26
Rendición
Cuando Aiden la llamó para invitarla a salir aquella noche, a Gemma no se le ocurrió ninguna razón por la que decirle que no. En realidad, se le ocurrían un millón de razones para no ir, pero entre el hambre que aumentaba, el calor sofocante y la imposibilidad cada vez mayor de encontrar una forma de salvarse, necesitaba algo que la ayudara a pensar en otra cosa.
Sabía que tenía que redoblar sus esfuerzos para encontrar el pergamino pero, como estaba casi segura de que lo tenían las sirenas, iba a tener que luchar para conseguirlo. Gracias a Lydia, la tarea podría ser un poco más fácil, aunque Gemma todavía no estaba segura de poder llevarla a cabo. Parecía demasiado brutal.
Pero quería esperar hasta que Harper se hubiera ido a la universidad. Sólo faltaban unos días, y después estaría a media hora de distancia, llevando su propia vida y a salvo de cualquier represalia que las sirenas pudieran infligirle.
Así pues, el único plan de Gemma durante los días siguientes consistió en buscar posibles maneras de destruir el pergamino, controlar el hambre y evitar a las sirenas. Bueno, al menos a Penn y a Lexi. Con semejante panorama, la llamada de Aiden le vino como caída del cielo.
Aiden pasó a buscarla para su cita, y Brian salió del garaje durante el tiempo suficiente para lanzarle vagas advertencias de que no le hiciera daño a su hija ni la desflorara. No parecía aprobar la relación y miraba el coche lujoso de Aiden con desdén, pero de todos modos dejó que Gemma saliera, probablemente porque se daba cuenta de que ella necesitaba una vía de escape.
La cita en sí estuvo bastante bien. Cena en el club náutico con vistas a la bahía. Tanto lujo le hacía a Gemma sentirse un poco incómoda, pero Aiden pidió vino blanco y le sirvió una copa. Ella sólo había tomado una vez un sorbo de la cerveza de su padre a escondidas, y eso porque había hecho una apuesta, y aunque la comida no le supo igual, beberse el vino a sorbitos la hacía sentirse exótica y madura.
La cena se prolongó demasiado, así que se saltaron la película y Aiden la llevó a una de las discotecas alejadas de la playa. Eso no le gustó nada. Estaba lleno de gente y hacía demasiado calor.
Pero la solución fue fácil: se fueron. No había ningún otro local abierto los sábados por la noche, así que Aiden la llevó de vuelta a casa. El coche de Harper no estaba, y la casa estaba a oscuras, así que Gemma supuso que su padre estaría en la cama.
—Me lo he pasado muy bien esta noche —dijo Gemma cuando estaban sentados en el coche aparcado. Él había dejado el motor en marcha para que el aire acondicionado los mantuviera frescos, y Gotye sonaba bajito en su estéreo.
—Yo también. —Aiden apoyó la cabeza en el asiento mientras contemplaba a Gemma, y sonrió. Había algo absolutamente deslumbrante en su sonrisa, y sus ojos castaños destellaban.
—En realidad todavía no quiero que termine —admitió ella.
Él extendió el brazo y le acarició el dorso de la mano con el dedo.
—Tal vez no tenga que terminar aún.
—¿No? —preguntó Gemma, esperanzada, y se mordió el labio—. ¿Qué tienes en mente?
Aiden se inclinó hacia ella, los ojos buscando los suyos mientras se le dibujaba una sonrisa confiada en los labios. En el instante en que su boca tocó la de ella en un beso tempestuoso, la lengua con sabor a menta fresca de una pastilla Smint, una satisfacción extraña se apoderó de ella.
Ese era el tipo de contacto físico que había estado deseando. Él le alimentaba deseos que ella ni siquiera quería admitir que tenía. Su boca era un poco enérgica, y sus manos le apretaban demasiado fuerte los brazos y la cintura, pero aquello no hacía más que aumentar su excitación.
La piel le vibraba de la misma forma placentera que cuando se transformaba, pero Gemma lo contuvo. Silenció al monstruo que anidaba en su interior, que había despertado por los besos de Aiden. La atravesó una oleada de calor y dejó escapar un suave gemido.
Eso estimuló a Aiden, quien bajó el brazo y presionó un botón a un lado del asiento para que se reclinara más.
—Así está mejor —dijo en un susurro ronco una vez que el asiento estuvo totalmente plano como una cama, y Gemma rio un poco.
Después se subió sobre ella. Gemma sintió su cuerpo pesado y fuerte encima de ella. Una parte de Gemma era consciente de que había algo peligroso en todo aquello, porque él la había puesto en una postura en la que le resultaba difícil moverse o defenderse, pero el hambre lujuriosa le bloqueaba esas preocupaciones.
Gemma no quería pensar ni preocuparse ni tener miedo por nada. Sólo se dejó llevar por el momento.
Aiden se estaba poniendo brusco hasta un punto al que ella no estaba acostumbrada y, aunque disfrutaba con ello, hacía enloquecer a la sirena que se ocultaba en su interior. Él le mordió el cuello al besarla, y eso le encendió la piel. Le enredaba la mano en el cabello, tironeándoselo con suavidad, y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no perder el control.
Después él deslizó la mano debajo de su camiseta, y en ese momento Gemma se dio cuenta de que tenía que tomar las riendas del asunto.
—Aiden, vayamos más despacio —le susurró al oído cuando él le puso la mano en el pecho.
En lugar de escucharla, él le apretó más fuerte el pecho, y eso le causó dolor.
—¡Aiden! —Gemma lo empujó hacia atrás y él por fin la soltó.
—Lo siento. —Él le sonrió, con su cabello de color arena cayéndole a ella en la frente—. Sólo estaba probándote, pero ahora ya sé dónde está el límite.
—Está bien. Pero no vuelvas a cruzarlo —le advirtió ella y, con una sonrisa arrogante, él le prometió que no lo haría.
Cuando empezó a besarla otra vez, fue más suave. Y estuvo bien, porque le dio la oportunidad de volver a controlarse.
Pero apenas unos instantes después ya estaba en el mismo punto que antes: besándola profundamente, con la mano enredada en su cabello. Su otra mano entendió que no debía tocarle el pecho, así que la tomó del costado.
Gemma lo estrechó entre sus brazos. Tenía los ojos cerrados y se concentró en lo que sentía su cuerpo: no sólo el placer, sino también la intensidad del hormigueo en su piel, el monstruo que había en su interior y que trataba de liberarse. Controlarlo. Contenerse a sí misma. Ese era el verdadero placer que Gemma obtenía con aquello.
Pero entonces Aiden le deslizó la mano entre los muslos y los ojos se le abrieron de pronto.
—Aiden —dijo ella, pero él no la escuchó. Se limitó a deslizar la mano más arriba, amenazando con tocarle partes de su cuerpo que ella nunca le había dejado tocar a ningún chico—. ¡Aiden!
—Ya basta de actuar como una mojigata, Gemma —dijo Aiden, gruñéndole bajito al oído mientras le besaba el cuello—. Divirtámonos. Sólo eso.
—Yo no me estoy divirtiendo —le replicó, y trató de apartarlo de un empujón. Pero él era fuerte y se aferró a ella.
—Tan sólo relájate y déjate llevar —dijo Aiden. Ella trató de darle un rodillazo en la entrepierna, pero él la esquivó con destreza. Estaba en el asiento del acompañante, subido encima de ella, inmovilizándola allí.
La boca empezó a temblarle, y los dedos le picaban al estirarse. Por malo que fuera aquello, por más que ella no quisiera que pasara algo con Aiden, tampoco quería matarlo.
Y entonces fue cuando Gemma se dio cuenta, demasiado tarde, de que aquello no se parecía en nada a cómo habían sido las cosas con Kirby. Ella no ejercía ningún control sobre Aiden. Ni tampoco ejercía control sobre el monstruo. Ni siquiera tenía control sobre sus propios actos.
—¡Aiden, aléjate de mí! —gritó Gemma y lo empujó con todas sus fuerzas.
Él se golpeó contra el techo del coche, y se quedó así durante unos segundos. La respiración de Gemma era honda y entrecortada. Trataba desesperadamente de evitar transformarse. Soltó a Aiden, y se entrelazó las manos mientras los dedos empezaban a volver lentamente a su forma normal.
—¡Perra! —gruñó Aiden, abriendo los ojos como platos con una mezcla de confusión y rabia.
—No, Aiden —logró gritar ella antes de que él la agarrara por la garganta; pero para ese entonces Gemma ya supo que iba a tener que hacerle daño si quería salir de aquella.
En ese momento, la puerta del acompañante se abrió de pronto y, antes de que Gemma pudiera entender lo que estaba pasando, alguien había aferrado a Aiden y lo había separado de ella de un tirón.
Ella se incorporó, con la respiración entrecortada, y vio que Álex había arrojado a Aiden al suelo. Estaba parado encima de él. Lo sostuvo del cuello de la camisa y le pegó dos puñetazos, tan fuerte como para que ella oyera su puño estrellándose contra la cara de Aiden.
—No vuelvas a tocar a Gemma nunca más —rugió Álex, con el brazo todavía amenazándolo. Aiden trató de decir algo, pero terminó escupiendo la sangre que brotaba de sus labios—. ¿Me oyes? Ni se te ocurra volver a tocarla.
—Ya te he oído —murmuró Aiden.
—Bien —dijo Álex, y después le dio un puñetazo más.
—¡Álex! —Gemma se bajó rápido del coche—. No lo mates.
Álex le soltó la camisa y Aiden cayó de espaldas al suelo. Álex se incorporó y cerró el coche dando un portazo. Aiden se puso de pie tan rápido como pudo y mientras se subía al coche, insultó a Álex y a Gemma en voz baja.
Los dos vieron cómo Aiden salía a toda velocidad por la entrada de la casa, haciendo chirriar los neumáticos. A pesar del calor, Gemma se cubrió con los brazos. Álex sacudió la mano, que debía de dolerle por lo fuerte que le había pegado a Aiden.
—Gracias —dijo Gemma en voz baja después de unos segundos.
—¿Qué diablos te pasa, Gemma? —preguntó Álex, y a ella le sorprendió el enfado que había en su voz—. ¿Qué estabas haciendo con ese tipo? ¡Es un cretino!
—No sabía que era un cretino cuando acepté salir con él —dijo Gemma.
—Esto no tiene sentido. —Él meneó la cabeza y gruñó—. Estoy muy enfadado.
—Ya está. Deberías irte a casa —dijo Gemma.
—No lo entiendes. —Él se dio la vuelta para mirarla de frente, y se pasó ambas manos por el cabello—. Quise matarlo porque te estaba haciendo daño. Pero en realidad te odio.
Ella bajó la vista y meneó la cabeza para no llorar.
—Lo siento.
—¿Por qué me importa que estés a salvo si te odio? —le exigió Álex—. ¿Por qué me preocupo por ti? ¿Por qué tengo miedo de que te mueras cuando lo que siento por ti es desprecio?
Gemma se esforzó por mantener la compostura y, cuando habló, sus palabras eran apenas audibles.
—No lo sé.
—Estás mintiendo y lo sabes. —Él se paró a unos pocos centímetros frente a ella, prácticamente gritándole a la cara—. No me mientas, Gemma. Por favor. No me vengas con otra sarta de mentiras.
—Álex, será mejor que te vayas a casa, ¿vale? —dijo Gemma, resistiéndose todavía a mirarlo—. Olvídate de que me conoces.
—¡No puedo olvidarme de eso! —gritó Álex, y ella se encogió de miedo—. Sueño contigo todas las noches. ¿Sabes lo que es eso? En mis sueños, seguimos juntos y yo todavía te amo. Y después me levanto cada mañana y te odio, y me odio a mí mismo, y lo odio todo.
—¡Por supuesto que sé lo que es! —Gemma levantó la cabeza y lo miró con lágrimas en los ojos—. ¡A mí me pasa lo mismo todos los días! Sólo que yo no te odio.
—¿Por qué no? —preguntó Álex, casi rogándole—. ¿Por qué no me odias? ¿Por qué cortaste conmigo?
Ella miró para otro lado de nuevo.
—No lo entenderías.
—¿Por qué no? Si yo te dejé, ¿por qué no iba a entender mi propio razonamiento? ¿Qué diablos pasó, Gemma?
La luz de la casa se encendió, y Gemma se alejó un paso de Álex. Ella oyó el crujir de la puerta de alambre al abrirse cuando salió su padre.
—¿Gemma? —preguntó Brian—. ¿Va todo bien?
—Sí, papá. —Ella gimoteó y se secó los ojos—. Voy en un minuto.
—Te espero —dijo Brian. Ella todavía no se había vuelto para mirarlo, pero no podía estar a mucho más que unos centímetros de ella.
—Estoy bien, papá —insistió, pero Álex ya se estaba alejando.
—Tiene que atarla en corto, señor Fisher —dijo Álex mientras retrocedía unos pasos—. Su hija se está juntando con muy mala gente.
—¿Qué significa eso? —preguntó Brian—. ¿Gemma? ¿Qué significa eso? —Se acercó, de modo que quedaron a la misma altura una vez que Álex hubo entrado en su casa.
Gemma meneó la cabeza.
—Ha sido una noche muy larga, papá.
—¿Por qué hay sangre a la entrada de mi casa? —Brian señaló el pequeño charco de sangre que había dejado Aiden.
Gemma suspiró.
—Aiden se puso algo agresivo y Álex le dio su merecido, ¿de acuerdo? He tenido una muy mala noche después de un muy mal fin de semana, y además este se está convirtiendo en el peor verano de toda mi vida. Así que si, por favor, me dejas entrar, podré irme a dormir, y te estaré muy agradecida.
Brian la contempló con ojos somnolientos. Tenía el pelo alborotado de dormir y llevaba puesta su vieja camiseta de fútbol y un pantalón deportivo. No estaba preparado para aquella conversación.
—Está bien —cedió él.
—Genial, gracias. —Se dio la vuelta y entró en la casa como una exhalación.
Subió corriendo a su habitación buscando consuelo, pero parecía que allí todo se burlaba de ella. Eran todos restos de su vida anterior, de cosas que había amado y que ya no podría volver a amar, de alguien que nunca podría ser.
Arrancó el póster de Michael Phelps y lo partió por la mitad al hacerlo. Había una foto de su madre en la mesita de noche, y la levantó y la arrojó contra la pared, lo que llenó la habitación de pedazos de cristal. En el techo había estrellas fosforescentes que Álex le había ayudado a pegar hacía años. Gemma saltó sobre la cama, tratando de arrancarlas, pero no pudo alcanzarlas. Saltó y saltó, sin poder llegar, y al final acabó sollozando de frustración, rabia y tristeza.
—¿Gemma? —preguntó Brian, mientras abría la puerta de su habitación.
—Todo se ha ido al garete, papá —lloró ella y se desplomó en la cama—. He perdido todo lo que más me importa.
—No es verdad. —Brian estrechó a su hija en brazos y la apretó contra sí. Mientras ella lloraba sobre su hombro, él le acariciaba el cabello y no dejaba de prometerle que todo saldría bien.