10
Cherry Lane
—Ajá… —Gemma pareció insegura de cómo responder a eso y se ruborizó—. Sí, supongo que sí.
—Genial. —Lydia esbozó una ancha sonrisa—. Eres la primera sirena que veo.
—Bueno, pues aquí estoy. —Gemma se encogió de hombros.
Lydia se mordió los labios y le brillaron los ojos.
—No querrías cantar para mí, ¿verdad?
—No creo que sea buena idea —respondió en seguida Harper.
—No, mejor que no —coincidió Gemma—. Podría írsenos de las manos.
—Comprendo. Sé que es extremadamente peligroso. —Lydia agitó la mano—. De todos modos, no debería habértelo pedido. Uno esperaría que hubiera aprendido la lección después de lo del hombre lobo.
Se retiró la camisa para dejar un hombro suave al descubierto. Lo envolvía una cicatriz roja con la forma de una enorme mordedura de perro. Harper se contentó con verla desde donde estaba, pero tanto Gemma como Marcy se acercaron más para observarla mejor.
—¡Qué pasaaada! —dijo Marcy.
—Entonces ¿eso significa que te has convertido en una mujer lobo? —preguntó Gemma después de que Lydia se volviera a ajustar la camisa.
—¡Sí, claro, grrrrrr! —Lydia hizo con las manos un gesto de garras y simuló un rugido, pero casi al instante empezó a reír, un tintineo suave que a Harper le recordó el de uno de esos móviles que se cuelgan encima de las puertas—. No, no, así no es como funcionan los hombres lobo. Es un proceso totalmente distinto.
—¿En serio? —preguntó Gemma—. ¿Cómo se transforma uno en hombre lobo?
—Bueno, es como… —Lydia empezó a explicárselo, pero después vio la expresión molesta de Harper y se detuvo—. Lo siento. No habéis venido aquí a hablar de hombres lobo, ¿verdad?
—No exactamente, pero, ya que has sacado el tema, lo cierto es que me gustaría saber más sobre ellos —dijo Gemma, adquiriendo un tono un tanto malhumorado porque sabía que Harper no aceptaba ese tema de conversación.
—No te pierdes gran cosa —dijo Marcy—. Los hombres lobo son aburridos.
Lydia se inclinó hacia delante y bajó la voz, como si les estuviese confiando un secreto.
—En parte, lo son.
—¿Ves? —dijo Marcy.
—En fin, tú estás harta de ser una sirena y quieres romper la maldición. ¿Lo he entendido bien? —preguntó Lydia—. ¿O alguna de vosotras quería convertirse en sirena?
—No, no, no —dijo Harper, y agitó las manos—. Basta ya de sirenas. Ninguna más.
—Sí, definitivamente queremos romper la maldición —dijo Gemma—. Y no saber nada más de las sirenas. De hecho, si pudiéramos encontrar una manera de matar a las sirenas que ya existen, sería fantástico.
—¿No sabéis cómo matar a las sirenas? —Lydia levantó una ceja—. ¿De modo que no sabes cómo puedes morir?
—Conozco algunas maneras —dijo Gemma—. Pero no sé cómo pueden asesinarme.
Lydia se cruzó de brazos y se inclinó hacia atrás para estudiar con detenimiento a su interlocutora. Lo hizo durante un rato tan largo que Gemma empezó a sentirse incómoda y a retorcerse.
—Eso te deja expuesta a cualquier ataque, ¿no es así? —preguntó Lydia.
—Sí, así es —dijo Gemma.
—No habíamos pensado en eso antes, pero gracias por traerlo a colación —murmuró Harper.
—¿Sabes cómo matar sirenas? —preguntó Gemma.
—Por desgracia, no, no sé cómo hacerlo. —Lydia pareció genuinamente triste y meneó la cabeza—. Para seros sincera, en realidad no sé gran cosa acerca de las sirenas.
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Gemma.
—Que pueden cantar una canción de lo más cautivador y hechizar a los marineros, pero supongo que se extiende a toda la gente y no sólo a quienes navegan en barco —dijo Lydia.
—Correcto —dijo Harper, apoyada contra la estantería. Miraba a Lydia mientras hablaba.
—Y que se pueden transformar en mujeres con cola de pez o en pájaros, según he leído.
—En ambos, en realidad —dijo Gemma.
A Lydia se le abrieron los ojos como platos.
—¿Puedes hacer ambas cosas? ¡Guau! —Rio de nuevo y aplaudió—. ¡Es asombroso! Debe de ser fascinante.
—Tiene su lado negativo —dijo Gemma, quien se negaba a dejarse contagiar por el entusiasmo de Lydia.
—Ah, ¿te refieres a la faceta caníbal? —Lydia arrugó la nariz—. Eso debe de ser un poco asqueroso.
Harper observó a su hermana y Gemma tragó saliva y bajó la vista. A juzgar por el hecho de que las sirenas habían descuartizado a Bernie McAllister y a Luke, el amigo de Álex, Harper había llegado a la conclusión de que las sirenas debían haberse comido, al menos, a algunos de ellos.
Además, había leído acerca del canibalismo en los libros de mitología. Sin embargo, Gemma no lo había mencionado nunca, así que Harper no quiso sacarle el tema. Ella no creía que Gemma le hubiera hecho daño a nadie. Gemma haría lo que fuera necesario para sobrevivir, pero no a expensas de otra persona.
—Sí, esa es la faceta que estoy intentando evitar —dijo Gemma en voz baja.
—No es por ser mala, pero si no sabes casi nada acerca de las sirenas, ¿cómo vas a ayudarnos? —preguntó Harper.
—Quizá yo no pueda ayudaros personalmente, pero podría indicaros dónde conseguir información —dijo Lydia.
—¿Dónde? —preguntó Harper.
—Un momento. —Lydia levantó las manos—. Dejadme que os explique algo antes. Hubo un tiempo en que existían muchos seres mágicos y poderosos que deambulaban por la Tierra con total libertad.
»Los simples mortales como tú y como yo —Lydia se señaló a sí misma y a Harper— se extendieron más rápido que estos otros seres. Supongo que por la misma razón por la que las hormigas se multiplican mucho más rápido que las ballenas azules. Nosotros éramos pequeños y prescindibles, la base de la cadena alimentaria. Éramos mortales.
»Muchos de estos otros seres poderosos eran inmortales, o al menos eso les parecía a los humanos —prosiguió Lydia—. De hecho, el humano medio comenzó a ponerles nombres, y muchas veces los denominaban «dioses» o «diosas».
Lydia agitó las manos.
—Por algún motivo, los humanos tienen la extraña costumbre de irritar a las llamadas deidades. Por eso dichos dioses y diosas solían hacerles cosas tales como tenderles trampas o maldecirlos. Pero para que una maldición sea real y surta efecto, los términos de esta tienen que estar por escrito.
—¿Los términos de una maldición? —preguntó Gemma.
—Sí, como cuando alquilas un coche o haces clic en la pestaña que dice «sí» para aceptar los términos del servicio de iTunes —explicó Lydia—. Para que tengan validez, tiene que haber un contrato previo.
—¿Así que me estás diciendo que en algún lugar deben de estar escritos los términos de la maldición de las sirenas? —preguntó Gemma.
—Correcto. Y se trataría todo —dijo Lydia—. Qué puede hacer o dejar de hacer una sirena, cómo matar a una sirena y cómo romper la maldición. ¿Sabes qué? Te enseñaré uno.
Lydia se deslizó entre Gemma y Harper, y se alejó hacia el fondo del pasillo. En lugar de valerse de una escalera, prefirió trepar a la biblioteca usando los estantes como escalones.
—¿Necesitas ayuda? —le ofreció Harper, ya que le sacaba a Lydia unos treinta centímetros de estatura.
—No te preocupes —respondió Lydia alegremente—. Ya lo tengo.
Tomó algo del estante superior, y luego saltó al suelo. Tenía en la mano un libro muy delgado y maltrecho. La tapa se había despegado por completo, y la sostenía una banda elástica enroscada alrededor.
—Este es el de Vlad, el Dragón, y expone la maldición del vampiro —dijo Lydia mientras quitaba la banda elástica y lo abría.
Harper se inclinó para echar un vistazo. Las páginas se le salían, y la tinta se había desteñido tanto que era prácticamente ilegible. Estaba escrito en una letra cursiva que Harper no entendía, pero estaba ilustrado con algunos dibujos, como uno que mostraba una estaca clavada en el corazón de la criatura.
—No lo entiendo —dijo Gemma.
—Claro que no. Es rumano —dijo Lydia—. Pero los vampiros no son tu problema, ¿no?
—No —dijo Gemma, un tanto abatida.
—Bien. Entonces tampoco te hace falta entenderlo —dijo Lydia, y siguió ojeando el libro.
—¿Quién lo escribió? —preguntó Harper, y señaló las páginas desteñidas.
—Este, precisamente, no lo sé. —Lydia meneó la cabeza—. Pero la maldición original fue diseñada por Horacio, creo, porque Vlad lo sacó de sus casillas, según parece.
—Entonces, ¿aquí dice cómo romper la maldición? —preguntó Harper.
—Bueno, no. —Lydia cerró el libro y se volvió para mirar de frente a Harper, a Gemma y a Marcy—. No hay modo de romper la maldición de los vampiros, salvo matándolos.
—Espera, espera. Acabas de decir que para que la maldición funcione, tiene que estar escrita en algún lado —insistió Harper.
Lydia asintió.
—Correcto.
—Pero entonces ¿por qué los vampiros no se limitan a destruir este libro y asunto resuelto? —preguntó Harper—. Así se acabaría la maldición.
—Bueno, para empezar, todos los vampiros que tuvieran más de cien años se convertirían en polvo si la maldición se levantara de pronto —explicó Lydia—. La maldición extendió su vida natural y, sin ella, todos deberían estar muertos desde hace muchos años.
»Y en segundo lugar, da igual que se destruya este libro, porque hay por lo menos una docena más exactamente iguales que este.
Harper pensó en ello y preguntó:
—¿Qué pasaría si se destruyeran todos los libros?
—Es imposible —dijo Lydia—. Tal vez pudieras destruir la mayoría de ejemplares, pero no el original, pues Horacio escribió la maldición en un libro hecho de un material indestructible. No quería que la maldición desapareciera así como así.
—¿Un material indestructible? —preguntó Gemma—. ¿Como qué? ¿Una tablilla de piedra?
—No. La piedra también se puede destruir. La puedes triturar hasta convertirla en polvo —dijo Lydia—. Sería cualquier cosa a la que él le hubiese otorgado propiedades indestructibles.
—¿Como papel mágico? —preguntó Harper.
Lydia le echó una mirada.
—Si quieres decirlo así, entonces sí, en papel mágico.
—¿Por qué esto no está escrito en papel mágico? —Gemma señaló el libro de vampiros que sostenía Lydia en las manos.
—No hace falta, porque el original está guardado en algún lugar seguro —dijo Lydia—. Cuando se trata de maldiciones más comunes, como las de vampiros y zombis, o hechizos más básicos y muy frecuentes, como convertir a alguien en sapo, etcétera.
—Oh, claro, son la mar de frecuentes —murmuró Harper.
—… están en unos mil grimorios —dijo Lydia—. Y en algún lugar existe un grimorio original en el que todos los hechizos y maldiciones están escritos en «papel mágico». Pero cuanto más específica es la maldición, menos copias hay.
—Y en el caso de algo como las sirenas, ¿cuántas copias crees que habrá? —preguntó Harper.
—¿Considerando que nunca pueden existir más de cuatro sirenas en un momento determinado? —preguntó Lydia—. Supongo que debe de haber una sola copia.
Gemma suspiró.
—Y tú no la tendrás por casualidad, ¿no?
—No, yo no la tengo. Pero apuesto a que sé quién la tiene. —Lydia sonrió alegremente—. ¡Ellas!
—¿Crees que la tienen las sirenas? —preguntó Harper.
—Por supuesto. Según tengo entendido, las sirenas son relativamente difíciles de matar. No iban a querer que las instrucciones sobre cómo destruirlas anduvieran dando vueltas por ahí. Estoy segura de que las tiene la jefa de las sirenas.
—Pero son parcialmente acuáticas —señaló Gemma—. Se desplazan por el agua. ¿Cómo podrían llevar papeles con ellas sin que estos se destruyeran?
—Es papel mágico, ¿recuerdas? —dijo Lydia—. Se le otorgaron propiedades que lo hacen indestructible, lo que significa que no se puede destruir ni con agua, ni con fuego, ni con un holocausto nuclear.
—¿Has visto que Penn tenga algún tipo de libro? —le preguntó Harper a Gemma.
—No, no lo recuerdo. —Gemma frunció el entrecejo—. Cuando me fui a vivir con ellas, Lexi siempre llevaba un bolso grande, pero nunca llegué a ver lo que había dentro.
—Quizá no se trate de un libro —dijo Lydia—. Quiero decir, ¿acaso las sirenas no vienen de Grecia? Estamos hablando de los siglos II o III, ¿no? Creo que lo que buscas es más bien un pergamino, probablemente hecho de papiro.
—Entonces ¿me estás diciendo que tenemos que encontrar un pergamino hecho de papiro mágico, escrito en griego antiguo, que puede o no estar en manos de una sirena sedienta de sangre que no quiere que lo encontremos? —preguntó Harper con frialdad.
—Yo no he dicho nada de que estén sedientas de sangre… ¿Lo están? —Al parecer, por alguna razón, eso entusiasmó a Lydia—. ¡Guau! Eso sí que es raro. Siempre pensé que las sirenas serían agradables.
—No lo son en absoluto —dijo Harper.
—Aunque lo encontráramos, tal vez no habría manera de romper la maldición —señaló Gemma—. Como sucede con la maldición del vampiro, quizá no haya ninguna salida, salvo la muerte.
—Correcto. Es una posibilidad —dijo Lydia.
—¿Qué pasaría si destruyéramos el pergamino? ¿Eso anularía la maldición? —preguntó Harper.
—En teoría, sí —dijo Lydia con cautela—. Pero no creo que puedas.
—Puedo intentarlo —insistió Harper.
—Sí, puedes intentarlo —accedió Lydia un tanto a regañadientes—. Pero ya lo ha intentado mucha gente a lo largo de los últimos años, bueno, desde el principio de los tiempos, de hecho. Y casi nadie lo ha conseguido.
—¿Casi? —preguntó Harper—. ¿Me estás diciendo que alguien ha podido?
—Siempre hay excepciones a la regla —dijo Lydia—. Pero no tengo ni idea de cómo lo hicieron, ni de cómo puedes hacerlo tú.
—¿Nos puedes decir alguna otra cosa sobre las sirenas? —preguntó Gemma.
—Ahora mismo, no. Pero mantendré los ojos abiertos por si aparece algo —dijo Lydia.
—Gracias, Lydia —dijo Marcy—. Nos has ayudado mucho.
—Sí, muchas gracias. —Harper le sonrió agradecida—. Apreciamos mucho tu ayuda.
—No hay problema. —Sonrió—. Volved cuando queráis. Cualquiera de vosotras.
—Gracias —dijo Gemma, pero sonaba mucho más desanimada que antes de llegar.
—Ah…, estooo…, Marcy —dijo Lydia mientras las acompañaba hasta la puerta—. Si tu tío saca más fotos del monstruo del lago Ness, asegúrate de mandármelas.
—Lo haré —prometió Marcy, y después salió.
Después de haber permanecido largo rato en la oscuridad de la tienda, la luz del sol parecía demasiado brillante. El calor también les chocaba un poco. Harper ni siquiera se había dado cuenta del frío que hacía dentro de la librería hasta que sintió el calor de la calle.
—¿De qué conoces a Lydia? —le preguntó Harper a Marcy.
Marcy se encogió de hombros.
—Conozco a mucha gente.
Una vez que estuvieron en el coche, Harper dejó escapar un largo suspiro. No estaba del todo segura de cómo se sentía después de esa visita, pero al menos tenían un rumbo que seguir. Estaban buscando algo concreto. Podían encontrarlo. Podrían acabar con la maldición. Por primera vez en mucho tiempo, la posibilidad de acabar con todo ese asunto de las sirenas les parecía real.
—Ha ido bastante bien, ¿no? —dijo Harper.
—Supongo —dijo Gemma desde el asiento trasero, pero sonó terriblemente apesadumbrada.
—¿Pasa algo? —Harper se volvió para mirarla.
—No, todo va bien. La canción del mar me está agotando —dijo Gemma, pero se limitó a mirar distraída por la ventanilla.