11
Marsella, 1741
Thea se quedó acostada en la cama hasta mucho después de que las sirvientas entraran y abrieran las cortinas. El sol entraba a raudales por las amplias ventanas del dormitorio de la mansión del sur de Francia, pero ella yacía acurrucada entre las mantas.
—¿Thea? —preguntó Aggie y, sin esperar respuesta, abrió de pronto las grandes puertas del dormitorio, que golpearon ruidosamente contra la pared.
Thea hizo caso omiso de su hermana y se enterró bajo las mantas, cubriéndose incluso la cabeza con ellas.
—Thea, llevas todo el día en la cama, como ayer, y antes de ayer —dijo Aggie.
La cama se movió al subirse Aggie, quien se arrastró hasta donde estaba acostada Thea, en el centro, y le retiró las mantas. Aggie la miró fijamente, con los ojos castaños y cálidos llenos de preocupación, y suspiró en voz alta.
Iba totalmente emperifollada con un vestido rosado muy seductor, adornado con encaje y gasa en forma de flores. A pesar de su atuendo, Aggie no se había puesto peluca, de modo que las largas ondas castañas del cabello le caían en cascada por los hombros.
—¿Estás enferma? —preguntó Aggie.
—Claro que no —dijo Thea con voz sedosa. Giró sobre su espalda para poder mirar al techo en lugar de a su hermana—. Sabes que somos incapaces de ponernos enfermas.
—Entonces ¿por qué te pasas todo el día en la cama? —preguntó Aggie—. Debe de pasarte algo.
A Thea no se le ocurrió qué responder. Durante las últimas cinco semanas, habían estado viviendo con un duque en el sur de Francia. Todos suponían que Thea y las otras tres sirenas eran sus cortesanas, y ellas los dejaban pensarlo. Era más fácil que explicar lo que eran en realidad.
Desde que habían llegado, Thea había perdido de manera paulatina el interés por todas las cosas que antes le encantaban. Hasta el hecho de nadar con sus hermanas estaba perdiendo su atractivo. Lo único que de verdad quería seguir haciendo era quedarse en la cama.
—En realidad me da igual lo que te pase o te deje de pasar —decidió Aggie y se escabulló rápido de la cama para poder levantarse—. Penn y Gia han ido hoy a la ciudad. Han traído un invitado a cenar. Tienes que vestirte y bajar a comer con nosotras.
—No tengo hambre —dijo Thea.
—No importa si tienes hambre o no. —Aggie caminó hasta el ropero de Thea y lo examinó—. Penn ha dejado bien claro que no podíamos escabullirnos. Quiere causarle una buena impresión.
—¿Desde cuándo trata de causarle buena impresión a un hombre? —preguntó Thea mientras se sentaba de mala gana—. ¿Es que ya no hay suficientes hombres aquí para entretenerla?
El duque compartía la casa con sus dos hermanos, y con ellos debería haberle bastado a Penn. Y eso sin contar con los sirvientes y amigos del duque que constantemente visitaban su casa a orillas del Mediterráneo.
—No, no es un mortal —dijo Aggie mientras sacaba un vestido del ropero—. Ahora se hace llamar Bastian, creo, pero antes se llamaba Orfeo.
Thea hizo una mueca.
—¿Orfeo? ¿El músico? ¿No se supone que es nuestro peor enemigo? Eso es lo que escribió Homero, ¿no es así?
—Quizá. Pero Homero escribió muchas cosas que no eran ciertas. —Aggie cogió un vestido y lo extendió en la cama—. Ahora ven. Tienes que darte prisa. Penn se enfadará si los haces esperar.
—Pero ¿por qué le importa tanto ese hombre? —preguntó Thea, si bien hizo lo que se le decía, y se deslizó lentamente hasta el borde de la cama para poder incorporarse.
—Cree que él podría saber dónde está nuestro padre —le explicó Aggie.
—Nadie nos dirá nunca dónde está nuestro padre —murmuró Thea mientras se quitaba el camisón por la cabeza—. ¿Y cómo sabe que es Orfeo si se hace llamar Bastian?
Aggie le sostuvo el vestido abierto y Thea metió los pies en él. Se lo levantó y la ayudó a deslizar los brazos por las mangas. Una vez que lo tuvo puesto, Thea se volvió y se retiró el cabello para que Aggie empezara a acordonárselo.
—Lo reconoció —dijo Aggie—. Dice que ya lo conocíamos de antes. Fue hace muchos años, por la época en que todavía vivíamos en Grecia.
—O sea que fue hace muchos, muchos años —dijo Thea.
Debían de haber pasado por lo menos mil años desde la última vez que vivieron en Grecia. Los inmortales como ellas habían sido bastante felices allí por un tiempo, pero a la larga empezaron a sentirse rechazados y se dispersaron por todo el mundo.
—Seguro que te acuerdas de cuando lo conociste. —Aggie le ajustó la cintura, lo que hizo a Thea exhalar bruscamente—. Fuimos a una actuación en la que él tocaba el arpa y cantaba una canción bellísima.
Thea meneó la cabeza.
—No me acuerdo. Durante la mayor parte de nuestras vidas hemos acabado conociendo a infinidad de hombres por casualidad, y es difícil individualizar a alguno en concreto.
Cuando Aggie hubo terminado, tomó a Thea por los hombros y la obligó a darse la vuelta para que pudieran estar cara a cara.
—Pero ¿a ti qué te pasa últimamente? —preguntó Aggie.
—Nada. —Thea le lanzó una tímida sonrisa—. Todo es maravilloso.
—Mientes. Y más tarde hablaremos de eso, pero, por ahora, al menos tendrás que fingir que todo es maravilloso —dijo Aggie—. Por alguna razón, Penn quiere causar una buena impresión en Bastian, y tú también debes ofrecer el mejor aspecto posible.
—Haré todo lo que pueda —le aseguró Thea.
Aggie la guio hacia abajo, a la recepción. A medida que caminaban por los pasillos, los sirvientes se dispersaban. Todos vivían con miedo a las sirenas, y así era como debía ser. Sólo el duque y sus amigos parecían hacer caso omiso a su verdadera naturaleza, pero eso era lo que quería Penn. Mantenía la canción del mar concentrada en ellos para que fueran generosos con ellas.
Antes incluso de que llegaran a la recepción, Thea pudo oír la risa de Penn. No era la risa seductora que usaba para obtener lo que quería, su risa habitual cuando se rodeaba de hombres. Aquella era su auténtica risa.
Gia estaba sentada en una silla, mirando a Penn y a Bastian con una mezcla de desconcierto e interés. Penn estaba de pie al lado, la mano en el pecho mientras le sonreía y alzaba la vista, contemplándolo. Parecía que le brillaban los ojos y en ellos había una delicadeza que Thea no había visto hasta entonces.
Cuando entró en la habitación, Bastian le estaba dando la espalda. Le sorprendió ver que no llevaba peluca. Las sirenas rara vez se ponían las pelucas típicas empolvadas de la época porque les picaban y les parecían innecesarias, pero casi todas las personas de alcurnia insistían en usarlas.
—Y el granjero seguía insistiendo en que yo le pagara el pollo —estaba diciendo Bastian, y Penn volvió a reír—. Después de todo eso, no existía ni la más mínima posibilidad de que yo le pagase ni una sola moneda por él.
Gia soltó una risita, pero sin el mismo fervor que Penn, quien aparentemente estaba tan interesada en el relato de Bastian que ni notó que sus hermanas habían entrado en la habitación. De hecho, no las vio hasta que estaban justo tras la espalda de Bastian.
—Disculpa, Bastian, acaban de llegar mis hermanas —dijo Penn mientras le quitaba los ojos de encima para señalar a Aggie y a Thea—. Te acuerdas de Aggie y de Thea, ¿no? Aunque por entonces se llamaban Agláope y Thelxiepia.
Él se volvió por fin y las miró. Apenas vio a Bastian, todo volvió a la mente de Thea.
Hacía cientos de años lo había visto tocar. Había sido en un gran estadio. Thea se había sentado cerca del fondo con sus hermanas. Penn pareció aburrirse, y estaba demasiado ocupada coqueteando con el caballero de delante como para prestarle atención al hombre del escenario.
Pero Thea no había podido quitarle ojo. Las canciones que tocó fueron las más bellas que había oído jamás, y eso que había pasado la mayoría de sus días escuchando cantar a Gia, cuya voz y cuyo canto eran tan adorables y potentes que podían encantar a cualquier criatura viviente para que hiciera lo que a ella se le antojara.
Después de su interpretación, había sido Thea la que insistió para que se acercaran a él. Había arrastrado a sus hermanas entre la multitud hasta que por fin lo encontraron. Tan sólo cruzaron unas pocas palabras, sobre todo porque Thea estaba demasiado avergonzada como para encontrar las más adecuadas, y después él se había alejado caminando y se había ido con su mujer.
Ese recuerdo casi se le había borrado hasta que se encontró de nuevo con sus ojos azules, y entonces todo le volvió de pronto. De alguna manera, él le pareció todavía más apuesto de lo que recordaba. Cabello negro oscuro, hombros anchos y una sonrisa tan increíble que le quitó todo el aire de los pulmones.
Mientras Bastian saludaba a Aggie, Thea hizo todo lo que pudo por mantener la compostura. Sonrió con amabilidad para evitar quedar boquiabierta.
—Thea —dijo Bastian cuando se volvió hacia ella. Le tomó la mano y ella aguardó desesperada por que no reparara en su tembleque. Él se inclinó y le besó la mano mientras ella hacía una pequeña reverencia y se esforzaba por no olvidarse de respirar.
—Creo que sí que me acuerdo de ti —dijo Bastian, una vez que la hubo soltado y se incorporó otra vez. Sonrió con la boca torcida y se le formó un pequeño hoyuelo en su piel tersa—. Recuerdo que disfrutaste de mi interpretación.
—Todo el mundo disfrutó de ella, Bastian —dijo Penn con una risa suave.
—Eso es cierto —admitió él, y se volvió hacia ella otra vez.
—Estoy segura de que la cena ya estará lista a estas alturas —repuso Penn—. ¿Bajamos?
Ella entrelazó el brazo con el de él para que la escoltara hasta el salón comedor.
Thea se quedó rezagada unos minutos, ya que prefería que la acompañaran Aggie y Gia. No sabía con exactitud qué estaba ocurriendo, pero de algo estaba segura: tenía un grave problema.