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De cómo el veneno de la posesión emponzoñó a Pilón, y de cómo la maldad triunfó temporalmente en él.

Al día siguiente Pilón fue a vivir a la otra casa. Era exactamente como la de Danny, pero más pequeña. Tenía en el pórtico su rosáceo rosal de Castilla, su patio cubierto de malezas, sus frutales estériles y viejos, sus geranios rojos… y en la puerta contigua el gallinero de la señora Soto.

Al tener una casa que alquilar, Danny se convirtió en un hombre importante, y Pilón trepó por la escala social al ser inquilino de una vivienda.

Es imposible decir si Danny esperaba algún pago o si Pilón planeaba abonárselo. Si así lo esperaban, ambos se vieron defraudados, Danny nunca lo exigió ni el otro lo ofreció jamás.

Los dos amigos estaban juntos con frecuencia. Si Pilón conseguía una jarra de vino o un pedazo de carne, era seguro que Danny se dejaría caer por su casa de visita. Y si Danny era igualmente afortunado o astuto, Pilón pasaba una tumultuosa noche en su compañía. El pobre Pilón hubiera pagado a su amigo de haber tenido dinero, pero nunca lo tuvo… por lo menos el tiempo suficiente para localizar a Danny. Pilón era un hombre honrado. A veces le preocupaba pensar en la bondad de Danny y en su propia pobreza.

Una noche obtuvo un dólar de un modo tan asombroso que intentó olvidarlo de inmediato por miedo a que el recuerdo pudiese volverle loco. Delante del hotel San Carlos, un hombre le puso un dólar en la mano y le dijo: «Corre, vete a comprar cuatro botellas de ginger ale. En el hotel ya no quedan». Pilón pensó que aquellas cosas eran casi milagros. Había que tener fe en ellas, no darles vueltas y ponerlas en duda. Subió la carretera con el dólar en la mano para dárselo a Danny, pero en el camino compró un galón de vino, y con el vino atrajo a su casa a dos rollizas muchachas.

Al pasar por allí, Danny oyó el ruido y entró alegremente. Pilón se arrojó en sus brazos y lo puso todo a disposición de su amigo. Y más tarde, una vez que Danny le ayudó a disponer de una de las chicas y de la mitad del vino, hubo una pelea, realmente magnífica. Danny perdió un diente y Pilón acabó con la camisa desgarrada. Las chicas presenciaron la riña gritando, y dieron de puntapiés al adversario que por azar estaba en el suelo. Por último Danny se incorporó y embistió con la cabeza el estómago de una de las dos muchachas, que se desplomó croando como una rana. La otra birló dos ollas y siguió a su compañera.

Danny y Pilón se lamentaron un rato de la perfidia femenina.

—No sabes lo perras que son las mujeres —dijo sabiamente Danny.

—Ya lo sé.

—No lo sabes.

—Sí lo sé.

—Mentiroso.

Hubo otra pelea, pero no tan buena como la anterior.

Después de la cual, Pilón se sintió menos culpable por no haber pagado el alquiler. ¿Acaso no había sido anfitrión de su casero?

Pasaron unos cuantos meses. Pilón empezó de nuevo a preocuparse por lo de la renta. Y conforme pasaba el tiempo su inquietud se volvió intolerable. Al final, desesperado, trabajó un día entero limpiando calamares para Chin Kee y ganó dos dólares. Esa noche se ató al cuello su pañuelo rojo, se caló el venerado sombrero de su padre e inició la ascensión de la colina para pagar a Danny los dos dólares a cuenta.

Pero en el trayecto compró dos botellas de vino.

«Es mejor así —se dijo—. Si le doy dinero a secas, eso no expresa el afecto que siento por mi amigo. Pero un regalo es distinto. Y le diré que los dos galones me han costado cinco dólares».

La idea era tonta y Pilón lo sabía, pero se perdonó a sí mismo el haberla concebido. Nadie en Monterrey sabía mejor que Danny el precio del vino.

Pilón seguía felizmente su camino. Estaba decidido; su nariz apuntaba derecho hacia la casa de Danny. Sus pies avanzaban regularmente, ya que no a toda prisa, en la dirección correcta. Bajo cada brazo llevaba una bolsa de papel y en cada una de ellas había un galón de vino.

El crepúsculo era púrpura, y llegaba la hora en que el sueño del día ha concluido y todavía no ha comenzado la noche de placer y conversación. Los pinos recortaban contra el cielo su intensa negrura, y la oscuridad velaba todos los objetos de la tierra; pero el firmamento estaba tan lúgubremente radiante como la memoria. Las gaviotas volaban perezosamente a su hogar en las rocas marinas tras la visita del día a las fábricas de conserva de Monterrey.

Pilón era un amante de la belleza y la mística. Alzó el rostro al cielo y el alma se le abismó en el resplandor crepuscular. El Pilón no tan perfecto, el peleón e intrigante, el borracho y malhablado, proseguía lentamente su camino; pero otro Pilón melancólico y radiante seguía con la mirada el punto en donde las gaviotas bañaban en el ocaso sus sensibles alas. Este Pilón era hermoso, y ni el egoísmo ni la lujuria contaminaban su espíritu. Sus pensamientos son dignos de conocerse.

«Nuestro Padre está en el atardecer», meditaba. «Esas aves cruzan en su vuelo la frente del Señor. Amados pájaros, queridas gaviotas, cuánto os amo a todas. Vuestras lentas alas acarician mi espíritu como la mano de un amable amo acaricia el estómago lleno de un perro dormido, como la mano de Cristo la cabeza de los niños. Queridas aves», pensó, «volad hasta Nuestra Señora de las Dulces Tristezas con mi corazón abierto». Y después pronunció las palabras más hermosas que conocía: «Ave María, gratia plena…».

Los pies del Pilón malvado habían dejado de moverse. En verdad, el Pilón malo había dejado de existir por el momento. (¡Escucha esto, ángel que tomas nota!). No ha habido, ni hay, ni habrá jamás un alma más pura que la de Pilón en aquel instante. El bulldog fiero de Gálvez se acercó a las piernas deshabitadas de Pilón, que permanecía solo en la oscuridad. Y el bulldog malo de Gálvez olisqueó las piernas y se alejó sin morderlas.

Un alma limpia y salvada corre un doble peligro, pues todo en el universo conspira contra ella. «Incluso la paja bajo mis rodillas», dice San Agustín, «grita para distraerme de mis rezos».

El alma de Pilón ni siquiera estaba a salvo de su propia memoria, pues, mientras miraba a los pájaros, recordó que la señora Pastano solía usar gaviotas para sus tamales, y aquel recuerdo le despertó el hambre, y el hambre apartó a su espíritu de la contemplación del firmamento. Se puso en marcha, convertido una vez más en una taimada mezcla de hombre bueno y malvado. El perro fiero de Gálvez se dio la vuelta gruñendo y se alejó de nuevo, compungido por haber desperdiciado una ocasión tan perfecta de hincar el diente a Pilón.

Encorvó los brazos para aliviar el peso de las botellas.

Es un hecho comprobado y escrito en numerosas historias que el alma capaz de la mayor bondad es asimismo capaz de la perversidad más grande. ¿Qué hay más impío que un sacerdote apóstata? ¿Qué es más sensual que una virgen reciente? Ello, no obstante, tal vez no sea más que una cuestión de apariencias.

Recién vuelto del Cielo, Pilón era sin saberlo singularmente receptivo a todo viento acerbo, a toda mala influencia que le rondase en la noche. Sus pies, en efecto, seguían avanzando hacia la casa de Danny, pero ya no había en ellos ni convicción ni propósito. Esperaban la más mínima ocasión de desviarse. Ya estaba pensando en la estupenda borrachera que podría atrapar con dos galones de vino, y no sólo eso, sino en todo el tiempo que podría estar borracho.

Ya casi había oscurecido. La sucia carretera ya no era visible, ni las zanjas que había a ambos lados. No extraigamos ninguna conclusión moral del hecho de que en aquel instante en que los impulsos de Pilón se balanceaban tan precariamente como una pluma al viento, en que el paisano se debatía entre la generosidad y el egoísmo, en aquel preciso instante sucedió que Pablo Sánchez se hallaba sentado en una zanja a un lado del camino, pensando en que ojalá tuviese un cigarrillo y una botella de vino.

Pablo primero oyó pisadas, después vio una borrosa silueta y por fin reconoció a Pilón.

—Eh, amigo —le llamó con entusiasmo—. ¿Qué es ese paquete grande que llevas en los brazos?

Pilón se detuvo en seco y miró a la zanja.

—Creí que estabas en la cárcel —dijo con severidad—. Me contaron lo del ganso.

—Y estaba, Pilón, estaba —dijo Pablo jovialmente—. Pero no me recibieron bien. El juez dijo que la sentencia no me sirvió de nada, y el policía dijo que comía más que tres hombres juntos. Así que —concluyó orgullosamente—… estoy en libertad bajo fianza.

Pilón estaba salvado de incurrir en egoísmo. Es cierto que no llevó el vino a casa de Danny, pero invitó a Pablo a compartirlo con él en la casa alquilada. Si dos generosas sendas arrancaran de la carretera de la vida y sólo fuese posible seguir una, ¿quién podrá juzgar cuál de las dos es la mejor?

Entraron alegremente en la casita. Pilón encendió una vela y sacó dos tarros de fruta a guisa de vasos.

—¡Salud! —dijo Pablo.

—¡Salud! —dijo Pilón.

Y al cabo de un momento, «¡Salud!», repitió Pablo.

—¡Barro en tu ojo! —dijo Pilón.

Descansaron un poco. «Su servidor», dijo Pilón.

—¡Abajo la ratonera! —dijo Pablo.

Dos galones son mucho vino, incluso para dos paisanos. Por sus efectos anímicos, las jarras pueden graduarse así: justo por debajo del cuello de la primera botella, conversación seria y concentrada. Dos dedos más abajo, recuerdos dulcemente tristes. Tres dedos más, memorias de antiguos y agradables amores. Un dedo más abajo, evocación de antiguos y amargos amores. Al llegar al culo de la primera jarra, una tristeza general e indirecta. Al trasegar el cuello de la segunda, negro, infernal desaliento. Dos dedos más abajo, una canción de muerte o añoranza. Un pulgar más, otra canción cualquiera que uno conozca. La graduación se detiene en este punto, pues las sendas se bifurcan y ya no hay certeza. A partir de este momento puede pasar cualquier cosa.

Pero retrocedamos a la primera marca: conversación seria y concentrada, pues fue entonces cuando Pilón inició su sondeo.

—Pablo —dijo—, ¿nunca te has cansado de dormir en las zanjas, mojado y solo, sin hogar y sin amigos?

—No —dijo Pablo.

Pilón dulcificó la voz, persuasivamente.

—Lo mismo pensaba yo, amigo mío, cuando era un sucio perro callejero. Yo también estaba contento porque no sabía lo dulce que es poseer un hogar, un techo y un jardín. Ah, Pablo, eso sí que es vivir.

—Es muy bonito —concedió Pablo.

Pilón fue al grano.

—Oye, Pablo, ¿qué te parecería alquilar una parte de mi casa? Nunca más dormirías en un suelo frío. Ni se te meterían en los zapatos los cangrejos que hay en la arena dura debajo del embarcadero. ¿Qué te parecería vivir aquí conmigo?

—Bien —dijo Pablo.

—Mira, ¡sólo pagarías quince dólares al mes! Y puedes usar toda la casa menos mi cama, y todo el jardín. ¡Piénsalo, Pablo! Y si alguien te escribe una carta, tendrá un lugar donde enviártela.

—Bien —dijo Pablo—. Estupendo.

Pilón dio un suspiro de alivio. El otro no se había dado cuenta de que la deuda con Danny recaía sobre sus hombros. El hecho de que estuviese completamente seguro de que Pablo jamás pagaría un céntimo no empañó su triunfo. Si alguna vez Danny le pedía el dinero, Pilón le diría: «Pagaré cuando me pague Pablo».

Luego pasaron a la segunda fase anímica, y Pilón recordó lo feliz que había sido de niño.

—No tenía problemas, Pablo. No conocía el pecado. Era muy feliz.

—Desde entonces no hemos vuelto a ser felices —declaró Pablo tristemente.