36
Inquietud
Liv le había enseñado a Harper dónde se impartirían todas sus clases, con arreglo al horario de esta. Liv era de un pueblo vecino de Delaware, pero se había mudado al dormitorio hacía una semana. Aquellos días de más, junto con el curso de orientación, le habían permitido a Liv aprender bien dónde estaba todo y cómo funcionaba la universidad.
Si bien era increíblemente servicial y amable, había algo en ella que era casi demasiado amable. Si Harper le contaba un chiste, por malo que fuera, Liv se reía un montón. También le había dicho unas cien veces lo guapa e inteligente que era.
Otra extraña peculiaridad de Liv era que se pasaba todo el día haciendo referencias vagas a las nuevas amigas «superdivinas» que había hecho. Era como si quisiera impresionar a Harper, pero cada vez que esta intentaba hacerle más preguntas sobre ellas, se cerraba en banda y cambiaba de tema.
Así y todo, Liv le había venido bien a Harper para distraerse. Gracias a ello había evitado llamar a Gemma y Daniel un millón de veces. No obstante, sí les había mandado un par mensajes de texto para cerciorarse de que todo iba bien, y ellos le habían asegurado que sí.
Si bien Liv se había molestado en indicarle dónde estaba cada una de sus aulas, Harper estaba tan preocupada que se olvidó de todo lo que le había enseñado. Llegó tarde a sus dos primeras clases, y la única razón por la que llegó puntual a la tercera fue que iba con Liv y esta la condujo físicamente hasta allí.
Se sentaron juntas y, cuando la profesora les pasó el programa de la asignatura, Harper se sintió aliviada y sorprendida a la vez al ver que ya había leído algunos de los textos en el instituto. El día estaba empezando a mejorar cuando Harper empezó a sentir un dolor extraño en el pecho.
Respiró hondo, esperando que eso la calmara, pero el dolor no hizo más que aumentar. Se le contrajo el pecho y la invadieron las náuseas. Después se llenó de terror. Era intenso y constante, y le vino una oleada de adrenalina.
Cualquier otra persona habría pensado que le estaba dando un ataque de pánico, y es probable que un médico se lo hubiera diagnosticado. Pero aquello era diferente. Apenas la invadió el miedo y sintió una punzada en el estómago, Harper supo de qué se trataba.
—Gemma —susurró.
—¿Harper? —preguntó Liv, acercándose a ella—. ¿Estás bien? No tienes buen aspecto.
—No, me tengo… —Respiró hondo—. Me tengo que ir.
Se levantó a toda prisa, y los libros cayeron al suelo con gran estrépito. Todos se volvieron para mirarla y ella murmuró una disculpa mientras se agachaba para recoger sus cosas. El profesor le preguntó si todo iba bien, pero ella no respondió.
Harper salió del aula, corriendo tan rápido como se lo permitieron las piernas. Una vez en el pasillo, tuvo que parar y apoyarse contra la pared. El terror y el dolor eran demasiado fuertes, y casi la hicieron caer de rodillas.
—¿Harper? —preguntó Liv. La había seguido fuera del aula y se había acercado para ver si estaba bien—. ¿Qué te pasa?
—Tengo que llegar a mi coche —dijo Harper—. Tengo que irme a casa.
—No creo que estés en condiciones de conducir —dijo Liv.
—Por favor. —Ella levantó la vista, implorándole—. Ayúdame a ir hasta el coche. Tengo que irme a casa. Ahora.
—Está bien. —Liv asintió, sujetó a Harper y le pasó el brazo alrededor de la cintura para ayudarla a estabilizarse.
Mientras caminaban, Harper se metió la mano en el bolsillo y sacó su teléfono. El nombre de Gemma era el primero de sus contactos y pulsó la tecla de llamada. El teléfono sonó una y otra vez, pero sólo le respondió el contestador.
Salieron del edificio en medio del diluvio. Cuando Harper había entrado en clase, apenas hacía unos minutos, no llovía. Ahora llovía tan fuerte que apenas podía ver.
Pero nada de eso le impidió marcar el número en el teléfono. No paró de llamar una y otra vez. Pero Gemma no respondía.