20

Aqueloo

Con las pilas de libros desparramadas por la habitación, Gemma tuvo que reprimir el impulso de gritar. La frustración sólo parecía alimentarle el hambre. La noche anterior apenas había podido contenerse cerca de Aiden después del ensayo, pero había evitado matarlo o besarlo, así que lo consideró una victoria.

También se sentía un poco culpable porque tenía a Kirby justo enfrente, y Gemma acababa de cortar con él. Pero en realidad ese era el menor de sus problemas.

Lexi le había dicho que no tardarían en matarla y sustituirla, y la única pista que tenía para seguir era la que se le había escapado a la misma Lexi: «Saltaba a la vista una vez supieras quién era su padre».

Desde que lo oyera, Gemma no había dejado de buscar en libros de mitología y en internet todo el material disponible sobre el padre de Penn, Aqueloo. Durante los últimos dos meses, Gemma creía que ya había aprendido todo lo que podía sobre él y, teniendo en cuenta cómo habían ido las cosas, probablemente así fuera.

Los libros describían a un anciano con una abundante barba gris y, ocasionalmente, con cuernos. No contaban gran cosa de él, aparte de que era el padre de las sirenas. En teoría, Hércules lo había derrotado en un combate por el amor de una mujer, pero Gemma no estaba segura de si aquello había conducido a la muerte de Aqueloo o no.

No se le ocurría nada. Por eso había ido al ensayo la noche anterior. Tenía el cerebro hecho puré, la migraña no dejaba de torturarla y el hambre estaba empeorando. Necesitaba descansar de la búsqueda y despejarse un poco.

Por supuesto, apenas llegó a su casa, se sumergió otra vez en los libros. Y seguía igual: ni remotamente más cerca de encontrar el pergamino de lo que había estado el día anterior.

Dio vueltas por la habitación pensando en qué hacer. La puerta principal se cerró de un golpe, y oyó a Harper y a Marcy conversando.

—Diablos —susurró Gemma.

A Gemma se le había olvidado que ambas habían quedado para pensar posibles soluciones al enigma del pergamino una vez salieran del trabajo. No podía decirles que se fueran; al menos, no sin antes alertar a Harper de la gravedad de la situación.

No le había contado a su hermana lo que había dicho Lexi acerca del pergamino. Todo formaba parte del plan para mantener a Harper al margen del asunto. No había ninguna necesidad de preocupar a Harper ni de asustarla. No si ninguna de ellas podía hacer algo para evitar su muerte.

Si Gemma no sobrevivía, no quería que Harper perdiera, además, la vida por la que había trabajado con tanto esfuerzo. Si desaparecía de la vida de Harper, al menos quería que esta pudiera rehacer la suya sin ella.

Tenía que quedarse con Harper y Marcy para que Harper sintiera que estaba haciendo algo y no reparara en que Gemma le estaba ocultando cosas. Tenía que fingir que todo iba bien.

—¿Gemma? —llamó Harper desde abajo—. ¿Estás en casa?

—¡Sí! ¡Estoy aquí arriba, en mi habitación!

Cerró los libros a toda prisa y los guardó. Harper sabía que los estaba revisando, pero no quería dejar entrever lo frenética que se había vuelto la búsqueda.

—No, Marcy, no creo que el viernes 13 deba ser festivo —estaba diciendo Harper. Los escalones crujieron bajo sus pies.

Marcy se burló.

—Pero la Pascua es fiesta.

—La Pascua es una vez al año, más o menos por la misma fecha —dijo Harper. Llegó al rellano de la escalera y le puso los ojos en blanco a Gemma, mostrándole lo que pensaba de la última teoría de Marcy—. Y la gente la celebra en serio.

—¡Yo celebro el viernes 13! —le replicó Marcy.

Harper había cogido un par de latas de Coca-Cola de cereza de la nevera y entró en su habitación, que estaba frente a la de Gemma. Marcy siguió sus pasos, masticando una barrita de arroz inflado que había hecho Harper unos días antes.

—De acuerdo, bien. Pues entonces, escríbeles a tus congresistas al respecto —dijo Harper, apoyando las latas en su escritorio.

—Lo voy a hacer —dijo Marcy con la boca llena y se desplomó en la cama de Harper.

Gemma caminó hasta la habitación de su hermana, que era más grande que la de ella y tenía más sitio donde sentarse. Harper tenía su cama, la silla del escritorio, y una mecedora acolchada, ya desgastada, que Nathalie solía usar cuando las niñas eran pequeñas.

—¿Y bien? ¿Cómo ha ido hoy en el trabajo? —preguntó Gemma, al tiempo que se sentaba en la vieja mecedora junto a la ventana.

—Genial —respondió distraída Harper—. Te he traído una lata de Coca-Cola de cereza por si querías.

—Claro que la quiero —dijo ella, y Harper se acercó para alcanzársela.

—En el trabajo no ha ido muy bien que digamos —dijo Marcy—. Es de lo más lamentable que nos hagan trabajar en un día festivo.

—Todavía no es festivo —dijo Harper. Se sentó junto a su escritorio y meneó la cabeza—. Al menos, no hasta que escribas al Congreso.

—Parece que lo habéis pasado en grande. —Gemma sonrió con desdén y tomó un sorbo de la lata—. Yo en cambio… —Había estado mirando por la ventana de la habitación de Harper, y bajó la voz cuando vio a Álex que aparcaba en la entrada de su casa. Por lo general, trabajaba hasta después de las cuatro, al igual que su padre.

Cuando salió del coche llevaba puestos unos vaqueros rasgados y una camiseta en lugar de su habitual mono de trabajo. Caminó hasta la casa con paso lento. Tenía un aspecto lamentable.

—¿Has hablado con Álex últimamente? —preguntó Gemma, con la mirada todavía clavada en su casa de él, aunque este ya había desaparecido en el interior.

—¿Qué? —preguntó Harper—. ¿Por qué?

—Acaba de llegar a casa —dijo Gemma—. Y no tiene muy buen aspecto.

—Sí, eeeh… —suspiró Harper—. Creo que ha pasado la noche en casa de Daniel.

—¿Cómo? —Gemma apartó la vista de la casa y miró a su hermana—. ¿Están liados o algo?

—Bueno. Algo así. —Harper bajó la mirada—. No, tonta, claro que no. Álex… Nos cruzamos con él anoche justo cuando lo estaban echando de un bar.

—¿A Álex? —preguntó Marcy, con genuina sorpresa—. ¿Álex, el bicho raro de al lado?

Gemma meneó la cabeza.

—Álex no bebe.

—Anoche estaba borracho —dijo Harper.

—¿Hablaste con él? —preguntó Gemma—. ¿Qué dijo? ¿Está bien?

—En realidad, no, Gemma —admitió Harper—. No pensaba decírtelo, pero… Lo que sea que hayas hecho para protegerlo, en realidad lo está destrozando. Sabe que debería estar enamorado de ti, y dice que es como si le hubieran quitado una parte de sí mismo.

Gemma no dijo nada. Se limitó a darse la vuelta y a seguir mirando por la ventana. La ventana de la habitación de Álex estaba justo enfrente de la de Harper, pero tenía la persiana bajada. Gemma no podía ni siquiera vislumbrar lo que estaba haciendo.

—Quizá deberías hablar con él —sugirió Harper en voz baja.

—No puedo —dijo Gemma.

—Está realmente dolido y creo que, tal vez, deberías pensar en deshacer lo que hiciste.

—No puedo, Harper —dijo Gemma, esta vez con más firmeza—. No creo que fuera posible ni aunque quisiera, y no quiero. Es peligroso para él embarcarse en una relación conmigo.

—Sé cómo te sientes —dijo Harper—. Pero si es mejor que él sepa cuáles son los riesgos para poder decidir por sí mismo.

—Déjalo. —Gemma meneó la cabeza y bajó la mirada a su lata de refresco—. Ahora no puedo hablar de eso.

—¿Ya habéis pensado en posibles alternativas? —preguntó Marcy, cambiando de tema. Se sentó más derecha en la cama y se puso en posición de loto.

—¿A qué te refieres? —Harper se volvió para mirarla a la cara.

—Según lo veo yo, hay tres posibilidades. —Marcy levantó tres dedos y los fue bajando uno por uno con la otra mano mientras enumeraba las opciones—. La primera, que Gemma encuentre el pergamino. La segunda, que las sirenas hayan escondido el pergamino tan bien que nadie lo pueda encontrar. Y la tercera, que no lo tengan.

—Gemma todavía no ha tenido oportunidad de buscarlo —la atajó Harper—. No podemos descartar la primera.

Marcy meneó la cabeza.

—No digo que haya que descartarla. Digo que habría que contemplar otras posibilidades.

—Tal vez sea una buena idea —coincidió Gemma—. Pero Lydia parecía convencida de que sí que lo tendrían. Es demasiado importante para su existencia.

—Pero quizá se lo hayan dejado a alguien en quien confíen más que en ellas mismas —sugirió Marcy.

—¿Como quién? —preguntó Harper.

—Cuando alquilé mi apartamento, el propietario no confiaba en mí, así que tuve que hacer que otros me avalaran. —Marcy esperó un instante a que Gemma y Harper lo entendieran—. Mis padres.

—¿Crees que los padres de las sirenas todavía están vivos? —preguntó Harper.

—No lo sé. —Gemma meneó la cabeza, pensando otra vez en lo que había dicho Lexi—. No creo.

—Pero ¿sus padres no eran inmortales? —preguntó Marcy.

—Su padre sí, pero ¿su madre? La verdad es que no tengo ni idea —dijo Harper, algo confundida.

—¿Y quién es la madre? —preguntó Marcy.

—Eh…, una musa —dijo Gemma, pensando—. O más bien, dos musas. Thea y Penn tienen madres distintas. Estoy bastante segura de que las musas también son inmortales. Sólo que no son diosas. Así que creo que en su vida normal, antes de ser sirenas, Thea y Penn eran mortales.

—Pero ambos padres eran inmortales, ¿o no? —dijo Marcy—. ¿No serían inmortales los hijos de los inmortales?

—No, creo que, para nacer inmortal, ambos padres tienen que ser dioses y diosas —dijo Gemma—. Las musas recibieron la inmortalidad de Zeus, a modo de bendición, así que ellas no podían trasmitirla.

—Pero ¿el padre de las sirenas era un dios? —preguntó Marcy, y Gemma asintió—. Pues entonces, tiene que estar vivo.

—Bueno, yo no sería tan tajante, pero es probable —accedió Harper.

—La verdad, no creo que esté vivo. —Gemma meneó la cabeza.

—¿Por qué no? —preguntó Harper—. Es verdad que algunos libros daban a entender que Hércules lo mató, pero también decían que las sirenas estaban muertas, así que puede que se equivocasen también en eso.

—Sé que es sólo… —Gemma fue bajando la voz. Cuando le dijo a Lexi que había conocido al padre de Penn, Lexi se rio y le replicó que estaba muerto, pero ella no quería contárselo a Harper—. Es sólo un pálpito. Y de todos modos, aunque estuviera vivo, Penn lo odia —prosiguió Gemma—. Tampoco habla demasiado bien de su madre. A decir verdad, Thea llamó prostitutas a las musas.

—Así que no es probable que confiaran en ellas —dijo Harper, completando el razonamiento de Gemma.

—Probablemente sean más poderosas que las sirenas. Recordad que son hijas de dioses —dijo Gemma—. Y dudo mucho que quieran ayudarnos a matar a sus hijas.

—Nunca se sabe —dijo Marcy.

Las tres se sentaron en silencio durante unos minutos, reflexionando sobre todo lo que habían dicho. Gemma dobló la lengüeta de su lata de refresco y se preguntó si Marcy no estaría yendo a buen puerto. Todavía no le había resultado posible buscar el pergamino, pero aunque así hubiera sido, no le vendría mal tener un plan B.

—¿Sabes quién querría destruirlas? —preguntó Harper por fin y Gemma levantó la cabeza para mirarla—. Deméter.

—¿La chica que creó la maldición? —preguntó Marcy.

—No es una chica —la corrigió Harper—. Es una diosa, y odia a las sirenas.

—¿Y por qué las odia? —preguntó Marcy.

—Penn, Thea y otras dos sirenas originales eran sirvientas de la hija de Deméter, Perséfone —explicó Gemma—. Se suponía que debían cuidarla pero, en cambio, estaban todo el día distraídas nadando, cantando y coqueteando con hombres.

—¿De modo que las sirenas eran como sus guardianas? —preguntó Marcy.

—Supongo. —Gemma se encogió de hombros—. Creo que dijeron que su padre les consiguió el trabajo. Por lo que entiendo, sus madres se quedaban con quien fuera que estuvieran «inspirando», de modo que las sirenas prácticamente no tenían hogar.

—Entonces, consiguieron un empleo cuidando a Perséfone, pero no lo hicieron demasiado bien —dijo Marcy, reconduciendo la historia al punto más importante.

—Exacto —dijo Gemma—. Y mientras tanto, Hades raptó a Perséfone y se la llevó al inframundo para que fuera su esposa.

—Pero si lo que dice Lydia es cierto, que no eran más que humanos poderosos y no deidades, entonces Hades no habría regido en el inframundo —dijo Marcy—. Un humano, por poderoso que fuera, no podría estar a cargo de la vida después de la muerte. Así es que, ¿adónde la llevó?

Harper bajó la vista cuando se dio cuenta.

—No la llevó a ningún lado. La violó y la asesinó.

—Sí. Si yo fuera Deméter, también estaría enfadada —dijo Gemma.

—¿Por qué iba a hacerlas inmortales? —preguntó Marcy—. Si las odiaba tanto, ¿por qué darles poderes y habilidades?

—El infierno es la repetición —dijo Harper—. Ella quiso que hicieran las mismas cosas que tanto les gustaban una y otra vez, y otra vez más, hasta que las cosas que más les gustaban se convirtieran en aquello que detestaban.

—¿Crees que querría deshacer la maldición que creó? —preguntó Gemma.

—Tal vez. Si logramos encontrarla —dijo Harper—. Quizá podríamos convencerla de que ya han tenido suficiente castigo.

—¿Cómo la encontramos? —preguntó Marcy—. ¿O a su padre? ¿O a alguna de las musas?

—Puedo investigar más, pero no creo que se haya escrito algo sobre sirenas que no haya leído ya por lo menos cien veces —dijo Harper.

—Yo podría preguntarle a Thea, pero puede que no me dé demasiadas pistas —dijo Gemma—. No le gusta hablar de su pasado, y odia a sus padres.

—Yo podría… —Marcy bajó la voz—. No sé. ¿Qué queréis que haga?

—Tal vez puedas hablar con Lydia —le sugirió Harper—. Parece que tiene una conexión con lo oculto y lo sobrenatural. Probablemente sepa dónde encontrar a una musa o a un dios.

—Pues yo seguiré buscando el pergamino —dijo Gemma con un suspiro apesadumbrado.

—¿Tienes ensayo esta noche? —preguntó Harper—. Podrías hablar con Thea allí.

—Sí. —Gemma le echó un vistazo al reloj despertador de Harper, que indicaba que eran apenas las tres y cuarto—. Empieza en una hora. Hablaré con Thea.

—Bien. —Harper asintió—. Parece que tenemos una especie de plan de acción. Eso es bueno.

—Está bien, ¿y a quién le pido a Lydia que busque? —Marcy estiró el brazo y tomó un cuaderno y un bolígrafo del escritorio de Harper—. Tengo que anotarlo para asegurarme de que lo he entendido todo bien. Estos nombres griegos son ridículamente raros.

—A Deméter —dijo Harper, y después se lo deletreó en voz alta—. A cualquiera de las musas. No me sé todos sus nombres, pero las madres de Penn y de Thea eran Terpsícore y Melpómene.

—Uf, tendrás que deletreármelos muy despacio —dijo Marcy.

—Y después, a su padre —dijo Harper cuando terminó de deletrear los nombres.

—¿Quién es? —preguntó Marcy.

—Aqueloo —contestó Harper.

—¿Como el río? —preguntó Marcy.

Harper asintió con la cabeza.

—Sí, era un dios de agua dulce, creo.

—Por fin uno que sé cómo se escribe —dijo Marcy.

De repente, Gemma cayó en la cuenta. El río Aqueloo estaba ubicado a unos ocho kilómetros al norte del pueblo. Llevaba el nombre del mismo griego que había fundado Capri, así que Gemma no le había prestado atención al nombre hasta ese momento.

Pero Lexi había dicho: «Saltaba a la vista una vez supieras quién era su padre». Y el río llevaba el nombre del padre de Penn.

Si Lydia tenía razón y las sirenas llevaban el pergamino con ellas, entonces tenía sentido que lo escondieran cerca de allí. ¿Y por qué no en un río que llevara el nombre de su padre? El narcisismo de Penn no pasaría eso por alto.

—Tengo que irme —dijo Gemma de pronto y se puso de pie.

—¿Qué? —preguntó Harper—. ¿Por qué? ¿Adónde vas?

—Me había olvidado de que hoy el ensayo empieza temprano —mintió Gemma—. Pero casi mejor. Me va a dar una oportunidad de hablar más rato con Thea.

—Está bien —dijo Harper, pero parecía confundida—. ¿Quieres que te acerque con el coche?

—No, pero muchas gracias. —Gemma le sonrió—. Nos vemos luego.

Bajó la escalera corriendo y se subió a su bici. Antes, sacó el teléfono del bolsillo y le mandó un mensaje de texto a Daniel para que la cubriera si Harper le preguntaba por ella.

Durante los ensayos, y por medio de mensajes de texto, Gemma había mantenido a Daniel al tanto de su situación, de acuerdo con el trato que habían hecho. Él le había dado a Harper alguna información sobre Gemma para que no sospechara, como contarle que Gemma había dejado a Kirby y estaba coqueteando con Aiden.

Pero le había omitido todos los detalles importantes, como que Thea no iba a ayudarla o que las sirenas ya habían encontrado una sustituta. Daniel la había animado a que le contara todo eso a Harper, pero Gemma no podía. Ahora le tocaba a ella el turno de proteger a Harper y no al revés.

Además, tal vez no hubiera necesidad de contarle nada. Todavía podía romper la maldición.

Pedaleando más rápido que nunca, Gemma llegó a la bahía de Antemusa en un tiempo récord. Dejó la bici entre los cipreses, junto con su móvil, sus zapatos y sus pantaloncitos. No llevaba biquini bajo la ropa, de modo que iba a tener que nadar en sujetador, pero no le importaba.

A pesar de lo rápido que nadó, le pareció que había tardado una eternidad en llegar a la boca del río. Ni siquiera disfrutó del contacto con el agua ni de la corriente que chocaba contra su cola de sirena. En lo único en lo que podía concentrarse era en llegar hasta allí y encontrar el pergamino.

Lydia había dicho que el papel no se dañaba con el agua, así que Gemma pensaba que tal vez las sirenas lo hubieran escondido en algún lugar bajo la superficie. Tal vez debajo de una roca, o en una caja, o en algo que estuviera enterrado en el lecho del río.

Siguiendo su pálpito, empezó a nadar remontando el río Aqueloo, dando la vuelta a las rocas y levantando todo aquello que hubiera en el lecho del río y que le pareciera, aunque sólo fuera un poco, interesante. No había llegado muy lejos cuando empezó a ocurrirle algo de lo más extraño.

Se le hizo más difícil respirar y las escamas de su cola empezaron a transformarse otra vez en carne, pero sólo en partes aisladas. Al principio, a Gemma le dio un ataque de pánico, pues estaba convencida de que moriría. Nadó rápido de regreso al océano, y los cambios aislados se detuvieron. Volvió a ser la misma sirena de siempre.

Y entonces fue cuando Gemma cayó en la cuenta de que la transformación no se producía en agua dulce. Por eso mismo no se convertía en sirena en la piscina ni en la ducha. Sólo el agua del océano provocaba el cambio.

Eso significaba que quizá las sirenas no se hubieran adentrado mucho en el río. De modo que Gemma concentró la búsqueda en lugares por donde ella pudiera nadar, y se quedó sobre todo cerca de la boca del río, pero a medida que fue avanzando la noche, Gemma nadó más y más lejos, río arriba.

Cuando la luna estuvo alta en el cielo, Gemma se impulsó hacia arriba para salir cerca de una playa de arena que había junto al río. Se quedó sumergida lo suficiente como para que el agua le cubriera las aletas, y las olas le salpicaban la cintura.

Las estrellas titilaban en lo alto, y se tumbó boca arriba, contemplándolas. Tenía las manos ampolladas por haber estado cavando en el lecho del río e incluso en el fondo del mar. Le dolía la cola de pez de tanto nadar, y le rugía el estómago del hambre.

Gemma había buscado por todos los lugares que pudo. El pergamino no estaba allí. O bien nunca lo había estado, o bien las sirenas lo habían cambiado de sitio. En realidad, no importaba cuál de esas dos opciones fuera la correcta. Lo único que significaba aquello era que Gemma tenía que pensar en otro plan de ataque porque aquel no estaba funcionando.