Un claro de selva en una isla desierta del Océano Pacífico. En la izquierda se ve un lanchón volcado, con la quilla mirando al cielo, que se pierde en la lateral. En el lanchón hay abiertas dos ventanas y una puerta. Y en lo alto de la quilla, una chimenea. Todos estos detalles quieren decir que el lanchón sirve de casa habitable a los ciudadanos que pueblan la isla. En el fondo, bosque. Y en la derecha, árboles, que constituyen la salida de dicho lateral. Por detrás y por delante del lanchón, en la izquierda, otras dos salidas. A ambos lados de la puerta del lanchón, bancos hechos toscamente con maderas de cajones de embalar. Y en la derecha, un tronco de árbol y una mesa con libros, varios útiles de laboratorio, frascos, tubos de ensayo, etc. Delante del lanchón, un poco hacia la izquierda, una tosca cocina de piedras y, suspendido sobre ella, sujeto de unas estacas, un caldero. Junto a la cocina, cacharros, cazos, espumaderas, etc. En la izquierda, pegado al lanchón, un grueso árbol, con abundante ramaje. Clavado en el tronco, un espejo, y colgados de las ramas del árbol, por medio de cuerdecitas, diferentes utensilios de tocador, peines, cepillos de cabeza y de dientes, brochas de afeitar, máquinas Gillettes, estuches de Cutex, tijeras, etc. Entre el árbol y el lanchón, una hamaca tendida. Colgados también a la puerta del lanchón, armas blancas y de fuego y dos o tres «boumerangs». En el costado del lanchón, un reloj de sol, toscamente construido, pero que no señala hora alguna, porque no luce el sol. Encima de la puerta del lanchón, un letrero que dice: «Residencia de Náufragos Voluntarios». Es en las primeras horas de la mañana, y, como se ha dicho, sesenta años más tarde de la época en que se desarrolló el primer acto.
Al levantarse el telón, en escena, Bremón y Ricardo. Bremón representa ocho o diez años menos que en el acto anterior y tiene un aire más fuerte y saludable. Ricardo está igual que en el otro acto, pero tostado del sol; ambos visten pantalón corto y polainas y chaqueta de cuero o «sweater». Bremón se halla sentado en el tronco del árbol de la derecha, con los codos apoyados en la mesa, leyendo un libro. Ricardo está tumbado en la izquierda, en el suelo, durmiendo. Hay una pausa, durante la cual Bremón no levanta los ojos de la lectura. Al cabo de la pausa se oye el canto de un gallo, que suena en la parte alta del lanchón, un poco hacia la izquierda. El canto del gallo se repite dos veces, y a la segunda vez se abre la puerta del lanchón y aparece Emiliano. También Emiliano está algo más joven que en el primer acto. Viste un traje de verdadero Robinsón, hecho con pieles de animales, porque es el único del grupo de habitantes del lanchón que está viviendo la novela del naufragio y recreándose en ella. Avanza en el momento en que el gallo canta por tercera vez. Consulta el reloj de sol y hace un gesto de contrariedad.
EMPIEZA LA ACCIÓN.
EMILIANO:
Ese gallo va retrasado.
(Coge uno de los fusiles del lanchón, se lo echa a la cara y dispara. Cae en escena un gallo muerto.)
BREMÓN:
¿Qué pasa? ¿Qué haces?
(Ricardo gruñe y se vuelve del otro lado.)
EMILIANO:
Parar el reloj, doctor, que no hay manera de hacer carrera de él; y después que me he pasado dos años amaestrándole para que dé las horas cuando las señale el reloj de sol que usted fabricó, resulta que el día que amanece nublado y nos falla el reloj de sol, nos falla el gallo. Y ya estoy harto…
BREMÓN (Consultando un reloj de bolsillo muy antiguo.):
Son las nueve y media.
EMILIANO:
¿Ya?
BREMÓN:
Se me han ido las horas en un vuelo.
EMILIANO:
Otra noche que se ha pasado usted en claro, dándole que te pego al cerebro…
BREMÓN:
Y ¿qué voy a hacer, Emiliano?
EMILIANO:
¿Se le ha ocurrido a usted alguna otra de esas cosas fenomenales que se saca usted de debajo del pelo y que…?
BREMÓN:
¿Quién sabe, Emiliano? ¿Quién sabe?
EMILIANO:
Me da usted miedo, porque como tiene usted más talento que Matías López… Con su permiso, voy a encender fuego para calentar agua y poder desplumar el reloj. (Cogiendo el gallo.) No digo que va a ser un almuerzo de los que den la hora, porque ya ha visto usted lo mal que la daba. Pero un arroz con gallo muerto siempre es una solución. Y como si yo no hiciera de ama de casa aquí ni se almorzaría, ni se comería, ni se viviría… (Deja al gallo sobre la cocina y, cogiendo dos pedazos de madera y unos hierbajos, se sienta a frotar las maderas par hacer fuego.) Es decir, se viviría, por aquello de que no podemos morirnos; pero lo que es porque nadie tenga ganas de vivir…
BREMÓN:
Tan verdad es eso, que muchas veces he pensado que, de todos nosotros, el único capacitado para la inmortalidad eres tú, Emiliano.
EMILIANO:
Pues ya ve usted: si no ando listo, no tomo las sales aquel día… ¿Se acuerda usted?
BREMÓN:
Sesenta años hace…
EMILIANO:
¿Sesenta años?… Sí, claro; si yo el viernes cumplí los ciento tres… ¡Y pensar que todavía no me ha salido la muela del juicio!…
BREMÓN:
¿Quién sabe los siglos que tardará aún en salirte?
EMILIANO:
Por más que le doy vueltas a la cabeza, no acabo de hacerme a la idea de cuántos años puede uno vivir no muriéndose nunca.
BREMÓN:
Se puede vivir eternamente; pero la eternidad se escapa al cálculo.
EMILIANO:
Lo único malo es que, sabiendo que no va uno a morirse nunca, siente uno el terror de no tener el dinero suficiente para vivir siempre, y por eso nos hemos hecho tan roñicas…
BREMÓN:
Y tan egoístas.
EMILIANO:
Es verdad; pero da un gusto… No me explico la desesperación de ustedes, porque a mí esto de haber cumplido el viernes los ciento tres y notarme aún más joven que cuando era cartero, me pone alegrísimo. Y haber conservado las mismas botas…
BREMÓN:
¿Las mismas botas?
EMILIANO (Alargando un pie.):
Fíjese: las que llevaba aquella tarde. Se me ocurrió untarlas con las escurriduras del agua de sales que quedaban en los vasitos, y desde entonces, ni medias suelas… (Bremón se ríe.) ¡La primera vez que le veo a usted reír desde la guerra de los boers, señor Bremón!
BREMÓN:
¡Hombre, no! Acuérdate de que me reí dos veces en el verano del setenta, cuando la guerra francoprusiana…
EMILIANO:
¿La francoprusiana? ¡Ah!… Sí. Bueno, es que ha conocido uno una de guerras… ¿Cuántas guerras habremos conocido nosotros, señor Bremón?
BREMÓN:
Contando esta última grande de mil novecientos catorce, y sin contar las de los Balcanes, quince, y contando las de los Balcanes, noventa y nueve.
EMILIANO:
Y cuando había guerra siempre decían que era la última. ¿Verdad, usted?
BREMÓN:
Sí; pero nosotros no nos lo creíamos.
EMILIANO:
¡Hombre, claro! ¡Como que a nosotros no hay quien nos la dé! Hemos visto mucho.
RICARDO (Incorporándose de mal humor.):
Bueno, ya está bien. ¡Ya está bien!
EMILIANO:
¿Eh?
BREMÓN:
¿Qué hay, Ricardo?
RICARDO:
Primero, tiros; luego, charla… Ya ni dormir le dejáis a uno… Ni dormir, que es tanto como olvidar que se vive… Y que es lo único que uno puede hacer a gusto. ¡Maldita sea mi suerte!… ¡Y maldito sea el día que consentimos lo que consentimos! ¡Que no le valiera a uno más que…!
(Coge la manta y, con la manta arrastrando, inicia el mutis tercera derecha.)
BREMÓN:
¿Adónde vas?
RICARDO:
A la orilla del pantano otra vez… A ver si quiere Dios y los mosquitos que sea hoy el día en que… ¡Maldita sea, hombre!… (Se va.)
BREMÓN:
¿Lo ves? Como yo no lo remedie…, aquí va a acabar ocurriendo una catástrofe.
EMILIANO:
Vamos, doctor, no sea usted pesimista.
(Por la puerta del lanchón sale Valentina, igual de aspecto físico que en el acto anterior, vestida también con traje de campo y con el mismo aire de persona harta de la vida que tenía Ricardo. Mira con absoluta indiferencia a Emiliano y a Bremón e inicia el mutis por la izquierda.)
BREMÓN:
Buenos días, Valentina.
EMILIANO:
Buenos días.
VALENTINA (Glacial.):
Hola.
(Se queda mirando a los dos con lástima y hay una pausa embarazosa.)
EMILIANO:
Aquí, encendiendo lumbre para el almuerzo.
VALENTINA:
También tiene usted ganas de entretenerse en tonterías…
EMILIANO:
Si me dicen a mí alguna vez que almorzar podía considerarse como una tontería…
BREMÓN:
¿Te levantas ahora?
VALENTINA:
Sí, y me voy al claro de palmeras de ahí al lado a echarme un rato…
BREMÓN:
¿No te encuentras más animada?
VALENTINA:
¿Es que hay algún motivo para animarse?
BREMÓN:
No, claro; pero…
VALENTINA:
Que ha amanecido un día más. Y ¿qué significa para nosotros un día más? Un día más de bostezar, de vegetar, de mirarnos unos a otros a las caras… ¡Si fuera un día menos!… En fin: no tengo ganas de conversación.
(Se va primera izquierda.)
BREMÓN:
¿Te das cuenta? Está igual que él… e igual que todos, menos tú…
EMILIANO:
¡Quién los ha visto y quién los ve a esta pareja! Me parece que los tengo delante el día que se casaron, meses después de tomarnos las sales: tan felices y contentos. Fue un martes del año sesenta y dos. El niño que llevó la cola murió luego de fiscal del Supremo. ¿Se acuerda usted? ¿Uno con barba blanca y chaleco gris?
BREMÓN:
Me acuerdo, Emiliano, me acuerdo. Y me acuerdo como si fuera ayer del nacimiento de los hijos de Valentina y Ricardo…
EMILIANO:
Elisa y Federico. ¡Qué viejos estaban ya el día que nos despedimos de ellos para retirarnos a la isla!…
BREMÓN:
Pues cuenta: Elisa tiene ahora cuarenta y seis, y Federico, cincuenta y uno.
EMILIANO:
Entonces, ¿la hija…?
BREMÓN:
¿La nieta de Ricardo y Valentina?
EMILIANO:
Eso es… Margarita; andará ya cerca de los veinte años, ¿no, doctor?
BREMÓN:
Ha cumplido ahora los dieciocho, porque nació en mil novecientos dos…
EMILIANO:
¡Cómo se pasa el tiempo!
BREMÓN:
En su última carta recibida aquí le decía a sus abuelos que tiene relaciones formales para casarse.
EMILIANO:
Y la cuestión es que al principio todo fue bien.
BREMÓN:
Sí, los primeros treinta años, sí; cada cual cumplió sus sueños. Pero todas nuestras amistades se nos morían de vejez.
EMILIANO:
Yo eché una vez la cuenta, y hemos asistido a tres mil doscientos entierros, doctor… ¡Lo que me tengo reído!…
BREMÓN:
Pero no me negarás que es para deprimir a cualquiera. Todo el mundo pensaba de diferente manera que nosotros; al principio sólo estábamos de acuerdo con los viejos, y más tarde, ni con los viejos siquiera, porque ya pertenecían a otra generación, y hasta los viejos resultaban para nosotros demasiado jóvenes. Las ciudades se nos hacían inhabitables…
EMILIANO:
Dígamelo usted a mí, que últimamente, para poder cruzar cada calle, tomaba un taxi.
BREMÓN:
Y gracias a que ideé yo esto de retirarnos a una isla desierta…
EMILIANO:
Que nos costó lo nuestro, porque es que no queda ya una isla desierta ni para criar un galápago. Treinta y dos anuncios puse en «La Correspondencia de España», diciendo: «Isla desierta para un apuro, necesítase.» Y como si no…
BREMÓN:
Y menos mal que descubrimos esta pequeña colonia norteamericana, en la que no hay fieras ni salvajes…
EMILIANO:
No. Fieras no hay en la isla. Yo la he recorrido de largo a largo y de ancho a ancho, y no he visto fieras. Cocodrilos, leones, tigres, sí hay. Pero fieras, lo que se dice fieras, ni una. Ahora, salvajes…
BREMÓN:
¿Qué?
EMILIANO:
Anteayer descubrí una cosa que no he querido decir a nadie…
BREMÓN:
¿Cómo?
EMILIANO:
Ahora que no nos oyen los demás, a usted sí quiero comunicárselo, porque, aunque científico, usted es todo un hombre, doctor…
BREMÓN:
¡Emiliano, me alarmas!
EMILIANO:
Anteayer, señor Bremón, al salir del lanchón por la mañana, igual que hoy, y dirigirme a los corrales, a ver si había puesto huevo la avestruza, porque ya sabe usted que el día que la avestruza pone huevos tenemos ya tortilla para todo el mes…
BREMÓN:
¿Qué? Acaba…
EMILIANO:
Pues que al lado de la empalizada de los corrales, en el suelo, descubrí la huella de un pie humano…
BREMÓN:
¿De un pie humano?
EMILIANO:
Sí, señor. Un pie desnudo, grande: un cuarenta y tres, horma ancha, que no correspondía ni a usted, ni a Ricardo, ni a mí; pero que, además, como le digo, era un pie desnudo. Las huellas se alejaban hacia el Norte… Las seguí por espacio de una hora, y me condujeron hasta el lago, y al llegar perdí las huellas y el reloj, que llevaba en este bolsillo (El de pecho.) al inclinarme sobre el agua. Un reloj que me regaló mi madre el día que se casó doña Isabel Segunda y que andaba cada vez mejor, porque también le unté con las escurriduras de las sales.
BREMÓN:
Bueno, pero ¿las huellas?
EMILIANO:
Pues de las huellas no he descubierto más; pero ya es bastante, porque demuestra que la isla no está desierta, doctor.
BREMÓN:
Claro, claro…
EMILIANO:
Y que el habitante misterioso va descalzo; así que es un salvaje o una naturista…
BREMÓN:
¡Un salvaje, Emiliano, un salvaje! Estoy seguro, porque nosotros llevamos cinco años moviéndonos en la isla con entera libertad y él ha tenido que oír alguna vez nuestras voces y tiros, y ver el humo de la cocina… Si fuese un náufrago, habría venido aquí, al oírnos. Pero cuando nos rehuye, es que es un pobre salvaje que nos tiene miedo…
EMILIANO (Que frota con verdadera furia los dos pedazos de madera.):
¡Calle!
BREMÓN:
¿Qué pasa?
EMILIANO:
Calle…, calle…, calle… ¡Ya!… Ya… (De las maderas brota una pequeña llama que se acaba en seguida.) ¡Maldita sea!… Pero ¿usted ve esto? Cinco años queriendo encender fuego por el procedimiento de frotar dos maderas, y las dos únicas veces que, después de sudar a chorros, he logrado hacer llama, me la apaga el sudor… Lo que si no fuera porque tenemos cerillas en abundancia… (Saca una caja de cerillas, prende la cocina y pone el caldero.)
BREMÓN:
Te están fallando todos los procedimientos de los Robinsones, Emiliano.
EMILIANO:
Sí, señor. Lo único que me ha salido bien fue una vez que me puse a averiguar la hora que era al mediodía y me resultó que las doce y media. Pero cuando he querido saber la velocidad del viento, el total no me dio más que muchísima; y si es el problema de la cocina…
BREMÓN:
Pues, hombre, yo te traje un manual de culinaria, que…
EMILIANO:
Usted me trajo un manual de culinaria, pero para ciudades, no para islas desiertas. Todas las recetas empiezan igual: «Se coge un conejo…» «Se coge una perdiz…» Pero lo que no dice es cómo hay que cogerlos, que es lo grande.
BREMÓN:
Cazándolos.
EMILIANO:
Sí… Pero hay que saber cazarlos. Cinco años he tardado yo en aprender a manejar el «boumerang».
BREMÓN:
¿El «boumerang»?
EMILIANO:
¡Claro!… El arma de Robinsón. (Va a la fachada de la casa y coge dos «boumerangs».) ¿No ha oído usted hablar del «boumerang», que se tira desde lejos, hiere la caza y vuelve solo al sitio desde donde se tiró?
BREMÓN:
Sí, pero no había visto ninguno.
EMILIANO:
Estos me los he hecho yo. Seiscientos catorce he perdido; pero ahora domino ya el manejo, y no me falla.
BREMÓN:
¿Y vuelve al sitio desde donde se tiró?
EMILIANO:
¿Que si vuelve? Fíjese. (Tira el «boumerang» hacia la derecha. Una pausa; gira sobre los talones y queda esperándolo por la izquierda.) Verá, ya está al llegar… Ahora vendrá… No pierda ojo… Parece que tarda…
BREMÓN:
Yo creo que no viene.
EMILIANO:
Lo habré tirado flojo. Atienda usted a este otro. (Tira el segundo «boumerang» con toda su alma hacia la izquierda. Otra pausa, y ambos giran, esperándolo llegar por la derecha.) Este sí que viene, verá usted… Fíjese. No tardaremos en verlo…
(Por el lado contrario, es decir, por la izquierda entra un «boumerang» y le arrea en la cabeza a Bremón.)
BREMÓN:
¡Ay!…
(Cae al suelo.)
EMILIANO (Recogiendo a Bremón.):
¡Doctor!… ¡Doctor!… ¿Qué es eso?
BREMÓN:
Un «boumerangazo», Emiliano.
EMILIANO:
Pero ¿de dónde?
BREMÓN:
De allí. (La izquierda.)
EMILIANO:
¡Arrea!… Entonces es el primero. Pues cuando llegue el segundo que lo he tirado con toda mi alma, al que lo pesque lo divide. ¡Doctor!… ¡Vaya!… Se ha privado del zurrido. ¡Hortensia!… ¡Valentina!… ¡Ricardooo!… Nada; no hacen caso. Claro; como no les interesa nada de este mundo y saben que nos pase lo que nos pase, no nos pasa nada… Les diré que se ha muerto, para que se animen… ¡Socorrooooo!… ¡El doctor, muerto!… ¡Muertooo! ¡Muertooo!… ¡Muertooo! ¡Fetén!
(Por el lanchón, Hortensia escapada.)
HORTENSIA:
¿Eh? Emiliano, ¿qué dices?
EMILIANO:
¡Muertooo!… (Por la izquierda, a todo correr, Valentina.)
VALENTINA:
¿Qué es eso de muerto?
EMILIANO:
No está más que atontado, pero algo tenía que decir para que vinieran ustedes a echarme una mano…
HORTENSIA:
¡Ah! Vamos…
VALENTINA:
Pues no tiene ninguna gracia la broma.
(Por la izquierda, ansiosamente, Ricardo.)
RICARDO:
¿Muerto? ¿Que está muerto?
HORTENSIA:
Desmayado, y gracias; no te hagas ilusiones…
EMILIANO:
Estábamos aquí hablando, yo tiré dos «boumerangs» para demostrarle que vuelven al sitio, y uno de ellos le ha dado un zurrido tremendo. Ahora que les advierto a ustedes que tengan cuidado, porque el segundo «boumerang» no ha vuelto todavía, y cuando llegue, al que le coja de lleno…
HORTENSIA:
¡Bah!…
VALENTINA:
Bueno…
RICARDO:
«Boumerangs»…
(Los tres hacen gestos despectivos e indiferentes. Hortensia se sienta en uno de los bancos de la fachada del lanchón. Valentina se tumba en la hamaca, y Ricardo se sienta donde lo estaba al empezar el acto, a jugar distraídamente con dos piedrecillas.)
EMILIANO:
No sé a qué viene esa indiferencia, porque no podemos morirnos de viejos, pero de un trastazo en la nuca…, yo creo que si se lo arrean a uno bien…
(Los tres se levantan muy contentos y esperanzados.)
HORTENSIA:
Pues es verdad…
VALENTINA:
Es verdad…
RICARDO:
¡Caray, si fuera posible! (Rodean a Bremón, a quien Emiliano ha tendido en el tronco del árbol y a quien espurrean la cara con el agua del caldero.) ¿Se habrá muerto?
HORTENSIA:
¡Dios mío, si se hubiera muerto!…
VALENTINA:
¡¡Si resultase que podemos morirnos!
RICARDO:
¡Qué alegría!…
VALENTINA:
¡Qué dicha!…
EMILIANO:
¡Ya abre los ojos!…
(Desilusión en los tres.)
HORTENSIA y VALENTINA (Al mismo tiempo.):
¡Abre los ojos!…
RICARDO:
¡Bah!… Ya abre los ojos…
BREMÓN:
¿Dónde estoy?
VALENTINA:
Y dice: «¿Dónde estoy?»
RICARDO:
Hasta dice: «¿Dónde estoy?»
EMILIANO:
Era un desmayo. ¿Se siente usted mejor?
BREMÓN:
Si, hijo. Gracias. Ya estoy bien.
(Se levanta.)
VALENTINA:
Nada…
HORTENSIA:
Nada…
(Se sientan de nuevo las dos.)
RICARDO:
Pero quizá si el golpe hubiera sido más fuerte… (Aparte, a Emiliano.) ¿Y por dónde dices que tiene que llegar ese otro «boumerang» que no ha vuelto aún?
EMILIANO:
¿El «boumerang» de las diez y cuarto? Por ahí. (Señala a la derecha.)
RICARDO:
Lo esperaré, a ver si tengo la dicha de que me dé entre los dos ojos.
(Se cruza de brazos, de frente a la derecha, y queda inmóvil.)
BREMÓN:
Ricardo…
RICARDO:
Déjame. Por lo menos, no me digas nada, y déjame. ¿Hay paludismo en los trópicos?
BREMÓN:
Sí, claro.
RICARDO:
Y si un hombre se pasa una noche tumbado en el borde de un pantano de una isla tropical, ¿no tiene muchas probabilidades de despertarse palúdico perdido a la mañana siguiente?
BREMÓN:
Muchas probabilidades, Ricardo.
RICARDO:
Pues no una, dieciséis noches llevo pasadas ya tumbado al borde del pantano, rodeado de nubes de mosquitos de veintiocho especies diferente, y en las dieciséis noches he engordado cuatro kilos…
BREMÓN:
No sabes cómo lo lamento; pero…
RICARDO:
Con lamentarlo no haces que me muera, Bremón; así es que déjame, porque para nosotros no queda ya más solución que el suicidio…
HORTENSIA:
El suicidio…
EMILIANO:
¿El suicidio?
VALENTINA:
¿El suicidio, Ricardo?
BREMÓN:
¿El suicidio?
RICARDO:
El suicidio, Bremón, y si no lo he llevado a cabo es porque me contienen mis ideas religiosas; pero no puedo aguantar la vida sin fin, ni tú tampoco, ni ninguno, fuera de Emiliano, y eso porque es muy bruto…
EMILIANO:
Hombre, bruto…
RICARDO:
…que, si no, sería tan desgraciado como nosotros.
HORTENSIA:
No se acostumbra uno a la afrenta,
ni al duro hierro, ni al cruel palo.
Por más que el alma se violenta,
no se acostumbra uno a lo malo.
BREMÓN:
Eso es verdad, porque yo no puedo acostumbrarme a tus versos.
HORTENSIA:
En otro tiempo me los pedías…
BREMÓN:
Pero una eternidad poética es insufrible, Hortensia. Llevas escritos treinta y dos tomos.
EMILIANO:
Y tiene tiempo por delante para llegar a los seis mil.
HORTENSIA:
Es lo único que me hace olvidar a ratos la amargura a que nos has precipitado. Gracias a eso, no he caído del todo en la desesperación de Ricardo y Valentina.
BREMÓN:
Desesperación que ellos debían sentir menos que ninguno, puesto que tienen algo bien digno de interés: sus hijos, sus…
VALENTINA (Dando un paso, endurecida.):
¡Cállese! Le he dicho otras veces que no nos hable de ellos… ¿Por qué recordárnoslos? A usted le consta que la vida entre los seres queridos, que es la base de la felicidad, resulta insoportable para los que estamos condenados a vivir siempre y a no envejecer nunca…, y con su maldito descubrimiento ha logrado usted que tener hijos, en vez de ser una dicha, sea un tormento atroz. ¿Cómo se atreve a hablarnos de ellos?
RICARDO:
¿Ni cómo te atreves a hablarnos de nada? Se ama la vida porque se sabe que va a concluir; pero cuando se sabe que no va a concluir, se la odia. Por eso la odiamos. La vida, que es movimiento constante para nosotros, se ha parado indefinidamente, y en lugar de correr como un río, se ha estancado como un charco. Somos corazones con freno; a fuerza de saber que ellos latirán siempre, tenemos la impresión de que no laten ya. En realidad, es como si no tuviéramos corazón. Somos unos absurdos en pie. El ser más despreciable del mundo es más feliz que cualquiera de nosotros.
HORTENSIA:
Y no pudimos resistir la vida civilizada ni el contacto con unos semejantes que no tenían con nosotros nada de semejante; creíamos que en una isla desierta la existencia se nos haría más tolerable…, y ya ves…
RICARDO:
¿Qué hacemos ahora, agotado este último recurso?
BREMÓN (Sombríamente, como un eco.):
¿Que qué hacemos?
RICARDO:
Claro; tú eres el que tienes que decirlo… Tú fuiste el culpable de que llegáramos a esta situación… ¿Quién más que tú tiene que resolverla?
VALENTINA:
Naturalmente…
HORTENSIA:
Tú y sólo tú, Ceferino.
BREMÓN:
Yo no obligué a ninguno a tomar las sales…
VALENTINA:
Sólo hubiera faltado eso… Pero destruyó usted en nosotros toda posibilidad de paz.
HORTENSIA:
Y de dicha.
RICARDO:
Y debías haber sospechado adónde podías conducirnos… (Han acorralado a Bremón con las palabras y la actitud. Emiliano, que se había sentado a pelar el gallo, metiéndolo previamente en el agua hirviendo, avanza y se interna entre ellos, defendiendo al doctor.)
EMILIANO:
Bueno. ¡Esto se ha acabado!
HORTENSIA, VALENTINA y RICARDO:
¿Eh?
EMILIANO:
Que se han terminado las quejas y los gritos. (Tremolando el gallo a medio desplumar.) Que aquí nadie levanta el gallo más que yo… Y ustedes no me acogotan a este hombre porque a mí no me da la gana, y porque sería injusto… Porque el doctor…
(Dentro suena un tiro. Emiliano se calla.)
HORTENSIA y VALENTINA (A un tiempo.):
¿Qué es eso?
BREMÓN:
Un tiro…
EMILIANO:
¿Un tiro?
RICARDO:
Y ha sonado muy cerca…
HORTENSIA:
Se oyen voces… (Miran hacia la derecha.)
BREMÓN:
Alguien nos busca…
RICARDO:
Por aquí… Por aquí…
EMILIANO:
Son marineros… Americanos…
BREMÓN:
¿Americanos?
(Por la derecha aparecen, en efecto, Oliver Meighan y dos Marineros americanos, armados de fusiles. Meighan es un hombre de unos cincuenta años, seco, amable, dominante, pero ceremonioso.)
MEIGHAN:
¿La colonia de náufragos voluntarios de la isla Stanley?
BREMÓN:
Ésta es, caballero.
MEIGHAN:
¿Nos hallamos entonces, efectivamente, ante el doctor Ceferino Bremón y sus compañeros de retiro?
BREMÓN:
Sí, señor; el doctor Bremón soy yo.
MEIGHAN (Inclinándose.):
Es para mí un placer inexpresable conocerle… Señoras… Caballeros… (Se inclina.)
EMILIANO:
Lo que se dice un tío fino.
MEIGHAN:
Señores, por delegación mía, los cuarenta y ocho Estados de la Unión les saludan.
BREMÓN:
Cuarenta y ocho veces agradecidos, caballeros; pero no comprendemos la causa de…
MEIGHAN:
Van a comprenderla. Pero, siéntense, siéntense…
EMILIANO:
De lo más fino.
MEIGHAN:
Soy Oliver Meighan, del Ministerio de Colonias. Como ya sabrán, esta isla es una colonia norteamericana; ustedes la disfrutan a sus anchas y mi país me envía a decirles que se siente orgulloso y honrado de tenerlos instalados en ella…
BREMÓN:
Señor Meighan…
RICARDO:
Caballero…
HORTENSIA:
No sabíamos cómo agradecer.
EMILIANO:
El colmo de la finura…
MEIGHAN:
Pero que, naturalmente, eso hay que pagarlo…
TODOS:
¿Cómo? ¿Que hay que pagarlo?
MEIGHAN:
Creo que hablo bien el castellano. No obstante, aquí traigo un diccionario.
BREMÓN:
No, no; si lo hemos entendido.
EMILIANO:
Sí; lo hemos entendido, ¿verdad?
RICARDO, VALENTINA y HORTENSIA (Al mismo tiempo.):
Lo hemos entendido.
BREMÓN:
Pero, vamos, que nos extraña…
MEIGHAN:
¿Les extraña? Sin embargo, de todos los sitios que uno habita se paga el alquiler… Ustedes llevan aquí cinco años: el precio al año es de seiscientos dólares por persona.
RICARDO:
Muy caro…
EMILIANO:
Carísimo…
MEIGHAN:
Además, consumen productos naturales: leña, fruta, caza… En fin, el total de su deuda es de nueve mil trescientos dólares, y les hacemos un precio de saldo.
EMILIANO:
Pues no dice que es de saldo…
RICARDO:
Un precio imposible…
EMILIANO:
Un abuso…
HORTENSIA:
Carísimo…
VALENTINA:
Carísimo…
BREMÓN:
Sí. Realmente algo inaceptable. Nosotros, por razones especiales, tenemos que mirar mucho lo que gastamos… Nos preocupa el porvenir, que es largo…
EMILIANO:
¡Ahí le duele!… ¡Ahí le duele!… ¡Lo largo que es el porvenir!…
MEIGHAN:
¡Bah!… A cambio de vivir a gusto, debe olvidarse un poco el porvenir… Después de todo, el día menos pensado se muere uno…
RICARDO:
¡Qué se va a morir uno, hombre!…
BREMÓN:
¡Qué se va uno a morir!…
HORTENSIA y VALENTINA (A un tiempo.):
¡Morirse!
EMILIANO:
Sí, sí… Se morirá usted… Éste no sabe que a nosotros nos hacen la autopsia y crecemos…
MEIGHAN:
La isla no es cara. Sólo este hermoso golpe de vista que ofrece el bosque desde aquí, vale, mal pagado, trescientos dólares.
EMILIANO:
El golpe de vista del bosque no vale ni dos reales, hombre. Como ese bosque, todos los que usted quiera se los dejo yo mirar por diecinueve pesetas uno por otro.
MEIGHAN:
Pero no me irán a negar que las playas…
BREMÓN:
Perdone usted, señor Meighan, pero las playas sí que son una birria.
EMILIANO:
Todas llenas de arena. ¡Un asco, hombre! ¡Un asco de isla!
MEIGHAN:
No estoy de acuerdo con ustedes, pero veo con placer su desdén por esta colonia.
TODOS:
¿Eh?
MEIGHAN:
Porque la misión que me trae es doble, y luego de cobrarles el alquiler de estos cinco años, las órdenes que traigo son las de desalojar la isla…
BREMÓN:
¿Desalojar la isla?
TODOS:
¿Desalojar la isla?
EMILIANO:
¡Echarnos!
MEIGHAN:
Justamente: para explotar estos terrenos. A los americanos, caballeros, nos sobran energías, y como además de sobrarnos energías, nos sobran hombres sin trabajo, a los que también les sobran energías, de aquí el que empleemos nuestras energías en emplear a nuestros hombres sin trabajo.
EMILIANO:
Es una conducta muy enérgica.
BREMÓN:
¿Y cómo van ustedes a explotar esta isla de Stanley que está tan lejos del mundo habitado y que no produce nada de importancia?
MEIGHAN:
Haremos de ella un lugar pintoresco, con vistas al turismo. Anunciaremos que es la auténtica isla donde naufragó Robinsón Crusoe. Construiremos la casa de él en ruinas y mataremos a los primeros turistas que acudan…
BREMÓN y EMILIANO (Al mismo tiempo.):
¿Eh?
MEIGHAN:
Para excitar la curiosidad universal, amigo mío, y que el mundo acuda en masa a visitar la isla…
EMILIANO:
Es un procedimiento como para patentarlo.
MEIGHAN:
Y por el momento, señores, lo que espero es el pago del alquiler. Yo he venido a cobrar, y cobraré… (Sale un «boumerang» por la derecha, y le da a Meighan, que casi se desmaya.) ¡Oh!…
TODOS:
¿Eh?
BREMÓN:
Señor Meighan…
EMILIANO:
¡Ya ha cobrado!… ¡El «boumerang», el «boumerang»… de las diez y cuarto! ¡Ja, ja! ¡Lo ha hecho polvo!… ¡Ja, ja, ja! (Todos le rodean.)
BREMÓN:
No ha sido nada. No ha sido nada, señor Meighan. Un «boumerang» que hemos tirado hace un rato y que al volver inesperadamente…
MEIGHAN:
Lo que ha ocurrido me lo explicarán ustedes a bordo, y el pago del alquiler espero recibirlo allí también…
BREMÓN:
Sí, señor Meighan, ahí vamos.
EMILIANO:
Yo no le dejo a usted solo, doctor.
MEIGHAN:
¡Y mucho cuidado con lo que se hace!
(Mutis por la derecha de Meighan, Emiliano, el Doctor y los Marineros.)
VALENTINA:
¡No nos faltaba más que esto!…
HORTENSIA:
¡Está visto: no podemos ya vivir ni en una isla desierta!…
(Se va por la izquierda. Quedan solos Valentina y Ricardo.)
VALENTINA:
¡A Europa!
RICARDO:
¡A Europa!
VALENTINA:
Otra vez a la civilización con todos los sufrimientos que la civilización reserva.
RICARDO:
Y ni el paludismo, ni el «boumerang», ni nada le mata a uno…
VALENTINA:
No pienses más en conseguir la terminación de nuestros sufrimientos a costa de un pecado mortal. Es preciso tener valor y resistir hasta el fin…
RICARDO:
Hasta el fin… ¿Hasta qué fin? Si para nosotros el fin no existe…
VALENTINA:
Si hubiéramos podido presumir que íbamos a llegar a esto…
RICARDO:
Sí; si hubiéramos podido presumirlo…
VALENTINA (Acercándose a él y apoyándose en su hombro.):
Pero nos queríamos mucho…
RICARDO:
¡Mucho!…
VALENTINA:
¿Y qué enamorados no hubieran recibido con júbilo una cosa que les permitía prolongar el amor años y años, infinitamente? ¿No recuerdas la emoción y la alegría con que aquella tarde?, al tomarnos las sales, me dijiste: «¡Es la primera vez que un enamorado puede preguntar con razón si le van a querer siempre!»
RICARDO:
Sí. Me acuerdo. Pero para la Humanidad, hasta la palabra «siempre» tiene un sentido limitado, y sólo para nosotros tiene sentido exacto la palabra «siempre»… ¡Y es horrible!
VALENTINA:
¡Horrible!… Pensar que hubo un día en que nos regocijaba la idea de que, gracias a la inmortalidad, ¡conoceríamos nietos, bisnietos, e hijos de bisnietos y nietos de bisnietos!… ¡Y, ya ves, ni la vejez de los hijos hemos podido resistir! Porque todos los padres, al envejecer y degenerar con los años, sienten el goce de contemplar la juventud arrogante de sus hijos, y nosotros hemos asistido a la decadencia y a la degeneración de los nuestros, mientras nosotros conservábamos una juventud que les correspondía a ellos. Y era como si se la robásemos.
RICARDO:
Nuestra juventud, Valentina, no es más que exterior. Aunque no se envejezca, se envejece. Y ya tengo noventa y tres años y tú ochenta y ocho. Y por mucho que queramos olvidarla, la verdad es que en nuestras almas, casi centenarias, ya no hay deseos, ni ilusiones, ni ensueños; ya no hay más que esa cosa helada que es la senectud.
VALENTINA:
Sin embargo, yo… Hay días que recobro los ánimos y pienso en que, si hiciéramos un esfuerzo sobre nosotros mismos, quizá lográramos vernos mutuamente de otra manera.
RICARDO:
¿De otra manera?
VALENTINA:
Como antes… Como entonces…
RICARDO (Rompiendo a reír.):
Como entonces… Con dos hijos ya viejos… Con una nieta que no tardará en casarse… Y con casi un siglo en el alma… ¿Así crees que podemos llegar a vernos como antes? (Vuelve a reír.) Valentina, eres una vieja loca.
VALENTINA:
Ricardo…
RICARDO:
Pues, claro, Valentina… No pienses más en eso. A mí el amor me parece ya una cosa grotesca, y a ti, aunque a veces lo dudes, también.
VALENTINA (Desesperada.):
Pero la vida así es un infierno…
RICARDO:
Claro que lo es… ¿Te enteras ahora?
(Dentro, en la izquierda, se oye gritar angustiosamente a Hortensia.)
HORTENSIA:
¡Ah!… ¡Ay!… ¡Socorro!… ¡Socorro!…
VALENTINA y RICARDO (Al mismo tiempo.):
¿Eh?
VALENTINA:
¿Qué pasa?
RICARDO:
Es Hortensia…
(Por la izquierda aparece Heliodoro. Es un anciano viejísimo, que va completamente desnudo, a excepción de un pequeño taparrabos, y que está curtidísimo por una constante vida al sol. Es el salvaje cuyas huellas ha descubierto Emiliano. Heliodoro es de raza blanca, pero lleva en la isla setenta años y ha olvidado la lengua nativa, y sólo emite sonidos inarticulados. Una cabellera alborotadísima, absolutamente blanca, le cubre la cabeza y le cae, en greñas por todos lados; y la cara la tiene invadida por unas barbas que, en su parte delantera, le llegan cerca de las rodillas. Heliodoro aparece por la segunda izquierda, como si viniera huyendo asustado de los gritos de Hortensia. Al verle, Valentina lanza un chillido de horror.)
VALENTINA:
¡Ay!…
RICARDO:
¿Eh?
VALENTINA:
¡Aaaaaay!… (Ante el chillido de Valentina, Heliodoro se asusta de nuevo, y dando un brinco, cruza la escena y desaparece vertiginosamente por la derecha. Valentina, aterrada, se refugia en los brazos de Ricardo.) ¿Has visto? ¿Has visto?
RICARDO:
¡Un salvaje!… ¡Hay un salvaje en la isla!… ¡Espera! ¡No te muevas!
(Se suelta de ella e inicia el mutis por la derecha.)
VALENTINA:
¡Ricardo!…
RICARDO:
¡He visto por dónde se ha ido! ¡Estáte quieta aquí…!
(Se va por el segundo término derecha.)
VALENTINA:
¡No te vayas!… ¡No me dejes sola!… ¡Oye!…
(Por el segundo término izquierda aparece Hortensia, todavía no repuesta del susto que le ha dado Heliodoro.)
HORTENSIA:
¡Valentina!
VALENTINA:
¡Hortensia!…
(Se echan en brazos una de otra.)
HORTENSIA:
¡Un salvaje!… ¡Era un salvaje!…
VALENTINA:
¡Un salvaje, sí!
HORTENSIA:
¿Le habéis visto?
VALENTINA:
Pasó por aquí mismo, y al gritar yo, huyó por ahí. Ricardo va detrás.
HORTENSIA:
¡Dios mío!… ¡He creído morirme del susto!… ¡Al cruzar la plazoleta de los cocoteros!… Pero ¿dices que huyó cuando tú gritaste?
VALENTINA:
Sí.
HORTENSIA:
Sería porque se asustaría de Ricardo. Porque yo me lo topé así de pronto y, en cuanto conseguí que me saliera la voz de la garganta, grite, y él, entonces, se me acercó…
VALENTINA:
¡Jesús!… ¿Se te acercó?
HORTENSIA:
Sí. Se me acercó; pero sin dar ninguna muestra de fiereza; más bien con un gesto seductor…
VALENTINA:
¿Con un gesto seductor?… ¿Será un sátiro salvaje, Hortensia?
HORTENSIA:
No sé; pero eso me aterró todavía más y empecé a pedir socorro, y al oírme pedir socorro, fue cuando huyó en esta dirección…
VALENTINA:
Sí, sí…
HORTENSIA:
¡Dios me perdone, Valentina; no le he visto más que un instante, pero…!
VALENTINA:
Pero ¿qué?
HORTENSIA:
Que yo juraría que esos ojos de loco no me son desconocidos completamente.
VALENTINA:
¡Qué cosas tienes, Hortensia!
HORTENSIA:
Claro que ha conocido una tanta gente en ciento un años de vida… (Dentro, en la derecha, suenan voces.) ¿Oyes?
EMILIANO:
(Dentro.) ¡Sujételo por este lado, doctor!
RICARDO:
(Dentro.) ¡Duro con él!
EMILIANO:
(Dentro.) A ver si lo cogemos vivo…
BREMÓN:
(Dentro.) ¡Cuidado!
EMILIANO:
(Dentro.) Por aquí, por aquí.
BREMÓN:
(Dentro.) ¡Ahí va! ¡Ahí va! ¡Ahí va! ¡Ahí va!
EMILIANO:
(Dentro.) ¡Ya es mío!…
RICARDO y BREMÓN:
(Al mismo tiempo. Dentro.) Ya es nuestro, ya es nuestro…
VALENTINA (Mirando por la derecha.):
Son Emiliano y el doctor, que volvían…, y míralos… Han cazado al salvaje, ayudados por Ricardo… Ya vienen, ya vienen…
HORTENSIA:
¡Pobrecillo!… ¡Cómo lo traen!…
VALENTINA:
Ya están aquí.
(Por la derecha, Emiliano, Bremón y Ricardo y Heliodoro. Los tres primeros traen a Heliodoro, cogido por las axilas y las corvas, en volandas, de manera que el salvaje no toca el suelo y lo único que le arrastra por tierra son las barbas.)
EMILIANO:
Doctor, recójale las barbas, que se las voy pisando…
RICARDO:
Trae, le haremos un nudo, que estará más cómodo. (Heliodoro se debate indignado.) ¡Caray, qué genio tiene!…
BREMÓN:
Soltadle, dejadle tranquilo, no le forcemos a nada. Tened en cuenta que está acostumbrado a la libertad más absoluta…
RICARDO:
Y cuidado, no se nos largue.
(Entre Emiliano y él le colocan en el tronco del árbol. Le rodean todos contemplándole.)
EMILIANO:
A ver qué hace, a ver qué hace…
HELIODORO:
Atajú… Atajú… Agatula… Nitacaual…… au Atajú…
EMILIANO:
Vaya bronca que me está echando.
BREMÓN:
Eso es que no le gusta que se le toque la barba. Igual le pasaba a un catedrático de Química amigo mío.
EMILIANO:
¿Ve usted, doctor, cómo era verdad mi descubrimiento de las huellas del pie?
HELIODORO:
Cataxca butla… Nitacaual…
EMILIANO:
Y pensar que a lo mejor nos está diciendo que se llama Pepe… (A Heliodoro.) «Parlez-vous français?»
BREMÓN:
«Do you speak english? Sprechen sie Deutsch?»
RICARDO:
«Parlate italiano?» (Nuevo silencio.)
EMILIANO:
«Fabla vostra escelenza ao lingua de Camoens?»
TODOS (Desalentados.):
¡Nada!
RICARDO:
No es francés, ni inglés, ni alemán, ni portugués, ni italiano…
EMILIANO:
A ver si es que es idiota…
BREMÓN:
Mi impresión personal es que, a causa de una larguísima existencia en plena soledad, ha olvidado por completo el idioma nativo, que será uno de los que acaba de escuchar. Probablemente se trata de un náufrago arrojado a estas playas, hace Dios sabe cuántos años; por el aspecto, es viejísimo.
RICARDO:
¿Qué años crees tú que pueda tener?
BREMÓN:
Muchísimos. Se ve que la vida al aire libre le ha fortalecido, pero no me extrañaría nada que tuviera incluso cerca del siglo…
HORTENSIA (Nerviosísima.):
¡¡No es posible!! Sería demasiada casualidad… ¡Dios mío, qué horrible idea me ha asaltado!
BREMÓN:
¡Una idea! ¿Tú?
HORTENSIA:
Sin saber por qué… ¡Qué horror!… Acabo de pensar, Ceferino, en…, en mi marido…, desaparecido en un naufragio hace setenta años, ¿no recuerdas?
BREMÓN:
Pero eso es una locura.
VALENTINA:
Un disparate…
RICARDO:
No puede ser.
HORTENSIA:
Pero ¿y si lo fuera? No quiero pensar…
BREMÓN:
Vamos, mujer…
HORTENSIA:
Déjame, Ceferino; debo hacer una prueba. Mi conciencia me obliga a ello… Aunque si fuera cierto, esto abriría nuevamente un abismo entre tú y yo… Déjame…
(Se acerca a Heliodoro, que la sonríe en el acto.)
VALENTINA:
¡La sonríe amablemente!
BREMÓN:
¡La sonríe!
EMILIANO:
Si la sonríe amablemente, no es su marido.
HELIODORO:
Atajú…
VALENTINA:
Y la dice «Atajú»…
EMILIANO:
Bueno: eso también me lo ha dicho a mí antes.
BREMÓN:
Acércate más y pronuncia lentamente su nombre.
HORTENSIA (Obedeciendo a Bremón.):
¡Heliodoro!
HELIODORO (Mirándola como sugestionado y hablando lentamente y sin expresión.):
¡Hor-ten-siaaa!
HORTENSIA:
¡Aaaaaa!… ¡Es él!… ¡Es él!…
(Huye.)
BREMÓN:
¡Hortensia!
(Acude a ella.)
VALENTINA:
¡Virgen Santísima!…
BREMÓN:
¡Válgame Dios!…
EMILIANO:
(A Heliodoro, que lo contempla todo indiferente.) Bueno, rico, pues ya la has armado…
HELIODORO:
Atajú…
EMILIANO:
Sí, sí; atajú, pero la has armado…
HELIODORO:
Hortensia… Hortensia…
(Va hacia ella.)
HORTENSIA:
No, no. ¡No quiero verle!…
BREMÓN:
Que no se acerque, Emiliano. Que no se acerque a ella, porque no respondo de mí.
HORTENSIA:
Ceferino…
(Entre Emiliano y Ricardo sujetan a Heliodoro.)
EMILIANO:
¡Quieto, hombre! Qué perra ha cogido de pronto. Claro que vivir setenta años separado de la parienta es motivo para tener ganas de dedicarle un parrafillo; pero… Pero a usted, doctor, tiene que dolerle.
BREMÓN:
Llévatelo… Donde yo no lo vea… Donde no sepa que existe.
EMILIANO:
Sí, señor. Vamos a amarrarle a un cocotero, Ricardo.
RICARDO:
Vamos. Echa aquí una mano, Valentina.
EMILIANO:
Anda, Heliodoro, hijo; ven con nosotros. Vamos ahí, a partir cocos…
HELIODORO:
¿Cocos?
EMILIANO:
Sí, hijo, sí; y si te quedas aquí, el coco partido puede que sea el tuyo.
(Se lo llevan por la derecha. Bremón se ha sentado desesperado en el tronco del árbol. Hortensia, que ha quedado a solas con él, se le acerca.)
HORTENSIA:
¡Ceferino!…
BREMÓN:
Déjame…
HORTENSIA:
¿Celos, Ceferino?…
Cuando no hay rival ninguno, juzgamos inoportuno
sentir celos, es verdad…
Mas cuando hay rivalidad,
niños, jóvenes y abuelos,
todo el mundo siente celos…
¡Mira que es casualidad!…
BREMÓN:
¡Exacto y hermosísimo!
HORTENSIA:
¿Eh? ¿Qué dices?
BREMÓN:
No sé. La aparición de este desgraciado y el comprobar que es tu marido me ha perturbado de un modo… Quizá él simboliza el obstáculo que le es necesario al ser humano para despertarle el deseo.
HORTENSIA:
¿Es posible? ¿Es posible? ¡Dios mío!… Entonces casi vamos a tener que agradecerle el que no muriera en su naufragio.
BREMÓN:
No. Porque yo había encontrado la solución de nuestros tormentos… La había encontrado… Y era maravillosa…
HORTENSIA:
¿Qué?
BREMÓN:
Óyeme, Hortensia. Hace un rato, cuando Emiliano me defendía contra vuestros reproches, he estado a punto de descubriros el éxito de mis nuevos trabajos, y deciros: «Dejad ya de sufrir, porque, si yo quiero, volveremos todos a ser mortales como antes, sólo que en mejores condiciones que antes…»
HORTENSIA:
¿Eh?
BREMÓN:
He estado a punto de gritaros: «Yo puedo devolveros el gusto de la vida que hemos perdido. He estado a punto de descubriros el prodigio más grande que ha concebido la mente humana: un prodigio todavía mejor que el de la inmortalidad…»
HORTENSIA:
¡Ceferino!
BREMÓN:
Pero apareció Heliodoro, tu marido… Y resolví callar, porque la única manera de quitarlo de en medio definitivamente es seguir siendo inmortales hasta que se muera él.
HORTENSIA:
Pero ¿es que has descubierto una cosa para…?
BREMÓN:
Sí. Para morirnos… Pero después de una vida de felicidad quintaesenciada…, de dicha inenarrable…, de goce infinito…
HORTENSIA:
¡Ceferino!
BREMÓN:
¡Calla, calla, que vienen! No les digas nada.
HORTENSIA:
¡Dios mío!… ¡Dios mío de mi alma!…
(Da muestras de gran agitación. Por el primero derecha, aparecen Valentina y Ricardo contemplando el paisaje.)
RICARDO:
¡Cinco años viviendo en ella y es la primera vez que nos damos cuenta de que la isla es preciosa!
VALENTINA:
Es verdad, Ricardo.
RICARDO:
Y tenía razón Meighan de que el golpe de vista que ofrece desde aquí el bosque… ¿Eh?
VALENTINA:
Realmente, estupendo.
RICARDO:
¡Es magnífico!…
VALENTINA:
¡Magnífico!…
(Por la derecha aparece Emiliano, y se inclina agradecido, como si los piropos fueran para él.)
EMILIANO:
¡Gracias, Ricardo! ¡Gracias, Valentina!
RICARDO:
Nos estamos refiriendo al bosque, idiota.
BREMÓN:
Al bosque y a la isla, Emiliano; que ahora les encanta porque saben que tienen que abandonarla.
EMILIANO:
¡Como que parece mentira que se les tome tanta ley a unos cuantos cocoteros y a veintiocho familias de mosquitos diferentes!
RICARDO (Volviéndose hacia Bremón.):
Justamente… Como nos encantaría la vida misma si no fuera… por lo que es; y por quién es…
EMILIANO:
¿Ya empezamos? ¡He dicho que no consiento reproches para el doctor!
HORTENSIA:
Y ahora menos que nunca.
BREMÓN:
¡Silencio, Hortensia!
HORTENSIA:
¡No quiero callarme!… Todos hemos sido injustos contigo, y no me callaré… Ceferino ha descubierto una cosa que neutraliza el efecto de las antiguas sales…
VALENTINA, EMILIANO y RICARDO:
¿Eh?
HORTENSIA:
Y que nos va a hacer vivir años de felicidad indecible.
VALENTINA:
¡Doctor!…
RICARDO:
Habla, Ceferino.
EMILIANO:
Este tigre de la ciencia me da miedo.
BREMÓN:
¿No os habéis amotinado varias veces contra mí porque os sentís incapaces de soportar la vida eterna? Pues lo que yo iba a proponeros es… la muerte a plazo fijo.
RICARDO y VALENTINA:
La muerte a plazo fijo…
EMILIANO:
¡Caray, qué proposición!
BREMÓN:
Iba a proponeros el volver a ser jóvenes de veras, y serlo cada día más, y al fin…, morirnos de niños.
RICARDO, VALENTINA y HORTENSIA:
¿Cómo?
EMILIANO:
¿Morirse de niños? Se me va la cabeza…
BREMÓN:
¿Pensáis que estoy loco, igual que en mil ochocientos sesenta? (Cogiendo unos tubitos de ensayo de sobre la mesa.) Y, sin embargo… ¿veis estos tubitos de ensayo? Pues contienen un alcaloide…, el del «alga frigidaris». Como todos los alcaloides, la «frigidalina» tiene un poder agresivo extremado y va más allá de las antiguas sales. Esto no sólo conserva los tejidos, sino que los rejuvenece de tal manera, que quien lo tome, cada año tendrá un año menos, hasta llegar a la juventud, luego a la adolescencia, después a la infancia, y, por último, a la desaparición, a la muerte…
EMILIANO:
¿Y nos moriríamos con el chupete?
BREMÓN:
De niños; pero después de haber vivido años deliciosos; en plena y verdadera juventud y con el acicate de la muerte segura, que nos daría un ansia constante de aspirar a todo y de disfrutar de todo…
RICARDO:
Y ya no seríamos corazones frenados.
EMILIANO:
Ahora serían ustedes corazones con marcha atrás.
VALENTINA:
Cinco corazones con freno y marcha atrás.
EMILIANO:
No. Cuatro, porque ustedes harán lo que quieran, pero yo esta vez no me tomo el menjurje.
TODOS:
¿Qué?
EMILIANO:
Que no. Porque conviene que uno de nosotros siga siendo inmortal para que cuide a los demás cuando sean pequeñitos. Verán lo bien que les doy yo a ustedes el biberón…
RICARDO:
Ceferino, ¿estás seguro de todo eso?
BREMÓN:
Sí. Lo he comprobado también en los bichos del corral, como hice con las sales. Y el poder del alcaloide es tan intenso, que los animales a los que no he dado previamente las sales, al darles el alcaloide vuelven a la infancia al instante.
RICARDO:
Pero ¿nosotros volveríamos a la niñez gradualmente?
BREMÓN:
Año por año viviríamos, en sentido inverso, toda nuestra vida anterior.
VALENTINA y HORTENSIA:
¡Jesús!…
(Emiliano coge un tubo de ensayo y hace mutis por la derecha.)
RICARDO:
Pues yo me lo tomo…
(Cogiendo otro tubo.)
BREMÓN:
¡Ricardo!
RICARDO:
Me lo tomo… (A Valentina.) Y tú también. Y Hortensia… Todos…
BREMÓN:
Hortensia y yo, no. Necesitamos seguir siendo inmortales para dar lugar a que se muera Heliodoro.
HORTENSIA:
Pero, Ceferino… Si Heliodorono puede vivir ya más de dos o tres años… Si tiene ciento tres, sin sales…
RICARDO:
Naturalmente; ¿qué más os da?
(Quedan hablando aparte. Por la derecha, Emiliano con el tubo vacío.)
EMILIANO:
Ya está…
BREMÓN:
¿Que ya está? ¿Te lo has tomado tú, Emiliano?
EMILIANO:
Se lo he empujado a don Heliodoro.
TODOS:
¿Cómo?
EMILIANO:
¿No ha dicho usted que dándoselo a quien no haya ingerido antes las sales ese alguien vuelve a la niñez al momento? Pues se lo he sacudido a Atajú para que se vuelva niño, y deje de ser un obstáculo para ustedes. Está aquí mismo jugando al gua… Fíjense…
TODOS:
¿Qué?
(Avanza hacia la derecha y saca al niño de siete u ocho años en que se ha convenido Heliodoro, y que va vestido igual que él.)
HELIODORO:
Atajú…
TODOS (Retrocediendo con un grito de horror.):
¡Oh!…
TELÓN.