De cómo Danny, al regreso de la guerra, se vio convertido en heredero, y de cómo juró proteger a los desvalidos.
Cuando Danny abandonó el ejército y volvió a casa, supo que había heredado y era propietario de bienes. El viejo, es decir, su abuelo, había muerto y le había dejado dos pequeñas casas en Tortilla Flat.
Danny, al saberlo, quedó un poco abrumado por su responsabilidad de propietario. Antes de ir a ver su propiedad, compró un galón de vino tinto y lo bebió casi todo. Entonces le abandonó el peso de la responsabilidad y salió a flote lo peor de su naturaleza. Vociferó; rompió unas cuantas sillas en un salón de billar de Alvarado Street; libró dos breves pero gloriosas peleas. Nadie le prestó mucha atención. Por fin sus vacilantes piernas zambas le llevaron al embarcadero, al cual bajaban, a aquella temprana hora de la mañana, los pescadores italianos con sus botas de goma para hacerse a la mar.
La antipatía racial prevaleció sobre el buen juicio de Danny. Amenazó a los pescadores. «Sicilianos bastardos», les llamó, y «escoria salida de la prisión de la isla», y «perros de perros de perros». Gritó: «Chinga tu madre, Piojo». Les hizo burla con el pulgar en la nariz y esbozó gestos obscenos por debajo de su cintura. Los pescadores se limitaron a sonreír burlonamente; movieron sus remos y le dijeron:
—Hola, Danny. ¿Cuándo vuelves a casa? Date una vuelta esta noche. Tenemos vino nuevo.
Danny estaba ofendido.
—Pon un condo a la cabeza —berreó.
—Adiós, Danny —le contestaron ellos—. Hasta la noche.
Subieron a sus botes, remaron hasta las lanchas de jábega, pusieron el motor en marcha y se alejaron.
Danny se sentía ultrajado. Volvió a subir Alvarado Street, rompiendo ventanas a su paso, y en la segunda manzana un policía le echó mano. El gran respeto que a Danny le inspiraba la ley le movió a andar con tiento. De no haber sido porque acababan de licenciarle del ejército tras la victoria sobre Alemania, le hubieran condenado a seis meses. Teniéndolo en cuenta, el juez sólo le impuso treinta días.
Y de este modo, Danny permaneció sentado un mes sobre su catre en la prisión municipal de Monterrey. A veces dibujaba imágenes obscenas en las paredes y a veces meditaba sobre su carrera en el ejército. El tiempo transcurría lentamente en aquella celda de la prisión municipal. De vez en cuando llevaban a un borracho a pasar la noche, pero en general el crimen no florecía en Monterrey, y Danny estaba solo. Al principio los chinches le incomodaban un poco, pero a medida que se acostumbraron al sabor de su carne y él se fue habituando a sus mordiscos, empezaron a convivir pacíficamente.
Puso en práctica un juego satírico. Atrapó un chinche, lo aplastó contra la pared, trazó un círculo en torno con un lápiz y lo denominó «Alcalde Clough». Luego capturó otros y los bautizó con nombres de miembros del ayuntamiento. Al poco tiempo había decorado toda una pared con chinches muertos a los que daba nombres de autoridades locales. Les dibujaba orejas y rabos, les pintaba narizotas y bigotes enormes. Tito Ralph, el carcelero, estaba escandalizado; pero no se quejó porque Danny no había incluido ni al juez de paz que le había sentenciado ni a ninguna fuerza policial. Sentía un inmenso respeto por la ley.
Una noche en que la cárcel estaba vacía, Tito Ralph entró en la celda de Danny con dos botellas de vino. Una hora después salió a buscar más vino, y Danny salió con él. La prisión era melancólica. Se quedaron en casa de Torrelli, donde compraron el vino, hasta que Torrelli les echó fuera. Después Danny se internó entre los pinos y se quedó dormido, mientras Tito Ralph se tambaleaba y denunciaba su fuga.
Hacia el mediodía, cuando un sol brillante le despertó, Danny decidió esconderse todo el día para burlar su búsqueda. Corrió y se ocultó detrás de unos arbustos. Atisbaba a través de la maleza como un zorro acosado. Ya de noche, habiendo cumplido el expediente, salió de su escondrijo y se ocupó de sus asuntos.
Iba directamente al grano. Fue a la puerta de atrás de un restaurante.
—¿Le queda pan duro para mi perro? —preguntó al cocinero.
Y mientras aquel hombre crédulo le envolvía las sobras, Danny robó dos lonchas de jamón, cuatro huevos, una chuleta de cordero y un matamoscas.
—Le pagaré un día de estos.
—No tiene que pagar las sobras. Si no se las llevase las hubiera tirado.
Entonces a Danny le pesó menos el robo. Si los cocineros pensaban así, en apariencia él era inocente. Volvió a casa de Torrelli, trocó los cuatro huevos, la chuleta de cordero y el matamoscas por un vaso de grappa y se retiró a los bosques a cocinarse la cena.
La noche era oscura y húmeda. La niebla gravitaba como gasa fláccida sobre los negros pinos que marcaban la frontera terrestre de Monterrey. Danny agachó la cabeza y corrió a procurarse el refugio de los bosques. Delante de él vislumbró otra silueta apresurada; al ir acortando distancias reconoció el paso vivo de su viejo amigo Pilón. Danny era un hombre generoso, pero recordó que había vendido toda su comida salvo las dos lonchas de jamón y el saco de pan duro.
—Pasaré de largo —se dijo—. Pilón camina como un hombre que acaba de zamparse un pavo asado o algo por el estilo.
De repente Danny notó que su amigo se palpaba amorosamente el abrigo a la altura del pecho.
—¡Qué hay, Pilón, amigo! —exclamó Danny.
Pilón aceleró el paso. Danny inició un trote.
—¡Pilón, amigo mío! ¿Dónde vas tan aprisa?
Pilón se resignó a lo inevitable y le esperó. Danny se aproximó con cautela, pero hablaba con entusiasmo.
—Te buscaba, a ti que eres el más querido de mis angélicos amigos, porque, mira, tengo aquí dos grandes filetes de un divino puerco y un saco de delicioso pan blanco. Comparte estos manjares, Pilón, gordito.
Pilón se encogió de hombros.
—Como quieras —musitó hoscamente. Caminaron juntos hacia el bosque. Pilón estaba perplejo. Al final se detuvo y volvió el rostro a su amigo.
—Danny —inquirió tristemente—. ¿Cómo sabías que tenía una botella de coñac debajo del abrigo?
—¿Coñac? —exclamó Danny—. ¿Tienes coñac? Tal vez se lo llevas a una abuelita enferma —dijo ingenuamente—. Quizá lo guardas para cuando Nuestro Señor Jesucristo vuelva a la tierra de nuevo. ¿Quién soy yo, tu amigo, para juzgar el empleo de ese licor? Ni siquiera estoy seguro de que sea verdad lo que dices. Además, no tengo sed. No probaré ese coñac. Bienvenido seas a compartir este gran trozo de puerco que llevo conmigo, pero el coñac es solamente tuyo.
Pilón le respondió sombríamente:
—Danny, no me importa compartir la botella contigo, mitad y mitad.
—Mi deber consiste en que no te la bebas entera.
Entonces Danny dejó de hablar del tema.
—Ahí en ese claro yo preparo el puerco y tú tuestas los pastelillos de azúcar que hay en este saco. Mete aquí el coñac, Pilón. Mejor ponerlo aquí, donde podamos verlo y vernos uno a otro.
Prendieron una hoguera, asaron el jamón y comieron el pan duro. El contenido de la botella bajaba rápidamente. Al terminar de comer se acurrucaron junto al fuego y con delicadeza sorbieron de la botella como abejas que liban improductivamente. La niebla cayó sobre ellos y empapó de humedad sus abrigos. El viento suspiraba tristemente en los pinos del entorno.
Y al cabo de un rato les invadió la soledad. Danny pensaba en sus amigos perdidos.
—¿Dónde está Arthur Morales? —preguntó Danny, poniendo las palmas boca arriba y lanzando los brazos hacia adelante—. Muerto en Francia. —Se respondió él mismo, volviendo las palmas boca abajo y dejando caer los brazos, con gesto desesperado—. Muerto por su patria. Muerto en un país extranjero. Pasará junto a su tumba gente extraña y no sabrán que Arthur Morales yace en ella. —Alzó las palmas de nuevo—. ¿Dónde está Pablo, aquel buen hombre?
—En la cárcel —dijo Pilón—. Pablo robó un ganso y lo escondió en la maleza. El ganso mordió a Pablo, Pablo gritó y lo atraparon. Ahora cumple condena de seis meses.
Danny suspiró y cambió de tema, porque se dio cuenta de que había agotado todos sus conocimientos sobre las maneras adecuadas para el ejercicio de la oratoria. Pero la soledad seguía asiéndole y exigía un desahogo.
—Aquí estamos sentados… —empezó por fin.
—… con el corazón roto —añadió Pilón, rítmicamente.
—No, no es así el poema —dijo Danny—. Aquí estamos sentados, sin hogar. Ofrendamos la vida por nuestra patria, y ahora nos quedamos sin techo sobre la cabeza.
—Nunca lo tuvimos —agregó Pilón, con ánimo de ayudar.
Danny bebió soñadoramente hasta que el otro le tocó un codo y le quitó la botella.
—Eso me recuerda —dijo Danny— la historia de un hombre que tenía dos casas de putas. —La boca se le abrió de par en par—. ¡Pilón! —gritó—. ¡Pilón!, mi patito gordo, mi amigo infantil. ¡Lo había olvidado! ¡Soy un heredero! Soy dueño de dos casas.
—¿Casas de putas? —preguntó Pilón, esperanzado—. Eres un borracho mentiroso —declaró.
—No, Pilón. Te digo la verdad. El viejo murió. Soy su heredero. Yo, su nieto favorito.
—Eres su único nieto —dijo el realista Pilón—. ¿Dónde están esas casas?
—¿Conoces la casa del viejo en Tortilla Flat?
—¿Aquí, en Monterrey?
—Sí, en Tortilla Flat.
—¿Son buenas esas casas?
Danny se hundió de nuevo, agotado por la emoción.
—No lo sé. Olvidé que eran mías.
Pilón se quedó silencioso y absorto. Su cara adquirió una expresión triste. Arrojó al fuego un puñado de agujas de pino, contempló las llamas que ascendían frenéticamente hasta extinguirse. Miró un largo tiempo la cara de Danny con honda inquietud, luego suspiró ruidosamente y volvió a suspirar.
—Ahora se acabó —dijo con tristeza—. Ahora se acabaron los buenos tiempos. Tus amigos se afligirán, pero su aflicción no servirá de nada.
Danny terminó la botella, Pilón la cogió y la puso en su regazo.
—¿Qué se ha acabado? —Preguntó Danny—. ¿Qué quieres decir?
—No es la primera vez —prosiguió Pilón—. Cuando uno es pobre piensa: «Si tuviera dinero lo compartiría con los buenos amigos». Pero llega el dinero y la caridad desaparece. Así ocurre contigo, ex amigo. Te has puesto por encima de tus amistades. Eres propietario. Olvidarás a los amigos que lo compartieron todo contigo, incluso el coñac.
Sus palabras disgustaron a Danny.
—Yo no —protestó—. Yo nunca te olvidaré, Pilón.
—Eso crees ahora —dijo Pilón fríamente—. Pero ya veremos cuando tengas dos casas donde dormir. Pilón será un pobre paisano mientras tú almuerzas con el alcalde.
Danny se levantó, inestablemente, y se mantuvo erguido con ayuda de un árbol.
—Pilón, te lo juro, lo que es mío es tuyo. Mientras tenga una casa tú tendrás una casa. Dame un trago.
—Tengo que verlo para creerlo —dijo Pilón, con voz desalentada—. Sería un milagro si fuera como dices. Vendrían hombres a verlo desde una distancia de mil millas. Y además la botella está vacía.