5

De cómo San Francisco alteró las cosas e impuso un leve castigo a Pilón, Pablo y Jesús María.

La tarde llegó tan imperceptiblemente como la edad sorprende a un hombre feliz. La luz del sol adquirió una ligera tonalidad áurea. La bahía se volvió más azul y rizada, con ondulaciones del viento costero. Los pescadores solitarios que creían que los peces pican en la marea alta se marcharon de las rocas, y otros convencidos de que pican cuando la marea baja ocuparon sus puestos.

A las tres en punto el viento cambió de dirección y sopló suavemente desde el mar, trayendo toda suerte de agradables olores de algas marinas. Los hombres que remendaban redes en los solares vacíos de Monterrey posaron las agujas y liaron cigarrillos. Señoras gordas en cuyos ojos se leía el hastío y la sabiduría que tan a menudo se advierte en la mirada de los puercos, rodaban por las calles de la ciudad en automóviles de excesiva potencia, camino del té y del gin-fizz en el hotel Del Monte. En Alvarado Street, Hugo Machador, el sastre, puso un letrero en la puerta de su tienda, «vuelvo dentro de cinco minutos», y se marchó a casa hasta el día siguiente. Los pinos se mecían lenta, voluptuosamente. Las gallinas de cien gallineros se quejaban con voz plácida de su mala suerte.

Sentados en el patio de Torrelli, bajo el rosal rosáceo de Castilla, Pilón y Pablo bebían vino sosegadamente, dejando que la tarde cayese sobre ellos tan despacio como el cabello crece.

—Menos mal que no le llevamos a Danny dos galones de vino —dijo Pilón—. No sabe controlarse cuando bebe.

Pablo asintió.

—Danny tiene un aspecto saludable —dijo—, pero es como esa gente de la que oyes que se muere de un día para otro. Mira Rudolfo Kelling. Fíjate en Angelina Vázquez.

El realismo de Pilón afloró poco a poco a la superficie.

—Rudolfo cayó en una cantera que hay arriba de Pacific Grove —observó con indulgente reproche—. Angelina comió una lata de pescado en malas condiciones. Pero —prosiguió amablemente— ya sé lo que quieres decir. Y cantidad de gente muere por abusar del alcohol.

Todo Monterrey empezaba a hacer preparativos graduales e instintivos para aquella noche. La señora Gutiérrez añadió pequeños chiles a la salsa de enchilada. Rupert Hogan, el comerciante de licores, añadió agua a su ginebra y la puso aparte para servirla después de medianoche. Y esparció un poco de pimienta en el whisky que vendería a primeras horas de la noche. En el salón de baile El Paseo, Bullet Rosendale abrió una caja de galletas saladas y las dispuso en forma de tosca cinta parda sobre los platos de invitación. La droguería Palace enrolló sus toldos. Un grupito de hombres que había pasado la tarde delante de la oficina de correos saludando a sus amigos, se encaminó hacia la estación para ver la llegada del expreso Del Monte procedente de San Francisco. Las gaviotas, saciadas, alzaron el vuelo de las playas de fábricas conserveras y surcaron el cielo hacia las rocas. Filas de pelícanos martilleaban obstinadamente el agua allí donde habían ido a pasar la noche. En los barcos de pesca provistos de jábegas, los italianos plegaban las redes sobre los grandes rodillos. La menuda señorita Alma Álvarez, de noventa años, llevó su diario racimo de geranios rosas a la Virgen de la iglesia de San Carlos, en la muralla exterior. En el pueblo vecino y metodista de Pacific Grove, la WCTU se reunió a la hora del té para dialogar, y escuchó a una mujer pequeña que describía con energía y colorido el vicio y la prostitución de Monterrey. En su opinión, un comité debía visitar los centros para ver exactamente cuáles eran las terribles condiciones reales. Habían estudiado la situación muy a menudo y necesitaban nuevos detalles.

El sol avanzaba hacia poniente y cobró un rubor naranja. Bajo el rosal del patio de Torrelli, Pilón y Pablo concluían el primer galón de vino. Torrelli salió de casa y cruzó el patio sin ver a sus muy antiguos parroquianos. Esperaron hasta que se perdió de vista camino de Monterrey; después entraron en la casa y con perfecto conocimiento de su arte engatusaron la cena a la señora Torrelli. Le dieron palmaditas en las nalgas, le llamaron «Pato de mantequilla», y se tomaron unas pocas y amables libertades con su persona; al final la dejaron, halagada y ligeramente despeinada.

Ya había atardecido en Monterrey y se encendieron las luces. Las ventanas difundían un débil resplandor. El letrero luminoso del cine de la ciudad empezó a anunciar una y otra vez: Hijos del infierno, hijos del infierno. Un reducido pero fanático grupo de pescadores que creían que los peces pican de noche ocuparon su sitio en las frías rocas. Un poco de niebla circuló por las calles y se cernió sobre las chimeneas, y un delicioso olor de pino quemado perfumó el aire.

Pablo y Pilón volvieron al rosal y se sentaron en el suelo, pero ya no estaban tan contentos como antes.

—Hace fresco aquí —dijo Pilón, y dio un trago de vino para calentarse.

—Deberíamos ir a nuestra casa; allí hace calor —dijo Pablo.

—Pero no hay leña en la cocina.

—Bueno —dijo Pablo—, guarda el vino y espérame en la esquina de la calle.

Y Pilón lo hizo durante una media hora. Aguardó pacientemente, porque no ignoraba que hay ciertas cosas que ni siquiera los amigos de uno pueden evitar. Mientras esperaba, vigilaba con mirada atenta la calle por donde Torrelli había ido, pues el italiano era un hombre contundente que consideraba toda explicación inaceptable, por muy atentamente que se analizase y muy bellamente que se formulara. Además, Torrelli conservaba —y Pilón lo sabía— el ideal latino exagerado y totalmente quijotesco de las relaciones maritales. Pero Pilón vigilaba en vano. Ningún Torrelli volvió brutalmente a casa. Al cabo de un rato Pablo se reunió con él, y Pilón observó, contento y admirado, que su compañero transportaba una brazada de maderos de pino que habían volado de la leñera de Torrelli.

Pablo no hizo comentarios sobre su aventura hasta que llegaron al hogar. Luego enunció palabras similares a las que había dicho Danny:

—Una mujer vivaracha, el «Pato de mantequilla».

Pilón asintió en la oscuridad y habló con tranquila filosofía.

—Rara vez se encuentra todo en un solo mercado: vino, alimento, amor y leña. Tenemos que acordarnos de Torrelli, amigo mío. Hay que conocerle. Tenemos que hacerle un regalo de vez en cuando.

Pilón encendió un fuego crepitante en la cocina de hierro colado. Los dos amigos acercaron sus sillas y pusieron al calor sus tarros de frutas para calentar un poco el vino. Aquella noche el fuego era sagrado, pues Pablo había comprado una vela para San Francisco. Algo había distraído su atención antes de que hubiera consumado su piadoso proyecto. La velita de cera ya ardía hermosamente en la concha de una oreja de mar; las sombras de Pablo y Pilón danzaban en la pared.

—Me gustaría saber adónde ha ido Jesús María —comentó Pilón.

—Prometió que volvería cuanto antes —dijo Pablo—. No sé si es hombre en quien se pueda confiar.

—Quizá le ha ocurrido algo que le haya entretenido, Pablo. Con esa barba rojiza y su corazón amable, Jesús María casi siempre está metido en líos con mujeres.

—Tiene un cerebro de saltamontes —dijo Pablo—. Canta y juega y salta. No es un hombre serio.

No tuvieron que esperar mucho tiempo. Apenas habían empezado su segundo tarro de vino cuando apareció Jesús María. Se agarró a ambos lados de la puerta para sostenerse. Tenía la camisa desgarrada y la cara ensangrentada. Uno de sus ojos presentaba un aspecto negro e inquietante a la luz saltarina de la vela.

Pablo y Pilón corrieron hacia él.

—¡Amigo nuestro! Está herido. Se ha caído por el acantilado. ¡Le ha pillado un tren!

No había en sus palabras la más mínima intención satírica, pero Jesús María lo tomó por la forma más cruel de sátira. Les miró airadamente con el único ojo que todavía conservaba la facultad de hacerlo.

—Vuestras madres eran vacas sin tetas —declaró.

Se apartaron de él, horrorizados por la vulgaridad de su injuria.

—Nuestro amigo está delirando.

—Se le ha averiado un tornillo.

—Dale un poco de vino, Pablo.

Jesús María, taciturno, se sentó junto al fuego y acarició su tarro de frutas, mientras los otros dos aguardaban pacientemente a que relatase su tragedia. Pero Jesús María parecía decidido a no soltar prenda. Aunque Pilón se aclaró varias veces la garganta y aunque Pablo miró al amigo herido con comprensión y simpatía, Jesús María, hosco, miraba fijamente al fuego, al vino y a la vela bendecida, hasta que al final su descortés reticencia suscitó en Pilón una actitud igualmente brusca. Más tarde no vio otro modo de hacerlo.

—¿Otra vez esos soldados? —preguntó.

—Sí —gruñó Jesús María—. Esta vez vinieron demasiado pronto.

—Han tenido que ser veinte para ponerte así —comentó Pablo, para elevar la moral de su amigo—. Todo el mundo sabe que eres peligroso peleando.

Jesús María pareció algo más contento.

—Fueron cuatro —dijo—. Arabella Gross también les ayudó. Me pegó en la cabeza con una piedra.

Pilón sintió que le invadía una oleada de cólera.

—No voy a recordarte ahora —dijo seriamente— que tus amigos ya te pusieron en guardia contra esa palurda.

Se preguntó si en efecto había advertido a Jesús María, y creyó recordar que sí lo había hecho.

—Esas chicas blancas y baratas son viciosas, amigo —terció Pablo—. Pero ¿le has regalado esa cosita que se ponen en el pecho?

Jesús María buscó en el bolsillo y sacó un arrugado sostén de rayón rosa.

—Aún no era el momento —dijo—. Estaba a punto de hacerlo; además, todavía no habíamos entrado en el bosque.

Pilón aspiró hondo y movió la cabeza, pero no sin una cierta tolerancia triste.

—¿Has estado bebiendo whisky?

Jesús María asintió.

—¿De dónde lo has sacado?

—De los soldados —dijo Jesús María—. Lo tenían debajo de una alcantarilla. Arabella conocía el escondrijo y me lo dijo. Pero los soldados nos vieron con la botella.

La historia fue cobrando forma poco a poco. A Pilón le gustaba así. Un relato lo perdía todo si se contaba rápidamente. El secreto de una buena historia consiste en las cosas a medio decir que el oyente completa con su propia experiencia. Cogió el sujetador rosa de las rodillas de Jesús María y pasó por él los dedos mientras su mirada se volvía pensativa. Un momento después sus ojos brillaron con una alegre luz.

—Ya sé —dijo—. Se lo daremos a Danny para que se lo regale a la señora Morales.

Todos aplaudieron la idea excepto Jesús María, que se vio derrotado por mayoría numérica. Con una delicada comprensión de la derrota, Pablo le llenó de vino el tarro de frutas.

Al cabo de poco tiempo, los tres hombres empezaron a sonreír. Pilón contó una historia muy divertida de una cosa que le había sucedido a su padre. El buen humor reinó de nuevo. Cantaron. Jesús María bailó arrastrando los pies para demostrar que no estaba malherido. Disminuía en el tarro el nivel del vino, pero antes de acabarlo los tres amigos sucumbieron al sueño. Pilón y Pablo se marcharon a la cama, y Jesús María se tumbó confortablemente en el suelo, al lado de la cocina.

El fuego se extinguió. Los profundos sonidos del sueño llenaban la casa. En la habitación delantera sólo se movía una cosa. Como una punta de lanza, la llama de la vela bendecida subía y bajaba con increíble rapidez.

Más tarde, aquella velita proporcionaría muchas reflexiones éticas a Pilón, Pablo y Jesús María. Una simple varilla de cera con una mecha que la atraviesa entera. Diríamos que tal objeto obedece únicamente a ciertas leyes físicas. Afirmaríamos que su conducta está determinada por ciertos principios de calor y combustión. Se enciende la mecha; la cera prende y detiene la llama; la vela arde cierto número de horas; se apaga y eso es todo. Se ha acabado el ciclo. Poco tiempo después se olvida la vela y después, por supuesto, jamás ha existido.

¿Hemos olvidado que la vela estaba bendecida? ¿Que en un momento de consciencia o tal vez de pura exaltación religiosa, Pablo se la había ofrendado a San Francisco? He aquí el principio que rescata a la vela del dominio de la física.

La vela apuntaba con su lanza de luz hacia el cielo, como un artista que se consume a sí mismo para volverse divino. La cera se acortaba, se acortaba. Un viento se alzó fuera y se coló por las rendijas de las paredes. La vela cayó de costado. Un calendario sedoso, que ostentaba el rostro de una hermosa muchacha emergiendo del corazón de una rosa «Belleza Americana», flotaba a poca distancia de la pared. Cayó sobre la punta de la llama. El fuego lamió la seda y se elevó hacia el techo. Un trozo suelto del empapelado se prendió y cayó en llamas sobre un montón de periódicos.

En el cielo, mártires y santos contemplaban la escena con rostro inmóvil, implacable. La vela estaba bendecida. Era propiedad de San Francisco. Aquella noche, la vela ofrendada al santo llegaría a hacerse enorme.

Si fuera posible juzgar la profundidad del sueño, podría afirmarse con justicia que Pablo, cuya culpable acción era responsable del incendio, dormía aún más profundamente que sus compañeros. Pero como carecemos de medida, sólo podemos decir que dormía un sueño muy, muy profundo.

Las llamas treparon por las paredes, hallaron agujeritos en el techo y se asomaron a la noche. El rugido del fuego inundó la casa. Jesús María se removió incómodo en la cama y comenzó, en sueños, a quitarse el abrigo. Una llameante astilla cayó sobre su cara. Dio un brinco, gritando, y se quedó sobresaltado ante el incendio devorador que descubrió en torno.

—¡Pilón! —aulló—. ¡Pablo!

Corrió a la otra habitación, sacó a sus amigos de la cama y les empujó fuera de la casa. Pilón todavía sujetaba entre los dedos el sostén rosa.

Se quedaron delante de la vivienda incendiada y miraron la puerta que era pasto de las llamas. Alcanzaron a ver el tarro encima de la mesa, con dos dedos largos de líquido dentro.

Pilón intuyó que Jesús María incubaba un temerario heroísmo.

—No lo hagas —gritó—. Debe perderse en fuego como castigo por haberlo olvidado.

Percibieron el aullido de las sirenas y el bramido de los camiones que subían la colina en segunda velocidad. Eran los bomberos de Monterrey. Los grandes vehículos rojos se aproximaron, y sus reflectores alumbraban los troncos de pino.

Pilón se volvió velozmente hacia Jesús María.

—Corre y dile a Danny que su casa está ardiendo. Date prisa, Jesús.

—¿Por qué no vas tú?

—Escucha —dijo Pilón—. Danny no sabe que tú también alquilas su casa. Puede enfadarse un poco con Pablo y conmigo.

Jesús María captó la lógica del argumento y fue corriendo a la casa de Danny. La casa estaba oscura.

—Danny —gritó—. Danny, ¡tu casa está ardiendo!

No hubo respuesta.

—¡Danny! —llamó de nuevo.

Una ventana se abrió en la vivienda contigua de la señora Morales. Danny parecía irritado.

—¿Qué demonios quieres?

—Tu otra casa está ardiendo. Esa donde viven Pablo y Pilón.

Danny tardó un momento en contestar. Luego preguntó:

—¿Están los bomberos?

—Sí —dijo Jesús María.

En aquel momento todo el cielo estaba ya iluminado. Se oía el crujido de la madera abrasada.

—Bueno —dijo Danny—, si los bomberos no pueden hacer nada, ¿qué espera Pilón que haga yo?

Jesús María oyó que la ventana se cerraba de golpe; dio media vuelta y regresó al trote al lugar del incendio. Era un mal momento para avisar a Danny, lo sabía, pero ¿cómo podrían explicárselo luego? Si Danny no se hubiera enterado del incendio, posiblemente se habría enfadado. En definitiva, Jesús María estaba contento de haberle dado la noticia del desastre. Ahora la responsabilidad recaía sobre la señora Morales.

Era una casa pequeña, expuesta a muchas corrientes, y las paredes estaban perfectamente secas. Tal vez desde que la vieja Chinatown había ardido no había vuelto a verse un incendio tan veloz y voraz. Los miembros del cuerpo de bomberos echaron un vistazo a los incandescentes muros y luego se pusieron a mojar la maleza, los árboles y las casas de las inmediaciones. En menos de una hora la vivienda había desaparecido totalmente. Sólo entonces actuaron las mangueras sobre el montón de cenizas para apagar las ascuas y las chispas.

De pie, hombro con hombro, Pilón, Pablo y Jesús María presenciaron toda la catástrofe. La mitad de la población de Monterrey y el censo completo de Tortilla Flat —salvo Danny y su vecina— merodearon jubilosamente por la zona contemplando el fuego. Por fin, cuando todo hubo acabado y únicamente una nube de vaho ascendía de los rescoldos negros. Pilón se alejó silenciosamente.

—¿Adónde vas? —le dijo Pablo.

—Voy al bosque a seguir durmiendo. Os aconsejo que vengáis conmigo. Lo mejor será que Danny no nos vea por un tiempo.

Los otros dos asintieron gravemente y le siguieron al bosque de pinos.

—Nos servirá de lección —dijo Pilón—. Así aprenderemos a no dejar vino en una casa durante la noche.

—La próxima vez —dijo Pablo, desesperado—, lo sacaremos fuera y nos lo robarán.