31

Locura

Thea había empezado a usar pelucas blancas empolvadas para cubrir los huecos donde le faltaba el cabello. Casi todos los momentos en que no estaba con Bastian se los pasaba en el mar, fuera de casa.

Era lo único que podía hacer para silenciar la canción del mar que, aun así, estaba casi enloqueciéndola. La despertaba en mitad de la noche y la única alternativa que le quedaba era salir a nadar a escondidas, con la esperanza de que el agua salada le despejara la cabeza.

Ya nada le daba resultado. Además de los dolores en el cuerpo y de las migrañas permanentes, había empezado a padecer alucinaciones. Oía cuervos graznando en su habitación y veía un aleteo con el rabillo del ojo. Se sentía al borde de la locura.

Las gruesas cortinas todavía estaban corridas, pero las ventanas estaban totalmente abiertas. Soplaba un viento del Mediterráneo que hacía flamear las cortinas y dejaba entrar algo de luz a la habitación.

A pesar de la temperatura helada, Thea sólo llevaba puesta una enagua sin mangas. Su reseco cabello rojo estaba entrelazado en dos trenzas a los costados de la cabeza, que le cubrían cuidadosamente las calvas, hasta que se juntaban en una sola trenza encrespada en la espalda.

Caminaba por la habitación y se debatía entre morderse las uñas rotas y arañarse la piel. El zumbido constante de la canción del mar por poco no ahogaba todos los demás ruidos, y no oyó a Bastian abrir la puerta. Cuando se dio cuenta de que alguien estaba entrando sigilosamente —él se había olvidado de su habitual interludio con ella después de pasar la noche con Penn—, Thea estuvo a punto de atacarlo.

—¡Thea! —Bastian la sujetó de las muñecas delgadas antes de que ella le golpeara el pecho. Ella le había saltado encima apenas entró—. ¿Qué bicho te ha picado?

Ella, que había estado gruñendo hacía unos instantes, se relajó en cuanto se dio cuenta de que era él, y sollozó apenada.

Thea le soltó las manos y se arrojó contra él, apretando con fuerza la mejilla contra su pecho. Llevaba camisa, pero tenía desabrochada la parte de arriba, de modo que ella sintió la calidez de su piel desnuda contra la de ella.

—Discúlpame, amor mío —susurró en su pecho. Las palabras le salían como un chirrido ronco. No era un sonido desagradable, pero no se parecía en nada a la voz de seda y miel que tenía antes.

—¿Qué pasa? —Bastian la aferró de los hombros y la alejó de él bruscamente—. Esta habitación está tan oscura y fría como el mismísimo invierno.

—Hace demasiado calor afuera, y el sol pega demasiado fuerte —dijo Thea.

Él fue a cerrar las ventanas. Thea le pisaba los talones. Cuando Bastian abrió las cortinas, ella se encogió por el sol, así que él suspiró y las corrió otra vez.

—Thea, te estás viniendo abajo —le dijo Bastian con toda la suavidad de que fue capaz—. Tienes que bañarte, vestirte y comer algo. Deberías aprovechar esta mañana para sobreponerte, y después unirte a tus hermanas y a mí abajo para el desayuno.

—Me estoy viniendo abajo —admitió Thea con un sollozo—. Ya no puedo seguir así. Tengo que comer algo.

—¡Pues entonces, come! —Hizo un gesto extremado.

—No, necesito alimentarme. —Susurró la última palabra como si tuviera miedo de que alguien la estuviera oyendo a escondidas, y se abrazó con fuerza.

—¿Alimentarte? —Bastian inclinó la cabeza—. ¿No has estado alimentándote con tus hermanas?

Ella meneó la cabeza.

—No. Me pediste que no lo hiciera, y llevo meses sin comer. Al principio todo iba bien, pero las últimas semanas han sido insoportables.

—¿Eso es lo que se ha apoderado de ti? —preguntó Bastian—. Tu cabello enmarañado, la palidez de tu piel, tu tendencia a los exabruptos violentos…

—Yo no soy violenta —insistió ella—. He hecho lo que me pediste.

—Nunca te pedí que dejaras de alimentarte. —Bastian estaba atónito—. Jamás te pediría semejante cosa. Cuando me lie contigo, sabía la clase de monstruo que eras y lo que hacía falta para alimentar a ese monstruo.

—¡Pero yo no soy un monstruo! —chilló Thea—. Antes me dijiste que no podías corresponderme porque tenía la misma sed de sangre que Penn. Pero ya he renunciado a eso. Me he abstenido del mal por ti.

Él la miró fijamente. Sus ojos azul brillante parecieron atravesarla. Durante el tiempo transcurrido antes de que hablara otra vez, Thea sólo oyó los latidos de su corazón y el sonido irritante de la canción del mar.

—Thea, yo nunca te pedí eso —dijo Bastian—. Nunca te pedí que renunciaras a nada. Si eso fue lo que entendiste, entonces me malinterpretaste, y te pido perdón por ello.

—Entonces, ¿no te importa mi sed de sangre? —Thea dejó escapar un largo suspiro de alivio y le sonrió deslumbrada—. En tal caso no habrá nada que se interponga entre nosotros. Me alimentaré esta noche, y emprenderemos nuestro camino.

—¿Nuestro camino? —preguntó Bastian.

—Sí. —Thea siguió sonriendo mientras se acercaba a él—. Penn no ha podido encontrar la manera de romper la maldición. Viajamos lo más lejos que pudimos y no descubrimos nada. Hasta las musas insisten en que esto es eterno. Pero si tú aceptas el hecho de que albergo un monstruo en mi interior, entonces no me importa.

—Claro que lo acepto, pero no entiendo qué tiene que ver con que nos vayamos —dijo Bastian.

—Podemos estar juntos. Yo te amo y, aunque todavía no lo hayas dicho, sé que tú me amas —dijo Thea—. Si la maldición no es ningún obstáculo, podemos librarnos de Penn e irnos de aquí.

—Eso suena maravilloso, pero ni Aggie ni Gia apoyarían el asesinato de tu hermana —dijo Bastian.

—No les importa. —Thea se apoyó contra él y envolvió los dedos en la tela suave de su camisa, mirándolo fijamente—. Cuando Penn no esté, ellas me escucharán a mí. Si les digo que así es como tiene que ser, me creerán.

—¿Quieres que te ayude a matar a tu hermana y después me escape contigo a vivir nuestras existencias en una especie de sueño romántico? —preguntó Bastian, pero sus palabras estaban llenas de frialdad, lo que asustó a Thea.

—Sí —dijo ella, pero su sonrisa flaqueó.

—¿Por qué iba yo a hacer semejante cosa? —preguntó Bastian, con una risa sombría—. Es más, ¿por qué iba a querer hacerlo?

—Porque nos amamos. —Thea buscó en sus ojos, tratando de encontrar la calidez que antes había sentido en ellos.

—Has sobredimensionado el afecto que te profeso. —Le soltó las manos y retrocedió un paso—. Nunca he dicho que te amara, y por una buena razón: no te amo, Thea.

—Entonces, ¿a qué estás jugando? —preguntó Thea con voz temblorosa—. ¿Por qué te acuestas conmigo todos los días? ¿Por qué te has quedado en mi casa durante todos estos meses?

—Porque soy un hombre, y tú eres una mujer hermosa —dijo Bastian—. No tengo donde vivir, y tú eres rica. Has estado con muchísimos hombres, Thea. Creí que entenderías este arreglo.

—No. —Ella meneó la cabeza y se acercó a él otra vez—. Esto es diferente. Nosotros teníamos algo en común. Sé que sentías algo por mí.

Lo tomó de la camisa otra vez, aferrándose a él a la desesperada. Bastian trató de empujarla para liberarse, pero ella se negó a soltarlo.

—Thea, suéltame. He cometido un grave error contigo, y ya va siendo hora de que me vaya y siga con mi vida. He pasado demasiado tiempo en esta casa contigo y con tus hermanas.

—¿Te vas? —gritó Thea—. No puedes irte. No dejaré que tires todo por la borda. ¡Sé que me amas!

—¡Thea! —Bastian logró soltarse y la empujó hacia atrás. Ella cayó al suelo—. No te amo, no te he amado jamás y no voy a amarte nunca.

—Eso no es cierto, Bastian. —Se sentó a sus pies, llorando a moco tendido—. No me lo creo.

—Mi esposa, Eurídice, fue la única mujer a quien he amado en mi vida —dijo Bastian—. Cuando ella murió, dejé de cantar, me cambié el nombre y dejé de amar. Renuncié a mi corazón, Thea. No puedo amarte.

Él se dio la vuelta y Thea se apresuró a ponerse de pie. Lo sujetó del brazo para detenerlo, pero él siguió. Los pies descalzos de ella patinaron por el suelo frío, y tropezó y se cayó. Él se detuvo, bajando la vista para ver el desastre en que se había convertido Thea.

—Por favor, Bastian —le rogó—. No me importa si me amas o no. Pero por favor, no me dejes. No creo que pueda vivir sin ti.

—Ya está bien, histérica —dijo Bastian en tono hastiado—. No tenía ni idea de que fueras una mujer con tan poca fuerza de voluntad. Y pensar que en algún momento te preferí a ti antes que a tu hermana… —resopló.

—¿Qué tengo que hacer para que te quedes? —preguntó Thea, haciendo oídos sordos a sus insultos—. Dime lo que tengo que hacer, y lo haré.

—¡No puedes hacer nada! —Bastian miró hacia abajo, a aquella figura exasperada—. Eres una puta, Thea. Por eso me he quedado aquí. Por eso me he estado acostando contigo. Sólo eres una puta para mí, y creí que lo entenderías.

Él se volvió de nuevo, y Thea ya no lo sujetó. Se sentó en el suelo, viendo cómo se iba el hombre a quien amaba, y algo se quebró dentro de ella.

Nunca antes a lo largo de su existencia había amado a nadie de verdad, pero cuando lo encontró, lo sacrificó todo. Había renunciado a su salud, a su belleza y a su cordura. Y ahora él le había dicho que sólo la había usado como a una concubina cualquiera.

—Yo no soy una puta.

Thea gruñó y se puso de pie.

No sintió el cambio. Por todo el cuerpo le bullía una rabia ciega que parecía anularlo todo. La única certeza que tuvo de que ocurría algo fue la cara que puso Bastian cuando se volvió para mirarla. Abrió los ojos como platos, y trató de gritar.

No tuvo ocasión de hacerlo, porque Thea se arrojó encima de él. Sus brazos se habían transformado. Ahora eran más largos y fuertes, con garras afiladas en las puntas de los dedos. Le desgarró el pecho con facilidad. Saboreaba el momento, mientras sostenía el corazón de Bastian en las manos, la sangre de él chorreándole por la boca.

Después abrió la boca todo lo que pudo y le clavó los dientes afilados en la carne.

Sólo fue consciente de lo que había hecho mucho después, cuando el furor se había desvanecido y estaba sentada en el charco de sangre de Bastian, con su cadáver al lado.

—Bastian —dijo mientras le caían las lágrimas por las mejillas. Gateó hasta él y le apoyó la cabeza en su regazo. Había quedado casi intacta durante el ataque, y ella acunó su rostro, cepillándole el cabello hacia atrás con sus dedos manchados de sangre.

Mientras lo sostenía, empezó a gemir.