6
Polvo de hadas
Tan pronto se acercaron a la isla de Bernie, una intensa nostalgia inundó a Harper. Le asustaba la perspectiva de haber perdido el amor que sentía por uno de sus lugares favoritos tras todo lo presenciado allí, pero ahora notaba que lo estaba recuperando.
El hecho de que Daniel se hubiera mudado a la isla le había ayudado a olvidar la noche en que habían encontrado a Bernie McAllister eviscerado entre los árboles. Había logrado arrinconar esa imagen en lo más profundo de su interior y enterrarla debajo de todos los recuerdos felices de la infancia que había vivido allí con Bernie y con su hermana.
Mientras se acercaban al muelle, oculto entre los árboles que crecían en el agua, Harper respiró hondo. Casi toda la isla estaba cubierta de vegetación, y los cipreses y los pinos sobresalían muy por encima de ellos.
En lugar de llevar La gaviota sucia al cobertizo, Daniel la amarró al muelle. Iba a tener que llevar a Harper a su casa unas horas después, y así sería más fácil.
Él se bajó primero y le tendió la mano a Harper para ayudarla.
—¿Ves eso? —Daniel le soltó la mano para señalar el muelle.
—¿El qué? —Harper miró para abajo, a las tablas grises y combadas bajo sus pies—. ¿Hace falta cambiar las tablas?
—No. Bueno, sí, es probable, pero no me refería a eso —dijo Daniel—. Quiero decir, ¿ves dónde están tus pies? En este momento estás sobre la isla.
—Técnicamente estoy en el muelle, y no forma parte de la isla —bromeó Harper.
Él suspiró.
—Está lo suficientemente cerca. ¿Y te acuerdas de nuestro trato?
—Me acuerdo. —Ella levantó la vista y le sonrió—. Una vez que estemos en la isla, no se habla de sirenas ni de Gemma. Esta noche estaremos sólo nosotros dos, sin ninguna distracción.
Desde que se mudara a la isla, Daniel había aceptado más trabajos para cubrir el coste del alquiler, y Harper había hecho horas extra en la biblioteca porque necesitaba ahorrar para la universidad. Y cuando por fin conseguían un poco de tiempo libre en el mismo horario les surgía algún problema relacionado con Gemma o con Brian o con las sirenas. Prácticamente no habían estado ni un momento a solas durante el último mes.
Así que a Daniel se le había ocurrido un plan para que los dos se olvidaran del mundo por un rato o, al menos, hasta donde Harper pudiera olvidarse. Si se tenía en cuenta todo lo que le estaba pasando a su hermana, era imposible que llegara a desconectar de verdad.
—Pero me reservo el derecho de dejar mi teléfono encendido y aceptar las llamadas entrantes, o hacer alguna si lo creo necesario —dijo Harper.
—Venga, te lo permito. Pero sólo en caso de emergencia.
—Me parece bien.
—Bueno, vamos. —Daniel dio un paso atrás pero le tendió la mano—. Es viernes por la noche. Disfrutémoslo.
Ella rio y dejó que le tomara la mano. De algún modo, la piel áspera de él tenía un tacto perfecto contra la de ella. Caminaron por el sendero angosto hasta la cabaña. Las hiedras amenazaban con cubrir la erosionada pista de tierra.
Los árboles eran tan altos y gruesos que el sol apenas se colaba por pequeños huecos. Cuando soplaba una brisa marina entre las hojas, el sol parecía bailar en el suelo. La calma, el extraño silencio y lo apartado de la isla le otorgaban un maravilloso aire mágico.
Era muy fácil imaginarse hadas o duendes del bosque revoloteando entre los árboles. Cuando era niña, Harper se lo había imaginado muchas veces. Bernie siempre había alimentado esas fantasías, y les había contado a ella y a Gemma todo tipo de historias llenas de ilusión y misterio.
Una vez, Gemma había encontrado el ala azul de una mariposa. Harper no tenía ni idea de lo que le pudiera haber pasado al resto del insecto, aunque estaba segura de que Gemma no le había hecho daño. La había llevado para enseñársela a Bernie, y él se había agachado y había examinado el ala con cuidadosa precisión.
—Sabes lo que es esto, ¿verdad? —le preguntó Bernie con su cálido acento de barrio obrero londinense, y se levantó el ala del sombrero.
—No. ¿Qué es? —preguntó Gemma. No podía tener más de seis años en ese momento, así que debió de ser durante alguna de las ocasiones en que Bernie las estaba cuidando antes de que su madre sufriese el accidente.
Harper estaba de pie detrás de su hermana, mirando por detrás de Gemma cómo Bernie se lo explicaba. Estaban detrás de la cabaña, junto al rosal que había plantado la esposa de Bernie. Él se había negado a recortarlo o a podarlo, así que había crecido hasta convertirse en el rosal más grande que Harper hubiera visto jamás.
Las flores eran enormes y de un púrpura brillante. Cada una de ellas era casi el doble de grande que su puño. Desprendían un perfume muy intenso. Cuando la brisa soplaba entre sus ramas en verano, el dulce perfume de las rosas se imponía a todo lo demás: el aroma de los pinos, el mar e incluso la hiedra.
—Esta es el ala de una hada —dijo Bernie mientras examinaba el ala azul, haciéndola girar con cuidado frente a su rostro—. Y, a juzgar por su apariencia, yo diría que es de una hada azul. Vuelan encima de las flores que están a punto de abrirse, esparcen su polen encima de ellas y de ese modo las hacen florecer.
—Las hadas no existen —dijo Harper. Incluso por aquel entonces, ya era demasiado mayor como para creerse las historias de Bernie.
—Pues claro que existen —dijo Bernie, haciéndose el ofendido—. Cuando mi esposa vivía, Dios bendiga su alma, ella veía hadas a todas horas. Por eso su rosal siempre tiene las flores más grandes y brillantes. Las hadas se lo están cuidando.
Harper no quiso contradecirlo, más que nada porque sabía que él sólo estaba tratando de divertir a Gemma. Pero también se debía a que, por más que ella supiera la verdad, también le creía, o al menos quería hacerlo.
—Gemma sabe que digo la verdad —dijo Bernie y le devolvió el ala a Gemma—. Es probable que ella haya visto a las hadas, ¿no?
—Eso creo. —Ella sostuvo la frágil ala con cuidado y la observó—. ¿Las hay de otros colores, además de azul?
—Las hay de todos los colores que puedas imaginar —dijo Bernie.
—Entonces sí, he visto una.
Gemma sonó más segura, y asintió vigorosamente con la cabeza.
—La próxima vez tienes que enseñarle una a tu hermana, ¿lo harás?
Levantó la vista hacia Harper y le guiñó el ojo.
—Eh, ¿dónde te habías metido? —preguntó Daniel, y la trajo otra vez al presente.
Habían llegado a la cabaña, que tenía el mismo aspecto que la última vez que la viera. La estructura tenía más de cincuenta años y aunque Bernie la mantuvo lo mejor que pudo, en los últimos años se había empezado a notar lo vieja que era.
Evidentemente, Daniel la había limpiado un poco, había sustituido las ventanas dañadas de la fachada y una viga que estaba podrida. Dejó la hiedra florecida que crecía sobre el lado más alejado de la cabaña, con pequeñas flores púrpuras y azules, pero la podó en las ventanas y en el techo.
—Perdona. —Le sonrió a Daniel—. Sólo estaba pensando.
—¿Sobre qué?
—Bernie decía que aquí fuera vivían hadas —dijo Harper, y se volvió para inspeccionar el viento que soplaba entre los árboles. Por la forma en que las sombras y la luz jugaban juntos, así como los pájaros y las mariposas que revoloteaban entre los árboles, era fácil imaginar que las podrían ver aparecer en cualquier momento.
—¿Tú le creías? —preguntó Daniel, mirándola contemplar los árboles.
—No. No, entonces. —Meneó la cabeza—. Al principio, sí, pero después crecí y dejé de jugar a imaginarme cosas. —Harper miró otra vez a Daniel—. Pero ahora me pregunto si es posible que existan.
—¿Qué te hace creer en ellas ahora? ¿Has visto alguna volando por ahí? —Miró hacia arriba, escudriñando el cielo por si había rastro de alguna.
—No. —Ella sonrió, pero fue una sonrisa llena de pena y se disipó rápido—. Todo lo que nos ha pasado últimamente me ha hecho darme cuenta de que tiene que haber más cosas de las que se ven a simple vista. Seguro que hay muchas criaturas de las que ni siquiera sabemos…
—Lo sé —accedió él, y se acercó a ella—. ¿No es maravilloso?
—¿Qué tiene de maravilloso? Yo creo que da miedo.
—No le ves el lado más hermoso a todo esto —dijo Daniel—. El mundo está lleno de magia, mucha más de lo que yo creía posible. Sólo alcanzamos a ver la punta del iceberg. Duendes, gnomos, e incluso unicornios y dragones. ¿Quién sabe qué más habrá por ahí?
—Te limitas a mencionar las partes más bonitas de los cuentos de hadas —dijo Harper, alzando la vista hacia él. Estaba tan cerca de ella que casi se tocaban. Si ella respiraba hondo, su pecho presionaría contra el de él—. ¿Qué me dices de los monstruos?
—Los dragones no pertenecen a las partes más bonitas de los cuentos —le replicó Daniel, y ella torció la boca en una media sonrisa—. Pero no necesitas preocuparte por los monstruos. Yo te protegeré.
Llegó una brisa, que llevaba consigo el aroma dulce de las rosas. A Harper se le soltó un rizo del cabello y se le posó en la cara. Daniel se lo retiró, pero dejó la mano en su mejilla por un momento, mientras ella contemplaba sus ojos color avellana. La manera en que la miraba le hizo sentir un calor que se le arremolinaba en el estómago.
Ella esperaba que él la besara. En cambio, dejó caer la mano y dio un paso atrás.
—¿Estás lista para entrar y ver cómo he dejado la casa? —le preguntó Daniel, y empezó a dirigirse hacia la puerta de la cabaña.
—¿Qué has hecho? —preguntó Harper, inclinando la cabeza.
Él sonrió.
—Ven y lo verás.