19

Embriagado

A dos puertas de Pearl’s había otro bar, frecuentado por trabajadores del puerto. Harper no había estado nunca allí dentro porque todavía no tenía la edad legal para beber, pero a juzgar por su aspecto exterior, suponía que era un antro. Su padre iba allí de vez en cuando y todo lo que había contado confirmaba sus sospechas.

Cuando tres hombres salieron dando tumbos por la puerta desvencijada del bar, insultando y gritando, Harper no les prestó demasiada atención. Hicieron suficiente ruido como para interrumpir su beso con Daniel, pero eso fue todo.

O lo habría sido, si Harper no hubiera visto la causa del problema. Dos estaban allí sólo para arrastrar al tercero fuera del bar. Lo arrojaron a la acera, donde se golpeó la cabeza contra el cemento, y entonces fue cuando Harper vio quién era.

—¿Álex? —preguntó Harper. Puso la mano en el pecho de Daniel para empujarlo un poco hacia atrás, pero él ya había empezado a apartarse.

—¡Estoy bien! —Álex se había puesto en pie y estaba gritando—. ¡Ese otro tipo era el que se estaba portando como un cretino, no yo!

Harper corrió hasta él y llegó justo a tiempo para intentar agarrarlo antes de que volviera a caer, pero era demasiado pesado para ella y estuvo a punto de tirarla al suelo. Fue Daniel quien lo sostuvo del brazo y lo levantó otra vez.

—¿Y este es amigo vuestro? —preguntó uno de los tipos del bar.

—Yo no tengo ningún amigo. —Álex trató de alejar a Daniel de un empujón, pero este siguió sosteniéndolo del brazo con firmeza—. No necesito amigos.

—Sí, somos sus amigos —dijo Harper, sin hacer caso de las protestas de Álex—. Y lamentamos cualquier problema que haya causado. Es que ha tenido algunos problemillas últimamente.

—Bueno, pues decidle a vuestro amigo que no vuelva por aquí si va a seguir armando jaleo —dijo el tipo.

—De acuerdo —prometió Harper con una sonrisa. Los dos tipos volvieron a entrar en el bar, y dejaron a Daniel y a Harper a cargo de Álex.

—No necesito vuestra ayuda —protestó Álex, y se volvió para mirar a Harper.

Olía levemente a alcohol. Tenía los vaqueros agujereados y el flequillo oscuro le caía constantemente en los ojos. Sin mencionar que se había golpeado la cabeza contra la acera con bastante fuerza, y le empezaba a brotar sangre entre el pelo oscuro.

—Álex, estás sangrando —dijo Harper—. Deberíamos llevarte al hospital.

—Estoy bien —dijo él, y logró zafarse de Daniel con un empujón.

—Al menos déjame ver —insistió Harper. Álex iba a protestar, así que ella añadió—: Si no me dejas ver lo que te has hecho, llamaré a la policía para que te miren ellos. Y estoy segura de que no les parecerá bien encontrarse con un menor de edad que ha bebido alcohol.

Álex gruñó, pero fue caminando hasta un banco cercano. Se sentó con un golpe seco y repitió:

—Estoy bien. No necesito que me ayudéis.

—Álex, salta a la vista que no estás bien —dijo Harper sentándose a su lado—. Te acabas de meter en una pelea, y es la primera vez que te veo borracho. ¿Cómo te dejaron entrar al bar? Todavía no tienes veintiún años.

Él hizo un ademán con la mano como descartando lo que ella decía.

—Si trabajas en el puerto, te dejan beber. Es lo único que importa.

Ella le separó el cabello para ver mejor y, al parecer, sólo tenía un pequeño corte. Sangraba bastante, pero no era tan grave como para necesitar puntos de sutura.

—Álex. —Harper dejó caer las manos otra vez sobre la falda y lo miró—. De veras debería verte un médico. Podrías tener un traumatismo craneal o algo así.

—Ni que te importara. —Álex le lanzó una sonrisa sarcástica—. Lo único que te importa es esa zorra estúpida de tu hermana.

Una pareja con un niño y un perro pasó por ahí justo cuando Álex estaba despotricando y dio un rodeo para no acercarse. Daniel esbozó una sonrisa amable para disimular.

—¡Álex! —dijo bruscamente Harper, y se reclinó en el banco—. Sé que no tienes la culpa y que no lo dices en serio, pero no puedes hablar así de Gemma. No delante de mí.

—Harper, quizá deberíamos seguir esta conversación en otro lado —dijo Daniel, señalando a la gente que se congregaba en la acera de enfrente. No era tarde, y hacía una hermosa noche, de modo que todavía había bastante movimiento en Capri.

Harper se frotó la sien y observó a Álex. Se había encorvado hacia delante con las manos enterradas en su abundante cabellera. A pesar de sus intentos de ocultarlo, Harper no creía haberlo visto nunca tan triste. Fuera lo que fuese lo que le estaba pasando, parecía ser una tortura.

—No podemos dejarlo solo —dijo Harper al final y levantó la vista hacia Daniel—. Si tiene un traumatismo craneal, deberíamos controlarlo. Y no puedo llevarlo de vuelta a mi casa, ya sabes por qué.

—Pues tendrá que venirse a la mía, entonces —dijo Daniel.

—¿Por qué debería ir a tu casa? —preguntó Álex.

—Porque acaban de echarte del único bar de Capri que te serviría una copa, y yo tengo cerveza en mi casa —dijo Daniel.

Dicho eso, Álex se puso de pie.

—Pues, entonces, vamos.

—Mi coche está aparcado por allí. —Harper lo señaló, pero se quedó atrás para decirle en voz baja a Daniel—: No debería beber más.

—Tranquila, en realidad no tengo cerveza. —Daniel le sonrió con aire de superioridad—. Pero una vez esté allí en la isla, tampoco podrá volver.

—Gracias. —Ella levantó la vista y le sonrió—. Siento mucho todo esto. Sé que no es lo que habías planeado para esta noche.

—En realidad no había planeado gran cosa —dijo Daniel—. Pero tu amigo te necesita. Tienes que cuidarlo.

—Gracias por ser tan comprensivo. —Ella lo besó en la mejilla.

—¿Vamos o qué? —gritó Álex, que estaba al lado del coche.

Álex no se había emborrachado tanto como parecía, y el trayecto en barco pareció despabilarlo. Con Daniel cruzando la bahía al timón de La gaviota sucia, Harper y Álex se sentaron en los bancos de atrás. Él se inclinó sobre la barandilla y dejó que la brisa fresca y el agua que salpicaba del océano le dieran en la cara.

—Siento haberme comportado como un imbécil esta noche —dijo Álex al final. Le dio la espalda y, aun a la pálida luz del atardecer, Harper le alcanzó a ver la expresión de pena en la cara.

—No te has comportado como un imbécil —dijo Harper.

—Sí, estoy borracho y soy un idiota. —Hizo una mueca—. Perdona que te llamara zorra en el coche.

—No me llamaste zorra —lo corrigió Harper—. Fue a Gemma.

—Disculpa. —Álex se frotó la frente—. No sé ni lo que digo. Ya ni siquiera sé quién soy.

—Pero ¿qué te pasa exactamente? —preguntó Harper al darse cuenta de que, quizá, aquella era su oportunidad de llegar al fondo de la cuestión.

—No lo sé. —Se le hizo un nudo en la garganta—. Te juro que me gustaría saberlo, pero no lo sé. Me siento muy confuso de un tiempo a esta parte.

Estaban sentados el uno frente al otro, pero aún así tenían que alzar la voz para poder oírse por encima del motor. Harper se levantó y se sentó al lado de Álex en el banco. Él hizo un esfuerzo para no venirse abajo, y ella le frotó la espalda tratando, inútilmente, de consolarlo.

—Ha pasado algo. Lo sé. —Álex meneó la cabeza otra vez—. Pero no sé de qué se trata. Es como si me hubiera olvidado de alguna cosa fundamental.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Harper—. ¿De qué te acuerdas?

—Sé de la existencia de las sirenas, si es eso lo que me preguntas. —Miró abajo, a sus manos, y se tocó un callo con aire distraído—. Todavía me acuerdo de ellas, y de todo lo que pasó.

—¿De todo? —Harper había dejado de frotarle la espalda y cruzó los brazos sobre la falda.

—Sí, convirtieron a Gemma en sirena y después las encontramos y volvieron aquí —dijo Álex—. Me acuerdo de la pelea en el puerto. Mataron a un chico, y Gemma y yo luchamos contra ellas. Pero ellas decidieron dejarla vivir y quedarse aquí.

—¿Sabes por qué la dejaron quedarse? —preguntó Harper.

Ella lo sabía, por supuesto, pero quería averiguar de cuánto se acordaba Álex. Gemma le había contado a Harper que había usado la canción del mar para conseguir que Álex cortara con ella y dejara de amarla. Pero casi no había hablado con nadie desde entonces, de modo que Harper ya no tenía ni idea de lo que sabía ni de lo que sentía Álex.

—No. —Se le frunció el entrecejo en señal de frustración—. No, no lo sé. Me acuerdo de que… yo la amaba.

—Sí, así es —admitió Harper en voz baja.

—No sé por qué. —Álex levantó la vista al cielo, como buscando respuestas—. Me repele la mera idea de que siquiera me importe Gemma. Cuando pienso en cómo nos besábamos, me dan ganas de vomitar.

Harper no respondió nada a eso. No sabía cómo hacerlo. Álex tampoco dijo nada durante un buen rato. Se limitó a bajar la vista, y a apretar y aflojar la mandíbula mientras pensaba.

—Estaba enamorado de ella, y ahora no la soporto —dijo Álex—. Y no sé por qué. No sé qué ha cambiado. No puedes levantarte un día así como así, odiando a la persona que amabas. Pero a mí me pasó.

—La gente cambia —dijo Harper en un vano intento de sostener la mentira impuesta por la canción de sirena de su hermana.

No estaba segura de estar de acuerdo con lo que había hecho Gemma, pero ya no podía hacer nada al respecto. Gemma había hecho lo que ella creía necesario para proteger a Álex, y Harper lo entendía.

Lo que pasaba era que no podía imaginarse lo doloroso y confuso que sería levantarse una buena mañana odiando a Daniel. Parte de ella quería creer que ni siquiera era posible. Ningún hechizo ni canción de sirena podían cambiar el hecho de que lo quería.

Pero al ver cómo estaba destrozando aquello a Álex, y ser consciente de cuánto había amado este a Gemma, Harper tenía que creer que cualquier cosa era posible. Si una canción de sirena podía hacer que Álex odiara a Gemma, tal vez pudiera hacer cualquier cosa.

—Es como si me faltara una parte de mí. —Álex se señaló el pecho—. Como si se hubiera borrado algo dentro de mí. Partes enteras de mi persona… se han ido del todo.

—¿Qué quieres decir? —Harper entornó los ojos.

Gemma le había dejado muy claro que la única intención de usar su canto de sirena con Álex había sido que dejara de amarla: quería a Álex tal como era y no tenía por qué cambiar nada más en él. Lo único que intentaba era mantenerlo a salvo.

—Todo lo que me importaba, simplemente… —Álex se encogió de hombros con impotencia—. Ya no me importa.

—¿Qué me dices de los videojuegos? —preguntó Harper—. ¿O de perseguir tormentas? ¿O de tus cómics?

—Ya no me interesan. —Meneó la cabeza—. No los detesto, pero no tengo ganas de dedicarme a ellos. Sencillamente… han dejado de importarme. Es como si todo lo que amaba hubiera desaparecido. —Tragó saliva—. Es como si ya no fuera capaz de desear nada.

—No creo que eso sea cierto —dijo Harper, pero sus palabras carecían de convicción—. Acabas de atravesar una ruptura muy mala. Se tarda un tiempo en recuperarse de estas cosas, en cerrar las heridas.

—Espero que tengas razón. No sé cuánto tiempo más podré seguir así.

Una vez llegaron a la cabaña, Harper le dio a Álex un vaso de agua y lo puso delante del televisor. Parecía estar bien, así que Daniel le sugirió a Harper que se fuera a pasar la noche a su casa.

—¿Estás seguro? —preguntó Harper. Estaba de pie en la entrada, hablando con Daniel, y echó un vistazo adonde estaba Álex sentado en el sofá—. No quiero obligarte a que cuides de mis amigos.

—No hay problema. —Daniel se encogió de hombros, restándole importancia—. Además, creo que le vendrá bien compañía masculina por un rato.

—Está bien. —Ella cedió y le sonrió a Álex—. Nos vemos más tarde, Álex. Cuídate, ¿de acuerdo?

—Lo intentaré. —Le lanzó una sonrisa forzada—. Gracias, Harper.

—Vuelvo en unos minutos —le dijo Daniel. Salió con Harper—. No te duermas mientras no estoy.

—Tranquilo, no me dormiré —respondió Álex.

A la luz de la luna, empezaron a caminar desde la cabaña hacia el cobertizo. Daniel meneó la cabeza y dejó escapar un largo silbido.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Harper.

—Tu hermana lo dejó bastante trastornado —dijo Daniel.

—Eso parece —coincidió Harper—. Pero Gemma no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. No podía saber que le haría tanto daño a Álex.

—No se puede andar metiendo mano en los corazones de la gente —se limitó a decir Daniel—. Esas cosas nunca terminan bien, no importa lo buenas que sean las intenciones que uno tenga.

Llegaron al cobertizo y Daniel se detuvo. Harper caminó unos pasos más hasta el muelle donde estaba amarrado el barco de Daniel, hasta que se dio cuenta de que él no estaba con ella. Se volvió y lo vio a su espalda.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Harper.

—Sabes pilotar una lancha a motor, ¿no? —preguntó Daniel.

—Sí —dijo Harper con cautela, caminando hasta donde estaba Daniel—. ¿Qué tiene eso que ver con nada?

—Bueno, se me ha ocurrido que ¿por qué no te llevas la lancha de Bernie? —sugirió Daniel—. Técnicamente es tuya, ya que Bernie te la dejó a ti. Y yo no necesito dos embarcaciones.

—¿Y qué hago yo con la lancha de Bernie? —preguntó Harper.

—Podrías ir y venir cuando quisieras. —Él se encogió de hombros tratando de que sonara casual—. Podrías venir a verme siempre que quisieras.

—Entonces…, esto es como si me dieras las llaves de tu casa —dijo ella.

—Creo que tu padre ya tiene unas llaves de mi casa —le recordó Daniel—. Él es el propietario.

—Sabes a qué me refiero —dijo Harper—. Es como un paso adelante. Un compromiso mayor.

—Sí. —Él bajó la vista hacia ella y le sonrió—. Pero estoy listo para darlo.

Harper miró hacia atrás, a la casa de Daniel, donde esperaba Álex. Había sido escenario de la lucha contra las sirenas, y pensó que era sólo cuestión de tiempo que a Daniel le pasara algo terrible.

Todo eso sin mencionar el hecho de que, para variar, su cita había terminado igual que terminaban siempre todas sus citas: desde que comenzaron a salir, apenas habían pasado tiempo a solas. Además, si Harper acababa marchándose a la universidad, probablemente no les quedaba demasiado tiempo para estar juntos.

Eran muchas las razones por las que Harper sabía que debería decirle que no. Debería rechazar a Daniel y cortar con él antes de que las cosas se complicaran más.

Pero, de algún modo, se descubrió sonriéndole y diciendo:

—De acuerdo. Yo también estoy lista.

En este preciso momento, parada con él a la luz de la luna, no se sintió capaz de renunciar a él. No todavía.