El mes de octubre de 1934, que coincidió con mi segundo viaje a Estados Unidos, me sorprendió en California, descansando unos días de las incongruencias de Hollywood, sobre la arena soleada de Long Beach, en el Pacífico. Pero no estaba yo solo. Los españoles procedentes de Los Angeles, de Hollywood y de San Francisco, allí reunidos, éramos siete: dos actores, una actriz, un militar y tres escritores.
Los escritores: Martínez Sierra, López Rubio y yo; los actores, Pepe Crespo y Julito Peña; la actriz, Catalina Bárcena, y el militar, el capitán Martín, sevillano trasplantado a San Francisco de California. Y de regreso a Hollywood, concluido el descanso, se deslizaba el coche en que todos viajábamos por el asfalto interminable, encharcado con las anillas policromas de los anuncios luminosos, descubriendo en el horizonte los doce millones de luces de Pasadena, de Glendale, de Santa Mónica, de Compton, de Malibú y el faro de City Hall, de Los Angeles, deslumbrante a veinticinco kilómetros de distancia, cuando, rompiendo de pronto el silencio, Martínez Sierra, que ocupaba con la Bárcena los asientos de atrás, y del que, hasta el momento, sólo había dado razones de existencia la lumbre reavivada del cigarrillo, murmuró, como si continuara en voz alta un razonamiento interior:
—Porque usted ahora no tendrá ánimos para coger la pluma…
Me volví a medias, intrigado.
—¿Por qué dice usted eso?
—Me ha pedido dos comedias un producer de Nueva York. Quiere una comedia dramática y otra cómica; las dos, violentas: ya sabe usted lo que es el público de Estados Unidos. Yo tengo pensada la obra dramática y no tardaré en realizarla; pero la obra cómica no la sé hacer. Y había pensado que si a usted le interesara estrenar en Nueva York, usted podía escribir esa obra, yo la otra, y firmar ambas los dos.
—¡Muy bien! ¡Me interesa! Ya lo creo…
—Pues no hay más que poner manos al trabajo. Piénsese usted una comedia exasperadamente cómica, con muchos incidentes y sorpresas. Y no le digo que sea muy original ni le advierto que el conflicto tenga universalidad, porque esas dos condiciones son características precisamente de sus escritos. ¿Qué le parece a usted?
—Admirable. En cuanto pueda, me pongo a escribir.
Y ya no volvimos a hablar más de ello en mucho tiempo, hasta que, a primeros de enero de 1935, la Bárcena y Martínez Sierra emprendieron el regreso a España. Fuimos a despedirlos a la estación, y él me recordó lo hablado tres meses antes.
—¿No olvidará usted la comedia cómica de Nueva York?
—No. ¿Qué he de olvidar? Si a mí me interesa más que a usted…
—Haga una sinopsis de veinte páginas cuando tenga bien pensado y resuelto el asunto, y me la manda. Pero que sea una cosa muy cómica…
—Sí, sí.
—Muy sugestiva y con muchos incidentes. Y muy violenta…
—Que sí, que sí…
El tren se desperezaba ya y se alejó, llevándose a los viajeros camino de Boston y de Nueva Orleáns.
Los que nos quedábamos volvimos a Hollywood, y, para desprestigiar el adagio de que las despedidas son tristes, nos fuimos a comer al «Live’s» de Vine Street, donde servían entonces un buffet-lunch que tiraba de espaldas.
Cumpliendo lo ofrecido, en marzo de aquel mismo año —ya en Madrid, después del estreno de Un adulterio decente— empecé a pensar seriamente la obra para Nueva York. Entre los cuatro o cinco temas que brujuleaban en mi interior, pugnando por convertirse en algo «tangible», había uno cuya singularidad lo hacía descollar sobre todos, y que se había resistido siempre, tenaz, a la realización. Pero lo que en varios años del principio de mi carrera literaria no había podido ni sabido resolver, lo resolví ahora, en 1935, en plena posesión de recursos, con sólo unos días de trabajo.
Terminada la sinopsis completa de la obra Cuatro corazones con freno y marcha atrás, se la entregué a Martínez Sierra —que, encontrándola excelente, la hizo imprimir, enviándosela a Chappell sin tardanza— y me fui a París una temporada a descansar. Algunos meses después, hacia octubre o primeros de noviembre, recibí un telegrama de Martínez Sierra, que andaba de tournée por provincias con la Bárcena, la cual recitaba unos monólogos míos como fin de fiesta a las exhibiciones de la película Julieta compra un hijo. El telegrama decía así:
«Aceptada por Chappell sinopsis Cuatro corazones, la obra debe estar entregada en seis semanas; urge que se ponga a trabajar.»
Y sin esperar más, me puse a la tarea. El primer acto quedó concluido en diez o doce días. Coincidiendo con su terminación, empecé a ensayar en el teatro de la Comedia Las cinco advertencias de Satanás. Y pocas fechas después, simultaneando el trabajo con los ensayos, di principio al acto segundo de Cuatro corazones.
Pero este segundo acto ya no lo emprendí con el calor y la ilusión con que había comenzado el acto primero. La causa era obvia: aceptada en Nueva York la sinopsis y recibido por Martínez Sierra el okay de Chappell[1], se hacía automático, con arreglo a la costumbre norteamericana, el envío del anticipo en metálico, y tal anticipo no era habido. Esta informalidad me alarmó, y aunque al hablar del asunto con Martínez Sierra comprobé que él no participaba de mi alarma porque, según me advirtió, tenía confianza absoluta en Chappell, no por eso me tranquilicé. Y una carta indagatoria, que envié a Nueva York a nuestra traductora en cierne, Nena Belmonte, provocó una respuesta que contribuyó a engrosar del todo mi alarma. «Míster Chappell —decía la Belmonte— giró a su tiempo los mil dólares del anticipo. Yo he cobrado ya el tanto por ciento que de él me correspondía.» Pero transmitido el contenido de la carta a Martínez Sierra, éste me especificó que los mil dólares desembolsados por Chappell no se referían a los Cuatro corazones, sino a la otra comedia que él tenía en tratos con el producer. No podía dudar yo de la buena fe de Martínez Sierra, que, invitándome a escribir la obra pedida a él me hacía el favor impagable de introducirme teatralmente en Estados Unidos; ni podía dudar de la buena fe de Chappell, garantizada por la palabra de Nena Belmonte; pero como tampoco podía dudar de que para lo que estaba escribiendo la comedia era para ganar dinero, en ese mismo instante dejé de escribir, y como no escribir es infinitamente más fácil que escribir, por mucha que sea la facilidad con que uno escriba, la resolución no constituía para mí ningún sacrificio. Me dejaba las manos libres, el tiempo libre y toda clase de libertad de acción, libertad de acción que aproveché inmediatamente, yéndome a pasar un mes a la Costa Azul. Fue un procedimiento como otro cualquiera de consolarme del mal epílogo de aquel negocio teatral comenzado con tanta ilusión. Y allí, a ratos perdidos, y porque ni un tratamiento diario de ruleta y baccará es capaz de arrancar a mi alma el amor al oficio, unas páginas en Niza y otras en Montecarlo, me entretuve en componer los prólogos de uno de mis tomos de Teatro.
Esto ponía de cierto mal humor a dos empresarios madrileños —el del Infanta Isabel, Arturo Serrano, y el de la Comedia, Tirso Escudero—, pues ambos me habían pedido sendas comedias para iniciar el Sábado de Gloria la temporada de primavera. Elvirita Noriega, dama del teatro de Tirso, que acababa de tener su primer éxito importante en la protagonista de Las cinco advertencias de Satanás, me envió una carta patéticoinductiva con vistas a que le escribiese su obra cuanto antes. En cuanto a Arturo Serrano, más expeditivo e impaciente, me llamó por teléfono desde Madrid al hotel Terminus, de Niza, logrando comprometerme en firme para entregarle la suya en abril.
Volví, pues, en marzo a España, resuelto a terminar, esta vez definitivamente, la interrumpida comedia.
Era la tercera vez que colocaba sobre mi mesa de trabajo la misma comedia. Y por tercera vez decidí rehacerla, pues al leer aquellos dos primeros actos de Cuatro corazones con freno y marcha atrás, construidos para los teatros de Broadway, comprendí que le resultarían excesivamente largos al nervioso e impaciente público de España; y su acción, demasiado diluida. Los corté y comprimí, y en muy pocos días quedaron en disposición de pasar al copista.
Así se hizo, y a primeros de abril los leía la compañía del Infanta. Grande y completo éxito de lectura. Felicitaciones. Alegría a derecha e izquierda.
Los disgustos, ¿cómo no?, surgieron al día siguiente, al hacer el reparto de papeles. Gaspar Campos, ofendido porque el protagonista le había sido confiado a Juan Bonafé, se despidió y abandonó la compañía. Carmen Sanz encontraba sus dos papeles insignificantes. Orjas estimaba que tenía poco que hablar. Tudela se quejaba de tener que hablar mucho. Vallejo pretendía hablar más. La Mayor advirtió que nunca había hablado menos… Ante tanto descontento, seguí la táctica de siempre: decirles a todos que tenían razón y no hacer caso a ninguno.
Y empezamos a ensayar los dos primeros actos. En cuanto al tercero…
El tercero no me salía. Esta es la verdad. Y, sin embargo, aquel tercer acto, que aún no estaba hecho, tenía que ser, era necesario que fuese, el mejor de la obra. Porque yo sabía perfectamente que para que tal comedia se mantuviese en pie, el tercer acto había de ser extraordinario.
El escritor teatral que se especializa en obras dramáticas muere —aun después de una abundante producción— sin haber conocido lo que es un verdadero problema técnico. Opera constantemente con productos naturales, aferrado a lo verosímil y a lo corriente, y se dirige a un público que se traga, por ejemplo, escenas horrorosamente aburridas sin el menor asomo de impaciencia, ni de queja, porque lo que está viendo y oyendo es una obra dramática. Lo propio les sucede a los autores de comedias digamos sentimentales. Cuanta menos imaginación tengan esos escritores, mejor; nadie les va a exigir imaginación, ni ingenio, ni singularidades en el tema. Por el contrario, público y crítica van a aplaudirles precisamente —como si ello fuera una virtud y no un defecto— la falta de toda cualidad brillante. Yo no puedo menos de reírme cuando en alguna reseña de estreno, y a guisa de elogio, leo —muy a menudo— cosas como ésta: «la acción de la obra corre recta y sin divagaciones». Lo cual es tanto como decir: «El autor, que no ha tenido más que una idea —y ésa, repetida ya miles de veces en el Teatro— la ha desarrollado sin que se le ocurriese ni la más pequeña partícula de otra idea complementaria.» O también como si en los «Ecos de sociedad» se dijera: «La señora de Rodríguez está siendo muy felicitada porque ha dado a luz a un niño que sólo posee la cantidad justa de cerebro para llegar a ser lavaplatos de café.»
El autor teatral que se especializa en dramas o comedias sentimentales, que maneja exclusivamente temas verosímiles y corrientes, no tropieza con dificultades grandes.
Pero los problemas que se le plantean al escritor cómico, al huir precisamente de lo corriente y de lo verosímil, son ingentes. No obstante, el crítico se halla siempre inclinado a elogiar a aquél y a menospreciar a éste, y en todos los casos tiene en menos estima la labor de éste que el trabajo de aquél. Pero crítico y despistado son, con frecuencia y según es sabido, sinónimos.
Por mi parte y como escritor cómico, y dada la índole especial de mi idiosincrasia, he tenido que resolver a lo largo de cada comedia muchos arduos problemas de técnica escénica. En ellas lo inverosímil fluye constantemente, y, en realidad, sólo lo inverosímil me atrae y subyuga; de tal suerte, que lo que hay de verosímil en mis obras lo he construido siempre como concesión y contrapeso, y con repugnancia.
Ahora bien: esta investigación, característica de mi manera literaria, había llegado al extremo al imaginar Cuatro corazones con freno y marcha atrás. Es evidente —aunque pocos, pero, al menos, selectos, lo hayan reconocido así— que en los numerosísimos años de producción teatral española nunca se había izado ante la batería un tema tan absolutamente imposible como es ése de los mortales convertidos en inmortales y transformados luego en jóvenes progresivos. Segundo y primer acto eran ya buenos; pero tan irreales, apoyados en tan pura fantasía e imaginación, que sólo a fuerza de ingenio y de riqueza incidental se sostenían. El primer acto —según la experiencia me soplaba al oído— todo el mundo había de encontrarlo mejor que el segundo. Pero si el tercero no era extraordinario, no habría quien dejase de decir que era inferior al segundo y al primero[2].
En toda obra cómica, por las razones expuestas, cada acto es más difícil de componer que el anterior. Tratándose de Cuatro corazones, esta dificultad del tercer acto llegaba al sumo. Ya en la sinopsis enviada a Chappell había yo escamoteado el acto último, por lo peliagudo de conseguir una bengala final que rematase con el suficiente resplandor la sesión de fuegos artificiales de los dos actos primeros. Pero ahora, puestos en ensayo esos dos primeros actos y acercándose la fecha de estreno por días, no cabía escamoteo ninguno. Había que continuar y rematar el singular conflicto —de solución casi imposible— de modo que sorprendiese y no defraudase, y sin perder la subterránea corriente dramática, poética y humana que fluía ininterrumpida bajo el humor de la forma. Había que echar el resto para mantener —y aumentarla— hasta el final la gracia inverosímil de la comedia. Había, en fin, que escribir un acto extraordinario para asegurar el éxito, que sin un tercer acto extraordinario, dado lo excepcional del tema, quedaría comprometido. (Y —conociendo las reacciones habituales del público y la crítica en tales casos— después de escribir ese acto extraordinario… había que resignarse de antemano a que no le pareciese extraordinario a nadie…)
Estos eran los términos del problema, y con semejante frialdad realista me lo planteaba yo al pensar un día y otro el desarrollo de aquel acto extraordinario.
Pero quizá mentalmente no estaba en forma en tales momentos, porque el acto extraordinario no me salía.
Los ensayos de los dos primeros avanzaban rápidamente; el estreno, ya anunciado, se echaba encima; Serrano y la compañía suponían que el tercer acto se hallaba ya medio concluido…
… Pero el acto no estaba ni empezado siquiera.
La situación comenzaba a ser angustiosa.
Y en semejante callejón sin salida —como he hecho siempre que me he hallado ante problemas insolubles— recurrí a mi muerta.
(Estos prólogos, en que refiero las circunstancias bajo las que fueron ideadas, escritas y estrenadas mis comedias, no poseen —ni yo quiero que posean— más valor que el desprendido de una estricta sinceridad. A la sinceridad lo sacrifico todo en ellos, porque de no ser sincero no tendrían razón de existir. Y nada me importa, con tal de lograr esa sinceridad, aparecer yo a los ojos de los tontos, unas veces, como un engreído, y otras veces, como un ingenuo. Nunca he escrito para los tontos, aunque no puedo evitar que algún tonto me lea, y los inteligentes comprenden de sobra que la declaración de las propias deficiencias y debilidades no es nunca ingenuidad y que el exacto conocimiento de las virtudes y del valer propios nunca es engreimiento.)
Digo que, como he hecho siempre que me he hallado ante problemas insolubles, en semejante callejón sin, salida, recurrí a mi muerta.
Mi muerta pasó a la otra vida, quizá para mejor proteger a los que habíamos de quedar en ésta, durante el verano de 1917, en la villa aragonesa de Quinto de Ebro, de la que todos mis ascendientes por línea paterna son oriundos y en donde los de nuestra familia solíamos pasar un mes o dos todos los años, vacaciones que consumíamos cazando y montando a caballo, menos ella, que las aprovechaba para trabajar, libre de preocupaciones, en su arte, pintando a pie firme jornadas enteras. Entonces Quinto de Ebro era un nombre insignificante. Hoy rebosa de forma heroica por el coraje desesperado con que la gente de allí se batió en agosto de 1937. Y justo veinte años antes, en el silvestre cementerio de Quinto, había quedado mi muerta enterrada.
Durante mucho tiempo, en momento de desmayo o de dificultades, y en épocas de mala suerte o de tribulación, aquel cementerio silvestre de Quinto —con el blanco rectángulo de la losa de ella, que parecía un último cuadro que ya no le hubiera dado tiempo a pintar, pero en el que hubiese dejado su nombre profesional como recuerdo: MARCELINA PONCELA DE JARDIEL— fue la basílica de mis peregrinaciones.
Aquella vez en abril de 1936, lo fue también. Cogí el coche, atravesé los treinta y tres pueblos del trayecto y llegué a Quinto. Ya allí, pedí las llaves a la guardesa y subí al cementerio, calcinado por el sol de los montes.
Me detuve ante la blanca losa, y me dejé caer a su vera. Allí abajo, a un metro de profundidad, mi muerta aguardaba solícita, dispuesta a que la pusiera al tanto de aquellos intrascendentes problemas artísticos que a ella, por ser artísticos y por ser míos, le parecían trascendentales.
Durante un largo rato le expuse en silencio mis dudas y vacilaciones, seguro de hallar su respuesta sin palabras, mezclada entre mis propias ideas, en el momento justo en que me fuera imprescindiblemente necesario.
Luego encendí un cigarrillo, y recordándole mentalmente el pasado, que es el regalo que más agradecen de nosotros los muertos, le hice compañía hasta el crepúsculo. Con el primer ramalazo morado de la noche, me levanté, salí, cerré la puerta del cementerio, separándome de mi muerta, al través del ventanillo enrejado, con una mirada de adiós, y me alejé de allí ilusionado y feliz, a la espera de la inspiración decisiva que me permitiese terminar mi trabajo interrumpido y que sólo yo sabía de qué región lejana iba a proceder.
Y la inspiración esperada no tardó mucho.
(¡Ánimo! Ahora es un buen momento para que el tonto que esté leyendo estas páginas sin mi permiso se sonría con aire superior y suficiente, compadeciéndome de tanta ingenuidad.)
Al día siguiente, de regreso a Madrid, corría ya por entre los olivares de La Almunia y me amodorraba en la monotonía del volante, cuando, de pronto, se me disipó la modorra y vi claro y patente mi tercer acto, desde el principio hasta el final, con incidentes y detalles, a la velocidad vertiginosa del pensamiento. A pesar de todo, no pude evitar una emoción profunda.
Paré en La Almunia, y sentado ante una mesa de un cafetín del pueblo, anoté ligeramente todo lo que se me acababa de ocurrir. Después continué el viaje.
El famoso tercer acto podía considerarse desde aquel instante como terminado. Ya apenas si me faltaba otra cosa que escribirlo.
***
Mi llegada a Madrid desde Quinto de Ebro coincidió con la de Martínez Sierra desde Tetuán. Me preguntó en seguida por el tercer acto de la obra, cuyo estreno anunciaba Serrano para el día 2 de mayo.
—Va a salir muy bien —le dije.
—¿Está usted ya acabándolo?
—No. No lo he empezado aún. Pero es cosa de cuatro o cinco días.
Como Martínez Sierra sabía de teatro todo cuanto se puede saber, y como a él, por tanto, le constaban igual que a mí las densas dificultades que ofrecía el tercer acto de Cuatro corazones, al oírme decir que pensaba escribirlo en cuatro o cinco días se alarmó. Pero yo tenía mis razones íntimas y personales para estar seguro de cumplir lo que decía y para no preocuparme de su alarma. Y a la mañana siguiente emprendí el trabajo, y cinco días más tarde lo concluía. Con él en el bolsillo, me encaminé al teatro. Encontré en la puerta a Martínez Sierra y a Serrano, que iban a entrar. Vinieron hacia mí.
—¿Qué?
—¿Cómo anda eso?
—Ya está.
—¿Que ya está?
—¿Que ya está?
—Ahora mismo lo he terminado.
—Y además —reaccionó Serrano— le ha quedado muy bien. Se lo conozco en la cara.
***
Sí. «Había quedado» muy bien.
(Y ahora ha llegado, a su tiempo, el momento de que el tonto que está leyendo estas páginas sin mi permiso cierre el libro indignado, acusándome de engreído y de fatuo.)
Porque podría callarme lo que voy a decir. Pero no me da la gana de callármelo.
Desde niño conviví con personas refinadas, decididas a educar y a depurar a diario un gusto que ya por herencia era en mí selecto. Gracias a esa herencia espiritual y a esa educación vigilante, poseo —y estoy convencido de ello— un buen gusto y un sentido del juicio de primerísima línea y rudamente insobornables.
A esta convicción, de la dureza y firmeza de la piedra, hay que achacar el desdén, unas veces, y otras veces la indignación que me invade cuando veo a un pobre hombre —autor o crítico casi siempre— enfrentarse con mi producción y juzgar como bueno lo que yo sé que es malo o juzgar como malo lo que yo sé que es bueno. De ese exasperado buen gusto y de esa pétrea seguridad en el propio criterio nace la personalidad inalterable de toda mi labor literaria. A ese exasperado buen gusto y a esa pétrea seguridad en el propio criterio también se debe el que cuando escribo de mí mismo, pueda permitirme el lujo de una feroz sinceridad, echando por tierra aquella parte de mi labor que creo que debe ser echada por tierra y ensalzando la que me consta que es digna de ser ensalzada, sin que me importe ponerme voluntariamente a los pies de los caballos en el caso primero, ni me preocupe en el caso segundo que los demás se afanen para combatir mi fallo.
Así, al hablar de lo que he hecho para la Escena y de lo que deseaba hacer, tengo estampadas opiniones severísimas y de una agresividad no empleada por ningún escritor, al tratar de sus propias obras, contra algunas comedias mías, celebradas indefectiblemente por los públicos y elogiadas en su estreno por la crítica oficial, pero no aprobadas igualmente por mí mismo, por haber sido compuestas para que les gustasen a los demás, pero en desacuerdo con mi gusto personal.
Y hoy, a la inversa, al ocuparme de Cuatro corazones con freno y marcha atrás, farsa más exaltada y celebrada por el público que estimada y elogiada por la crítica, y escrita con sujeción estricta a mi criterio y gusto exclusivos, no tengo inconveniente en reafirmar lo que antes he dejado dicho: que se trata de una obra excepcional en su género, nutrida de fantasía, sostenida a fuerza de ingenio y de riqueza incidental, y de tan alta calidad con respecto a la restante producción cómica contemporánea, que —sin caer en la injuria— no admite parangón con ella ni igualdad de trato posible. Y sólo la insuficiencia mental, la absoluta ausencia de juicio para determinar lo que es arte y lo que no lo es, una perversión del gusto, el rencor o la mala fe pudieron impulsar a algunos que tenían que fallarla a no reconocerlo así.
Muchos, por el contrario, sí lo han reconocido aquí y en el extranjero; pero, aunque no lo hubiera reconocido nadie, me habría dado igual. He dicho —y repito— que en cuestiones de arte mi propio sentido del juicio y mi propio buen gusto me bastan en el presente. Y hasta en el porvenir; porque, en cambio, no he dicho, pero lo digo ahora, que la posteridad me importa un rábano. Literariamente he conseguido ya formarme un mundo para mí mismo, en el que me aíslo como el buzo en la escafandra. Esto de escribir no teniendo en cuenta otra opinión que la íntima y despreciando los demás criterios produce un bienestar mental y físico inefable, y, además —resultado estimulante—, crea una masa de lectores y espectadores entusiastas siempre dispuestos a celebrar y aplaudir esa manera de hacer y no otra.
(Se convertía en imprescindible subrayar todo esto, aunque sólo fuera para darle cierta luz al oscuro y grosero confusionismo en que el arte —y singularmente el teatro— se desenvuelve, y en el que lo bueno y lo malo, lo selecto y lo pedestre, lo inteligente y lo estólido, lo original y lo plagiado, son apreciados por igual por quienes están precisamente en el deber de establecer la justa diferenciación.)
Puesto también en ensayo el acto tercero, nos preparamos a estrenar el día anunciado.
A Serrano le parecía el título demasiado largo, y, buscando uno corto, topé con el de Morirse es un error, bajo el que la obra había de figurar en los carteles.
Ante la máxima expectación de siempre, Morirse es un error se estrenó en la noche del 2 de mayo, con decorados de Burmann y trajes bocetados por Ontañón.
Los dos primeros actos fueron acogidos de un modo entusiasta.
Pero en el descenso del telón sobre el segundo acto, y a pesar del aplauso unánime de la sala, los inteligentes sintieron miedo por la suerte del resto de la comedia. Era el mismo miedo que yo había sentido, y ellos —igual que yo— comprendían que lo singular, lo excepcional, lo irreal del tema, resultaba dificilísimo, casi imposible de sostener al mismo tren durante un acto más; ellos —igual que yo— comprendían, al acabar el segundo, que para rematar la obra era imprescindible un acto tercero extraordinario. Sólo que yo —que tan angustiado había vivido mientras pensaba el tercer acto— ahora, en el trance del estreno, me hallaba ya tranquilo, porque estaba seguro de haber escrito aquel tercer acto extraordinario imprescindible. Efectivamente, y contra todos los temores, en el acto tercero el éxito alcanzó temperaturas de triunfo inusitadas. La sala era un oleaje de regocijo, y hubo momentos de aplausos tumultuosos, como —por ejemplo— cuando Valentina, ya adolescente, hace callar a su hijo de sesenta años con el imperativo de: «¡Ni una palabra más, Chichín!»
Lograr semejante reacción, después de dos horas y media de risa y de haberle extraído a un tema todas sus sustancias, no es cosa al alcance de muchos. En aquel momento, entre los profesionales del teatro en España no estaba al alcance de nadie.
Los críticos dijeron unánimemente que lo mejor de la obra era el acto primero.
Y, años después, con motivo de la reprise de la comedia en Madrid, los críticos repitieron sus viejos discos, y algunos de ellos se extrañaban en sus reseñas de que se le hubiera cambiado el título. Cualquiera que no fuera un crítico hubiese sospechado que a mí me gustaba más el título de Cuatro corazones con freno y marcha atrás que el de Morirse es un error. Y cualquiera que no fuese un crítico habría pensado, sobre todo, que, escrita la obra en una época en que las gentes se morían de la gripe y repuesta en un momento en que la juventud caía en los frentes por la patria, Morirse es un error no era el título más apropiado ni oportuno.
Pero pedirle a un crítico que discurra es forzar su naturaleza y plantearle un problema mental de primer orden.
Y yo no soy capaz de tanta crueldad.