32

La partida

Con las maletas casi hechas, y sentada en la cama, Harper todavía no se podía creer lo que estaba haciendo. Tenía un nudo en el estómago, y no podía quitarse de encima la sensación de que, fuera cual fuese la decisión que tomara, estaba haciendo algo equivocado.

Apenas había dormido durante la noche anterior, y se había despertado al despuntar el alba para empezar a hacer las maletas. Su ansiedad había hecho que le costara dormir. El calor estaba al límite de lo insoportable. El aire acondicionado no llegaba a la planta de arriba, y su ventilador no hacía más que revolver el aire caliente.

De todos modos, siguió adelante con los preparativos. Tenía una tarea entre manos, así que se recogió el cabello en una cola de caballo y se puso manos a la obra. Posponer las cosas de aquella manera no era típico de Harper, pero la verdad era que todavía no había decidido si se iría o no.

Gemma fue en busca de Harper en cuanto se levantó. Hablaron un rato sobre el inminente divorcio de sus padres, que Gemma aún no había procesado del todo. Pero más que nada fue Gemma quien se dedicó a tranquilizar a Harper y decirle que estaba haciendo lo correcto y que el mundo no se acabaría si ella se iba a una universidad situada a sólo ochenta kilómetros de distancia.

Harper puso los brazos en jarras y observó el equipaje. Toda la ropa que pensaba llevar estaba doblada y ordenada en su bolsa de lona y en una maleta. La ropa que había decidido no llevar estaba toda desparramada por la cama. Había guardado sus artículos de tocador en una bolsita de plástico con cierre para que no chorrearan, y después la había metido en la bolsa de lona.

Los libros de texto —comprados por internet, ya que le salían más baratos que si se los compraba en la universidad— estaban apilados en una bolsa pesada junto al escritorio. El ordenador, el lector de libros electrónicos y varios cargadores estaban guardados en la funda del portátil.

Todo estaba listo para irse. Menos ella.

—Eh, chicas. —Daniel golpeó la puerta abierta de la habitación.

Ella le lanzó una tímida sonrisa cuando entró.

—Hola. Parece que ya has hecho todo el equipaje. —Daniel examinó la habitación—. ¿Llego tarde? Creí que me habías dicho que viniera a las diez.

Estaba parado junto a ella, pero parecía extrañamente distante. Sólo los separaban treinta centímetros. Harper se inclinó un poquito hacia Daniel, quien se apartó, como si tratara de asegurarse de que no se acercaría más en ningún momento.

En los últimos días le pasaba algo raro. Harper no podía explicarlo con exactitud, porque él se había comportado con normalidad y había pasado el tiempo con ella. Pero sin duda algo le olía mal.

Así y todo, cabía la posibilidad de que todo fueran imaginaciones suyas. Estaba segura de que la ansiedad y la incertidumbre acerca de si debía irse a la universidad o no afectaban a su relación, sobre todo porque él era una de las razones por las que quería quedarse.

—No, llegas justo a tiempo —dijo Harper, y decidió pasar por alto su preocupación por él. Había acudido para ayudarla a cargar el equipaje y acompañarla a Sundham, así que nada podía ir tan mal entre ellos—. Me he levantado temprano y he adelantado un poco.

—Mejor, ¿no? —preguntó Daniel.

—No me puedo creer que esté haciendo esto —soltó Harper, y el delgado velo de sensatez se vino abajo—. No creo que pueda irme. Todo el mundo me insiste en que me vaya, y en que es lo correcto, pero yo no lo siento así.

—Espera —dijo Daniel tratando de frenarla antes de que el pánico se apoderara de ella por completo—. Mantén la calma. Sabes que, con independencia de lo que decidas, nadie va a enfadarse contigo.

—Mi padre, sí.

—Bueno, aparte de tu padre —admitió él.

—Es que siento que si tomo la decisión equivocada, echaré a perder las vidas de todos. No quiero echar por tierra mi futuro, pero tampoco el de Gemma. —Levantó la vista hacia él, sus ojos grises, grandes y suplicantes—. Dime qué debo hacer.

—Harper, no voy a decirte qué debes hacer. —Esbozó una sonrisa triste y meneó la cabeza—. No puedo. Esta tiene que ser tu decisión, no importa lo que digan o piensen los demás.

—Ya lo sé, pero… —La voz de Harper se fue apagando.

Ella sabía que no podía dejar que nadie más tomara aquella decisión, ni tampoco quería que lo hicieran. Pero es que le parecía imposible elegir. Su corazón estaba dividido entre dos impulsos irreconciliables: cuidar de su familia y de su hermana, o perseguir la única cosa por la que había trabajado durante casi toda su vida.

—Olvídate de Gemma por un momento. Olvídate de sus problemas, de tu padre, de tu madre e incluso de mí. Olvídate de todo el mundo. —Daniel agitó las manos, como si borrara todos sus pensamientos—. ¿Qué quieres hacer? ¿Cómo querrías que fuera el resto de tu vida si no tuvieras que preocuparte por nadie más?

Harper se sentó en la cama con cuidado, en medio del equipaje. Contempló el suelo y, por primera vez en mucho tiempo, pensó en lo que realmente quería.

—Después del accidente, a mi madre le tuvieron que hacer seis operaciones en el cerebro —dijo—. Y después de cada una de ellas, mi padre, Gemma y yo nos sentábamos en la sala de espera. Entraba el médico y nos explicaba lo que había hecho y cómo había salido. Recuerdo que yo pensaba: «Guau. Este tipo lo sabe todo».

»Estaba muy tranquilo y sereno, y me contagiaba esa tranquilidad y la sensación de que todo iba a salir bien —prosiguió—. O más o menos bien, al menos. Yo le hacía un sinfín de preguntas sobre mi madre, y sobre medicina y un montón de cosas, y él siempre me lo respondía todo. Y allí mismo supe que eso era lo que quería hacer.

»Yo quería ser él. Lo que él hacía me fascinaba; pero, más que eso, quería tener todas las respuestas y poder salvar a la gente. Mi madre está viva gracias a lo que hizo ese hombre.

Daniel empujó la bolsa de lona para hacer sitio y se sentó en la cama junto a Harper.

—Eso parece encajar bien con tu manera de ser —dijo.

—Si te digo que quiero ir, ¿me convierte eso en una persona horrible y egoísta? —Lo examinó con la mirada—. ¿Qué pasa si te digo que quiero hacer esto?

Él sonrió.

—Pues no pasa nada. Es bueno que te guíes por tus sueños, sobre todo cuando te has esforzado tanto por cumplirlos.

—Pero si yo no estoy aquí y a Gemma le pasa algo, no me lo podré perdonar en la vida.

—Pero estarás aquí, Harper —dijo Daniel, riendo—. No dejas de actuar como si te estuvieras yendo a la guerra. Basta con que cojas una autopista para estar aquí, y estoy seguro de que estarás más tiempo por casa que por la universidad.

—Ya lo sé, pero ¿y si pasa algo y yo estoy a media hora de distancia? —preguntó Harper.

—Entonces, yo estaré a dos minutos de distancia, y Marcy a un segundo, y es probable que Thea esté con Gemma —dijo Daniel—. Estoy seguro de que Álex nos ayudaría si Gemma sufriera algún percance, y hasta podríamos incluir a tu padre en la lista. Gemma no está sola en esto, ni tú tampoco. No eres la única que la cuida.

—Ya lo sé. —Ella se mojó los labios y, finalmente, tomó su decisión—. Está bien. Entonces iré. —Le echó una mirada muy seria a Daniel—. Pero tienes que prometerme que vas a vigilar a Gemma.

—No lo aceptaría de ningún otro modo —dijo él.

—Sé que es pedirte demasiado, porque tú eres mi novio y no hace tanto tiempo que estamos juntos, y no es tu responsabilidad, pero necesito saber que ella está a salvo, y confío en ti.

—Harper —dijo Daniel con una sonrisa, cortándole la verborrea—. Ya lo sé. No pasa nada. Y jamás dejaría que os pasara nada malo ni a Gemma ni a ti.

—Gracias. —Harper se inclinó hacia él con intención de besarlo, pero antes de que tuviera la oportunidad, Daniel se puso de pie y se alejó un paso de la cama.

—¿Ha pasado algo? ¿Qué he hecho? —le preguntó ella.

—No. —Él se rascó el cogote y evitó mirarla a los ojos—. ¿Por qué dices eso?

—Parece que no quieras besarme.

Daniel se rio pero sonó monocorde.

—¿Y por qué no iba a querer besarte?

—No lo sé. —Ella levantó la vista y lo miró, temiendo que se confirmaran sus peores temores—. Por eso te lo pregunto.

—Es que… —Él se encogió de hombros y se paseó despacio por la habitación, caminando a lo largo de la cama, frente a ella—. Es que… te vas… Es un momento muy sentimental y no quiero hacerte hacer cosas.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Harper.

—Es que están pasando un montón de cosas. —Hizo un gesto con la mano, haciendo un círculo para representar ese montón.

A ella le dio un vuelco el corazón.

—¿Estamos cortando?

—¿Qué? —Daniel alzó la vista de golpe, sobresaltado, y meneó la cabeza—. No, no, Dios, no. Yo…

Ella esperó unos instantes a que terminara; pero, al ver que no lo hacía, se puso de pie y lo presionó:

—¿Qué pasa, entonces?

Daniel bajó la vista.

—No pasa nada.

—Sí que pasa… —Harper inclinó la cabeza, tratando de que la mirara a los ojos.

—No. Es que… —Suspiró y por fin levantó sus ojos color avellana y la miró de frente—. Voy a echarte de menos.

—Y yo también voy a echarte de menos. —Harper se acercó más a él y le apoyó las manos en el pecho. Esta vez, Daniel no se apartó—. Pero vendré los fines de semana. Así que nos veremos con frecuencia.

—Ya lo sé —dijo él, pero había algo de pena en sus ojos, algo más que un simple «echarla de menos»—. Sólo estoy pensando en lo que haré cuando te hayas ido.

—Dormirás más y tendrás más tiempo para trabajar. —Harper trató de bromear sobre el asunto—. Eso es bueno, ¿no?

—Sí. Será lo mejor.

—Probablemente te llame tanto y te mande tantos mensajes de texto que ni siquiera notes que me he ido.

—Por supuesto que lo notaré. —Daniel le estrechó la cintura con una mano, apoyada con fuerza en la rabadilla, y con la otra mano le acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja—. Sabes cuánto significas para mí, ¿verdad?

—Sí. Por supuesto —dijo ella—. Y tú significas mucho para mí también.

—Y nunca haría nada que te hiciera daño. —Había bajado el tono de voz, que sonaba ronca y cargada de emoción. Todavía tenía la mano en su cabello, y la piel áspera de su pulgar le acariciaba la mejilla—. No quiero decepcionarte ni desilusionarte.

—Y no lo haces, Daniel —le dijo Harper con franqueza—. Tú me deslumbras todo el tiempo, con tu paciencia, tu amabilidad y tu fuerza. Las cosas que haces por otras personas, lo que haces por mí y por mi familia…

—Haría lo que fuera por ti, para que estés a salvo, y para que seas feliz. —Sus ojos buscaron el rostro de ella, casi estudiándolo, y tragó saliva con dificultad.

—Ya lo sé.

—Te amo —dijo Daniel en voz baja.

Harper levantó la vista hacia él, al principio demasiado estupefacta como para decir nada. El peso de sus palabras le pegó fuerte, y había en ellas algo cálido y aterrador a la vez.

A continuación, Daniel la besó, la boca pegada a la de Harper, y ella no tuvo que responder. Parecía como si él no quisiera que lo hiciese, como si tuviera miedo de oír lo que ella pudiera decir. Le rodeó el cuello con los brazos, y lo acercó más hacia ella, esperando que eso fuera respuesta suficiente.

A Harper se le disiparon las dudas que había albergado de que Daniel le estuviera escondiendo algo. La mano de él se quedó vagando por su cara, los dedos enredándose en su cabello. El brazo que le rodeaba la cintura estaba casi levantándola.

Ella estaba de puntillas, estirándose para besarlo con más fuerza, pero se tambalearon hacia atrás. Él la aferró de la cintura con ambas manos para estabilizarla. Se le había levantado la camisa, de modo que la mano de él, al sujetarla, le tocó la piel desnuda y un calor le recorrió todo el cuerpo.

Daniel dio un paso adelante y la empujó, sus bocas todavía besándose, hasta que ella sintió el golpe de la cama en las pantorrillas, y ambos cayeron sobre el colchón. Debajo había una pila de ropa, que la obligaba a arquear la espalda; pero en realidad era mejor así: la empujaba más cerca de él.

Ya no le bastaba el modo fervoroso en que la besaba, ni el placer de su barba crecida raspándole los labios. Quería más de él. En realidad, lo quería todo de él. Le deslizó las manos por debajo de la camisa, hundiéndolas en los poderosos músculos de su espalda, mientras lo abrazaba contra ella.

Bajo las yemas de los dedos, sintió los bultos y las hendiduras de su cicatriz, y se dio cuenta de que tenía los dedos apoyados en los contornos de su tatuaje.

Daniel tenía un brazo a cada lado de Harper, tratando de sostenerse para no aplastarla. Pero ella se inclinó hacia arriba y empujó su cuerpo contra el del chico. Levantó las piernas, de modo que le apretó la cintura con los muslos, y él gimió contra sus labios.

Brian tosió fuerte, interrumpiendo el momento, con lo cual la excitación de Harper pasó del placer a la vergüenza.

Daniel se apartó de encima de Harper, y ella se incorporó y se acomodó la camisa. No se había levantado ni quitado nada de ropa, pero se le había arrugado. Su padre estaba parado en la entrada de la habitación, pero miraba para otro lado, hacia el pasillo. Tal vez no quería ver nada que jamás pudiera olvidar.

—Sólo quería que supierais que he vuelto del trabajo —dijo Brian—. Voy a ayudar a Gemma con el coche antes de irnos. A lo mejor preferís bajar a refrescaros con la manguera…

—Hum, gracias, papá —murmuró Harper, mirando al suelo—. Bajamos en un segundo.

—Me parece muy buena idea —dijo Brian, y luego se fue caminando.