4

De cómo Jesús María Corcoran, un buen hombre, se convirtió en instrumento involuntario del mal.

La vida transcurría apaciblemente para Pilón y Pablo. Por la mañana, cuando el sol diáfano se alzaba sobre los pinos y la bahía azul se ondulaba y relucía allí abajo, a los pies de los árboles, se levantaban sin prisas y pensativamente de la cama.

Las mañanas soleadas son momento de silencioso gozo. Cuando el brillante rocío empaña las malvas, cada hoja contiene una joya, que es bella, aunque no valiosa. No es hora de prisas o bullicio. Por la mañana los pensamientos son lentos, profundos y dorados.

Con sus camisas y tejanos azules, Pablo y Pilón bajaban como camaradas al barranco que había detrás de la casa y al poco rato volvían a sentarse al sol en el pórtico delantero, a escuchar las bocinas que anuncian el pescado en las calles de Monterrey y a conversar en tono incoherente y soñoliento sobre las actividades de Tortilla Flat, pues en este lugar hay mil clímax diferentes cada día que el universo da una vuelta.

Estaban en paz en el pórtico. Sólo se movían los dedos de sus pies sobre las cálidas tablas cuando las moscas aterrizaban en ellos.

—Si las gotas de rocío fueran diamantes —dijo Pablo—, seríamos muy ricos. Estaríamos borrachos toda la vida.

Pero Pilón, sobre quien pesaba incómodamente la maldición del realismo, replicó:

—Entonces todo el mundo tendría cantidades de diamantes. No valdrían nada, pero el vino siempre cuesta dinero. Si, en cambio, lloviese vino un día entero y tuviésemos un tanque para recogerlo…

—Pero buen vino —precisó Pablo—, no esa bazofia de matarratas que trajiste la última vez.

—No lo compré —dijo Pilón—. Alguien lo escondió en la hierba al lado del salón de baile. ¿Qué se puede esperar del vino que te encuentras?

Agitaron las manos apáticamente para espantar a las moscas.

—Cornelia Ruiz rajó ayer al negro mexicano —comentó Pilón.

Pablo alzó la mirada con escaso interés.

—¿Una pelea? —inquirió.

—Oh, no, el negro no sabía que Cornelia estaba ayer con otro hombre e intentó entrar. Entonces Cornelia le rajó.

—Tenía que haberlo sabido —dijo Pablo virtuosamente.

—Bueno, el negro estaba abajo en la ciudad cuando Cornelia se lio con el otro. El negro quiso colarse por la ventana cuando ella le cerró la puerta.

—Ese negro es imbécil —dijo Pablo—. ¿Está muerto?

—Oh, no. Sólo le hizo un corte en los brazos. Cornelia no estaba furiosa. Simplemente no quería que el negro entrase.

—Cornelia no es una mujer muy fiel —dijo Pablo—. Pero sigue encargando misas para su padre, que murió hace diez años.

—Las necesita —observó Pilón—. Era un hombre malo y nunca fue a la cárcel, y ni siquiera se confesó nunca. Cuando el viejo Ruiz agonizaba, el sacerdote fue a reconfortarle, y Ruiz se confesó. Cornelia dice que el cura estaba más blanco que el ante cuando salió de la habitación del moribundo. Pero más tarde aquel cura dijo que no se creía ni la mitad de lo que Ruiz había confesado.

Con un zarpazo de gato, Pablo mató a una mosca que se había posado en su rodilla.

—Ruiz siempre fue un embustero —dijo—. Su alma necesita cantidad de misas. Pero ¿tú crees que una misa tiene efecto cuando el dinero que cuesta sale del bolsillo de los hombres que duermen el vino en casa de Cornelia?

—Una misa es una misa —dijo Pilón—. Al hombre que te vende un vaso de vino no le interesa de dónde has sacado los cuartos. Y a Dios no le interesa de dónde sale el dinero de una misa. Simplemente le gustan, lo mismo que a ti te gusta el vino. El padre Murphy solía pasarse la vida pescando, y durante meses el Santísimo Sacramento sabía a caballa, pero no por eso era menos sagrado. Es asunto de los curas explicar esas cosas. A nosotros no tiene por qué preocuparnos. Me pregunto dónde podremos conseguir unos huevos para la comida. Me apetecería comerme un huevo ahora.

Pablo ladeó el sombrero hasta cubrirse los ojos para que el sol no le molestase.

—Charlie Meeler me ha dicho que Danny está con Rosa Martin, esa chica portagee.

Pilón se irguió, alarmado.

—A lo mejor esa chica quiere casarse con él. Esas portagees siempre quieren casarse, y adoran el dinero. Quizá cuando se casen Danny va a incordiarnos para que le paguemos. Esa Rosa querrá vestidos nuevos. Todas las mujeres quieren. Las conozco.

También Pablo parecía disgustado.

—¿Y si fuéramos y habláramos con Danny…? —sugirió.

—Quizá tenga algunos huevos —dijo Pilón—. Las gallinas de la señora Morales son buenas ponedoras.

Se calzaron los zapatos y fueron andando lentamente hacia la casa de Danny.

Pilón se agachó, recogió la chapa de una botella de cerveza, maldijo y la tiró.

—Algún malvado la ha dejado aquí para engañar a la gente —dijo.

—A mí me pasó lo mismo ayer por la noche —dijo Pablo. Miró a un patio donde el maíz verde ya estaba maduro y tomó nota mentalmente del detalle.

Encontraron a Danny sentado en el pórtico, detrás del rosal, y moviendo los dedos de los pies para espantar a las moscas.

—Hola, amigos —les saludó, indiferente.

Se sentaron a su lado y se quitaron los sombreros y zapatos. Danny sacó una bolsa de tabaco y algunos papeles y se los pasó a Pilón. Este parecía levemente asombrado, pero no hizo comentarios.

—Cornelia Ruiz rajó al negro mexicano —dijo.

—Me lo han contado —dijo Danny.

Pablo dijo ácidamente:

—Esas mujeres ya no son nada virtuosas.

—Es peligroso acostarse con ellas —dijo Pilón—. He oído decir que aquí en Flat hay una chica portagee que es capaz de hacer que un hombre se acuerde para siempre de ella si le da algún motivo.

Pablo produjo con la lengua unos chasquidos de desaprobación. Extendió las manos ante él.

—¿Qué puede hacer un hombre? —preguntó—. ¿No hay nadie en quien se pueda confiar?

Observaron el rostro de Danny; ningún signo de alarma apareció en él.

—La chica se llama Rosa —dijo Pilón—. No diré su apellido.

—Oh, te refieres a Rosa Martin —declaró Danny con muy poco interés—. Bueno, ¿qué se puede esperar de una portagee?

Pablo y Pilón dieron un suspiro de alivio.

—¿Cómo siguen las gallinas de la señora Morales? —preguntó Pilón con tono indiferente.

Danny movió la cabeza tristemente.

—Se han muerto todas. La señora Morales puso judías verdes en tarros, y los tarros reventaron, y ella dio las judías a las gallinas, y todas murieron, no quedó ni una.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Pablo.

Danny agitó dos dedos para atrás y adelante en signo de negación.

—Alguien le dijo a la señora Morales que no comiera las gallinas porque se pondría enferma, pero limpiamos bien las entrañas y las vendimos al carnicero.

—¿Y ha muerto alguien? —inquirió Pablo.

—No. Creo que esas gallinas hubieran estado muy buenas.

—Y a lo mejor compraste un poco de vino con el dinero que os dio el carnicero, ¿no? —quiso saber Pilón.

Danny le sonrió cínicamente.

—Lo compró la señora Morales, y yo fui a su casa ayer por la noche. En ciertos aspectos es una mujer bonita, y tampoco es tan vieja.

La alarma resucitó en Pablo y Pilón.

—Mi primo Willie dice que tiene cincuenta años —dijo Pilón, excitado.

Danny extendió las manos.

—¿Qué significa su edad en años? —sentenció filosóficamente—. Es una mujer muy alegre. Es dueña de una casa y tiene doscientos dólares en el banco. —Entonces Danny se puso algo violento—. Me gustaría hacerle un regalo.

Pilón y Pablo se miraron los pies e intentaron, mediante un intenso esfuerzo mental, evitar lo que se avecinaba. Pero su esfuerzo no sirvió de nada.

—Si tuviera un poco de dinero —prosiguió Danny—, le compraría una gran caja de bombones. —Miró significativamente a sus arrendatarios, pero ninguno de los dos le contestó—. Sólo necesitaría un dólar o dos.

—Chin Kee está secando calamares —dijo Pilón—. Quizá podrías trabajar medio día en su casa.

Danny señaló mordazmente:

—No estaría bien que un hombre que tiene dos casas corte calamares. Pero si le pagaran algo de la renta…

Pilón se incorporó, furioso.

—¡Siempre hablando de la renta! —exclamó—. Vas a obligarnos a volver a la calle, a las cunetas, mientras tú duermes en tu cama blanda. Vamos, Pablo —dijo, enfadado—, conseguiremos dinero para este judío, este tacaño.

Los dos amigos se marcharon airados.

—¿Dónde vamos a conseguir dinero? —preguntó Pablo.

—No lo sé. Quizá no vuelva a pedirlo. —Pero la inhumana exigencia había dañado seriamente su paz mental—. Le llamaremos «viejo judío» cuando le veamos —dijo Pilón—. Hemos sido amigos suyos durante años. Cuando pasó necesidad, le alimentamos. Cuando tuvo frío, le abrigamos.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Bueno, lo habríamos hecho en caso de que necesitase algo y nosotros lo tuviéramos. Es la clase de amigos que éramos para él. Y ahora pisotea nuestra amistad por una caja de bombones que regalar a esa vieja gorda.

—El azúcar no es bueno para la salud —dijo Pablo.

Tanta emoción había extenuado a Pilón. Se sentó en la zanja junto a la carretera, colocó las manos bajo la barbilla, desconsolado.

Pablo se sentó también, pero sólo lo hizo para descansar, pues su amistad con Danny no era tan hermosa ni tan antigua como la de Pilón.

El fondo de la zanja estaba cubierto de hierba seca y arbustos. Pilón, que miraba hacia abajo rumiando su tristeza y su rencor, vio un brazo humano que sobresalía de un montón de maleza. Y a continuación, al lado del brazo, distinguió una botella de galón medio llena. Agarró del brazo a Pablo y se la enseñó. Pablo miró fijamente.

—Quizá está muerto, Pilón.

Pilón había recobrado el aliento y su vista penetrante.

—Si está muerto, el vino no le sirve de nada. No pueden enterrarle con esa botella.

El brazo removió, retiró las matas y reveló la cara sucia y la incipiente barba rojiza de Jesús María Corcoran.

—¿Qué hay, Pilón? ¿Qué hay, Pablo? —dijo con voz achispada—. ¿Qué tomas?

Pilón saltó al fondo de la zanja y se colocó a su lado.

—¡Jesús María, amigo! ¡Tú no estás bien!

Jesús María sonrió dulcemente.

—Borracho, nada más —murmuró. Se arrodilló—. Tomad un trago, amigos míos. Un buen trago. Tengo mucho más.

Pilón inclinó la botella por encima del codo. Dio cuatro sorbos y tragó más de una pinta. Luego Pablo le quitó la botella y jugó con el envase como un gato juega con una pluma. Se limpió la boca con la manga. Olfateó el vino. Dio tres o cuatro sorbos preliminares y dejó que unas gotas resbalasen por su boca, para atormentarse. Por último, dijo: «Madre de Dios, ¡qué vino!». Alzó la botella y el tinto se despeñó alegremente por su garganta.

Pilón estiró la mano mucho antes de que Pablo tuviese que coger aliento. Pilón se volvió a su amigo Jesús María con una expresión admirativa e indulgente.

—¿Has descubierto un tesoro en los bosques? —preguntó—. ¿Ha muerto un gran hombre y se ha acordado de ti en su testamento, amiguito? —Jesús María era un hombre humanitario, y siempre había amabilidad en él. Se aclaró la garganta y escupió.

—Pasa la botella —dijo—. Tengo la garganta seca. Te contaré cómo ha sido.

Bebía soñadoramente, como un hombre que posee tanto vino que puede bebérselo sin apurarse e incluso verter un poco sin remordimiento.

—Estuve durmiendo en la playa hace dos noches —dijo—. En esa playa cerca de Seaside. De noche las olas llevaron a la orilla un bote de remos. Oh, un bote precioso, y los remos estaban dentro. Subí y remé hasta Monterrey. Valía por lo menos veinte dólares, pero la venta llevaba tiempo y sólo saqué siete.

—¿Te sobró algo de dinero? —preguntó Pilón, excitado.

—Te estoy diciendo lo que pasó —dijo Jesús María con cierta dignidad—. Compré dos galones de vino y los traje aquí a los bosques, y luego fui a pasear con Arabella Gross. Le compré un par de bragas de seda en Monterrey. Le gustaron: eran tan rosas, tan suaves. Y luego le compré una pinta de whisky, y después, al cabo de un rato, nos encontramos con unos soldados y ella se marchó con ellos.

—¡Oh, robar el dinero de un buen hombre! —exclamó Pilón, horrorizado.

—No —dijo soñadoramente Jesús María—. De todas formas, era ya la hora de que se fuese. Y luego vine aquí y me quedé dormido.

—Entonces ¿no te ha sobrado dinero?

—No lo sé —dijo Jesús María—. Voy a ver. —Hurgó en su bolsillo y sacó tres billetes de a dólar arrugados y una moneda de diez centavos—. Esta noche —dijo— voy a comprarle a Arabella una de esas cositas que se atan ahí arriba.

—¿Te refieres a esas copitas de seda unidas por una cuerda?

—Sí —dijo Jesús María—, y no son tan pequeñas como quizá crees.

Tosió para aclararse la garganta. Pilón se mostró al punto lleno de solicitud.

—Es el aire nocturno —dijo—. No es bueno dormir a la intemperie. Vamos, Pablo, le llevaremos a nuestra casa para que se cure el resfriado. La enfermedad de sus pulmones ha cogido fuerza, pero se la curaremos.

—¿De qué estás hablando? —dijo Jesús María—. Estoy perfectamente.

—Eso crees tú —dijo Pilón—. Eso creía también Rudolfo Kelling. Y tú mismo fuiste a su funeral el mes pasado. Y lo mismo creía Angelina Vázquez. Murió hace una semana.

Jesús María estaba asustado.

—¿De qué crees que se trata?

—Se trata de dormir a la intemperie —dictaminó Pilón sabiamente—. Tus pulmones no lo soportarán.

Pablo envolvió la botella de vino con una gran hoja, de un modo tan disimulado que a cualquiera que pasase le hubiera devorado la curiosidad hasta saber lo que contenía el envoltorio.

Pilón caminaba junto a Jesús María, y de vez en cuando le tocaba el codo para recordarle que no era un hombre sano. Le llevaron a la casa y le acostaron en un catre, y, a pesar de que el día era caluroso, le taparon con un edredón viejo. Pablo habló enternecedoramente de esos pobres que se retuercen en su lecho, aquejados de tuberculosis. Y luego la voz de Pilón cobró dulzura. Habló con veneración del gozo de vivir en una casita. Cuando la noche estaba muy avanzada y la charla y el vino se habían acabado, y en el exterior las nocivas brumas se aferraban al suelo como los espectros de gigantescas sanguijuelas, uno no salía a dormir en la malsana humedad del barranco. No, uno se metía en un hondo, blando y cálido lecho y dormía como un niño.

Jesús María se durmió al llegar a este punto. Pilón y Pablo tuvieron que despertarle y darle de beber. Entonces Pilón habló de modo conmovedor sobre las mañanas en que uno duerme calentito en su propio nido hasta que el sol está tan alto que comienza a ser de utilidad. Uno no tenía que tiritar al alba, golpeando las palmas para que no se congelen.

Por último Pilón y Pablo cayeron sobre Jesús María como dos sigilosos terriers al acecho convergen sobre su presa. Le alquilaron el usufructo de la casa por quince dólares al mes. Él aceptó, feliz. Hubo profusos apretones de manos. La botella salió de su envoltorio. Pilón dio un trago largo, porque sabía que le quedaba por hacer la más dura tarea. Lo dijo suavemente y como sin darle importancia, mientras Jesús María estaba trasegando vino.

—Y ahora sólo tienes que pagar tres dólares a cuenta.

Jesús María apuró la botella y le miró con horror.

—No —explotó—. Prometí a Arabella Gross que le compraría una de esas cositas. Pagaré el alquiler cuando llegue el momento.

Pilón se dio cuenta de que había metido la pata.

—Cuando dormías en aquella playa de Seaside, Dios te envió aquel botecito. ¿Tú crees que el buen Dios te lo mandó para que le comprases bragas de seda a una furcia de la fábrica de conservas? ¡No! Dios lo hizo para que no murieras por dormir en el suelo a la intemperie. ¿Tú crees que a Dios le interesan los pechos de Arabella? Y además, sólo te cobraremos dos dólares de depósito. Con un dólar ya puedes comprar un par de esas copas lo suficientemente grandes para sujetar las ubres de una vaca.

Jesús María insistió en su protesta.

—Te diré una cosa —prosiguió Pilón—, si no le pagamos dos dólares a Danny tendremos que volver a la calle, y será por tu culpa. Te remorderá la conciencia cuando volvamos a dormir en las zanjas.

Bajo un fuego tan nutrido y procedente de todas direcciones, Jesús María sucumbió. Entregó dos de los billetes arrugados a Pilón.

Y entonces la tensión cesó en la morada, y la paz, la tranquilidad, y una grata, profunda camaradería, se instauró en ella. Pilón se relajó. Pablo retiró el edredón, que colocó en su propia cama, y la conversación brotó de nuevo.

—Tenemos que llevarle el dinero a Danny.

Satisfecho su primer apetito, estaban sorbiendo el vino de un tarro de fruta.

—¿Para qué le hacen falta a Danny tan urgentemente los dos dólares? —preguntó Jesús María.

Pilón se puso confidencial. Sus manos gesticularon como si fuesen dos polillas gemelas a las que únicamente impedía salir volando por la puerta la contención de los puños y las muñecas.

—Danny, nuestro amigo, se está arrimando a la señora Morales. Oh, no pienses que es tonto. La señora Morales tiene doscientos dólares en el banco. Danny quiere comprarle una caja de bombones.

—Los bombones no son buenos para la salud —observó Pablo—. Dan dolor de muelas.

—Eso es cosa de Danny —dijo Jesús María—. Si quiere que le duelan los dientes a la señora Morales, es asunto suyo. ¿A nosotros qué nos importan los dientes de esa señora?

Una nube de inquietud se había asentado en la cara de Pilón.

—Pero —arguyó austeramente— si nuestro amigo Danny le regala bombones a la señora Morales, él también comerá alguno. Así que a Danny le dolerá la dentadura.

Pablo movió la cabeza, preocupado.

—Sería muy mala cosa que los amigos de Danny, de los cuales depende, le ocasionasen un dolor de muelas.

—¿Qué haremos entonces? —preguntó Jesús María, aunque él y los demás sabían perfectamente lo que iban a hacer. Aguardaron cortésmente a que alguno de los otros formulase la inevitable sugerencia. Reinaba el silencio. Pilón y Pablo eran conscientes de que la sugerencia no podía partir de ellos, puesto que, debido a una serie de razonamientos, podría considerárseles partes interesadas. Jesús María guardaba silencio en atención a sus huéspedes, pero al ver que ellos callaban se percató de lo que querían de él e intervino de inmediato.

—Un galón de vino es un bonito regalo para una señora —sugirió en un tono pensativo.

Su brillantez dejó perplejos a Pilón y Pablo.

—Le diremos a Danny que para sus dientes es mejor tomar vino.

—Pero tal vez no haga ningún caso de nuestra advertencia. Si le damos el dinero no sabemos lo que hará con él. A lo mejor compra los bombones, a pesar de todo, y habremos desperdiciado tiempo y preocupaciones.

Habían convertido a Jesús María en el sustento de su lógica, en la solución de las situaciones incómodas.

—Bueno, quizá si nosotros compramos el vino y se lo damos a Danny no habrá ningún peligro.

—Exactamente —exclamó Pilón—. Tú lo has dicho.

Jesús María sonrió modestamente al ver su mérito reconocido. Pensaba que tarde o temprano uno de los otros dos hubiera acabado por exponer idéntico argumento.

Pablo vertió las últimas gotas de vino en el tarro de frutas y los tres bebieron, cansados por el esfuerzo. Les llenaba de orgullo que la idea se les hubiese ocurrido por deducción lógica y en una causa tan filantrópica.

—Tengo hambre —dijo Pablo.

Pilón se levantó, fue a la puerta y miró al sol.

—Es más de mediodía —dijo—. Pablo y yo iremos adonde Torrelli a comprar el vino, y tú, Jesús María, te vas a Monterrey y traes algo de comer. A lo mejor la señora Bruno te da un pescado en el embarcadero. Quizá puedas conseguir algo de pan en algún sitio.

—Prefiero ir con vosotros —declaró Jesús María, porque barruntaba que una nueva argumentación, igualmente lógica e inevitable, empezaba a gestarse en la cabeza de sus amigos.

—No, Jesús María —le dijeron con firmeza—. Ahora son las dos, más o menos. Dentro de una hora serán las tres. Nos reunimos aquí y comemos algo. Y quizá bebamos un vasito de vino para acompañar.

Muy a regañadientes, Jesús María se puso en camino hacia Monterrey, pero Pablo y Pilón bajaron felices la colina rumbo a casa de Torrelli.