carne que perdía el color verde con ayuda de un poco de soda. Empezaban a vivir como es debido.

Y la aceptación de sus ofrendas conmovió al Pirata mucho más que cualquier cosa que hubieran hecho por él. Había en sus ojos un brillo de idolatría cuando les veía comer los alimentos que les aportaba.

De noche, cuando se sentaban en torno a la cocina y comentaban las cosas de Tortilla Flat con la voz perezosa de dioses cebados, los ojos del Pirata viajaban de una boca a otra, y sus propios labios se movían susurrando las palabras que los otros pronunciaban. Los perros, celosos, se apretujaban en derredor de su amo.

Eran sus amigos, se decía a sí mismo por las noches, cuando la casa estaba ya a oscuras y sus cinco guardianes, pegados a él, le abrigaban para estar todos calientes. Aquellos hombres le amaban hasta el punto de que no querían dejarle vivir solo. El Pirata tenía que repetírselo a menudo, porque el hecho para él era asombroso, una cosa increíble. Su carreta ahora estaba en el patio de Danny, y todos los días cortaba madera y la vendía. Pero tenía tal temor de perderse alguna palabra de las que sus amigos decían de noche, tenía tanto miedo de no estar presente para absorber el raudal de su cálido compañerismo, que durante varios días no visitó su tesoro para incrementarlo con las nuevas monedas.

Sus anfitriones eran amables con él. Le trataban con dulce cortesía; pero siempre había un ojo vigilante que no le perdía de vista. Cuando transportaba su carreta a los bosques, uno de los amigos caminaba a su lado y se sentaba en un leño mientras él trabajaba. Cuando iba al barranco, último quehacer de la jornada, Danny, Pablo, Pilón o Jesús María le hacían compañía. Y a la noche tendría que haber sido muy sigiloso para deslizarse fuera sin que una sombra le siguiera los pasos.

Durante una semana los amigos se limitaron a vigilar al Pirata. Finalmente la inactividad les fatigó. La acción directa estaba descartada, desde luego. Así pues, una noche salió a relucir el tema de la conveniencia de esconder el dinero propio.

Pilón abrió la charla.

—Yo tenía un tío, un auténtico avaro, que escondía su oro en los bosques. Una vez fue a buscarlo y había desaparecido. Alguien lo había descubierto y se lo había robado. Por entonces ya era un hombre viejo, y al perder todo su dinero se ahorcó.

Pilón advirtió con cierta satisfacción la mirada aprensiva que brotaba del rostro del Pirata.

Danny también lo notó, y dijo a continuación:

—El viejo, mi abuelo, el dueño de esta casa, también enterraba el dinero. No sé cuánto tenía, pero tenía fama de ser hombre rico, así que debía de tener tres o cuatrocientos dólares. El viejo cavó un hoyo profundo y metió allí su dinero. Luego lo tapó y esparció por encima agujas de pino hasta que pensó que nadie sabría lo que había hecho. Pero cuando volvió, el hoyo estaba abierto y no estaba el dinero.

Los labios del Pirata seguían las palabras. En su rostro había una expresión de terror. Sus dedos escarbaban el pelo del cuello de Señor Alee Thompson. Los amigos intercambiaron miradas y abandonaron el tema de momento. Empezaron a hablar de la vida amorosa de Cornelia Ruiz.

Esa noche el Pirata se deslizó a hurtadillas fuera de la casa, y los perros salieron sigilosos en pos de su amo, y Pilón siguió en silencio los pasos de todos ellos. El Pirata se adentró velozmente en el bosque, saltando con paso seguro por encima de malezas y maderos. Pilón le seguía con dificultad. Al cabo de dos millas estaba jadeante y lleno de rasguños por causa de las zarzas. Hizo una pausa para descansar; luego reparó en que ya no se oía ningún sonido delante. Esperó, aguzó el oído e inspeccionó el paraje, pero el Pirata había desaparecido.

Dos horas más tarde, Pilón regresó lenta y fatigosamente. El Pirata estaba ya en casa, dormido en medio de sus perros. Los animales levantaron la cabeza cuando Pilón entraba, y por un momento le pareció que sonreían sarcásticamente.

A la mañana siguiente, tuvo lugar una deliberación en el barranco.

—No es posible seguirle —informó Pilón—. Se esfumó. Ve en la oscuridad. Conoce cada árbol del bosque. Tenemos que encontrar otra manera.

—Quizás uno no sea suficiente —indicó Pablo—. Si todos le siguiéramos, seguramente alguno no perdería su pista.

—Volveremos a hablar esta noche —dijo Jesús María—. Una señora que conozco va a darme algo de vino —añadió modestamente—. Tal vez si el Pirata tiene vino dentro no desaparezca tan fácilmente.

Quedó convenido. La amiga de Jesús María le dio un galón de vino. ¿Qué podría compararse al placer que esa noche experimentó el Pirata, cuando le pusieron en la mano un tarro de frutas colmado de vino y, sentado con los otros, dio sorbos de alcohol y escuchó la charla? Rara vez su vida había conocido tanto gozo. Anheló poder estrechar contra su pecho a amigos tan queridos y decirles cuánto les amaba. Pero no podía hacerlo, porque los demás acaso pensaran que estaba borracho. Ojalá pudiera realizar alguna proeza para mostrarles su amor.

—Ayer por la noche hablamos de enterrar dinero —dijo Pilón—. Hoy me acuerdo de un primo mío, un hombre muy listo. Si hay en el mundo una persona capaz de enterrar su dinero donde nadie pueda hallarlo, esa persona era él. Así que cogió su dinero y lo escondió. Quizá le hayáis visto: es ese hombrecillo que se arrastra por el muelle mendigando pescado para hacerse una sopa. Ese hombre es mi primo. Alguien le robó su dinero enterrado.

La inquietud retornó a la cara del Pirata.

Una historia siguió a otra, y en cada una de ellas toda clase de desgracias acechaban los pasos de quienes escondían su dinero.

—Más vale guardarlo cerca, gastar un poco de vez en cuando, dar a los amigos una parte —concluyó Danny.

Habían observado fijamente la reacción del Pirata, y en la mitad de la historia vieron que de su cara huía la pesadumbre, y una sonrisa de alivio la sustituía. Dio un trago de vino y sus ojos brillaron de júbilo.

Los amigos se desesperaron. Todos sus planes habían fracasado. Les venció el desaliento. Tanta bondad y caridad no rendía el menor fruto. De algún modo, el Pirata rechazaba indemne todo el bien que habían intentado transmitirle. Terminaron el vino y se fueron taciturnos a la cama.

Pocas cosas podían suceder de noche sin que Pilón se percatara. Sus oídos continuaban abiertos mientras los demás dormían. Captó la cautelosa huida del Pirata y sus perros. Dio un brinco para despertar a sus amigos; y al instante los cuatro seguían al fugitivo en dirección al bosque. Estaba muy oscuro cuando entraron en él. Chocaron contra árboles, tropezaron con zarzas, pero durante largo tiempo oyeron la marcha del Pirata por delante de ellos. Le siguieron hasta donde Pilón le había seguido la noche anterior, y entonces, de repente, se hizo el silencio, el bosque susurró y sopló un vago viento nocturno. Rastrearon el bosque y los senderos por entre matorrales, pero el Pirata se había evaporado.

Por fin, vencidos por el frío y el desconsuelo, iniciaron, agotados, el regreso a Monterrey. Amaneció antes de que llegaran. El sol ya brillaba en la bahía. El humo de las hogueras matutinas se elevó ante ellos al entrar en la ciudad.

El Pirata salió al pórtico a recibirles, y estaba feliz. Cruzaron ante él, malhumorados, y entraron en fila en el cuarto de estar. Encima de la mesa descansaba una gran bolsa de lona.

El Pirata entró tras ellos.

—Te mentí, Pilón —dijo—. Te dije que no tenía dinero porque estaba asustado. En aquel momento yo no sabía lo de mis amigos. Has dicho que muchas veces roban el dinero escondido, y he vuelto a tener miedo. Hasta ayer por la noche no se me ocurrió la idea. Mi dinero estará a salvo con mis amigos. Nadie podrá robármelo si mis amigos lo guardan.

Los cuatro le miraron fijamente, horrorizados.

—Llévatelo al bosque y escóndelo —dijo Danny, ferozmente—. No queremos custodiarlo.

—No —dijo el Pirata—. No me sentiré seguro si lo escondo. Pero seré feliz sabiendo que mis amigos lo guardan. No me creeréis, pero las dos últimas noches alguien me siguió en el bosque para quitarme el dinero.

El golpe fue tan terrible que Pilón, hombre inteligente, trató de esquivarlo.

—Antes de poner el dinero en nuestras manos —dijo, zalamero—, quizá te gustaría retirar una parte.

El Pirata denegó con la cabeza.

—No. No puedo hacerlo. Lo he prometido. Tengo casi mil monedas de un cuarto. Cuando llegue a mil compraré un candelero de oro para San Francisco de Asís. Una vez tuve un lindo perro y se me puso enfermo. Y prometí un candelero de oro de mil días si se curaba. Y —extendió sus manazas— el animal se curó.

—¿Es uno de estos? —preguntó Pilón.

—No —dijo el Pirata—. Un camión le atropello poco después.

Así que se esfumaba toda esperanza de hurtar el dinero. Danny y Pablo, hoscos, alzaron la pesada bolsa de monedas de plata, la llevaron a la otra habitación y la colocaron bajo la almohada del lecho de Danny. Al correr el tiempo, habría de procurarles cierto placer la idea de que aquel dinero descansaba debajo de la almohada, pero ahora experimentaban el amargor de la derrota. No podían hacer nada en absoluto. La oportunidad había llegado y se había ido.

De pie ante ellos, el Pirata vertió lágrimas de felicidad, porque había demostrado el amor que sentía por sus amigos.

—Pensar que todos estos años —dijo— he vivido en aquel gallinero sin conocer ningún instante agradable. Pero ahora —agregó—, oh, ahora soy muy feliz.