Una sala de recibir en casa de Ricardo. Puerta al foro, que simula conducir a un pasillo y a la entrada de la casa. Otras dos puertas en el último término de la derecha y en el primer término de la izquierda respectivamente, que llevan a otras habitaciones interiores. Las tres puertas son de dos batientes, con soportes de metal dorado. Según se ha dicho, la acción de este acto primero transcurre en la segunda mitad del siglo XIX, mediado el año 1860, y, por tanto, el decorado y el «atrezzo» están de absoluto acuerdo con la época. Las puertas se hallan provistas de amplios y pesados cortinones, que se recogen a los lados con pliegues. Las paredes, de papel rameado con baquetillas de madera, aparecen pródigamente adornadas con cuadros al óleo y grandes platos de escayola, en el fondo de los cuales se han pintado marinas, puestas de sol y frutas o flores. Todos los muebles, susceptibles de soportar encima algún objeto, rebosan de «bibelots» y de figuritas de porcelana atrozmente artísticas. Grandes consolas sostienen candelabros con velas y quinqués de petróleo, y entre ellos se alzan fanales de cristal, en cuyo interior rebosan barquitos y toda suerte de trabajos hechos con conchas, corales y perlas falsas. Fotografías de familia. Pendiente del techo, una gran lámpara con luces de gas o petróleo. En los rincones, maceteros que sostienen tiestos de plantas artificiales y flores de trapo. El suelo es de ladrillos rojos y blancos, tapado a trechos por alfombras de nudo, hechas a mano. Presidiendo la escena, una imagen de San Isidro, delante de la cual arde una lamparilla de aceite, iluminándola. Sillones y sofás de peluche de color y madera negra, confidentes «vis-â-vis», sillas curvadas y veladores. Colgando junto a la puerta del foro, cordón de una campanilla. Son las siete de la tarde de un día de primavera. La puerta del foro está abierta, y las otras dos, cerradas.
Al levantarse el telón, en escena, Emiliano. Es un individuo de unos cuarenta años, cartero de profesión, en pleno ejercicio de su cargo. Viste el uniforme de los carteros de la época y lleva una gruesa cartera colgada del hombro. Su actitud es la de un hombre estupefacto e intrigado, porque conviene advertir que ha entrado hace mucho tiempo en aquella casa a entregar una carta certificada y no ha conseguido que le atienda nadie, que nadie le firme el recibo y que nadie se ocupe de él. Emiliano se halla sentado en una silla, consternado y sin saber qué pensar de lo que sucede. Un reloj que hay sobre un mueble da siete campanadas.
EMPIEZA LA ACCIÓN.
EMILIANO:
Las siete de la tarde; y entré aquí a las doce y media… Hoy es cuando me echan a mí del noble Cuerpo de Carteros, Peatones y Similares, recientemente constituido. Pierdo el empleo como mi abuelo perdió el pelo y mi padre perdió a mi abuelo. Pero yo no me voy de aquí sin que me firmen el certificado y sin enterarme de lo que ocurre en esta casa. (Dentro, en la derecha, se oyen unos ayes lastimeros. Emiliano se levanta sin querer, sobresaltado, y en seguida vuelve a sentarse.) Otra vez los ayes… Seis horas y media de ayes. He llegado a pensar si estarán asesinando a un orfeón… Por otro lado, la casa parece honorable, y al mismo tiempo esto de que sus habitantes no me hagan caso… (Por la izquierda sale Catalina, que es una doncella de servicio dela casa. Emiliano se levanta con ánimo de hablarle y de que le atienda.) Joven… Chis… Joven… (Catalina cruza la escena sin hacer caso, hablando sola, preocupadísima.)
CATALINA:
¡Válgame Dios!… ¡Válgame Dios!… ¡Válgame la Santísima Virgen!…
EMILIANO:
Me hace usted el favor, joven, que estoy aquí desde las doce y media, porque traigo un certificado para don Ricardo Cifuentes…
(Catalina ni le mira siquiera.)
CATALINA:
¡Válgame el Redentor!…
(Catalina se va por el foro, como si Emiliano no existiera en el mundo. Emiliano queda en la puerta del foro con la palabra en la boca. Por la derecha sale entonces Adela, una muchacha de unos veinticinco años, muy bonita; lleva traje de calle y la capotita puesta. Está tan preocupada como Catalina y se va en dirección a la izquierda, hablando sola también. Emiliano, en cuanto la ve, intenta, naturalmente, entablar el diálogo.)
EMILIANO:
Tenga la bondad, señorita, que estoy aquí desde las doce y media, porque traigo un certificado para don Ricardo Cifuentes…
ADELA:
¡Dios mío de mi alma!… ¡Dios mío de mi corazón!…
(Han llegado a la izquierda, y Adela hace mutis por aquel lado, sin atender a Emiliano y dándole materialmente con la puerta en las narices. Entonces, por el foro, vuelve a salir Catalina, esta vez en dirección a la derecha. Emiliano echa a correr hacia ella.)
EMILIANO:
Joven… Joven… Joven… Chis… Oiga, joven…
(Catalina se va por la derecha, cerrando la puerta tras sí. En el mismo instante, por la izquierda, sale nuevamente Adela, en compañía de Luisa, que es un ama de llaves de unos cincuenta años, hablando entre sí, siempre muy preocupadas, y en dirección a la derecha. Emiliano se lanza en el acto a abordarlas con la misma falta de éxito de siempre.)
LUISA:
Todo, señorita Adela; todo… Hemos hecho todo lo que se podía hacer…
EMILIANO:
Señoras… ¿Tienen la bondad, señoras?
(Las sigue.)
ADELA:
¿Y avisaron a la señorita Valentina? ¿Y a doña Hortensia?
(Andando rápidamente hacia la derecha.)
LUISA:
Sí. Ha ido José en el coche. Ya no puede tardar.
EMILIANO (Andando, como siempre, al lado de ellas.):
Señoras, hagan el favor, que estoy aquí desde las doce y media, porque traigo… (Han llegado los tres a la derecha, y Adela y Luisa se van hablando entre sí, sin contestar a Emiliano.) Nada, no hay manera. (Por el foro, procedente de la calle, entra María, otra doncella al servicio de la casa, cargada de paquetes, jadeando por una larga carrera y más preocupada, si cabe, que las demás. Emiliano se esperanza al verla.) ¡Hombre, la que abrió la puerta esta mañana! (Va hacia ella.) Joven…
MARÍA (Que iba hacia la derecha, deteniéndose.):
¡Hola, buenas! ¡Loca vengo!… ¡Sin respiración vengo!… ¡Sin saber por dónde piso vengo!…
EMILIANO (Hablando para sí.):
Ésta se va a explicar.
MARÍA:
¡Vaya un día!… ¡Menudo día!… ¡Dios mío, qué día!
EMILIANO:
Mal día, ¿eh?
MARÍA:
¡Uf!… ¡Qué día! ¡¡Qué día!!… Pero y usted, ¿qué hace aquí todo el día?
EMILIANO:
Pues ya lo ve usted; pasando el día. Ni he conseguido que me firmen el certificado ni enterarme de lo que ocurre en la casa.
MARÍA:
¡Flojo es lo que ocurre en la casa!…
EMILIANO:
Oiga usted: ¿y qué es lo que ocurre?
MARÍA:
¿Que qué ocurre? Mentira parece lo que ocurre. Espérese usted, que voy a ver si ha ocurrido algo más.
(Se va por la derecha, dejando en un sillón los paquetes que traía. Emiliano queda inmóvil, más intrigado y fastidiado que nunca. Por el foro irrumpe José, que es el cochero de la casa. Viste de uniforme y tiene unos treinta años. José, como los restantes personajes, está muy preocupado y con síntomas de tener mucha prisa. Entra a dar un recado y se detiene para hablar rápidamente.)
JOSÉ:
¡Hola, amigo! Buenas tardes.
EMILIANO (Volviéndose.):
¿Eh?…
(Va hacia él nuevamente, esperando por saber y por averiguar.)
JOSÉ:
No puedo entretenerme; soy el cochero del señor Cifuentes, ¿sabe usted? Bueno, pues le dice usted al ama de llaves, doña Luisa, ya sabe usted quién le digo… Le dice usted que de parte de José que he hecho los recados que me mandó: que he avisado ya a la señorita Valentina y que ya está informada de todo doña Hortensia. Que el señor Bremón quedó en venir a las siete y media. Y que me ha dicho que lo que sucede aquí tenía que suceder, y que no es extraño que suceda. ¿Se le olvidará a usted algo?
EMILIANO:
A lo mejor, no; pero oiga usted, ¿qué es lo que sucede aquí?
(José lanza un silbido ponderativo e inicia el mutis. Cuando va a salir por el foro entra el señor Corujedo, un caballero de unos cincuenta años, de aire amable y educadísimo.)
CORUJEDO:
¿Se puede?
JOSÉ:
Sí, señor; pase usted. (A Emiliano.) Lo que sucede aquí… (Silba aún más fuerte.) ¡Ea, adiós!
(Se va por el foro.)
CORUJEDO:
¿Da usted su permiso?
EMILIANO:
Adelante, caballero. (Para sí.) A ver si éste está al tanto. (A Corujedo.) Pase usted, hágame el favor.
CORUJEDO:
Muchas gracias.
EMILIANO:
Siéntese y póngase cómodo.
CORUJEDO (Sentándose.):
Es usted muy amable.
EMILIANO:
Con toda confianza. Está usted en su casa… El que no está en su casa soy yo, pero da igual.
CORUJEDO:
Me llamo Elías Corujedo.
EMILIANO:
Hace usted bien.
CORUJEDO:
¿Eh?
EMILIANO:
Y como le supongo a usted enterado de lo que ocurre aquí…
CORUJEDO:
Pues verá usted: yo no tengo la menor idea de lo que pueda ser.
EMILIANO:
¡Hum!…
CORUJEDO:
Yo venía a ver al señor Cifuentes para proponerle un negocio, me he encontrado abierta la puerta de la escalera y he entrado. Ya había venido esta mañana, pero me ha sucedido una cosa que no la va usted a creer.
EMILIANO:
¿El qué?
CORUJEDO:
Que estuve aquí cerca de media hora sin que nadie me hiciera caso.
EMILIANO:
¿Es posible?
CORUJEDO:
En vista de ello he vuelto esta tarde. Soy agente de seguros de vida.
EMILIANO:
¿Y eso qué es?
CORUJEDO:
Un negocio nuevo, llamado a tener un gran porvenir.
EMILIANO:
¿Y en qué consiste?
CORUJEDO:
Pues consiste en que el asegurado pague una pequeña cantidad mensual a la Sociedad que le asegura, y la Sociedad, cuando el asegurado se muere, le da una serie de miles a la viuda o a la familia.
EMILIANO:
Lo que discurren en este siglo… Pero oiga usted, y la gente, ¿cómo recibe esa proposición?
CORUJEDO:
Al principio me oyen amablemente, pero cuando se enteran de que para cobrar tienen que morirse se indignan y me atizan.
EMILIANO:
¡Claro!…
CORUJEDO:
La gente está muy atrasada, pero algún día el seguro de vida será una cosa corriente. Tenemos la suerte de vivir en una época, amigo mío, que nos reserva grandes sorpresas… Me han dicho que en el extranjero han inventado un artilugio que se llama teléfono y que sirve para hablar desde una población con otra.
EMILIANO:
¡Lo que tendrán que gritar!…
CORUJEDO:
Y que hay países donde han empezado a usar un chisme que le dicen telégrafo, y que consiste en mandar cartas por la electricidad.
EMILIANO (Dando un salto.):
¡¡No!!
CORUJEDO:
Sí, señor; sí.
EMILIANO:
Cállese, cállese, caballero…
(Le tapa la boca.)
CORUJEDO:
¿Eh?… ¿Pero?…
EMILIANO:
Hágame el favor de callarse, que si se enteran de eso aquí, en España, me quedo sin empleo. ¿No ve usted que soy cartero? En cuanto empiecen a mandar las cartas por la electricidad sobramos nosotros.
(Dentro, en la derecha, suenan unos ayes lastimeros de Ricardo, lo mismo que al principio del acto.)
CORUJEDO:
Oiga usted, ¿qué es eso?
EMILIANO:
Un misterio. En esa habitación (Por la derecha.) por lo visto se encuentra encerrado el amo de la casa, al que de vez en vez se le oye quejarse.
(Van a la puerta y escuchan. Entonces, dentro se oyen risas, grandes carcajadas.)
CORUJEDO:
Pero…, pero, ahora se ríe… Y dentro hay varias personas que hablan a un tiempo… ¿Quiénes son?
(Por el foro, mientras hablan, ha entrado Juana, la portera de la casa, una mujer de unos cuarenta años, y que se dirige hacia Corujedo y Emiliano, concluyendo la última frase de Corujedo.)
JUANA:
… La profesora de pintura.
EMILIANO y CORUJEDO (Al mismo tiempo.):
¿Eh?
JUANA:
Don Ricardo…, las doncellas y doña Luisa, el ama de llaves…
EMILIANO:
¿Y usted?
JUANA:
La portera.
EMILIANO (A Corujedo.):
¡Huy!… Está enteradísima.
CORUJEDO:
Seguro…
EMILIANO:
Oiga usted… ¿Aquí qué ocurre?
JUANA:
Si yo pudiera hablar…
EMILIANO:
Por sus hijos, hable usted, señora.
JUANA:
En secreto… puedo decirles que en esta casa vive don Ricardo Cifuentes.
CORUJEDO:
Ya…
EMILIANO:
De esto es de lo único que estábamos enterados.
JUANA:
Don Ricardo es un muchacho de unos treinta años, soltero y huérfano…
CORUJEDO:
¿Profesión?
JUANA:
Ninguna,
EMILIANO:
La mejor profesión que se conoce.
CORUJEDO:
Pero, aparte de pintar al óleo, ¿a qué se dedica don Ricardo?
JUANA:
Pues don Ricardo se ha dedicado a divertirse y a quedarse sin un céntimo de la fortuna que le dejaron sus padres, y a esperar a que se muriera su tío Roberto, para heredarle y casarse con la señorita Valentina.
EMILIANO:
¿El tío Roberto es rico?
JUANA:
Millonario…
EMILIANO:
Y no se muere, claro.
JUANA:
Se murió el jueves pasado.
EMILIANO y CORUJEDO (Al mismo tiempo.):
¿Cómo?
JUANA:
Que se murió el jueves pasado. Hoy debía verificarse la apertura del testamento; y sé de muy buena tinta que el tío le ha dejado íntegra su fortuna: ocho millones de reales.
EMILIANO:
Entonces, lo que tiene ese hombre es que se ha vuelto loco de alegría.
JUANA:
Tampoco. Porque yo he visto con mis propios ojos, también, que el señorito ha venido disgustadísimo de casa del notario.
(Por la derecha sale María, la doncella que entró antes con los paquetes, en la actitud de quien busca algo nerviosamente.)
MARÍA:
Los paquetes… ¿Dónde he dejado yo los paquetes? ¡Ah!… Sí. Aquí.
(Va al sillón y los coge. Los otros tres la interrogan ansiosos.)
JUANA:
¿Qué ocurre, María?
CORUJEDO:
¿Qué?
EMILIANO:
¿Qué?
MARÍA:
Que me había dejado los paquetes y el agua de azahar.
EMILIANO:
En la casa.
MARÍA:
Claro; en ese sillón.
EMILIANO:
¿Que qué ocurre en la casa…?
MARÍA:
Pues que se ha armado el lío que se ha armado. Entre lo de la herencia y la carta del doctor…
JUANA:
¿Pero se ha recibido una carta de un doctor?
MARÍA:
Del doctor Bremón.
EMILIANO:
Bueno joven: vamos por partes. ¿Que es lo de la herencia?
MARÍA:
Pues lo de la herencia, por lo visto es una infamia.
EMILIANO:
Pero el tío Roberto le ha dejado heredero al señorito Ricardo, ¿no?
MARÍA (Asombrada.):
¿Conocía usted al tío Roberto? ¿Está usted enterado del lío de la herencia? Cuente usted… Cuente usted…
EMILIANO:
¿Eh?
(Por la derecha salen Luisa y Adela, y María las llama vivamente.)
MARÍA:
¡Doña Luisa! ¡Señorita Adela! ¡Este señor lo sabe todo!
LUISA y ADELA (Al mismo tiempo.):
¿Qué?
MARÍA:
Está enterado de todo al detalle.
LUISA:
¡Dios mío!… Hable usted…
ADELA:
Hable usted, caballero…
(Por la derecha, Catalina.)
CATALINA (A María.):
¿Qué dices? ¿Que ya se sabe todo?
MARÍA:
Todo. Este señor nos lo va a decir.
CATALINA:
¿Y qué es? ¿Qué es lo de la herencia?
ADELA:
¿Qué quiere decir en su carta el señor Bremón?
EMILIANO:
Pero, bueno, a ver, porque voy a acabar loco… ¿Todo eso me lo preguntan ustedes a mí?
LUISA, ADELA y CATALINA (Al mismo tiempo.):
Claro…
MARÍA:
¿Pues a quién se lo vamos a preguntar?
EMILIANO:
Señor Corujedo, ¿oye usted esto?
CORUJEDO:
Sí. Y realmente está usted en la obligación de explicarnos…
EMILIANO (Estupefacto.):
¿Que yo estoy en la obligación de explicarles? (A María.) ¿Dónde está el agua de azahar?
MARÍA (Alargándole una botella.):
Aquí.
EMILIANO (Bebiéndose un trago.):
Venga…
(Se limpia con la manga.)
LUISA:
Como María decía que…
MARÍA:
Yo, como le oí hablar del tío Roberto…
EMILIANO:
Pero si las noticias del tío Roberto me las ha dado esta señora. (Por Juana.)
JUANA:
¿Cómo?
EMILIANO:
(A gritos, haciéndose dueño de la situación.) Y yo también… Y el señor Corujedo… Y todos. Porque si dentro de tres minutos justos no nos enteramos nosotros de las cosas que suceden aquí, aquí van a suceder cosas de las que se va a enterar todo el mundo…
JUANA:
¡Pero, buen hombre!…
CORUJEDO:
Amigo mío…
(Alarma en todos.)
EMILIANO:
Ni buen hombre, ni amigo, ni nada… No estoy dispuesto a aguantar el que me pregunten a mí lo que ocurre, ni mucho menos a quedarme sin saberlo, porque antes de eso mato a una…
LUISA:
¡Dios mío!…
ADELA:
¡Ay!…
CATALINA:
Avisad a alguien.
MARÍA:
Sí, sí… (Inicia el mutis por el foro.)
EMILIANO:
Quieta, joven… De aquí no sale nadie… Me constituyo en tribunal y voy a interrogar. (A Luisa.) Hable la testigo.
LUISA:
Pues, verdaderamente, yo no puedo decir mucho. Hasta el jueves pasado el señorito Ricardo ha venido haciendo su vida corriente; visitar noche tras noche a su tío Roberto, que ha vivido once meses asegurando formalmente que se moría al día siguiente.
CORUJEDO:
Y ¿de qué ha vivido don Ricardo en esos once meses?
LUISA:
De milagro, caballero.
EMILIANO:
Pero ¿y esta casa?
JUANA:
No paga desde agosto.
EMILIANO:
¿Es posible?
LUISA:
¡Si lo sabrá Juana, que es la portera! Y todos esos muebles, vendidos. No se los han llevado ya, porque como pesan mucho, les da pereza.
CATALINA:
Y a mí el señorito me debe el sueldo de todo el año.
MARÍA y ADELA (Al mismo tiempo.):
Y a mí.
LUISA:
Toma, y a mí. Y al cochero. Y a todos…
EMILIANO:
¿Y cómo le sirven ustedes?
MARÍA:
De muy mala gana.
LUISA:
La verdad es que todos esperábamos el día de hoy, porque a las nueve era la lectura del testamento. El señorito se fue a las nueve menos cuarto, y cuando volvió de casa del notario estaba pálido y deprimidísimo… Le pregunté y me contestó: «Sí, Luisita; me ha dejado de heredero universal, pero lo que ese hombre ha hecho conmigo es una infamia, una infamia…» Se echó a llorar, le entró un hipo tremendo y empezó a dar sacudidas; total, que cayó en un ataque de nervios terrible.
CATALINA:
Terrible.
CORUJEDO:
Bueno; pero ¿y las risas?
EMILIANO:
Eso es: ¿por qué se reía al mismo tiempo que se quejaba?
LUISA:
Eso es de otro asunto; lo del doctor Bremón, un antiguo amigo del señorito.
CORUJEDO:
Médico, claro…
LUISA:
Pues verá usted: es médico y no es médico.
EMILIANO:
En esta casa nadie sabe lo que es.
LUISA:
Es médico porque tiene acabada la carrera de Medicina y una fama grandísima como médico; pero no es médico porque no ejerce y, además, porque, según él mismo dice, no sabe nada de Medicina.
CORUJEDO:
¿Que no sabe nada de Medicina?
EMILIANO:
Entonces, por eso es famoso como médico.
LUISA:
Según él, la Medicina no es una ciencia, sino un arte.
CORUJEDO:
Un arte…
LUISA:
Y lo define: como «el arte de acompañar con palabras griegas al sepulcro».
EMILIANO:
¡Vaya un tío!…
LUISA:
Para él, las enfermedades se dividen en dos clases: las que se curan solas de cualquier manera y las que no las cura nadie de ninguna manera. Las primeras, como se curan solas de cualquier manera, dice que no necesitan médico, y las otras, como no las cura nadie de ninguna manera, pues tampoco.
EMILIANO:
Un genio…
CORUJEDO:
Y si no se dedica a la Medicina, ¿a qué se dedica el doctor?
LUISA:
Pues… (Volviéndose a Adela, con aire reservado, como quien no se atreve a descubrir un secreto gravísimo.) ¿Lo digo?
EMILIANO (Indignado.):
¿Cómo que si lo dice? ¿Cómo que si lo dice? Pero ¿usted cree que vamos a aguantar que nos oculte usted algo?
ADELA:
Dígalo, Luisa. Después de todo…
LUISA:
Pues nosotras creemos que se dedica a… Pero antes de decirlo voy a rezar un Padrenuestro a San Isidro para que nos libre del pecado…
EMILIANO y CORUJEDO (Al mismo tiempo.):
¿Eh?
LUISA (Poniéndose ante la imagen.):
Padre nuestro… (Rezan todas las mujeres.)
EMILIANO:
Pero ¿ve usted esto?
CORUJEDO:
¿A qué se dedicará el doctor, que hace falta rezar antes de decirlo?
EMILIANO:
Señor Corujedo, me estoy quedando sin pulso.
LUISA (Acaba con las demás la oración.):
…tentación, mas líbranos del mal. Amén. Pues nosotras creemos que el doctor Bremón se dedica a (Bajando la voz y estremeciéndose.) a… cosas de brujería.
TODAS:
¡Jesús!
EMILIANO:
¿Cómo?
CORUJEDO:
¿A cosas de brujería?
LUISA:
Sí, señor, sí. Hace experiencias raras y descubrimientos extraños. Tiene la casa llena de bichos para probar en ellos sus experimentos. No permite entrar a nadie en su gabinete de trabajo, y, por las noches, el doctor se encierra allí horas y horas, y dicen que sale humo por debajo de la puerta.
EMILIANO:
Será que fuma.
LUISA:
No, señor, que el humo, por lo visto, tiene como un olor a azufre…
JUANA, CATALINA y MARÍA (Al mismo tiempo.):
¡Ave, María Purísima!
(Se santiguan.)
ADELA:
¡El doctor lee el futuro en los astros!
EMILIANO:
¡Vaya vista!
MARÍA:
¡Y le achacan no sé cuántos inventos!
LUISA:
Una de las cosas que dicen que ha inventado es ¡unas píldoras para no dormirse en la ópera!
CORUJEDO:
¡Qué cerebro!
EMILIANO:
Eso es más grande que lo del seguro de vida, señor Corujedo.
LUISA:
Por ello es nuestro miedo y nuestra angustia, porque a poco de volver el señorito Ricardo de la notaría, llegó una carta para el del doctor Bremón. Se la dejé en su cuarto, pero me olvidé de ella cuando cayó con el ataque de nervios. Asustada, mandé a ésta (A María.) que fuera a buscar agua de azahar y éter, y en el momento en que iba a ir, vimos que el señorito, en vez de quejarse, empezaba a reír a carcajadas. Entramos, aterradas, creyendo que se había vuelto loco; pero no se había vuelto loco; era que había leído la carta del doctor.
EMILIANO:
¡Caramba!
LUISA:
Parecía otro hombre: le brillaban los ojos, daba vivas al doctor y vivas a España. Y gritaba: «¡Ya está, ya está!»
EMILIANO:
¡Ya está!
TODOS (Interesadísimos.):
¿El qué?
EMILIANO:
Que gritaba: «¡Ya está!»
LUISA:
Sí, señor. «¡Ya está!» Y en seguida dijo que avisásemos a la señorita Valentina ya doña Hortensia, y que trajéramos pasteles y champaña para celebrarlo.
EMILIANO:
Pero ¿para celebrar el qué?
LUISA:
Pues ésa es la cosa, que no dijo más.
EMILIANO:
Bueno, pero ¿y la carta del doctor?
LUISA:
Aquí la tengo.
(Saca una carta de un bolsillo del delantal.)
EMILIANO:
¿Y qué dice?
CORUJEDO:
¿Qué dice?
LUISA:
Pues dice… (En este instante, por el foro entra Valentina, seguida de José el cochero. Al verla, Luisa grita.) ¡Ay! ¡La señorita Valentina!…
(Y todas van hacia ella.)
EMILIANO (A Corujedo.):
Me parece que tampoco nos enteramos de la cartita.
(Valentina es una muchacha de veintisiete o veintiocho años, muy bonita, un poco tímida y apegada a los prejuicios de su siglo. Al entrar, asustadísima y acongojada, va abrazando a unas y otras con patetismo cómico.)
VALENTINA:
Luisa…
LUISA:
Señorita Valentina…
(Se abrazan.)
VALENTINA:
Adela…
ADELA:
Señorita Valentina…
(Se abrazan.)
VALENTINA:
María… Juana…
MARÍA:
Señorita Valentina…
JUANA:
Señorita Valentina.
(Se abrazan.)
EMILIANO:
Esta debe de ser la señorita Valentina. (A Corujedo.)
VALENTINA:
Estoy como loca… Me parece que me va a dar algo…
LUISA:
¿Eh?
VALENTINA:
Que me den algo, que si no me va a dar algo.
ADELA:
Azahar.
JUANA:
El agua de azahar.
EMILIANO:
¡La botella!
(Vuelve a coger la botellita, limpiándola con la manga y ofreciéndosela a Valentina.)
VALENTINA:
No… Azahar no quiero. ¡Quiero a Ricardo! ¡Que me traigan a Ricardo!
EMILIANO:
Pero a Ricardo no se lo podemos dar embotellado.
LUISA:
Ahora duerme, señorita.
VALENTINA:
¡Necesito verle!… ¡Pobrecito!… ¡Y ayer que me dijo que nos casaríamos en enero!… ¡Y yo que le había comprado una chistera de pelo, que son las que le gustan!… ¡Estoy malísima!… ¡Todo me da vueltas!… (Cierra los ojos.) ¡Ay!…
EMILIANO:
Señorita, no se desmaye usted, que no nos vamos a enterar de la carta del doctor Bremón.
VALENTINA (Abriendo los ojos al instante.):
¿Eh? ¿Se ha recibido una carta del doctor Bremón?
LUISA:
Esta mañana.
VALENTINA:
¿Qué dice la carta? A ver, a ver, ¡por Dios!… (Le arrebata la carta a Luisa, disponiéndose a leer en voz alta.)
EMILIANO:
Atención, señor Corujedo.
(El cochero se echa sobre el grupo, impaciente.)
EMILIANO:
Cochero, no atropelle.
VALENTINA (Que miraba el papel, suspirando.):
¡Ay, no veo!…
EMILIANO y CORUJEDO (Al mismo tiempo.):
¿Eh?
VALENTINA:
¡Me bailan las letras!
EMILIANO:
Traiga usted. (Le quita la carta a Valentina y se dispone a leerla, seguido por todos; pero lanza una exclamación de rabia.) ¡Maldita sea mi estampa!…
LUISA:
¡Jesús!…
CORUJEDO:
¿Qué ocurre?
EMILIANO:
Que, a pesar de ser cartero, no entiendo la letra del doctor.
CORUJEDO:
Déjemela usted a mí, que he sido boticario. (Coge la carta y lee en el otro extremo del escenario, seguido por todos.) «Doctor Bremón y Novaliches, Leganitos, veintiocho, hotel.»
EMILIANO:
Más abajo señor Corujedo, que eso es el membrete.
CORUJEDO:
«Ceferino Bremón.»
EMILIANO:
Más arriba, que eso es la firma.
VALENTINA:
¡Qué mala puntería tiene el señor!
CORUJEDO:
«Querido Ricardo…»
EMILIANO:
Ahí…
CORUJEDO:
«Querido Ricardo: ten serenidad para recibir la noticia espeluznante que voy a darte en esta carta…»
EMILIANO:
¡Caray!
CORUJEDO:
«La noticia es sencillamente que he triunfado.»
EMILIANO:
¿Que ha triunfado?
CORUJEDO:
(Lee.) «Mis quince años…»
LUISA:
¿Sus quince años?
EMILIANO:
Pero ¿qué edad tiene el doctor?
CORUJEDO:
«Mis quince años de esfuerzo y trabajos han resultado útiles.»
EMILIANO:
¡Ah, vamos! ¡Ya decía yo…!
CORUJEDO:
«A las siete y media de esta tarde iré a verte para que hagamos juntos el sensacional experimento. Avisa a Valentina y a Hortensia, sin decirles nada aún, pues debemos descubrirles la grandiosa verdad con toda clase de precauciones, so pena de que caigan enfermas de impresión.»
EMILIANO:
¡Arrea!
VALENTINA:
¡Dios mío!
CORUJEDO:
Por lo visto, el descubrimiento es una cosa fantástica que…
EMILIANO:
Bueno, siga usted y no comente.
CORUJEDO:
«El mundo es tuyo, mío y de ellas.»
EMILIANO:
Se lo han repartido.
CORUJEDO:
«Ya podemos reírnos del pasado, del presente y del porvenir. Y tú, particularmente, puedes reírte del testamento de tu tío Roberto. Hasta luego. Un abrazo de Ceferino Bremón.»
VALENTINA:
¡Dios mío!… ¿Qué ha podido inventar o descubrir ese hombre para que Ricardo se ría del testamento de su tío Roberto, cuando eso es la canallada de las canalladas?
LUISA:
Pero, usted, señorita Valentina, ¿conoce el testamento?
VALENTINA:
¡Claro!…
(Todos rodean a Valentina.)
EMILIANO:
¡Cochero! Ande a cerrar la puerta de la escalera, porque si ahora entra alguien a interrumpirnos voy a la cárcel…
JOSÉ:
Sí, señor.
(Se va por el foro.)
EMILIANO:
Hable usted, señorita.
VALENTINA:
Bueno, pero… ¿Y usted, quién es?
EMILIANO:
Hasta que me echen del Cuerpo, un cartero. Y hasta que me entere de lo que está ocurriendo a ustedes, un neurasténico.
CORUJEDO:
Y yo, otro.
VALENTINA:
¿Otro qué?
CORUJEDO:
Otro neurasténico, señorita.
LUISA:
El tío ha dejado al señorito Ricardo heredero universal, ¿no?
VALENTINA:
Sí. Pero con la condición infame de que no podrá entrar en el goce de los ocho millones de reales hasta dentro de sesenta años.
TODOS:
¿Eh?
LUISA:
¿De sesenta años?
EMILIANO:
Pero ¿cómo de sesenta años?
VALENTINA:
Pues eso; que hasta que no transcurran sesenta años no le entregan a Ricardo ni un céntimo de la herencia.
ADELA:
¡Qué canallada!…
LUISA:
Por eso decía el pobrecito que era una infamia…
JUANA:
Y razón tenía para los ataques de nervios.
CORUJEDO:
Pero eso, ¿cómo es posible?
EMILIANO:
¿Es que el hoy cadáver estaba loco?
VALENTINA:
No, no estaba loco. Es que el tío Roberto era un tacaño y un miserable, y tenía muy mala opinión de Ricardo desde que derrochó la fortuna que le dejaron sus padres. Siempre que se hablaba de eso, decía que a los jóvenes no se les debe dar dinero porque no saben apreciarlo, y en el testamento pone la condición de que Ricardo no disfrute la herencia hasta pasados sesenta años, con objeto de que en la época de cobrar haya sentado la cabeza.
LUISA:
¡Y tanto que la habrá sentado!…
EMILIANO:
Para esa época la tendrá echada…
LUISA:
Figúrese; ha cumplido ahora los treinta y dos. Pues cobrará los ocho millones a los noventa y dos años.
VALENTINA:
Eso es… En mil novecientos veinte…, cuando le tengan que sacar a tomar el sol en un carrito…
(Se limpia una lágrima.)
EMILIANO:
Si hay carritos entonces…
VALENTINA:
¡Ricardo de mi vida!… Luisa, quiero verle… ¡Quiero verle!…
LUISA:
Le digo que duerme, señorita. Y no sería honesto y decente que la señorita entrara en la alcoba del señorito antes de casarse con él.
CORUJEDO:
Claro: ya entrará después de que se case.
EMILIANO:
Sólo que entonces puede que a lo mejor no tenga interés en entrar.
CORUJEDO:
La veo esperándose a entrar hasta mil novecientos veinte.
(Dentro suena una campanilla.)
LUISA:
Han llamado… El doctor…
JUANA:
El doctor…
(María se va corriendo por el foro.)
JOSÉ:
Debe de ser doña Hortensia, que ya estaba arreglándose para venir.
(Valentina sigue sentada en el sillón, atendida por Catalina, Juana y Adela. En otro grupo, Emiliano, Corujedo y Luisa.)
EMILIANO:
Esta doña Hortensia, ¿es la novia del doctor?
LUISA:
¿Novia? ¡Qué más quisieran las dos!… Es prometida y gracias…
ADELA:
¡Y prometida Dios sabe hasta cuándo!…
LUISA:
¡Pobre víctima!…
EMILIANO:
Pero ¿es que a doña Hortensia también le ocurre algún drama?
LUISA:
Lo de doña Hortensia, señor Emiliano, es una tragedia.
EMILIANO:
Esta familia tiene más interés que «Los tres mosqueteros».
(Por el foro entra María, seguida de Hortensia.)
MARÍA:
Pase la señora.
(Cede el paso a Hortensia. Esta es una dama de unos cuarenta años, muy elegante, de carácter exuberante, apasionado. Entra con el ímpetu de quien pisa terreno propio y es capaz de dominar todas las situaciones.)
LUISA:
Doña Hortensia…
VALENTINA:
Hortensia…
(Se levanta del sillón. Todos inician un avance hacia ella. Ella los contiene con un gesto.)
HORTENSIA:
¡Quietos!… ¡No se muevan!… ¡Calma!… ¡Sangre fría!… ¡Tranquilidad!… (A Valentina, acariciándola maternalmente.) Llora, si eso te desahoga, pero no te preocupes.
VALENTINA:
¡Hortensia!
HORTENSIA:
Y ustedes no se preocupen tampoco. ¿Me ven a mí preocupada?
TODOS:
No, señora.
HORTENSIA:
Pues tengo aún más motivos que ustedes para estarlo. Pero soy mujer que no se deja rendir fácilmente. Todo tiene arreglo. Y hasta lo más malo tiene su lado bueno. La vida, por ejemplo, es amarga. Pero, en cambio, por ser amarga nos abre las ganas de comer.
EMILIANO:
¡Ole!…
HORTENSIA (Volviéndose.):
¿Qué?
EMILIANO:
Que tiene usted razón.
HORTENSIA:
No hay que dejarse abatir. Yo, a los trece años, vi fusilar a mi padre, allá en Venezuela. Cuestiones políticas. Pues bien: le vi fusilar y no lloré. Me adelanté al grupo y grité: «¡Mueran los enemigos de mi padre!»
EMILIANO:
¡Muy bien!…
HORTENSIA:
Entonces, se me acercó el cabecilla que mandaba el piquete y me dijo: «¡Toma, muchacha! ¡Te lo has ganado por valiente!» Y me dio un plátano.
CORUJEDO:
¡Caray!…
EMILIANO:
Bueno, es que en Venezuela son tremendos…
HORTENSIA:
¡Pobre padre!… Murió joven, y mi primera poesía la compuse el día de su muerte. Se titulaba: «Papá Pancho».
EMILIANO:
¿Papapancho? Eso será alguna fruta de allá.
HORTENSIA:
¿Cómo una fruta? Es que mi padre se llamaba Pancho, y que en Venezuela a los padres se les dice papas.
EMILIANO:
Y en España también; sobre todo cuando se les va a pedir dinero.
HORTENSIA:
Todavía recuerdo los versos aquellos; eran sencillos y juveniles. Terminaban diciendo:
Papá Pancho, papá Pancho:
tú, que amabas las hamacas,
y el mate, y el sombrero ancho,
fuiste a morir, entre estacas,
en un rancho de Caracas:
¡en un rancho,
papá Pancho, papá Pancho!…
EMILIANO:
¡Pero qué bonito!…
(Murmullo de aprobación en todos.)
HORTENSIA:
Y es que hay que tener entereza ante la desgracia. Pero ¿y Ricardo? ¿Cómo sigue Ricardo?
VALENTINA (Lloriqueando.):
Yo creo que no sale de ésta…
HORTENSIA:
¡Qué tontería!… Se pondrá bien; os casaréis. Todo se arreglará… Y yo me casaré también con Ceferino. Porque él lo va a solucionar todo con su nuevo descubrimiento.
LUISA, MARÍA y ADELA (Al mismo tiempo.):
¿Con su descubrimiento?
JOSÉ, CATALINA y EMILIANO (Lo mismo.):
¿Eh?
VALENTINA (Levantándose y pasando al lado de Hortensia.):
¿Es que va a resolver hasta el conflicto de ustedes, Hortensia?
HORTENSIA:
Hasta nuestro propio conflicto, hija mía.
EMILIANO (A Hortensia, muy fino.):
Señora: ¿se le puede permitir a un pobre cartero que se está jugando el porvenir por las incongruencias que aquí ocurren preguntar cuál es el conflicto de ustedes?
HORTENSIA:
Nuestro conflicto, cartero, es que, desde hace tres años que conocí al doctor Bremón, no vivo más que para admirarle, para venerarle y para quererle… y que, a pesar de todo, y contra mi deseo, no puedo casarme con él.
CORUJEDO:
¿Quién lo impide?
HORTENSIA:
Lo impide el que yo no estoy ni casada, ni viuda, ni soltera.
EMILIANO y CORUJEDO (Al mismo tiempo.):
¿Cómo?
HORTENSIA:
Lo que ustedes oyen. Porque mi marido desapareció en un naufragio, y a mí, por lo tanto, no se me ha declarado viuda.
CORUJEDO:
Ya comprendo… Y no se puede volver a casar, según la ley, hasta pasados treinta años.
HORTENSIA:
Eso es. Tengo ahora veintiuno.
VALENTINA (Asombrada.):
¿Veintiuno?
HORTENSIA (Queriéndolo arreglar.):
¡Huy!… Veintiuno… He querido decir treinta y tres; como suena igual… Pues (Echando cuentas.) tengo ahora veintiocho… Luego, con arreglo a la ley, no puedo casarme con el doctor hasta alrededor de los sesenta años.
CORUJEDO:
Realmente es un drama.
EMILIANO (Maravillado.):
¿Y dice usted que el invento del doctor soluciona también eso?
HORTENSIA:
También.
EMILIANO:
¿Qué habrá inventado ese tío?
HORTENSIA:
Esta mañana, Ceferino me envió a casa un recado lacónico, que decía «Querida Hortensia: La felicidad es nuestra, porque he triunfado.»
VALENTINA:
Lo mismo que le dice en la otra carta a Ricardo.
HORTENSIA:
Y agrega: «Podemos reírnos del pasado, del presente y del porvenir…»
VALENTINA:
Igual…, igual…
HORTENSIA:
Para acabar aconsejándome: «Y usted, particularmente, podrá reírse de la desaparición de su esposo.»
VALENTINA:
Y a Ricardo le dice que puede reírse del testamento del tío Roberto…
(El reloj da una campanada.)
LUISA:
La media. A esta hora dijo el doctor que vendría…
HORTENSIA:
Entonces está al caer, porque es puntual como un eclipse.
LUISA:
¿Despertamos al señorito?
HORTENSIA:
No. Déjenle descansar hasta que llegue don Ceferino.
EMILIANO:
Eso, eso; que no le despierten. (A Corujedo.) Porque si le despiertan y me firma el certificado, me tengo que ir de aquí sin saber lo que ha inventado ese genio.
CORUJEDO:
Claro…, claro…
MARÍA:
Voy a enfriar el champaña y a preparar los pasteles.
CATALINA:
Los ha mandado traer el señorito para celebrar lo del doctor.
(Se va con María, la cual se lleva los paquetes, por el foro.)
VALENTINA:
Está en todo
(Dentro suena una campanilla.)
TODOS:
¿Eh?
(Dando un respingo. Un instante de pausa expectante, y por el foro entra María, disparada y sin paquetes.)
MARÍA:
¡El doctor!… ¡Ya está aquí el doctor!… (Revuelo de todos.) Voy a avisar…
(Se va por la derecha.)
EMILIANO:
Estoy muerto por conocerle…
CORUJEDO:
Y yo…
(Por el foro, seguido de Catalina, entra Ceferino Bremón. Es un hombre de unos cincuenta y tres años, con el pelo gris, peinado en melena, de aire un tanto extraño, con algo de diabólico y misterioso. Los ojos le brillan con satisfacción y expresión de triunfo, como quien se halla en posesión de un secreto extraordinario, que, a pesar de su modestia científica, le permite contemplar la Humanidad un poco de arriba abajo. Sonríe con sonrisa burlona y se acaricia la barbita en un gesto insinuante y sugestionador.)
BREMÓN:
Buenas tardes a todos…
VALENTINA:
¡Bremón!
HORTENSIA:
Ceferino…
JOSÉ:
El doctor…
JUANA:
El brujo…
CORUJEDO:
El gran hombre…
EMILIANO:
El genio…
(Quedan todos contemplándole en silencio, con respeto y una especie de temor supersticioso, esperando a que hable y a que diga algo tremendo.)
BREMÓN:
(Avanzando unos pasos.) Ha hecho buen día, ¿verdad?
EMILIANO:
¿Qué dice? ¿Qué dice?
CORUJEDO:
Dice que ha hecho buen día.
EMILIANO:
¡Qué talento!…
BREMÓN:
Y ayer también hizo un día magnífico, ¿no? (Lentamente y frotándose las manos avanza hacia un sillón, donde se sienta. Todos van detrás de él, como sugestionados.)
HORTENSIA:
¡Ceferino, que estamos que no vivimos de impaciencia!
VALENTINA:
Deseando saber…
BREMÓN (Quitándose los guantes y como sino se diera cuenta de lo que esperan de él.):
En general, toda la semana ha sido buena. Pero quizá llueva el lunes o el martes… (A Hortensia.) Bien dijo usted en uno de sus poemas, Hortensia, aquello de:
Ni de que haga buen tiempo puede uno responder,
pues después de unos días de un sol casi de estío
de pronto viene el frío,
se acumulan las nubes y comienza a llover.
Y es que el mundo es un lío, amigo mío.
¡Y qué se le va a hacer!
Es lo más exacto que acerca del tiempo he oído decir en poesía.
HORTENSIA:
Gracias, Ceferino…
(Por la derecha, escapada, María.)
MARÍA:
El señorito… ¡Que viene el señorito!
VALENTINA:
¿Eh?
MARÍA:
Al decirle que estaba aquí el doctor, ha dado un salto, ha pasado por encima de doña Luisa y viene hacia aquí.
CATALINA:
¡Ay!… Que ahora sí que está loco… Que viene patinando por el pasillo.
VALENTINA:
¡Jesús!…
EMILIANO:
Patinando y pisando amas de llaves, señor Corujedo…
MARÍA y CATALINA (Al mismo tiempo.):
Ya está aquí.
(Por la derecha aparece, en efecto, Ricardo, seguido de Luisa, arrugada y despeinada, que intenta contenerle.)
LUISA:
¡Señorito Ricardo, por Dios!…
(Todos se parapetan, asustados, menos Hortensia, el doctor, que sigue tan fresco, y Valentina, que va hacia la derecha. Ricardo es un joven de treinta y dos años, guapo y bien plantado. Viene en bata, con una zapatilla puesta y un pie descalzo. Trae los pelos de punta y su aspecto es realmente el de un tipo que anda mal de la cabeza.)
RICARDO (A Luisa.):
Déjeme… ¿Dónde está ese fenómeno? ¿Dónde está Bremón? (Cruza la escena como una tromba, sin preocuparse de Valentina ni de nadie.) ¡Bremón!… ¡Coloso!… ¡Pirámide!…
BREMÓN:
¡Hola!
RICARDO:
Catedral empalmada… Río puesto en pie…
BREMÓN:
¡Pero, hombre!…
RICARDO:
Déjame que te estreche, que te apretuje, que te machaque… Tu nombre hay que escribirlo con letras de oro y perlas falsas, que son las más caras.
(Le estrecha furiosamente.)
VALENTINA (Asustada.):
¡Por la Virgen, Ricardo, tranquilízate…, que me das miedo!…
HORTENSIA:
Serenidad, Cifuentes.
EMILIANO:
Tranquilidad, caballero…
BREMÓN:
¡Pero, Ricardo, hombre!…
RICARDO:
Abrazarlo y comérselo es poco. Ante él hay que hincarse de rodillas, poner la frente en sus botas y rezarle un Credo…
MUJERES:
¡Jesús!
JOSÉ:
Vaya blasfemia…
VALENTINA:
Ricardo…
EMILIANO:
Loco perdido.
RICARDO:
Ante ese genio, ante ese genio hay… ¡Ay!… (Se pone pálido y cierra los ojos.)
VALENTINA:
¡Dios mío!…
LUISA:
Otra vez el ataque.
EMILIANO:
¡Ahí va!
(Valentina, Hortensia y Luisa le echan en un sillón.)
CRIADAS:
Señorito…
BREMÓN:
¡Quietos!… Márchense todos de aquí.
TODOS:
¿Eh?
LUISA:
¿Que nos marchemos?
BREMÓN:
Sí. Déjennos. Necesitamos quedarnos a solas con él.
LUISA:
¡Pero, don Ceferino!…
Los DEMÁS:
¡Pero doctor!…
BREMÓN:
Sin objeciones… Hagan el favor de irse.
(De mala gana y refunfuñando, se van yendo por el foro María, José, Luisa, Adela, Catalina y Juana.)
LUISA:
¡El maldito brujo!
ADELA:
Echarnos ahora que íbamos a saber…
EMILIANO:
¡Hala! ¡Hala, eso es! ¡Váyanse ustedes!…
BREMÓN (A Corujedo y Emiliano.):
Y ustedes dos, también.
EMILIANO:
¿Que me vaya yo?
BREMÓN:
Y sin perder un momento.
EMILIANO:
Caballero, yo traía un certificado para el señor Cifuentes… Estoy aquí desde por la mañana. Ya le he tomado cariño a la casa. Me estoy jugando el cargo por averiguar el lío de ustedes… (Más compungido aún.) Y ahora que lo iba a saber…
BREMÓN:
Pues lo siento mucho, pero nuestro asunto es absolutamente secreto y no puede usted saberlo.
EMILIANO:
¿No puedo saberlo?
BREMÓN:
No; así es que váyase con los demás.
(Emiliano, al oír esto, rompe a llorar desconsoladamente. Corujedo, que estaba esperando junto al foro, va hacia él, compadecido.)
CORUJEDO:
Pero, Menéndez; hombre…
EMILIANO:
Señor Corujedo…
(Se echa a llorar en sus brazos.)
CORUJEDO:
No se ponga usted así; qué se le va hacer.
EMILIANO:
¡Ay señor Corujedo!
CORUJEDO:
Tenga usted conformidad.
EMILIANO:
¡Ay señor Corujedo de mi alma! ¡Ay señor Corujedo, qué desgraciado soy!…
(Se va por el foro, llevado por Corujedo.)
HORTENSIA:
Pobrecillo. Es la sensibilidad hecha cartero…
VALENTINA:
¿Estás mejor?
RICARDO:
Sí, mucho mejor. Ya estoy bien. Estos ataques que me dan son de alegría.
(Se levanta.)
VALENTINA:
Pues no te alegres más, Ricardo, por Dios. (Entre tanto, Bremón se ha ocupado de cerrar cuidadosamente las puertas del foro y de la derecha.)
HORTENSIA:
¿Qué hace usted, Ceferino? ¿Son necesarias tantas precauciones?
RICARDO:
Ya lo creo que son necesarias.
BREMÓN:
Es imprescindible cerrar las puertas y meter unas bolitas de papel en las cerraduras.
HORTENSIA:
¿Usted cree?
BREMÓN:
¿Que si lo creo? Fíjese…
(Abre bruscamente la puerta del foro y caen en escena, formando un montón confuso, Luisa, Adela, Catalina, Juana, María y José, que se hallaban detrás de la puerta escuchando.)
TODOS:
¡Aaaaaay!…
JOSÉ:
¡Arrea!
(Se levantan muy avergonzados, tropezando unos con otros, y se van, cerrando la puerta, por el foro.)
BREMÓN:
Ya lo ha visto usted. Y el asunto es tan importante que una indiscreción podría sernos fatal. Lo que aquí hablemos hoy no debe salir jamás de entre nosotros porque si lo divulgamos la Humanidad entera se nos echaría encima.
HORTENSIA:
¿La Humanidad entera?
RICARDO:
La Humanidad entera y algunos habitantes de Marte. ¡Lo que ha inventado este genio!
HORTENSIA:
Yo he llegado a suponer si se tratará de la fabricación del oro.
RICARDO:
¿Has oído? La fabricación del oro… ¡Ja, ja, ja! (Se ríen como locos.)
VALENTINA (Aparte, a Hortensia.):
¡Ay, me dan miedo!
HORTENSIA:
Entereza, hija mía.
BREMÓN:
No lo adivinarán ustedes nunca… Van a saberlo por mí mismo.
LAS DOS:
¿A ver? ¿A ver?
RICARDO:
Sentaos, sentaos; no sea que os caigáis al suelo al saberlo… Su descubrimiento significa la solución de nuestros problemas.
BREMÓN:
Justamente, y esa solución es el tiempo…
LAS DOS:
¿El tiempo?
BREMÓN:
El tiempo. ¿Qué hace falta para que Ricardo entre en posesión de los ocho millones de reales de su tío Roberto? ¿Que pasen sesenta años? Pues se dejan pasar los sesenta años. Ricardo cobra, se casan ustedes y tan contentos …
HORTENSIA:
¡Pero, Ceferino!…
VALENTINA:
¡Pero, Bremón!…
BREMÓN:
¿Qué tiene que suceder para que la ley autorice a usted a casarse? ¿Que pasen treinta años dela desaparición de su marido? Pues dejamos pasar esos treinta y la ley autoriza, y en paz…
RICARDO:
Eso es…, eso es… ¡Qué hombre más grande!…
HORTENSIA (Aparte, a Valentina.):
Hija mía, yo creo que se han vuelto locos…
VALENTINA:
Tengo miedo… Debíamos llamar a las criadas.
BREMÓN:
Ahora se creerán que estamos locos.
RICARDO:
Sí. ¡Se lo creen, se lo creen!… ¡Mírales las caras!… ¡Se lo creen!… ¡Ja, ja!…
BREMÓN:
¡Qué gracia! Nosotros locos… ¡Ja, ja!
RICARDO:
¡Ja, ja!… ¡Qué risa!…
BREMÓN:
Bueno, es natural. Eso mismo decía la gente, al principio, de Franklin y de Copérnico.
RICARDO:
Y de Stephenson…
BREMÓN:
Y de Newton y de Galileo.
VALENTINA:
Vamos a llamar.
(Se va hacia el foro con Hortensia.)
RICARDO (Conteniéndola.):
¡Chis!… Quieta… No llames.
BREMÓN:
Un segundo, Hortensia… Si un hombre, a fuerza de trabajos, de tentativas y de insomnios hubiera descubierto un procedimiento por el cual las personas que él quisiera no se muriesen jamás y fueran eternamente jóvenes, ¿tendría alguna importancia para estas personas el paso del tiempo?
LAS DOS:
¿Cómo?
BREMÓN:
Si usted (A Hortensia.) supiera que no se iba a morir nunca y que siempre iba usted a ser joven y apetecible, ¿tendría inconveniente en aguardar treinta años a ser libres para casarse?
HORTENSIA:
Pero es que eso es una fantasía que…
RICARDO (Dando un puñetazo en la mesa.):
¡Eso es una verdad del tamaño de un obelisco! Si él quiere, usted será joven e inmortal y Valentina lo mismo, y yo, también, y todos, igual.
VALENTINA (Aterrada, yendo hacia el foro.):
¡Doña Luisaaa!…
RICARDO:
Ven aquí. No es una locura… ¿Os habéis olvidado de que Bremón es un sabio? Diez años hace que persigue en su laboratorio la obtención de una sustancia que diese a los humanos la inmortalidad… ¡Y la ha encontrado!…
LAS DOS:
¡Dios mío!
HORTENSIA:
Explique usted, Ceferino. La emoción me ahoga.
BREMÓN:
Hace diez años, como ha dicho Ricardo, que se me ocurrió buscar una sustancia que, al ser ingerida, impidiese la vejez y la muerte. Senté mi trabajo en un razonamiento sencillo. Yo me decía: la causa de la muerte por vejez es el empobrecimiento, el desgaste, la decadencia de los tejidos humanos. Ahora bien: cualquier sal tiene condiciones para conservar la materia muerta.
RICARDO:
Véase el bacalao, la mojama…
BREMÓN:
Luego todo consistía en encontrar una sal que, convenientemente tratada, conservase los tejidos vivos.
HORTENSIA:
Sí, sí…
VALENTINA:
Claro, claro…
BREMÓN:
La sal buscada la encontré en las algas marinas, que son sumamente ricas en materias orgánicas.
VALENTINA:
Hay que ver, en las algas…
BREMÓN:
Mi preparado no es, por tanto, más que un extracto de «alga frigidaris», transformada y hecha asimilable por procedimientos químicos.
VALENTINA:
Y tomando eso, ¿no se muere uno nunca?
HORTENSIA:
¿Y se es siempre joven?
BREMÓN:
Tomándolo, la resistencia de los tejidos es ilimitada. Y el que es joven, se conserva joven, y el que es viejo, rejuvenece. Descubierta la sal en mil ochocientos ochenta y cuatro, tengo ya en casa moscas de trece años de edad, gusanos de seda de dieciocho y conejos de tanta experiencia que cuando ven un cazador se suben a los árboles.
VALENTINA:
¡Increíble!…
RICARDO:
¡Viva Bremón!
(Va al cordón de la campanilla y tira.)
HORTENSIA:
El descubrimiento da vértigos.
RICARDO:
Vamos a ser felices… Y por una eternidad… Es la primera vez que un enamorado puede preguntar con razón: «¿Me querrá siempre?»
VALENTINA:
Y la primera vez que una enamorada puede contestar, segura de cumplirlo: «Siempre.»
HORTENSIA:
Por lo que afecta a nosotros, Ceferino, nos diremos eso muy pronto…
BREMÓN:
Muy pronto, Hortensia… De aquí a treinta años.
LUISA (Apareciendo en el foro, teniendo detrás en actitud expectante a María, Adela, Catalina, Juana y José.):
¿Llaman los señores?
BREMÓN:
Sí, traiga usted un jarro de agua y unos vasos.
RICARDO:
Y los pasteles y el champaña. Y cerrad…
LUISA:
Sí, señor… Sí, señor…
(Se va, cerrando la puerta.)
RICARDO:
Hay que brindar antes de tomarnos las sales.
BREMÓN:
Aquí están.
(Saca un frasquito del bolsillo.)
VALENTINA:
¿Ese tan chiquitín es el frasco de las sales?
RICARDO:
¡Qué frasquito más salado!…
HORTENSIA:
¡Que en un sitio tan pequeño quepa una cosa tan grande!…
(Suenan unos golpes en el foro.)
RICARDO:
Adelante…
(En la puerta aparece Emiliano, con la cara más triste que nunca, sin cartera y sin gorra.)
BREMÓN:
Pero, hombre, ¿otra vez aquí?
VALENTINA:
Viene a que le firmes un certificado.
EMILIANO:
No. Ya, no, señorita Valentina.
RICARDO:
¿Te conoce?
EMILIANO:
Soy ya como de la casa, don Ricardo… Me he pasado aquí todo el día, preocupado por los asuntos de usted, y, en vista de ello, me han formado expediente para echarme del Cuerpo.
RICARDO:
¡Caramba!… Pues no sabe cuánto lo siento…
EMILIANO:
Más lo siento yo, que me encuentro a los cuarenta años sin poder dar de comer a mis hijos.
HORTENSIA:
¡Desventurado!…
BREMÓN:
¿Cuántos hijos tiene usted?
EMILIANO:
Ninguno. Por eso digo que me encuentro sin poder dar de comer a mis hijos.
BREMÓN:
¡Hombre, eso me ha hecho gracia! Pues no se preocupe: yo le tomo a mi servicio de ordenanza. Por ahora, no tendrá usted nada que hacer.
EMILIANO:
Entonces ya verá usted qué bien cumplo…
RICARDO:
Y de momento, dígale al ama de llaves que se dé prisa.
EMILIANO:
Sí, señor.
(Se va, cerrando la puerta.)
VALENTINA:
¡Dios mío, no morirse nunca!…
HORTENSIA:
¡Y ser siempre jóvenes!…
RICARDO:
Y asistir a los cambios que sufrirá el mundo…
BREMÓN:
Sí, pero más bajo; que no nos oiga nadie. Si se llegara a divulgar mi secreto, todo el mundo querría tomar las sales, y se nos perseguiría, se nos asediaría; incluso pondrían sitio en esta casa… para ser todos desdichados, pues una Humanidad inmortal acabaría haciendo la Tierra inhabitable. Sólo seremos inmortales nosotros cuatro.
EMILIANO (Abriendo la puerta del foro.):
Y un seguro servidor.
TODOS (Volviéndose.):
¿Eh?…
BREMÓN:
¿Cómo dice, cartero?
EMILIANO:
Ex, ex cartero. Digo, patrón, que cuando Emiliano Menéndez se propone enterarse de una cosa, se entera. Y que si no me dan a mí también una racioncita de la sal que me ha descubierto usted, monstruo de la Ciencia, pues lo cuento.
TODOS (Aterrados.):
¡Que lo cuenta!…
EMILIANO:
Aprendo el francés para contarlo en dos idiomas… Porque ustedes comprenderán que esto de poder tomar una cosa para no morirse nunca no ocurre todos los jueves, y sería yo el cretino mayor del reino si perdiera esta ocasión, que es lo que se dice una ganga… Así es que vayan preparando mi sal… ¡Venga sal!
BREMÓN:
¿Sal?
(Suenan unos golpecitos en la puerta del foro.)
EMILIANO:
¡Sal! ¡Sal! ¡Sal!… Digo…, entra… Es doña Luisa.
(Entran Luisa y María con el champaña y los pasteles, el agua y los vasos.)
RICARDO:
Dejadlo todo aquí… Y marchaos inmediatamente sin quedaros a escuchar detrás de la puerta.
LUISA:
Sí, señorito.
MARÍA (Aparte, a Luisa.):
Nada, que no nos enteramos.
LUISA (Aparte, a María.):
No, hija; no nos enteramos.
(Se van por el foro.)
EMILIANO:
¡Pobrecillas!… ¡Pensar que las dos acabarán muriéndose!… ¡Qué idiota es la gente!… Conque, ¿me va usted a dar la sal, doctor, o…?
(Emiliano cierra la puerta, cerciorándose de que nadie escucha.)
BREMÓN:
Consiento en dársela, a cambio de su silencio.
EMILIANO:
Muy bien.
BREMÓN:
Pero tiene que jurar guardar nuestro secreto…
EMILIANO:
¡Hombre! No le digo que lo guardaré hasta la tumba, porque nosotros no vamos a ver la tumba más que en fotografía; pero seré sordomudo eternamente, señor Bremón.
(Entre Ricardo y Bremón han preparado las sales.)
RICARDO:
Esto ya está. Podemos brindar cuando quieran.
BREMÓN:
El brindis corre a su cargo, Hortensia.
HORTENSIA:
¿Brindo en verso o en prosa?
EMILIANO:
¿No se puede brindar más que en verso o en prosa?
BREMÓN:
En verso, en verso, que es lo suyo, Hortensia.
HORTENSIA:
A ver qué tal me sale. (Levantan sus copas los cinco.)
Por la burla cruel que a la muerte le hacemos;
por la inmortalidad, que ya no tiene duda…
Por el vivir eterno y dichoso… ¡Brindemos
con «champagne» de la Viuda!
VALENTINA:
¡Bravo!…
RICARDO:
Inspiradísimo…
BREMÓN:
¡Qué alusión tan delicada a la señora del pobre Cliquot, muerto el mes pasado! (Beben todos.) Y ahora, la sal; tomen ustedes.
(Les da sendos vasos de agua y echa en cada uno de ellos un poquito de sal.)
EMILIANO:
Écheme a mí un poco más, doctor, que esto está soso.
BREMÓN:
Y ahora con decisión. De un golpe ¡Venga!
HORTENSIA:
¡Qué momento!…
(Beben, se miran en silencio y reaccionan, dándose las manos mutuamente y abrazándose.)
UNOS A OTROS:
¡Inmortales!… ¡Inmortales!… ¡Inmortales!
EMILIANO (Dando un grito.):
¡Ah!… Corujedo…
(Se escapa por el foro.)
TODOS:
¿Eh? ¿Qué le pasa?
VALENTINA:
¿Adónde va?
RICARDO:
Algo gordo se le debe de haber ocurrido.
(Por el foro vuelve Emiliano, trayendo casi a pulso a Corujedo.)
EMILIANO:
Venga acá, que ha llegado su hora… El señor es agente de seguros de vida; un negocio nuevo. Y ahora mismo nos va a asegurar las vidas a los cinco. Pero con unos seguros fuertes, muy fuertes…
CORUJEDO:
¿Cien mil reales?…
EMILIANO:
Más. Tres billones de reales… ¡Cuatro millones de reales a cada uno!… A beneficio del propio asegurado.
CORUJEDO:
¿Por cuántos años?
EMILIANO:
A cobrar dentro de setenta y cinco años.
BREMÓN:
Espléndido. Una idea genial. Eso es, a cobrar dentro de setenta y cinco años. En esas condiciones, las primas de pago serán muy pequeñas, ¿verdad?
CORUJEDO:
Sí, claro; pequeñísimas… Pero usted, ¿cuántos años tiene?
BREMÓN:
Cincuenta y cinco.
CORUJEDO:
Pues le advierto que si no cumple usted los ciento treinta años no puede cobrar los cuatro millones del seguro…
RICARDO:
¡Toma! ¡Claro! Y esta señora los cobrará a los ciento quince, y esta señorita, a los ciento cinco, y yo, a los ciento diez.
EMILIANO:
Y yo, a los ciento diecinueve…
CORUJEDO (Turulato.):
¿Y ustedes creen que van a vivir hasta entonces?
TODOS:
Seguramente… Pues claro… ¡Ya lo creo que sí!
EMILIANO:
¡Usted sabe la salud que tenemos!
BREMÓN:
¡Tenemos una salud estupenda!
CORUJEDO:
Bueno, son idiotas los cinco… (Se sienta. Todos le rodean para firmar las pólizas.) ¿Los apellidos de usted, doña Hortensia?…
TELÓN