39
Masacre
Daniel había aterrizado boca abajo en el barro, entre cristales rotos. Rodó sobre sí mismo para quedar de espaldas al suelo, despacio porque tenía la sensación de que Lexi le había roto una costilla. La lluvia le caía encima con tanta fuerza que la sentía como agujas que se le clavaran en la piel.
Miró para arriba y vio a Lexi saliendo por la ventana. Tuvo que plegar las alas contra la espalda para poder pasar.
Daniel trató de incorporarse, pero el salir volando a través de una ventana de cristal lo había dejado bastante fuera de combate.
Lexi caminó hasta él, dando zancadas largas y un tanto elegantes. Cuando estuvo encima de él, sus alas desplegadas hicieron de paraguas. Ella inclinó la cabeza y lo miró fijamente.
—No veo la hora de comerte el corazón —dijo, y agitó una lengua rara, serpentina.
—Bueno, pues tendrás que esperar.
Daniel giró hacia atrás y se llevó las piernas al pecho, y después las empujó hacia afuera tan fuerte como pudo, de modo que la pateó en el pecho con ambos pies. Lexi tropezó hacia atrás, apenas pudo mantener el equilibrio en el barro y agitó las alas para enderezarse.
Él se puso de pie justo cuando Gemma salía por la puerta de atrás. Trastabillaba un poco al caminar y con un brazo se sostenía el estómago, de donde se veía salir la sangre que se filtraba por la camiseta. Gemma se paró entre Daniel y Lexi, a quien miró con furia.
—¡Ya basta, Lexi! —gritó.
Daniel estaba parado detrás de Gemma, pero vio cómo empezaba a suceder. Se le estaban estirando los dedos, y las uñas se le convertían en garras negras y largas. La boca se le empezó a contraer, y él supo que se le iba a llenar de esos dientes horribles.
Pero antes de que Gemma acabara de transformarse, Lexi agitó las alas. Se inclinó hacia delante, golpeó deliberadamente a Gemma con el ala y la hizo volar sobre el borde del acantilado.
—¡Gemma! —aulló Daniel, y corrió tras ella. Se detuvo a tiempo para no resbalarse. La punta de un zapato le quedó, literalmente, colgando.
Llegó demasiado tarde como para hacer otra cosa que ver cómo Gemma se estrellaba contra las rocas. Las olas golpeaban contra el pie del acantilado, formando una espuma blanca, y Gemma desapareció dentro de ellas.
—Ahora te reunirás con ella —dijo Lexi—. Pero antes de eso, tu corazón es mío.
Ella era más alta que él, lo que le obligaba a intentar un ángulo extraño, y además tenía que pegar un brinco para poder pegarle. Pero su puño se conectó bien y aterrizó de lleno en la sien de Lexi.
Al monstruo con forma pájaro se le había alargado el torso, y las costillas le sobresalían de forma grotesca. Debajo de eso, los tejidos suaves del vientre quedaban totalmente expuestos, y allí fue donde Daniel le dio un puñetazo con todas sus fuerzas.
Ella graznó y trastabilló, así que él avanzó un paso y le dio un puñetazo con la otra mano. Ella agitó las alas para mantener el equilibrio. Las fuertes ráfagas de aire producidas por ese movimiento casi lo hicieron caer para atrás, aunque mantuvo su punto de apoyo.
Pero cometió el error de tratar de pegarle un puñetazo en la cabeza otra vez. Ella estaba inclinada hacia delante, tratando de corregir su posición para no caer de espaldas, y la oportunidad le pareció demasiado buena como para dejarla pasar. Así pues, le lanzó un derechazo, con la esperanza de darle en la mandíbula. En vez de eso, ella giró la cabeza de golpe hacia un lado y le clavó los dientes justo en el antebrazo.
Daniel lanzó un grito de dolor. Lexi tenía la boca llena de dientes afilados, que se contaban por cientos y sobresalían de forma irregular como agujas en un alfiletero. Prácticamente pudo sentir cómo algunos le atravesaban todo el brazo y le salían del otro lado.
Cuando lo soltó, Daniel se derrumbó y cayó de rodillas. La lluvia le golpeaba el brazo, se mezclaba con la sangre y le chorreaba hasta el suelo, donde se confundía con el barro.
—Ya no eres tan valiente, ¿eh? —dijo Lexi.
Él trató de ponerse de pie otra vez, pero Lexi lo pateó en el pecho. Lo hizo con más fuerza que antes, y el golpe lo hizo salir volando. Aterrizó de espaldas y patinó unos metros en el barro.
Lexi le había quitado el aire con el golpe, y pasaron unos segundos muy dolorosos hasta que pudo respirar otra vez. Tosió fuerte y los pulmones le aullaron al boquear tratando de tomar aire.
Trató de sentarse, pero en ese momento sintió el pie de Lexi en su estómago, clavándolo contra el suelo. Las garras de los dedos le traspasaban la tela de la camisa y se le metían en la piel. Él le sujetó el tobillo, que tenía el tacto de un reptil bajo sus manos, y trató de sacudírsela de encima de un empujón, pero ella no se movía.
—Se acabó, Daniel —le aseguró—. Voy a matarte ya.
Lexi se inclinó y extendió sus dedos largos hacia el pecho de Daniel. Él se armó de valor para hacer frente a lo inevitable. Lo que más lamentaba era haber defraudado a Harper. Le había prometido que no le pasaría nada a Gemma, y había fracasado.
Levantó la vista hacia Lexi, ya que no quería mirar a ningún otro lado que no fueran sus ojos. Si iba a matarlo, quería que viera lo que hacía. Ella lo guarecía de la lluvia con las alas, de modo que podía mirarla sin entrecerrar los ojos.
Lexi echó la cabeza para atrás y dejó escapar un graznido atormentado. Se le movieron las alas y le salpicó en la cara la lluvia helada. Daniel cerró los ojos contra la lluvia que lo golpeaba, y después sintió que se mezclaba con algo tibio que goteaba sobre su piel.
El pie de Lexi desapareció de su estómago, y Daniel alzó el brazo para protegerse de la lluvia mientras se incorporaba.
Lexi se había alejado varios pasos de él, y agitaba una ala de manera salvaje. La otra… ya no estaba. Le salía sangre del hombro mientras gemía.
Penn estaba parada frente a él, con un aspecto totalmente humano. Salvo por los brazos, cuyos dedos tenían forma de garras, como los de Lexi. En una mano sujetaba el ala dorada de esta, pero la echó a un lado como si fuera basura.
—¿Qué problema tienes, Penn? —le gritó Lexi—. ¡Sólo estaba jugando!
—Mira que te dije que lo dejaras en paz —dijo Penn. Dio un paso hacia ella, y Lexi dio otro paso atrás, arrimándose al acantilado.
—Te dije que no les hicieras daño ni a él ni a esas estúpidas chicas Fisher. ¿Y qué haces tú?
—¡Sólo estaba chinchándolos un poco, Penn! —insistió Lexi, pero Penn no parecía convencida.
Lexi seguía tratando de retroceder, y los pies le patinaron en el barro. Cayó de espaldas en el suelo, con la cabeza colgada del borde del acantilado y el cuerpo a salvo sobre la tierra. Su única ala se sacudía horriblemente, pero Penn estaba encima de ella, y la empujaba hacia abajo.
Penn se le sentó encima del estómago, a horcajadas, y le envolvió la garganta con una mano. Lexi hizo un sonido como un gorjeo y le empezó a clavar las garras en la mano a Penn. Las piernas de Lexi pataleaban al tuntún, sin poder alcanzar a Penn.
Con la mano libre, Penn le desgarró el vientre a Lexi y metió la mano por debajo de la caja torácica hasta llegar al corazón. Lexi gritó más fuerte y se sacudió más todavía, pero fue en vano. Penn le sacó a Lexi el corazón negro y pequeño, lo sostuvo entre las manos y se lo enseñó.
Lexi hizo rechinar los dientes y trató de quitarse a Penn de encima, así que esta le apretó más la garganta. Parecía que los ojos amarillos de Lexi se le iban a salir de las órbitas, y finalmente Penn le desgarró la carne y los huesos. Le arrancó la cabeza y la dejó caer, de modo que se estrelló contra el océano.