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Liberarse

Daniel había tomado una decisión importante: tenía que contárselo a Harper. Después de pasarse días dándole vueltas al tema, por fin había aceptado el hecho de que Harper tenía que estar al corriente del trato que había hecho con Penn.

Una vez que hubo llegado a esa conclusión, sólo tenía que decidir cuándo sería el mejor momento para decírselo. Una parte de él pensaba que sería mejor esperar hasta después del acto, porque entonces ya estaría consumado.

Sabía que si se lo contaba a Harper antes de acostarse con Penn, ella podría tratar de convencerlo para que no lo hiciera. Eso no sería tan malo de no ser porque tal vez lo lograra.

No era que quisiera acostarse con Penn. De hecho, quería justo lo contrario. Cuanto más lo pensaba, menos seguro estaba de poder llevarlo a cabo. No obstante, la otra noche, cuando Penn lo besó, casi lo había convencido de que aquello no sería ningún problema. Más allá de lo que sintieran su corazón y su mente, parecía que su cuerpo respondía a ciertos estímulos.

Pero Penn le había garantizado que Gemma y Harper estarían a salvo. No podía rechazar eso.

Por supuesto, él sabía que no era una garantía definitiva. Si llegaba a acostarse con Penn, podrían pasar dos cosas. Podría ser que ella perdiera de inmediato el interés por Daniel; en tal caso, lo más probable sería que matara a Harper, a Gemma y a él por el mero gusto de hacerlo. Pero también podría suceder que le gustara, y que lo chantajeara para que siguieran viéndose.

De hecho había una tercera opción: que Daniel también disfrutara y quisiera entablar una relación con Penn. Si bien ella parecía estar segura de que así sería como terminarían las cosas, él lo dudaba mucho. Dudaba que hubiera fuerza en el mundo capaz de hacerlo sentir tan bien como para querer estar con ella.

En el mejor de los casos, Penn seguiría chantajeándolo y prometiéndole protección para Harper y Gemma, siempre y cuando él se acostara con ella. Su única esperanza de defender a la gente a quien quería era convertirse en una especie de esclavo sexual.

Y por eso tenía que contárselo a Harper antes de consumarlo. No quería tener que andar escondiéndose de ella, engañándola una y otra vez, por muy buenas que pudieran ser sus razones. Ella tenía que saber lo que él estaba haciendo para poder decidir por sí misma si quería seguir a su lado.

Daniel sabía que aquello podría costarle su relación. Aunque lo estaba haciendo para defenderla, porque amaba a Harper, sabía que sería algo difícil de aceptar.

Pero si tenía que elegir entre perderla para siempre y con eso mantenerla a salvo y feliz o estar con ella y verla sufrir y morir, entonces con gusto elegiría lo primero, y le daba igual a qué precio.

Como Penn y él pensaban cumplir con su acuerdo al día siguiente, pensó que lo mejor sería hablar con Harper aquel mismo día. Sin embargo, no quería decírselo por teléfono, y no tenía coche.

De modo que eso llevó a Daniel a la casa de Álex, donde estaban parados en el camino de entrada junto a su Cougar azul. El cielo estaba encapotado, pero todavía no había empezado a llover.

—¿Estás seguro? —preguntó Daniel mientras cogía las llaves del coche de Álex—. No quiero causarte ninguna molestia.

—No, está bien. —Álex meneó la cabeza.

—¿Podrás ir al trabajo igualmente? —preguntó Daniel.

—Llevo un tiempo sin trabajar —admitió Álex.

Daniel le echó una mirada. Había pasado una semana desde la última vez que viera a Álex, cuando lo llevó en el barco desde la isla hasta tierra firme. Álex tenía una resaca terrible en ese momento, pero incluso teniendo eso en cuenta, parecía que estaba mucho mejor.

Se dio cuenta cuando llevaban un rato hablando. Cada vez que se había cruzado con Álex durante el último mes, este miraba al suelo o al vacío. Y ahora era la primera vez en mucho tiempo en que lo miraba a los ojos.

—Ah, ¿sí? —preguntó Daniel—. ¿Vas a dejarlo?

—Tal vez, suponiendo que no me hayan echado. —Álex se encogió de hombros—. Es que necesito hacer algo diferente. Trabajar en el puerto no es lo mío.

—¿Ha pasado algo? —preguntó Daniel.

—No lo sé. —Frunció el entrecejo—. Creo que necesito tomarme un tiempo y ver cómo resuelvo las cosas. Últimamente he estado un poco raro y…, no sé. Siento que las cosas tal vez estén empezando a cambiar.

Se oyó el estruendo de un trueno sobre sus cabezas. Álex miró hacia arriba y observó las nubes densas que se arremolinaban en lo alto. El viento le volaba el pelo hacia atrás y se lo apartaba de los ojos, que tenían una mirada de absoluta fascinación, como si la tormenta lo estuviera hechizando.

—Debería estar siguiéndole el rastro a eso —dijo Álex en voz baja, casi para sí mismo.

Daniel se puso a mirar el cielo junto con Álex.

—Parece que pronto va a empezar la tormenta.

—Se avecina una buena, eso seguro —coincidió Álex.

—Sí, bueno, probablemente debería irme si quiero llegar a Sundham antes de que empiece la tormenta de verdad —dijo Daniel, mirando otra vez a Álex.

Este asintió.

—De acuerdo. —Esperó a que su amigo se diera la vuelta para decir—: Eh, Daniel. ¿Hablas…, hablas mucho con Gemma?

—Hum, algo sí, supongo —contestó Daniel, indeciso—. ¿Por qué?

—No puedo… —Álex meneó la cabeza como si se esforzara por encontrar las palabras—. En este momento no puedo protegerla como quisiera. Las cosas van… No nos van bien. Pero quiero que ella esté a salvo.

—Sí, entiendo —dijo Daniel.

—¿Podrías cuidar de ella? —preguntó Álex, mirándolo a la cara—. Sólo hasta que pueda controlar este lío. ¿Podrías cuidarla por mí y asegurarte de que todo esté en orden?

—Sí, por supuesto. —Daniel asintió.

Álex pareció aliviado y sonrió.

—Gracias.

—No hay problema —dijo Daniel—. Ya te devolveré el coche mañana por la mañana.

—De acuerdo —le dijo Álex—. Tómate todo el tiempo que necesites.

Sin previo aviso, la lluvia descargó encima de ellos. Hacía un rato, cuando Daniel iba caminando en dirección a casa de Álex, había sentido alguna que otra gotita. Pero aquello era como si el cielo se hubiera abierto en dos y les estuviera volcando agua encima.

—Me voy para adentro —dijo Álex, y se dirigió a la casa.

—Sí, claro. —Daniel presionó el control remoto de la cerradura del coche y extendió el brazo para abrir la puerta—. ¡Gracias de nuevo!

Se metió en el coche de un salto, ya chorreando agua. Sólo había pasado unos segundos bajo la lluvia, pero caía tan fuerte que estaba casi empapado. Se frotó el pelo, tratando de sacudirse un poco el exceso de agua.

Daniel sabía conducir pero nunca había conducido el coche de Álex, así que tardó unos minutos en acostumbrarse a él. Una de las mayores dificultades que entraña conducir un coche ajeno es descubrir cómo hacer funcionar el limpiaparabrisas a la velocidad apropiada.

Una vez resuelto eso, enfiló hacia Sundham. Daniel ni siquiera había llegado al final de la manzana cuando le empezó a vibrar el teléfono en el bolsillo. Era Harper, así que respiró hondo y decidió que era un momento tan bueno como cualquier otro para autoinvitarse a hacerle una visita.

—Eh, Harp… —empezó Daniel, pero eso fue todo lo que pudo decir antes de que ella le gritara frenéticamente en el oído.

—¿Dónde está Gemma? ¿Estás bien? ¿Estás con ella? ¿Qué está pasando?

—¿Qué? —Daniel había llegado a la señal de stop que había al final de la manzana y no había coches detrás de él, así que decidió esperar allí hasta averiguar por qué estaba Harper tan asustada—. Estoy bien. No sé dónde está Gemma. Estoy en un coche.

—¿Qué coche? —preguntó Harper—. ¿Adónde vas? ¿Has hablado con Gemma?

—Le he pedido prestado el coche a Álex —dijo Daniel—. Pensaba ir a visitarte esta noche. Y no, hoy no he hablado con Gemma.

—¡No! —gritó Harper—. ¡No puedes venir esta noche! Algo anda mal. A Gemma le pasa algo. Tienes que encontrarla.

—Más despacio, Harper —dijo Daniel—. Apenas te entiendo.

—La he llamado una y otra vez, y no contesta —explicó Harper. Le temblaba la voz y sonaba como si estuviese al borde de las lágrimas—. Y simplemente lo sé. Le ha pasado algo, y no creo que yo llegue a tiempo.

—¿Te pillo conduciendo? —preguntó Daniel—. Harper, tienes que detenerte hasta que te calmes. Estás al borde de la histeria, llueve a cántaros y estás hablando por teléfono. Vas a tener un accidente.

—No, estoy bien, Daniel —insistió Harper—. Sólo necesito que busques a Gemma.

—Sí, lo entiendo, y voy a ir a buscarla en cuanto hayas aparcado —dijo Daniel.

—¡Por favor, Daniel! —sollozó Harper—. ¡Está herida! ¡Puedo sentirlo, está herida!

—Está bien, cálmate —dijo Daniel, tratando de mantener el mismo tono de voz como buenamente pudo—. Voy a buscarla. ¿Tienes alguna idea de dónde está?

—No, pero es probable que esté con las sirenas —dijo Harper, y eso también le pareció una apuesta segura a Daniel.

—Voy a su casa ahora mismo. —Daniel salió de la señal de stop—. Tienes que respirar hondo y calmarte un poco. Buscaré a Gemma y me aseguraré de que esté bien. En cuanto lo haga, uno de nosotros te llamará, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Harper suspiró, y de veras pareció más calmada—. Gracias. Y disculpa que te haya llamado. Es que no sabía a quién más recurrir.

—No, no hay problema —le aseguró Daniel—. Yo me ocupo.

—Gracias —repitió Harper—. Y ten cuidado, ¿de acuerdo? Tampoco quiero que te hagan daño.

—Andaré con cuidado. Conduce con prudencia. Luego hablamos.

Daniel tiró el teléfono en el asiento del acompañante y aceleró. Lo que Harper más temía se estaba haciendo realidad, y ni siquiera había pasado un día desde que se había ido.

Pensó por un momento si aquello sería un mero brote de paranoia, pero lo descartó de inmediato. Harper y Gemma tenían un extraño vínculo psíquico y, si ella decía que a su hermana le pasaba algo, lo más probable era que así fuera.

Otra cosa era que las sirenas tuvieran algo que ver con lo que le estaba pasando a Gemma. Daniel no creía que Penn incumpliese lo acordado; al menos, no cuando faltaba tan poco para que se concretara. Pero sólo había prometido que ella no le haría daño ni a Gemma ni a Harper. Eso no significaba que las otras sirenas no lo hiciesen.

Atravesó el pueblo a la carrera, haciendo el menor caso posible a los límites de velocidad y los semáforos en rojo. Cuando empezó a subir el cerro, las cosas se complicaron aún más. Llovía tan fuerte que las calles estaban inundadas y se había levantado viento. El coche no tenía tracción y la tormenta casi lo sacó de la carretera en unas cuantas ocasiones.

Cuando por fin logró llegar a la casa de las sirenas, el coche patinó en el césped y se atascó en el barro, debajo de un árbol. Pero no le importó. Se limitó a saltar del coche y correr hasta la casa.

Antes de entrar, Daniel ya sabía que las cosas no iban bien. Una ventana de la fachada estaba destrozada, de modo que la lluvia se metía adentro a raudales, y oyó un rugido sobrenatural: un sonido que había oído una sola vez, cuando Penn había tratado de matarlo, bajo la forma de un pájaro monstruoso.

—¡Gemma! —gritó Daniel, y abrió de golpe la puerta principal.

Nunca antes había estado dentro de la casa, de modo que no tenía ninguna referencia, pero no cabía duda de que estaba destrozada. Había un sofá volcado, y una mesita partida en dos. Hasta la nevera estaba fuera de su sitio y tirada sobre un lado. La comida y las bebidas estaban derramándose.

Marcy yacía boca abajo, medio escondida por el sofá, y Daniel no habría podido decir si estaba muerta o sólo inconsciente. No tuvo tiempo de comprobarlo ni de pensarlo, porque tenía un problema mucho mayor entre manos.

Gemma estaba agachada bajo la escalera, que usaba como escudo. Sostenía un atizador en una mano, y apuntaba con él al monstruo horrible que estaba parado frente a ella.

Lexi estaba de espaldas a Daniel, con las enormes alas doradas totalmente desplegadas, de modo que una buena parte de su campo visual quedaba bloqueada. Las piernas de Lexi se habían alargado más de medio metro.

La piel suave y bronceada de sus piernas se había convertido en escamas de un gris azulado, y la rodilla le sobresalía para atrás. Los pies se le habían convertido claramente en los de una ave, los cinco dedos fundidos en tres, con garras largas y afiladas al final de cada uno.

La cabeza también se había expandido y elongado, de modo que su cabello rubio ya no le cubría el cuero cabelludo por igual. Se le había vuelto más fibroso y raído, y se agitaba en mechones delgados cuando el viento soplaba en la habitación.

La criatura en que se había convertido Lexi lo había oído entrar, así que se dio la vuelta para enfrentarse a él. Tenía los ojos amarillos de un pájaro, mandíbula prominente y una boca repleta de hileras de dientes puntiagudos y aserrados que habían desplazado a los labios de su sitio.

En lugar de decir nada, Lexi se limitó a echar la cabeza para atrás y a reírse cuando lo vio. El sonido parecía más el de un cuervo graznando que una risa humana. Reverberaba con un tono demoníaco, y Daniel supo que aquello no podía ser una buena señal.