8
Zambullida desde el acantilado
Después de haberlo tenido unas cuantas semanas aparcado delante de casa, Brian había logrado por fin que el Chevy destartalado de Gemma funcionara de nuevo. Se había negado a ponerse a trabajar en él mientras Gemma siguiera castigada, para que no cediera a la tentación de usarlo.
Lo recuperó justo a tiempo para la visita de los sábados a su madre. Como se acercaba el comienzo de las clases en la universidad, Harper estaba haciendo todos los turnos que podía en la biblioteca. Por lo general tenía libres los sábados, pero con Edie de vuelta, Marcy había estado más que feliz de cederle sus horas.
Harper había empezado a dejar caer que no iría a la universidad, pues consideraba demasiado peligroso dejar a Gemma en un momento como ese, pero Gemma no quería ni oír hablar del asunto. Desde que tenía memoria había oído a Harper hablar de que iría a la universidad para estudiar medicina.
Tal vez no fuera desde que tenía memoria, pero sí a raíz del accidente de su madre. Harper habló mucho con el neurocirujano mientras Nathalie estaba en el hospital, y desde entonces le interesaba esa especialidad.
Todo el mundo le había dicho que estudiar medicina demandaba mucho trabajo y dedicación, y que aunque trabajara duro y completara los estudios, eso no le garantizaba el éxito. Pero todo eso sólo había servido para que se esforzara el doble.
Gemma había perdido la cuenta de todas las noches que se había levantado para ir al baño y había visto a Harper despierta, estudiando para un examen o haciendo los deberes. Trabajaba a media jornada desde los quince años, además de ir a la escuela y de ocuparse del funcionamiento de la casa.
Gemma sabía cuánto deseaba su hermana estudiar una carrera, y se negaba a ser un obstáculo. Si Harper no iba a la universidad ese año, perdería la beca y su plaza en el curso de ingreso a Medicina. Echaría por tierra su futuro.
Después de todas las cosas a las que Harper había renunciado por su familia, Gemma no iba a permitir que renunciara a nada más.
Mientras recorría el trayecto de veinte minutos hasta Briar Ridge, Gemma trató de pensar en posibles argumentos para convencer a Harper de que fuera a la universidad. No le valdría emplear ningún razonamiento lógico, atrapadas como estaban en una situación totalmente ilógica.
Le habría gustado poder pedirle a Nathalie su consejo maternal, pero sería difícil sonsacarle ninguno. Encontró a su madre de buen humor, charlando sobre todo tipo de cosas, pero no se le ocurrió cómo sacar el tema.
Gemma había intentado hablarle de la obra teatral en la que estaba trabajando, porque sabía que Nathalie también había actuado en alguna obra cuando era joven. Por eso se había implicado en la restauración del teatro Paramount. Nathalie quería tener un lugar digno donde actuar.
Pero ese día no podía concentrarse. No importaba qué le preguntara o le dijera Gemma, la conversación siempre se desviaba en extrañas direcciones. Su nueva obsesión era una grapadora que se había procurado, aunque su falta de coordinación manual representaba un problema para usarla correctamente.
De alguna manera, Gemma se las arregló para escapar de su visita sin ninguna joya nueva pegada a la ropa. Ver a su madre siempre era un tanto agotador, y eso no hacía más que exacerbar la canción del mar.
Cuando pasaba un tiempo sin nadar o se alejaba demasiado de las sirenas, el océano la llamaba. Era como una música que sonara en su mente; pero cuanto más fuerte se volvía, más insoportable e incluso dolorosa podía tornarse. La canción del mar le había producido horribles migrañas cuando acababa de convertirse en sirena y se negaba a nadar.
El aire acondicionado del coche no funcionaba, de modo que el aire caliente de agosto entraba por las ventanillas. La canción del mar había alcanzado un nivel irritante. Sin mencionar que el hambre estaba empezando a carcomerla. Necesitaba tener una cita pronto. El contacto físico le ayudaba a mantenerlo a raya antes de que las cosas se descontrolaran por completo y terminara haciéndole daño a alguien, como ya había sucedido.
Pero como no había hecho planes con Kirby, tendría que conformarse con ir a nadar. Eso le ayudaría a desahogarse un poco, calmar la canción del mar, e incluso frenar un poco el hambre.
Justo antes de llegar a Capri, se desvió de la carretera principal y fue por el camino sinuoso que llevaba hasta la cima del acantilado. Gemma no disfrutaba especialmente de la compañía de las sirenas, pero a veces tenía que hacer cosas con ellas. No sólo para acallar la canción del mar, sino también para mantener la paz.
Tenía que representar el papel de integrante sumisa de la pequeña camarilla de Penn, al menos de vez en cuando, para que esta no cediera a la tentación de romper su promesa de quedarse en Capri y no matar a nadie, incluida Gemma.
Además, Gemma quería controlar a las sirenas. Sabía que estaban tratando de descubrir si en el pueblo pasaba algo sobrenatural, además de ellas mismas, pero no tenía la certeza de que, si lo encontraban, fueran a contárselo.
Cuando se detuvo frente a su casa, no vio el coche de Penn. Tal vez no estuviera allí. Gemma salió del coche y tocó el timbre.
Thea abrió la puerta justo cuando estaba a punto de irse, convencida de que no había nadie. Tenía el cabello rojo echado hacia atrás. Era la primera vez que Gemma la veía con el pelo recogido.
—Eh, Gemma. —Thea se apoyó en el marco de la puerta—. ¿Qué te trae hasta aquí arriba? —Señaló con la cabeza el coche de Gemma—. Además de ese cacharro, digo. ¿Cómo has podido llegar a la cima de la colina con eso?
—Mi padre acaba de arreglarlo, y va bastante bien —dijo Gemma, saliendo en defensa de su viejo Chevy destartalado—. Se me ocurrió venir por si te apetecía nadar un rato conmigo.
—Claro que sí. —Thea se encogió de hombros—. Me he quedado sola, y estaba estudiando mi papel en la obra. Pero puedo tomarme un descanso.
Thea se alejó de la puerta y Gemma entró detrás de ella. Penn se había quejado de lo feas que eran las casas de Capri, pero a Gemma le pareció bastante lujosa. La planta baja era un espacio abierto, y el primer piso era una buhardilla. Las únicas paredes que había en la planta principal eran las que rodeaban el baño, la despensa de la cocina y la chimenea.
La casa estaba situada justo al borde del acantilado, no muy lejos de donde Gemma y Álex habían ido en cierta ocasión a charlar y a besarse. Desde la sala se veía casi toda la bahía, incluso la isla de Bernie y gran parte de Capri. Estaba orientada al sur pero, al salir al acantilado, casi se alcanzaba a ver todo el paisaje hasta el río Aqueloo, que quedaba unos pocos kilómetros al norte de la bahía.
—La verdad es que tiene una vista preciosa. —Thea suspiró y se detuvo junto a Gemma, quien había deambulado hasta la parte trasera de la casa para contemplarlo todo—. Voy a echarla de menos cuando nos vayamos.
—¿De veras? —preguntó Gemma, y la observó. Thea pareció extrañamente nostálgica por un momento, pero trató de ocultarlo.
—Quizá «echarla de menos» sea una expresión demasiado tajante —dijo Thea mientras se alejaba de ella—. Voy arriba a ponerme el traje de baño.
—¿Pero vas a echar de menos esto? —Gemma se volvió para mirar a Thea, quien subía la escalera a la buhardilla donde estaban los dormitorios—. ¿Un lugar tan mortecino como Capri?
—Creía que te gustaba —dijo Thea. Había desaparecido de su vista, supuestamente para ponerse el traje de baño, y su voz le llegó lejana—. Siempre estás pidiendo quedarte aquí.
—Pero mi caso es diferente. Mis amigos y mi familia están aquí —dijo Gemma—. Pero tú has viajado por todo el mundo y has conocido todo tipo de lugares exóticos. No creo que este figure entre tus diez lugares favoritos, ni siquiera entre los cincuenta.
—No he estado en tantos lugares como piensas —dijo Thea—. Nunca podemos estar muy lejos del océano, así que todos los sitios adonde vamos tienen que ser pueblos costeros. ¿Playas? He visto cientos de ellas. En mi caso, lo exótico sería una pradera abierta, la tierra que se extiende sin límites y sin nada de agua a la vista.
Gemma se sentó en el brazo de un sofá mientras esperaba. Seguía mirando para arriba, a la buhardilla, aunque no hubiera nada que ver.
—Pero de todos modos habrá lugares más hermosos que este —dijo Gemma.
—Claro que los hay. —La voz de Thea se apagó por un segundo; pero cuando habló de nuevo era clara—. La costa de Australia es, quizá, mi preferida. Allí tienen los arrecifes más maravillosos del mundo. He nadado allí miles de veces, y siempre está cambiando, siempre es hermosa.
—Me encantaría verla —dijo Gemma.
—Tal vez lo hagas. —Thea apareció en el extremo de la escalera. Llevaba un biquini marrón oscuro—. Pero el océano es el océano, dondequiera que vayas. El agua es igual aquí que en cualquier otro lado.
—Entonces, ¿por qué echarías de menos este lugar? —preguntó Gemma—. ¿Qué tiene Capri de especial?
Thea respiró hondo y bajó la escalera mucho más despacio de lo que la había subido. Cuando llegó abajo, respondió por fin.
—No es el lugar más hermoso ni el más divertido en el que he estado, cierto —dijo Thea—. Pero Penn cree que aquí debe de haber algún tipo de atracción sobrenatural. Yo no sé si creérmelo.
—Para empezar, ¿por qué vinisteis aquí? —preguntó Gemma, dándose cuenta de que las sirenas nunca le habían contado cómo habían acabado en el pueblo.
Thea meneó la cabeza y no quiso mirarla a los ojos. Titubeó antes de hablar, casi como si estuviera ocultando algo.
—Era sólo una parada en la costa. Nunca planeamos quedarnos tanto tiempo.
—Pero os quedasteis —dijo Gemma—. Y queréis quedaros más tiempo. ¿No es así?
—Ay, no lo sé. —Thea se alejó y salió por la puerta trasera, así que Gemma se levantó para seguirla.
Cuando salió, Thea estaba de pie justo al borde del acantilado, con los dedos de los pies casi en el aire. La bahía de Antemusa se extendía delante de ellas. Había barcos flotando en el agua, que parecían muy pequeños a la distancia.
—Todos los lugares se confunden a la larga —dijo Thea por fin—. Hasta la belleza del océano, a la larga se vuelve… redundante. No es tanto «aquí» como «ahora» donde quiero quedarme.
—¿Qué es tan genial «ahora»? —preguntó Gemma.
—Tal vez no lo creas, porque toda tu vida está patas arriba en estos momentos, pero, en mi caso, hacía mucho tiempo que las cosas no estaban tan tranquilas. Penn está más calmada. Lexi no está contenta, pero eso me importa menos. Las quejas y lloriqueos de Lexi no tienen nada que ver con Penn.
Gemma asintió en señal de que la comprendía.
—Cuando Penn es infeliz, hace infeliz a todo el mundo. Convierte la vida en un infierno viviente.
—Entonces, ¿aquí es feliz? —preguntó Gemma.
Thea se encogió de hombros.
—Está preocupada y, a veces, eso es lo más cercano a la felicidad a lo que ella puede llegar.
—¿Estás hablando de Daniel? —Gemma no sabía si desarrollar el asunto, pero decidió que debía preguntárselo a Thea. Eso no significaba que Penn no fuera a enterarse, claro—. He hablado con Harper esta mañana, y cree saber por qué es inmune a vuestros cantos.
Thea giró la cabeza de pronto.
—¿De verdad?
—Sí. Harper estuvo ayer con Daniel, y cuando ella le susurró algo al oído no la oyó —dijo Gemma, contándole la historia a Thea casi a regañadientes—. Hace cinco años tuvo un accidente que le dañó el sistema auditivo. No es sordo, pero ciertas octavas y algunos tonos están fuera de su alcance.
—Entonces es sordo a lo que sea que produce el encantamiento de la canción de las sirenas —dijo Thea. Suspiró y se desató la coleta, de modo que los rizos rojos le cayeron sueltos sobre los hombros.
—¿Se lo vas a contar a Penn? —preguntó Gemma.
Thea la miró durante un buen rato.
—Debería… pero no lo voy a hacer. Y te aconsejo que hagas lo mismo. Si no descubre ese misterio, quizá siga interesada en quedarse en el pueblo. —Le echó a Gemma una mirada cómplice—. Eso podría mantenerte más tiempo con vida.
—Me dijo que había encontrado una sustituta. —Era la primera vez que Gemma lo decía en voz alta, y la constatación de aquel hecho la golpeó más fuerte de lo que habría creído posible.
No le había contado nada a Harper. Se negaba a hacerlo. Su hermana ya sabía demasiado, y estaba demasiado implicada en el drama en que se había convertido su vida. Gemma pensó que la mejor manera de protegerla era escatimarle información. Cuanto menos supiera Harper, mejor para ella.
Pero eso no cambiaba el hecho de que la verdadera amenaza de muerte para Gemma se iba a producir en un futuro no muy lejano, y no podía pensar en ello sin sentir náuseas.
—Estoy tratando de retrasar sus planes, Gemma —dijo Thea—. Penn cree que ha encontrado a la chica adecuada, pero está siendo muy precavida. Todavía hay algo de tiempo, pero no mucho.
—¿Y no podrías decirme cómo romper el hechizo? —preguntó Gemma, casi suplicándole.
—Gemma, a decir verdad, ¿no crees que si yo supiera cómo romper el hechizo, a estas alturas ya lo habría hecho? —preguntó Thea—. De verdad que desearía ofrecerte alguna solución más satisfactoria. Ojalá tuviera una varita mágica para hacer que todo fuera fácil y maravilloso, pero no la tengo. Estoy atrapada en el mismo lío que tú.
—Ya lo sé, pero… —Gemma fue apagando la voz y se pasó la mano por el cabello—. Es que ya no sé qué más hacer.
—Disfruta de esta vida mientras dure —se limitó a decir Thea.
Thea se quitó la parte de abajo de su biquini y la tiró hacia atrás, por el acantilado. Después, se zambulló de cabeza desde el borde, hacia las olas que rompían debajo de ella.
Era evidente que la conversación había terminado, así que Gemma hizo lo mismo. Se quitó las sandalias y la ropa, de modo que se quedó en traje de baño. A diferencia de Thea, que saltó directamente desde el borde, Gemma prefirió tomar carrerilla. Volvió hasta la cabaña, después corrió hasta el borde y se tiró de un salto.
La caída hasta abajo, al océano, fue excitante. El ruido del viento que le daba en la cara era tan intenso que no podía oír ninguna otra cosa. El cabello le golpeaba alrededor, y el estómago se le revolvió varias veces antes de llegar al agua con un chapuzón.
Los primeros instantes después de golpear contra el agua fueron dolorosos. No fue tan malo para Gemma como para Thea, porque ella había evitado todas las rocas que bordeaban la cara del acantilado. Thea tenía que haberse golpeado contra algunas, pero para cuando Gemma llegó al océano, ya no le quedaba ningún rastro de magulladuras. Sólo era una hermosa sirena que revoloteaba por el agua.
Pocos segundos después de sumergirse, Gemma sintió que el cambio empezaba a producirse. El cosquilleo en la piel cuando la carne se convertía en escamas iridiscentes. El agua que le corría por el cuerpo y que hacía que sintiera electricidad en la piel. Cada ola, cada salpicadura y cada movimiento repercutían en ella.
Si bien Thea había estado esperando a que Gemma se uniera a ella en el agua, una vez la vio, dio la vuelta y la adelantó. Gemma la siguió a toda velocidad. Salieron de la bahía, alejándose de donde hubiera gente que pudiera vislumbrarlas, y después empezaron a nadar en serio.
Se movían juntas, desplazándose una alrededor de la otra casi como si estuviesen bailando. Se sumergían muy profundamente, y después volvían a toda velocidad a la superficie, tan rápido como podían para poder saltar y volar por el aire antes de volver a zambullirse en el océano.
En esos momentos, cuando se le estremecía todo el cuerpo y le invadía una alegría tan inmensa como una ola, Gemma no sentía ningún tipo de ansiedad, ni de temor. A decir verdad, se volvía incapaz de preocuparse. Lo único que sentía —lo único que importaba— era el océano.