De cómo la contrición de tres pecadores les devolvió la paz, y de cómo los amigos de Danny se juraron camaradería.
Cuando el sol estaba a la altura de los pinos y la tierra se hallaba caliente y el rocío nocturno se secaba en las hojas de geranio, Danny salió al pórtico a sentarse al sol y meditar placenteramente sobre ciertos sucesos. Se quitó los zapatos y paseó los dedos de los pies por las cálidas maderas del porche. Había ido temprano a contemplar el cuadrado de cenizas negras y cañerías retorcidas en que se había convertido su otra heredad. Había dado rienda suelta a una rabieta convencional contra sus amigos negligentes y se había lamentado brevemente de ese carácter transitorio de los bienes terrenales que hace más preciados los espirituales. Había cavilado sobre la pérdida de su condición de propietario con una vivienda en alquiler; y, una vez satisfecho y cancelado todo aquel desorden de sentimientos necesarios y decentes, había cedido finalmente a su emoción más auténtica: la de alivio por verse al menos libre de uno de sus fardos.
«Si todavía la tuviera, estaría ávido de renta —pensó—. Mis amigos se comportaban de un modo frío conmigo porque me debían dinero. Ahora seremos de nuevo libres y felices».
Pero Danny no ignoraba que tendría que disciplinar un poco a sus amigos; de lo contrario le considerarían blando. Por lo tanto, mientras sentado en el pórtico espantaba a las moscas con un ademán de las manos que, más que amenaza, suponía una advertencia para ellas, se puso a pensar en las cosas que tenía que decir a sus amigos antes de readmitirles en el corral de su afecto. Tenía que demostrarles que no era hombre de quien fuese fácil aprovecharse. Pero anhelaba que todo acabase, ansiaba volver a ser el Danny a quien todos querían, el amigo a quien la gente buscaba para compartir un galón de vino o un pedazo de carne. Al ser dueño de dos casas le consideraban rico, y se había perdido gran cantidad de delicias.
Pilón, Pablo y Jesús María Corcoran durmieron largo tiempo sobre las agujas de pino del bosque. La noche había sido terriblemente agitada y estaban cansados. Pero, finalmente el sol fustigaba su rostro con el ardor del mediodía, las hormigas paseaban sobre ellos y dos cotorras azules posadas en el suelo, cerca de los tres amigos, les llamaban toda suerte de nombres ofensivos.
Sin embargo, lo que interrumpió su sueño fue un grupo de excursionistas que se instalaron al otro lado de los matorrales y abrieron un gran cesto de comida cuyo aroma viajó hasta el olfato de Pilón, Pablo y Jesús María. Se despertaron; se sentaron; y en ese momento cobraron conciencia de su atroz situación.
—¿Cómo empezó el fuego? —preguntó Pablo quejumbrosamente, y ninguno lo sabía.
—Quizá sea mejor que nos vayamos a otra ciudad por una temporada —dijo Jesús María—. A Watsonville o Salinas. Son ciudades bonitas.
Pilón sacó del bolsillo el sujetador y acarició con los dedos su suavidad rosácea. Lo alzó a la luz del sol y miró a través de la tela.
—Sólo serviría para retrasar las cosas —decidió—. Yo creo que más valdría ir a ver a Danny y confesar nuestra culpa, como niños a su padre. Entonces no podrá decirnos nada sin sentirse culpable. Y además, ¿no tenemos un regalo para la señora Morales?
Sus amigos asintieron. Los ojos de Pilón erraron por la espesa maleza hasta los excursionistas, y en especial hasta aquella enorme cesta de donde brotaba el olor penetrante de los huevos sazonados con mucho picante. Su nariz se arrugó un poquito, como el hocico de un conejo. Sonrió, con plácido ensueño.
—Voy a dar un paseo, amigos míos. Dentro de un momento os veré en la cantera. No traigáis la cesta si podéis evitarlo.
Vieron tristemente cómo se levantaba y se iba alejando, a través de los árboles, en una dirección que hacía ángulo recto con el picnic y la cesta. Pablo y Jesús María no se sorprendieron, minutos más tarde, de que un perro ladrara y un gallo cantara y de que se oyese una risa estridente, el gruñido de un gato salvaje, un breve aullido y un grito en demanda de auxilio; pero los excursionistas, en cambio, se quedaron asombrados, fascinados. Dos hombres y dos mujeres abandonaron la cesta y se fueron corriendo hacia aquellos versátiles sonidos.
Pablo y Jesús María obedecieron las consignas de Pilón. No cogieron la cesta de comida, pero sus camisas y sombreros ostentaron a partir de entonces perennes manchas de huevo.
A eso de las tres en punto, los tres penitentes se acercaron lentamente a la casa de Danny. Transportaban en los brazos ofrendas de reconciliación: naranjas, plátanos, manzanas, botes de aceitunas y escabeche, bocadillos de huevo y de jamón prensado, botellas de gaseosa, un envase de cartón con ensalada de patatas y un ejemplar del Saturday Eyening Post.
Danny les vio llegar, se incorporó y trató de recordar las cosas que tenía que decirles. Ellos se pusieron en fila en su presencia y agacharon la cabeza.
—Perros de perros —les llamó Danny—. Ladrones de casas de gente decente. Huevos de jibia.
Calificó de vacas a sus respectivas madres y de antiguas ovejas a sus padres.
Pilón abrió la bolsa que llevaba y enseñó los bocadillos de jamón. Y Danny les dijo que ya no le inspiraban confianza, que su fe en ellos había sido traicionada y su amistad pisoteada. Para entonces empezaba a tener problemas de memoria, pues Pablo había sacado del pecho un par de huevos. Pero Danny se remontó a la generación anterior de antepasados y criticó la virtud de sus mujeres y la potencia sexual de sus hombres.
Pilón sacó del bolsillo el sujetador rosa y, apáticamente, dejó que se columpiara entre sus dedos.
Entonces Danny se olvidó de todo. Se sentó en el pórtico; sus amigos le imitaron y empezaron a abrir los paquetes. Comieron hasta sentir malestar. Una hora después, cómodamente reclinados en el pórtico, sin apenas prestar atención a otra cosa que a la digestión, Danny preguntó en tono indiferente, como si estuviera hablando de un asunto remoto:
—¿Cómo empezó el fuego?
—No lo sabemos —explicó Pilón—. Fuimos a dormir y después empezó. Quizá tenemos enemigos.
—Quizá —dijo Pablo devotamente—, quizá Dios movió un dedo.
—¿Quién puede decir la causa de que Dios actúe como lo hace? —sentenció Jesús María.
Cuando Pilón le tendió el sujetador y le explicó que era un obsequio para la señora Morales, Danny dio muestras de reserva. Examinó la prenda con cierto escepticismo. Creyó que sus amigos pretendían adular a su vecina.
—No hay que hacer regalos a las mujeres —dijo finalmente—. Muchas veces ocurre que estamos atados a una mujer por las medias de seda que le regalamos.
No podía revelar a sus amigos que sus relaciones con la señora Morales se habían enfriado desde que era propietario de una sola casa; ni podía, por atención a su amante, describir el placer que le inspiraba aquella frialdad.
—Voy a guardar esta cosita —dijo—. Algún día puede ser de utilidad para alguien.
Al llegar la tarde, cuando oscureció, entraron en la casa y encendieron un fuego con piñas en la estufa. En prueba de clemencia, Danny sacó un cuarto de grappa y lo degustó con sus amigos.
Iniciaban sin asperezas una nueva vida.
—Pobre señora Morales: se le han muerto todas las gallinas —comentó Pilón.
Ni siquiera aquello era una traba para la felicidad.
—Va a comprar el lunes dos docenas más —dijo Danny.
Pilón sonrió, satisfecho.
—Las que tenía la señora Soto no eran buenas —dijo—. Le dije que necesitaban conchas de ostra, pero ella no me hizo caso.
Terminaron el cuarto de licor, que fue suficiente para suscitar la dulzura del compañerismo.
—Es bueno tener amigos —dijo Danny—. Qué solo se está en el mundo sin un amigo con el que sentarse y compartir la bebida.
—O los bocadillos —agregó Pilón rápidamente.
Pablo no había vencido del todo sus remordimientos, pues sospechaba el verdadero estado de la política celestial que había provocado la destrucción de la casa.
—Hay pocos amigos como tú en el mundo, Danny. No todos poseen un consuelo tan grande.
Antes de que Danny se rindiera por completo al amor de sus amigos, les hizo una advertencia.
—No quiero ver a ninguno metido en mi cama. Eso es algo que me reservo para mí solo.
Aunque nadie había hablado de ello, los cuatro sabían que iban a vivir en la casa de Danny.
Pilón dio un suspiro de placer. Se había acabado la inquietud del alquiler; terminada la responsabilidad de las deudas. Ya no era inquilino, sino huésped. Agradeció mentalmente el incendio de la otra casa.
—Seremos felices aquí, Danny —dijo—. De noche nos sentaremos junto al fuego y nuestros amigos vendrán a visitarnos. Y a veces quizá tengamos un vaso de vino para brindar por nuestra amistad.
Entonces Jesús María, en un arranque de agradecimiento, formuló una promesa temeraria. Fue culpa del grappa, de la noche del incendio y de todos los huevos que había comido. Estimó que había recibido grandes dones y quiso conceder uno.
—Será nuestra responsabilidad y nuestro deber que en esta casa nunca falte comida para Danny —declaró—. Nuestro amigo nunca pasará hambre.
Pilón y Pablo le miraron con alarma, pero la cosa ya estaba consumada; una promesa generosa y bella. Ningún hombre podría destruirla impunemente. Incluso Jesús María comprendió, después de haberla hecho, la magnitud de su declaración. Sólo cabía confiar en que Danny la olvidase.
«Porque si hay que cumplir esa promesa —se dijo Pilón para sus adentros—, será peor que la renta. Será una esclavitud».
—¡Lo juramos, Danny! —dijo.
Se sentaron en torno a la cocina con lágrimas en los ojos, y el amor que cada cual sentía por los otros era casi insoportable.
Pablo se limpió los ojos con el dorso de la mano y repitió la observación de Pilón:
—Seremos muy dichosos viviendo aquí.