21

Maldecidas

—Lo amo. —Penn suspiró mientras se tumbaba boca arriba en la cama. En los tres meses que Bastian había pasado con ellas en Francia, Thea había oído a Penn pronunciar esas mismas palabras un centenar de veces.

—Te estás haciendo la dramática, ¿no te parece? —comentó Aggie. Estaba sentada al borde de la cama de su hermana, mirando cómo suspiraba Penn por su nuevo romance con Bastian.

—No, es que lo amo.

Penn esbozó una sonrisa tan amplia que a Thea le pareció casi dolorosa, y prefirió quedarse en un extremo de la habitación para no ver las declaraciones diarias de amor eterno por Bastian que hacía Penn.

—Pero él no te ama —señaló Thea, y Aggie y Gia, alarmadas, se volvieron de inmediato para mirarla.

Thea estaba segura de que su propia expresión de conmoción y horror reflejaba la de ellas. Si bien ella ya había experimentado ese mismo sentimiento al menos cien veces, era la primera vez que lo exteriorizaba. Su irritación era tan grande que ya no podía contenerla.

—No me ama —dijo Penn, con voz monocorde, y se incorporó sobresaltada—. Es la condenada maldición. No puede amarme. Tenemos que liberarnos de ella.

—¿Liberarnos de ella? —preguntó Gia. Estaba sentada al otro lado de Penn, su piel clara todavía más pálida ante la idea de deshacer la maldición—. No debemos hacer eso. No sabemos qué repercusiones podría tener.

—Estoy enamorada, Gia —insistió Penn, implorándole un poco de comprensión—. No puedo permitir que nada se interponga entre mi amado y yo.

—Pero Gia tiene razón —dijo Aggie—. Si intentáramos destruir la maldición, podríamos destruirnos a nosotras mismas. ¿Te acuerdas de lo que les pasó a los minotauros? Cuando revocaron su maldición, se extinguieron.

—No seas tan simple —gruñó Penn y se levantó—. Encontraremos a nuestro padre o a Deméter. Uno de ellos sabrá cómo podemos liberarnos de esto sin matarnos.

—¿Dónde vamos a encontrar a Aqueloo o a Deméter? —preguntó Gia—. Llevan años ocultos.

—¡Pues habrá que buscarlos mejor! —respondió bruscamente Penn—. ¡Estoy enamorada de Bastian, y pasaré el resto de mi vida con él!

—Si renuncias a la maldición, puede que no sea por mucho tiempo —dijo tranquilamente Thea—. Las musas pueden renunciar a su lugar por amor, pero eso significa que también tienen que renunciar a su inmortalidad.

—No tendré que renunciar a eso —dijo Penn, descartando la idea—. Bastian es inmortal, e inmortal seguiré siendo yo también.

—¿Y qué pasa si tienes que elegir? —preguntó Thea—. ¿Entre vivir para siempre o el amor verdadero?

—No tendré que elegir. —Penn miró a su hermana como si fuera tonta o estuviera loca—. Podré quedarme con ambas cosas.

—Pero tendrás que hacerlo, querida hermana —presionó Thea—. La única manera que conozco de destruir la maldición sería destruir el pergamino, y eso nos llevaría a la muerte.

—No vamos a destruir el pergamino —dijo Penn—. Vamos a encontrar otra manera. Quizá los dioses me bendigan como hicieron con Bastian.

—Ya casi no quedan dioses en ninguna parte —le recordó Thea—. Y ninguno destruirá una maldición para bendecirte.

—Estoy enamorada, mi querida hermana. —Penn la fulminó con la mirada—. Los dioses siempre ven el amor con buenos ojos. Encontraremos a algún dios, y él se encargará de corregir este error que nos afecta.

—Pero el dios querrá algo a cambio —insistió Thea—. ¿Estarías dispuesta a sacrificar cualquier cosa por amor?

—Estoy dispuesta a sacrificar a todos los demás hombres de la Tierra, y creo que eso es más que suficiente —dijo Penn con una sonrisa malévola—. Ahora tengo que arreglarme para desayunar con Bastian. Las demás, haced el favor de dispersaros. Y encontrad alguna manera de escapar de esta maldición.

Penn las despachó para que cumplieran sus órdenes, y Gia, fiel y sumisa como siempre, salió corriendo de inmediato a hacer lo que le había dicho. Thea, por el contrario, se quedó rezagada, y Aggie intentó consolarla.

—Ay, mi querida hermana, ¿qué es lo que te preocupa? —preguntó Aggie. Entrelazó su brazo con el de Thea mientras caminaban por el pasillo hacia los aposentos de esta.

Antes, la casa estaba plagada de sirvientes y criadas, pero ya sólo quedaban unos pocos. Cuando Penn entabló su relación con Bastian, expulsó al duque y mató a sus hermanos. También mató a todo aquel miembro del personal de servicio que llevara y trajera chismes, o intentara interferir en su relación.

Si ella hubiera podido, habría echado a sus hermanas. Quería tener privacidad absoluta para poder empezar su vida en común con Bastian. Como estaba condenada a permanecer con las sirenas para siempre, daba la impresión de que las había relegado a la servidumbre, y las trataba como esclavas en lugar de como a hermanas.

—En realidad no lo ama —susurró Thea. Su voz era suave pero el tono, áspero—. No sabe ni lo más mínimo acerca del amor.

—Oh, déjala que se lo crea —dijo Aggie—. Está de mejor humor. Algo es algo.

—No, no lo es —soltó Thea—. Estoy harta de sus caprichos. Estoy harta de obedecer sus órdenes y de su vanidad.

—Sabes que ella siempre ha hecho lo que le ha dado la gana —dijo Aggie—. Y la mejor manera de lidiar con eso es ceder.

—¿Por qué? —Thea se volvió para mirarla a la cara—. ¿Por qué tengo que ceder siempre a todo lo que quiere mi hermanita?

—Porque es tu hermana —se limitó a decir Aggie—. Y estas son las alternativas: o la obedeces o te enfrentas a ella. Y si haces esto último, mejor será que tengas un buen plan para acabar con ella. ¿Prefieres mancharte las manos con la sangre de tu hermana o seguirle el juego?

—Por una vez, creo que prefiero la sangre —admitió Thea.

A Aggie se le desfiguró el rostro de la angustia.

—No digas esas cosas. Le prometiste, y a mí también, que te ibas a preocupar por nosotras y cuidarnos. Sé que ya hace muchos siglos que hiciste esa promesa, pero todavía es válida.

—¿Lo es? —preguntó Thea—. ¿Acaso no he cumplido con mi deber? ¿Con las dos?

—Somos hermanas, y siempre lo seremos —dijo Aggie—. Tal vez yo no entienda qué te molesta justo ahora, pero sé que ya se te pasará. Todo lo demás pasará. Nosotras somos lo único que quedará. Acuérdate de eso.

Thea quería hablar un poco más con ella, pero Aggie ya había tenido suficiente. Se dio la vuelta y se fue caminando, sus pisadas retumbando en el suelo cuando se iba, y la dejó sola.

Thea entró en su habitación, cerró la pesada puerta tras de sí, y luego se apoyó contra ella. Tenía los ojos llenos de dolorosas lágrimas amargas.

Bastian salió del baño de Thea, distraído. No llevaba puesta la camisa, y los tirantes que le sostenían los pantalones estaban sueltos. Le lanzó una sonrisa amplia que hizo que se le marcara un hoyuelo, pero Thea no pudo más que fruncir el entrecejo cuando lo vio.

—Eh, vamos —dijo Bastian, haciendo lo mejor que podía por mostrarse preocupado cuando caminó hasta ella—. ¿Qué significa todo esto? —Ella meneó la cabeza y se secó los ojos—. ¿Por qué tienes sal en las mejillas?

Él estiró la mano para tocárselas, pero ella se apartó de su lado.

—No le des importancia. Es sólo una simple pelea con mi hermana.

—¿Por qué te has peleado con ella? —Bastian la siguió los pocos pasos que ella se había alejado y se paró justo detrás de ella—. Espero que no fuera por mí.

—No, no ha sido por ti. —Ella se volvió y lo miró a la cara—. Pero ¿cuánto tiempo vamos a continuar viéndonos a escondidas? Acabará atrapándonos, y lo pagaremos muy caro.

—No me atrapará —le prometió él con una sonrisa—. No voy a dejar que lo haga.

—Bastian. Esto va en serio —dijo Thea.

—Yo siempre hablo en serio. —Él intentó poner cara seria y estrechó a Thea entre sus brazos. Ella apoyó la mano en su pecho desnudo y notó los músculos tersos, cálidos bajo sus manos. Levantó la vista hacia él.

—¿Qué pasa si no quiero seguir escondiéndome? ¿Qué pasa si quiero tenerte para mí sola? —le preguntó Thea.

—Thea, no es el momento —dijo Bastian—. Tu hermana es la que manda aquí y no me apetece ser víctima de su venganza.

—Entonces, ¿cuándo? —preguntó Thea.

—Cuando llegue el momento adecuado lo sabrás.

—No me lo puedo creer. Se te da casi mejor mentir que cantar —dijo Thea.

Él rio afectuosamente.

—Y hay cosas que se me dan aún mejor…

Trató de besarla, pero ella lo empujó, se soltó de su abrazo, y se alejó varios pasos de él otra vez.

—Penn quiere romper la maldición —dijo Thea.

—¿Por qué razón querría hacer eso? —Bastian se quedó parado con las manos en la cadera, desconcertado por el panorama que se presentaba—. Creía que amaba el poder y la magia, y torturar a los meros mortales.

—Y así es —coincidió Thea—. Pero también dice que te ama a ti, y dice que tú no puedes amarla debido a la maldición.

Bastian meneó la cabeza.

—No es la maldición lo que me impide amarla.

—¿Y qué es, entonces? —Thea se acercó un paso, incapaz de ocultar la esperanza en su voz.

—Es alguien horrible. Es un monstruo, una asesina y está llena de odio.

—Entonces, ¿por qué le sigues la corriente? —preguntó Thea—. Si sabes la clase de alimaña que es en realidad.

—Necesito un lugar donde alojarme —se limitó a responder él—. No había planeado quedarme aquí tanto tiempo. Ni tener una relación contigo. Sólo quería una cama tibia por unas noches.

—Entonces, ¿te estás quedando por mí? —preguntó Thea cuando él se acercó a ella.

—Tú eres una de las razones por las que me estoy quedando —admitió él, y sonrió de nuevo.

Le rodeó la cintura con los brazos y la levantó del suelo con facilidad. Con un solo movimiento suave, la arrojó con cuidado sobre la cama. Después trepó encima. Con un brazo a cada lado de ella, se sostuvo en el aire, y luego se inclinó para darle un beso apasionado en la boca.

Thea le permitió que la besara por un rato, y ello le provocó un calor que le quemó todo el cuerpo. Después le puso la mano en el pecho y lo empujó hacia atrás.

—¿Me amas?

A él se le desdibujó la sonrisa.

—Yo nunca uso la palabra «amor» tan a la ligera.

—Bastian. Por favor. —Ella levantó la vista hacia él, escrutando sus ojos azules—. Cada vez que me acuesto contigo pongo en riesgo mi vida. Sin duda nos mataría a los dos si nos encontrara juntos.

—Entonces yo estoy arriesgando mi vida tanto como tú. Si eso no es una muestra de afecto, no sé lo que es.

—¿No vas a decirlo? ¿No vas a declararme tu amor?

—No. —La voz de Bastian estaba cargada de pena—. No puedo.

—¿Por qué? —Thea se tragó las lágrimas, tratando de que él no notara hasta qué punto eso hería sus sentimientos—. Dijiste que podías.

—Tú eres más dulce, más justa y más encantadora que tu hermana en todos los sentidos. —Le retiró el cabello rojo de la frente—. Pero eres igual que ella en lo relativo a tu sed de sangre.

—¿Te niegas a amarme porque soy un monstruo y me tengo que alimentar? —preguntó Thea.

—Vamos, Thea. Sólo disponemos de un ratito antes de emprender nuestras tareas diarias. ¿No podemos arreglar estas cuestiones en la cama?

Ella quería discutir más, y quizá debió haberlo hecho. Pero su voluntad era débil cuando estaba con Bastian. En cuestión de segundos, este la estaba besando otra vez y todas sus preocupaciones se perdieron en su abrazo.