23

Solitaria

Daniel no quería llenar el Paramount de serrín, y por eso estaba cortando las planchas grandes de madera afuera, en la parte de atrás, con la radial. Tenía la tabla extendida sobre los caballetes y revisaba las medidas dos veces.

El sol le pegaba en la espalda, y aquel día amenazaba con ser más achicharrante. Se había quitado la camisa hacía una hora y había tenido que enroscarse un pañuelo alrededor de la frente para evitar que el sudor le chorreara por el entrecejo.

—¿Te están haciendo trabajar en sábado? —preguntó Penn con voz seductora. Sus palabras no podían hechizarlo, pero de todos modos notaba lo suntuosa que sonaba su voz—. Eso es como si te esclavizaran.

—Lo de trabajar los sábados ha salido de mí —dijo Daniel, sin volverse siquiera para mirarla. Permaneció concentrado en su tarea, usando un lápiz para marcar la madera—. Perturba menos el ensayo de la obra y los comercios de los alrededores.

—¿Estás seguro? —Penn se acercó más a él para entrar en su campo visual—. A mí me perturbaría bastante verte trabajar sin camisa.

—Menos mal que no trabajas en el bufete de abogados que hay al lado. —Se incorporó y miró a Penn—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Llevaba un vestido tan corto que el dobladillo ni siquiera le llegaba a la mitad del muslo. Sus piernas parecían disparatadamente largas, bronceadas y firmes. Llevaba suelta su larga cabellera negra, agitada por la brisa que le despejaba la cara. Su busto espectacular le sobresalía de la camiseta escotada. Sus labios gruesos dibujaban una pequeña sonrisa seductora, y sus ojos oscuros parecían capaces de descifrar todos los misterios tántricos del mundo.

Daniel sabía que era preciosa, en teoría. De hecho, se atrevería a decir que era la perfección sexual personificada, y que ninguna mujer había sido tan hermosa ni sensual en ningún momento de la historia de la humanidad.

Y sin embargo, el hecho de saber eso hacía que fuera incapaz de sentirse atraído por ella. El hecho de que no tuviera ningún defecto le resultaba desagradable, pero aquello no era lo único. Incluso si se dejara de lado el hecho de que era malvada, a pesar de su apariencia física, seguía sintiendo que le faltaba algo.

Era como si en realidad no estuviese allí. Penn siempre tocaba las notas correctas, pero siempre sonaban falsas. Era la mera fachada de un ser humano, pero detrás del mismo no había nada.

—Estaba dando un paseo por el pueblo y te vi trabajando, así que pensé en pasar a saludarte —dijo Penn.

—Hola, Penn. —Él le sonrió—. ¿Satisfecha?

—No mucho. —Ella se rio—. Tú nunca me dejas satisfecha. Aunque sé de un truco o dos que, estoy segura, te encantarían.

Daniel puso los ojos en blanco y se apartó de ella.

—Espléndido.

—Dices eso como si no lo dijeras en serio, pero yo sé que sí lo crees. —Penn se subió de un salto al caballete junto a él cuando se inclinaba para escribir sobre los planos.

—¿En serio? —Él levanto la vista y la miró sin poder creerlo—. ¿Qué he hecho yo para darte esa impresión? ¿Fue la vez que te di un puñetazo en la mandíbula? ¿O cuando me estabas pateando una y otra vez en las costillas?

Daniel hablaba de su encuentro el pasado 4 de Julio, la única vez en su vida en que le había pegado a una mujer. Aunque no estaba completamente seguro de que Penn pudiera considerarse una mujer real. Después de todo, era un monstruo devorador de hombres.

Penn hizo un gesto con la mano, como si le restase importancia.

—Aquello no fue más que un poco de diversión. Nadie resultó herido.

—¿De modo que ya ni te acuerdas de que Lexi mató a tu novio? —le preguntó Daniel, distraído, mientras hacía una marca en sus planos.

—¿Gemma te contó eso? —Penn chasqueó la lengua—. Pensé que mantenía los crímenes en secreto. Sobre todo, después de lo que hizo ella misma.

Por un minuto, Daniel trató de no prestarle atención. Terminó de cotejar sus medidas con las de los planos para comprobar que fueran correctas, de modo que lo único que le quedaba por hacer era serrar. Se incorporó y miró a Penn, quien lo estaba observando con una risita burlona en la cara.

—De acuerdo. Voy a morder el anzuelo —dijo él, dándose golpecitos con el lápiz en la palma de la mano—. ¿Qué hizo Gemma?

—¿No te lo ha contado? —preguntó Penn fingiendo sorpresa—. Creí que no había secretos entre tú y la hermanita de tu novia. Resulta un tanto extraño que pases tanto tiempo con ella, ¿no?

—Lo que resulta más extraño es que pase tanto tiempo contigo. —Se alejó algunos pasos de ella para poner los planos debajo de un trozo de madera pesado para que no salieran volando mientras trabajaba.

—Ahí sí que te doy la razón —dijo Penn. Se bajó del caballete, pero no lo siguió.

—Y bien… ¿Gemma hizo algo? —Él la miró de frente—. ¿O todo ha sido una treta para que te preste atención?

—Oh, no, qué va, claro que hizo algo. —Penn le lanzó una amplia sonrisa—. Mató a un joven y se alimentó de él cuando estábamos alojadas en la casa de la playa. Ya no me acuerdo de cómo se llamaba, aunque quizá nunca lo supe. Gemma lo hizo sola.

Daniel se puso el lápiz detrás de la oreja y trató de acordarse de lo que había oído al respecto. De todo aquello hacía ya más de un mes, y Gemma nunca había hablado mucho del tema; al menos, no con él.

Lo único que sabía era lo que había leído en el periódico. Había sucedido algo con un tipo llamado Jason Way, de unos treinta y tantos años y que había estado en la cárcel por violación y violencia de género. Así fue como Daniel y Harper habían conseguido encontrar a Gemma después de que se fugara con las sirenas. Se habían alojado en una casa en la playa situada a una hora de Myrtle Beach. Harper había estado buscando a Gemma por todos lados, hasta que Daniel encontró el artículo sobre el asesinato de Jason Way.

Lo habían eviscerado de la misma manera que a las otras víctimas de las sirenas, así que Daniel y Harper supusieron que lo habían hecho Penn, Lexi o Thea. Pero ahora Penn estaba dando a entender que había sido Gemma.

—¿El cuerpo que encontraron? —preguntó Daniel—. ¿El del violador?

—Quizá. —Ella bajó la vista, al parecer, decepcionada por la calmada reacción de Daniel—. No conozco los detalles.

—Bueno, estoy seguro de que lo que sea que hiciera Gemma, suponiendo que hiciera algo, lo hizo para protegerse —dijo él.

Penn se burló.

—¿Y eso es todo? ¿Ella se escapa y comete un crimen y está OK, pero yo tengo que aguantar que me des la espalda con frialdad?

—Te trato lo mejor que puedo, Penn —dijo Daniel con honestidad.

Luego, siguió con su trabajo. Pasó por su lado para juntar las herramientas.

—¿Qué es lo que estás haciendo? —preguntó Penn mientras él se cercioraba de que el alargador estuviera enchufado en la parte trasera del teatro.

—Construyo los decorados para la obra. Thea ya te habrá contado algo al respecto.

—Me ha contado demasiado al respecto —rugió Penn—. No deja de citar a Shakespeare. Es odioso.

—Y yo que pensaba que te gustaría ese tipo de cosas. ¿No es de tus tiempos? —Él volvió adonde estaba Penn, ya que estaba parada al lado de su sierra. Se agachó junto a la máquina para controlar los cables y las cuchillas.

—Estos siguen siendo mis tiempos. Yo nunca pasaré de moda —le dijo ella confiada.

Eso lo hizo sonreír.

—Acepto la corrección.

—¿Qué tienes en la espalda?

—¿Mi tatuaje?

El tatuaje de Daniel le ocupaba la mayor parte de la espalda. Era un árbol negro y grueso, con las raíces que le salían debajo de la cintura de los vaqueros. El tronco crecía hacia arriba, encima de la columna, después iba para un costado de modo que las ramas se extendían sobre el hombro y le bajaban por el brazo derecho.

Las ramas parecían sombreadas pero estaban retorcidas en torno a las cicatrices que le cubrían la parte alta de la espalda y el hombro. Las sombras eran reales, y la finalidad del tatuaje era cubrirle las cicatrices que se había hecho cuando la hélice del barco le pasó por encima.

—El tatuaje no —dijo Penn—. Las cicatrices.

Él todavía estaba agachado, acomodando la hoja en la sierra, y no le prestaba demasiada atención. Entonces sintió las yemas de los dedos de Penn tocándole con suavidad los contornos del tatuaje. De un tirón le quitó la mano de encima.

—Estate quieta, Penn. —Daniel se volvió hacia ella y levantó la mano—. Yo no te toco, y te agradecería que me hicieras el mismo favor.

—La diferencia es que a mí no me molestaría que me tocaras. —Penn sonrió, y él se puso de pie para encararse con ella—. Y tú todavía no lo sabes, pero te encantaría que me dejaras pasarte las manos por todo el cuerpo.

Extendió la mano con intención de tocarle el contorno del estómago, pero él la tomó de la muñeca antes de que pudiera hacerlo. Se la aferró lo bastante fuerte como para que le doliera a un humano, pero ella se limitó a sonreír.

—Te lo advierto por última vez —dijo Daniel en voz baja y amenazante—. ¿Entendido?

Ella se mojó los labios, sin inmutarse ante su aparente enfado.

—Y la próxima vez, ¿qué harás?

Daniel no dijo nada porque en realidad no sabía qué podría hacer. No tenía mucho con lo que amenazarla. Le soltó la mano y se alejó caminando unos pasos, con la intención de poner distancia entre los dos.

—Fue un accidente —dijo al final.

—¿El qué? —preguntó Penn mientras se frotaba distraída la muñeca.

Él se señaló la espalda.

—Así es como me hice las cicatrices. El mismo accidente que me echó a perder la audición.

—¿Qué? —preguntó Penn, y algo en su tono lo hizo volverse a mirarla—. ¿Qué has dicho?

—Por ese motivo soy inmune a tu canto. —Se volvió para verla de lleno—. Sé que pensabas que era porque estaba emparentado con algún viejo novio tuyo, pero no es así. No soy más que un humano normal y corriente con un problema de audición.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó Penn apenas con un susurro.

—Sí, bastante seguro. —Él asintió—. Así que ahora quizá puedas seguir con tu vida, e interesarte por alguien que esté a la altura de tu inmortalidad.

Al principio pensó que ella iba a morder el anzuelo. Por un momento pareció que Penn se lo pensaba, pero se limitó a encogerse de hombros y se acomodó el cabello por detrás de las orejas.

—De todos modos, tanto mejor que no estés emparentado con Bastian —dijo Penn—. Era un cretino.

—Qué suerte. —Daniel volvió a centrar la atención en el boceto que había estado marcando sobre la madera.

—Podrías operarte. —Penn se inclinó hacia delante sobre las tablas a propósito para que se le realzara el busto, pero Daniel apenas lo notó.

—Ya me he operado, y así me he quedado. —Él levantó la vista hacia ella, con sus ojos color avellana entornados por la luz radiante del sol—. Además, seamos honestos, ¿disfrutarías siquiera la mitad de lo que disfrutas conmigo si yo fuera otro zombi bajo tu hechizo de amor?

—Probablemente, no —admitió ella.

—Entonces, ¿por qué lo haces? —le preguntó Daniel directamente—. ¿Por qué no acabas con eso y dejas que la gente actúe del modo que quiera?

—No puedo evitarlo. —Ella se encogió de hombros a medias, levantando un solo hombro—. Todo el mundo se postra a mis pies, y ni siquiera tengo que esforzarme.

—Pues a mí me parece una forma horrible de vivir.

—A veces lo es —dijo Penn, con la voz extrañamente inaudible y lejana. Después, se sacudió la melancolía y le sonrió con alegría—. Pero la mayor parte del tiempo la vida es exactamente como a mí me da la gana.

—¿Cuántos años tienes?

—Es difícil saberlo con exactitud. —Se puso el cabello detrás de la oreja—. En esa época teníamos calendarios distintos. Pero, según los cálculos más aproximados, debí de nacer en el año 24 a. C.

—¿Y casi todo ese tiempo has sido una sirena, con todo el mundo haciendo lo que tú querías? —preguntó Daniel.

—Prácticamente —respondió ella con alegría.

Él apoyó las manos en el caballete y meneó la cabeza.

—Suena algo solitario.

La sonrisa de Penn flaqueó por una milésima de segundo, un solo destello en el que Daniel se dio cuenta de que había dado en el clavo. El gran espectáculo que montaba Penn haciendo ver que era feliz, y que todo era perfecto, no era más que eso: un gran espectáculo. Se sentía sola.

—Tenía a mis hermanas —dijo ella, pero bajó la mirada—. Y estuve enamorada. Una vez.

—¿Bastian? —preguntó Daniel, intrigado de veras ante la idea de que Penn pudiera albergar sentimientos reales por alguien—. ¿El inmortal que era inmune a ti?

—También era un cretino —le recordó Penn.

—Pero no pudiste controlarlo —dijo él, y ella asintió—. ¿Te abandonó?

Ella se mojó los labios y respiró hondo antes de contestar.

—Fue hace mucho tiempo.

—¿Por qué no pasas más tiempo con inmortales? Quizá podrías enamorarte otra vez —sugirió Daniel.

—Lo dudo. —Penn descartó la idea sin dudarlo—. Además, casi no queda ninguno. Todos acaban muriendo.

—Excepto tú.

—Excepto yo —accedió ella.

—Bueno, si vas a quedarte merodeando mucho más, te pondré a trabajar. —Daniel se acercó otra vez a ella y levantó su sierra.

—¿Qué? —Penn pareció angustiada ante la idea—. Yo no trabajo.

—Si no trabajas, no hablas —dijo él—. Así que sostén esa tabla.

Penn no pareció demasiado contenta al respecto, pero hizo lo que Daniel le había pedido. Él se puso las gafas de seguridad y comenzó a cortar el decorado. La sierra tenía un valor añadido: al ser tan ruidosa, se ahorraba el tener que hablar con Penn.