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Ramificaciones
Gia oyó sus gemidos. Aggie y Penn habían salido a nadar, como todas las mañanas, y se habían internado tanto en el Mediterráneo que no alcanzaron a oír a Thea totalmente descontrolada después de haber matado de forma brutal al único hombre a quien había amado de verdad en toda su vida.
Cuando Gia entró en su habitación, Thea estaba sentada en el suelo, bañada en sangre, mientras acunaba el cadáver de su amante. Podría haberse quedado en ese estado todo el día, hasta que llegara Penn y la liquidara por haber matado a Bastian.
De no haber sido por Gia, Thea no habría recuperado la cordura. Como se había alimentado, tenía la mente más preclara que en las semanas anteriores, pero su desazón podía con ella y le nublaba el juicio.
Gia empleó un tono de voz preciso y suave con Thea. Ni siquiera le preguntó lo que había pasado, ni por qué había pasado. Se limitó a levantarla y a llevársela al baño para limpiarla, y después regresó y envolvió a Bastian en una sábana.
Les ordenó a los sirvientes que llevaran cubos de agua. Cuando regresaron con ellos, Gia empezó a absorber la sangre del suelo con mantas y toallas. Una vez que Thea se hubo limpiado la mayor parte de la sangre, se unió a Gia, de rodillas, para fregar el suelo.
Después salieron las dos. Llevaban a Bastian con ellas. Se sumergieron en el mar y se lo llevaron tan lejos y a tanta profundidad como pudieron. Hundieron su cuerpo con el peso de una pequeña roca, sabedoras de que los peces y las mareas se encargarían del resto.
Cuando todo hubo terminado, toda la sangre que las cubría lavada por el mar, toda la ropa de cama y el cadáver eliminados, Thea le ofreció a Gia un leve «gracias».
Gia se limitó a hacer un gesto con la mano, como restándole importancia, y se encaminó al comedor con Aggie y Penn.
A Thea siempre le había parecido una pena que Gia se hubiera convertido en una de ellas. Se referían a ella como su hermana, ya que las sirenas eran una especie de hermandad, pero en realidad no lo era. A diferencia de Thea, Aggie y Penn, los padres de Gia eran mortales. Era la sirvienta de Perséfone y, a decir de todo el mundo, estaba cumpliendo su deber con creces hasta que irrumpieron ellas tres.
De hecho, si Penn, Thea y Aggie no la hubieran arrastrado con ellas ese día, Gia se habría conformado con seguir cuidando a Perséfone. A esta le encantaba escuchar a Gia cantarle mientras le trenzaba el pelo.
Pero habían arrastrado a Gia con ellas. Y entonces violaron y asesinaron a Perséfone, y su madre enfurecida les había echado una maldición eterna a las cuatro. Incluso a la dulce Gia, cuya voz cantarina era la más hermosa que se pudiera imaginar.
Penn no tardó mucho en darse cuenta de que Bastian había desaparecido y se puso frenética. Al principio sospechó que le estaba gastando una broma, ya que no podía creer que alguien la dejara. Pero después de que Thea, Aggie y Gia se pasaran varios días tratando de apaciguarla, Penn acabó aceptando la idea de que Bastian se había ido.
Pero eso no ayudó en nada a calmar su rabia. Andaba hecha una furia por la casa, rompiendo todo lo que encontraba a su paso y aullando, presa de ataques de ira. Descuartizó a varios sirvientes por el mero hecho de mirarla mal.
Lo único bueno de su preocupación por Bastian fue que Penn no se dio cuenta del cambio que se había operado en Thea. Había recuperado su aspecto radiante, su cabello era otra vez abundante, y ya no estaba tan frenética. Todavía tenía la voz ronca, y Penn se burló de ella por eso, tal como venía ocurriendo desde hacía meses.
Ninguna de las otras sirenas entendía por qué había dejado de alimentarse con ellas, aunque Aggie parecía apoyarla y también había dejado de hacerlo, no tanto como Thea, porque era enloquecedor y doloroso, pero al menos había hecho el esfuerzo.
La furia de Penn estalló antes de que hubiera pasado una semana de la muerte de Bastian. Estaba destrozando su habitación, en busca de pistas sobre adónde podría haber ido él para buscarlo y matarlo. Las otras tres trataban de mantenerse fuera de su alcance y pasaron la tarde en el salón.
Gia había empezado a tocar el clavicordio y a cantar. Aggie estaba sentada en una silla, trabajando en sus bordados, que durante los últimos ciento y pico de años habían sido su pasatiempo favorito. Thea estaba despatarrada en un diván, tratando de leer un libro, cuando Penn irrumpió en la habitación.
—¿Quién de vosotras lo ha hecho? —gruñó, y a Thea se le heló el corazón.
—¿El qué? —preguntó Aggie.
—Bastian. —Penn tenía unos papeles arrugados en la mano y los levantó para que todas los vieran—. He encontrado esto en su habitación. ¿Quién de vosotras ha escrito esto?
—¿De qué diablos estás hablando? —preguntó Aggie, aunque Thea sí lo sabía.
Tan pronto como vio los papeles, entendió de qué estaba hablando Penn, y se maldijo a sí misma por haber sido tan tonta. Creía que había sido muy cuidadosa, y que había eliminado todas las pruebas del asesinato de Bastian, pero ni se le había ocurrido ocultar los rastros de su amorío.
—¡Estos! —Penn tiró los papeles al suelo—. Y no os hagáis las tontas. Sé que ha sido una de vosotras.
Aggie dejó el bordado y se levantó de la silla. Cogió una de las hojas y la estiró.
—«Bastian, amor mío, no veo la hora de que volvamos a estar juntos. Cada momento que estamos separados tengo miedo de no poder sobrevivir hasta sentir tu abrazo otra vez» —leyó. Levantó la vista del papel y meneó la cabeza—. Disculpa, mi querida hermana, pero no lo entiendo. ¿Qué tienen que ver tus cartas de amor con todo esto?
—Esas no son mis cartas de amor, imbécil —dijo Penn en un siseo—. Yo no he escrito eso. Ha sido una de vosotras.
Thea se incorporó en el diván, pero no dijo nada, y trató de mantenerse inexpresiva. Sentía cómo la miraba Gia desde el otro lado del piano, pero esta tampoco dijo nada.
—¿Cómo sabes que las ha escrito una de nosotras? —preguntó razonablemente Aggie—. Podrían ser de las sirvientas o de alguna antigua amante de Bastian. Hasta podrían ser de su esposa.
—No, no, no. —Penn meneó la cabeza y se arrodilló en el suelo para revolver entre las cartas—. Esta. Aquí. —Se la pasó a Aggie.
—«Tu canción de sirena me llama durante la noche. Hasta cuando estoy con tu hermana, te lo aseguro, estoy pensando en ti» —leyó Aggie.
Thea se estremeció para sus adentros, pero permaneció inmóvil. Bastian y ella solían pasarse notitas de amor por debajo de la puerta de sus respectivas estancias. Thea muchas veces las llevaba en el canesú de su vestido para poder leerlas una y otra vez.
Pero cuando hacían el amor solía quitarse el vestido, y las notitas se perdían o se las olvidaba. Al parecer, esa se había quedado en la habitación de Bastian después de uno de sus encuentros amorosos.
—¿Ves? —dijo Penn, echando fuego por los ojos—. ¡Una de vosotras estaba tratando de robármelo!
—Penn, aunque una de nosotras se haya acostado con él, y no estoy diciendo que haya sido así, sé que yo no he sido —dijo Aggie—. Eso no significa nada. Bastian te ha dejado. No se ha fugado con ninguna de tus hermanas. Nos ha abandonado a todas.
—No. —Penn meneó la cabeza y se puso de pie otra vez—. Una de vosotras lo alejó. Una de vosotras estaba teniendo un romance con él y lo asustó. Actuasteis a mis espaldas y alejasteis al hombre a quien amaba. Una de vosotras tiene que pagar por ello.
—Penn, cálmate —pidió Aggie—. No hagas nada de lo que luego te puedas arrepentir.
—¿Quién de vosotras ha sido? —gritó Penn, sin hacerle caso a Aggie. En realidad, ni siquiera la estaba mirando. Miró a Thea con furia, y después a Gia.
Thea la miró de igual a igual. El corazón le latía tan fuerte en los oídos que no oía ninguna otra cosa. Penn pasó a mirar a Gia, quien bajó la vista de inmediato. Ella no había hecho nada malo: tan sólo se acobardaba cada vez que Penn la atacaba.
Pero Penn se lo tomó como una señal de culpabilidad.
—¡Has sido tú! —rugió, y se lanzó sobre Gia—. Tú eres la responsable de esto, ¿no es así?
—No, Penn, yo nunca… —Gia trató de discutir con Penn, pero esta le echó la mano al cuello y la lanzó de espaldas contra la pared.
—¡Penn! —Aggie se puso de pie—. ¡Basta! ¡Bájala!
—Ha destrozado mi única esperanza de ser feliz —gruñó Penn—. Y ahora voy a destrozarla yo a ella.
Gia abrió sus ojos azules todo lo que pudo y tiró de la mano de Penn, quien ya se estaba transformando en ave. Las piernas le estaban cambiando debajo del vestido. Creció a lo alto, con las patas de un emú asomando por debajo.
Se le habían estirado los brazos, y los dedos tenían garras con ganchos en las puntas. Su cabello negro y sedoso se aclaró a medida que la cabeza se le abultaba y cambiaba de forma para adaptarse a la boca llena de colmillos. Las alas le brotaron por la espalda del vestido, agitándose al desplegarse y bloqueándole parcialmente la vista a Thea.
Sin embargo, Gia no cambió en ningún momento. Sus ojos permanecieron azules durante todo el tiempo, de modo que ninguna parte de ella se transformó en el monstruo con forma de pájaro que podría haberla protegido.
Más adelante, Thea se pasó muchos años pensando en aquel día, incapaz de encontrar una razón satisfactoria por la que Gia no se transformara. Había sólo dos razones posibles. Tal vez Gia no fuera consciente de lo que estaba pasando, no creyera que Penn fuera a hacerle daño de verdad, y por eso no quiso defenderse y aumentar su enfado.
O tal vez Gia quisiera morir. Nunca le había gustado aquella vida, ni había formado parte de ella desde el principio. Era probable que hubiera aceptado de buena gana la reacción de Penn, y por eso no se había defendido ni traicionado la confianza de Thea.
Con un solo movimiento rápido, Penn estiró la mano y le arrancó el corazón a Gia. Aggie le gritó que se detuviera, pero ya era demasiado tarde. Gia abrió la boca, pero no salió ningún sonido de ella. Sólo movió los labios en silencio, como un pez bajo el agua. Cuando Penn empezó a destrozarle la cabeza, Thea cerró los ojos.
Bajó la cabeza, pero oyó el sonido: la carne desgarrándose, el crujido de los huesos, y el ruido sordo y húmedo cuando la cabeza cayó al suelo. Esos ruidos la acompañarían en todas sus pesadillas a lo largo de los años siguientes.
Durante todo ese calvario, mientras su hermana mataba a Gia por un crimen que ella había cometido, Thea no había dicho absolutamente nada.