5
Distracciones
Penn se sentó en el Cadillac modelo 77 de color rojo cereza que estaba del otro lado de la calle, frente al teatro Paramount, a esperar a su hermana. Había dejado la capota bajada, con la esperanza de que corriera alguna brisa, pero no sirvió de mucho para combatir el calor. El sol empezaba a ponerse, y refrescaba muy lentamente.
No se aburriría tanto si al menos supiera cómo usar su iPhone. Se suponía que había un juego muy adictivo protagonizado por unos pájaros muy enfadados, pero con lo que le costaba ingeniárselas para usar mínimamente ese maldito aparato, sólo le faltaba ponerse a averiguar cómo arrojarles aves de corral a unos cerdos.
Dominaba el idioma, la jerga, la moda, e incluso los papeles cambiantes de las mujeres en la sociedad. Pero la tecnología seguía resultándole incomprensible. Conducir un coche y cambiar de canal eran lo máximo a lo que podía llegar.
Aquello se debía, en parte, a que todo cambiaba muy rápido. No hacía tanto tiempo, los ordenadores eran del tamaño de una habitación, y ahora le cabían en la palma de la mano. Si se comparaba con lo que llevaba de vida, parecía un abrir y cerrar de ojos.
El resto se debía, sencillamente, a que no le interesaba aprender. Desde que se había convertido en un ser que podía hechizar a los demás para que hicieran lo que ella quisiera, se había rodeado de sirvientes. Como mortal, ella misma había sido sirvienta, pues había trabajado como sierva de aquella diosa malcriada, Perséfone. Se había pasado todo ese tiempo jurándose a sí misma que nunca volvería a tolerar algo así.
Por eso se había pasado casi toda la vida buscando a otros para que hicieran todas las cosas que ella no quería hacer. En los viejos tiempos, eso significaba, literalmente, tener gente a su disposición que la vistiera y le lavara el cabello, pero ahora sólo le hacían la limpieza y abrían la puerta. Para ella, atender una llamada telefónica seguía siendo una tarea propia de la servidumbre.
Ahora todo era tan práctico que carecía de sentido esperar que alguien te preparase el baño cuando te bastaba con abrir un grifo para que saliera el agua. Le resultaba más rápido y fácil hacerlo ella misma.
Salvo cuando se trataba de los malditos teléfonos y ordenadores, y cosas de ese tipo. El término «tableta» no hacía sino confundirla e irritarla más. La humanidad había necesitado un montón de tiempo para dejar de escribir en aquellas voluminosas tablas, y resulta que años después volvían a escribir en tablas parecidas cuando todavía podían usar lápiz y papel.
Por suerte, Lexi estaba mucho mejor predispuesta hacia la tecnología. Eso era lo mejor de tenerla cerca. Parecía una imbécil, y la mayor parte del tiempo lo era, pero también era capaz de renovar la instalación eléctrica de la casa si era necesario.
Ella era la que le había comprado el iPhone a Penn. Aunque tal vez sería más apropiado decir que lo había «conseguido», ya que ninguna de las sirenas había ganado dinero ni un solo día de sus vidas sobrenaturales. Recurrían a los encantamientos, o directamente a la estafa, y de ese modo conseguían todo lo que querían.
A esas alturas, Penn había llegado a la conclusión de que sería más divertido arrojar el teléfono contra la pared que perder un segundo más tratando de encontrar ese ridículo juego de los pajaritos enfadados. Estaba a punto de hacerlo cuando oyó risas al otro lado de la calle y espió por encima de las gafas para ver salir a la gente del teatro.
Gemma salió caminando con un chico que participaba en la obra. Era muy mono, sin salirse de lo ordinario, pero Gemma tal vez creyera que era el chico de sus sueños, y eso a Penn le daba arcadas.
La única persona relacionada con la obra con quien siquiera pensaría en acostarse era el director, pero ella siempre había sentido cierto recelo hacia los hombres que ocupaban posiciones de poder, por pequeño que este fuera.
Penn observó al director. Por un momento le distrajo el hoyuelo que se le formaba en la mejilla cuando sonreía, pero luego se entretuvo con otras cosas. Cuando volvió a mirar, todo el mundo se había ido, incluso Gemma, cuyo paradero ignoraba. Era probable que sólo hubiera vuelto a su sucia casita con la sosaina de su hermana.
Justo cuando ya se estaba resignando a no verlo, Daniel apareció por la puerta trasera del teatro.
—¿Buscabas a alguien? —le preguntó Thea mientras se subía al coche.
—No —mintió Penn—. ¿Qué estabais haciendo ahí dentro? El ensayo se ha hecho eterno.
—Hemos terminado puntuales —dijo Thea—. Te dije que estaríamos hasta las ocho.
—Como si me acordara de todo lo que dices. —Penn arrojó el móvil al asiento trasero y puso el coche en marcha.
Daniel miró en ambos sentidos antes de cruzar la calle, a unos coches de distancia de donde había aparcado Penn. Cuando pasó caminando más cerca de su coche, Penn le gritó:
—¡Eh, Daniel!
—Penn. —Esbozó una sonrisa y pareció genuinamente sorprendido de verla. Se detuvo y se acercó más al coche—. Qué cacharro tan bonito.
—Gracias. —Ella se levantó las gafas para que él percibiera todo el efecto que causaban sus ojos oscuros—. ¿Quieres que te lleve?
—Me parece que no hay mucho sitio —dijo él, refiriéndose al diminuto asiento de atrás.
Apoyó ambas manos en la puerta y se inclinó, pero manteniendo las distancias. Tenía los primeros botones de la camisa desabrochados, de modo que ella alcanzaba a verle el escaso vello del pecho, y eso la sedujo más que ningún otro cuerpo desnudo que hubiera visto antes.
—Puedes sentarte en mi regazo —le ofreció Penn.
—Supongo que eso intentaba sonar erótico, pero no creo que lo fuera a la hora de conducir, ni tampoco prudente —dijo Daniel—. Así que gracias, pero paso.
—Podría sentarme yo sobre el tuyo —dijo Penn, ensayando su sonrisa más seductora.
Él bajó la cabeza y miró hacia otro lado con una risa sombría. Por un segundo, Penn pensó que iba a decir que sí, que por fin había aceptado uno de sus ofrecimientos; pero, cuando levantó la vista, vio el rechazo en sus ojos.
—Prefiero caminar —se limitó a decir, y se incorporó.
—Ya nos veremos por ahí, entonces —dijo Penn mientras él se alejaba del coche.
—No me cabe la menor duda de eso —dijo Daniel, y dio media vuelta.
—Podrías ser un poco más sutil cuando acosas a Daniel —dijo Thea mientras Penn lo veía alejarse. Penn la fulminó con la mirada.
—No estoy acosando a nadie, así que cierra la boca —dijo Penn y puso el coche en marcha.
Penn condujo por Capri sin apenas hacer caso a las señales de tráfico ni a los semáforos. Ella vivía con arreglo a la teoría de que la gente se haría a un lado para dejarle paso, y a menudo lo hacían. A veces le pitaban o le gritaban pero ella se limitaba a volverse y a sonreírles. Esa era su solución para la mayoría de los problemas.
—Vamos, Penn —dijo Thea mirándola directamente a los ojos—. Todo esto es por Daniel.
—¿Qué? —Penn rio, pero de un modo forzado—. Eso es una estupidez.
—Penn, no finjas conmigo, que nos conocemos. —El viento soplaba en la cabellera roja de Thea cuando se volvió hacia ella—. Puede que yo sea la única persona en todo el mundo que te conozca de verdad. Estás obsesionada con ese tipo.
—¡Eso no es cierto! —insistió Penn. Después gruñó y meneó la cabeza—. No es una obsesión. Lo que pasa es que… no lo entiendo.
—Tal vez no haya nada que entender.
Penn se detuvo en un semáforo de las afueras del pueblo, y estuvo largo rato pensando en ello. Un coche paró detrás del suyo y al ver que no arrancaba tocó la bocina, pero ella no le prestó la mínima atención.
—Sí, aquí pasa algo raro —dijo por fin y dobló la esquina, iniciando el ascenso del cerro que llevaba hasta la cima del acantilado—. ¿Crees que podría ser pariente de Bastian?
—¿Bastian? —preguntó Thea en un tono extraño, como si le faltara el aliento.
—Sí, Bastian, u Orfeo. O comoquiera que se llame ahora. La última vez que lo vi era Bastian.
—Eso fue… —Thea tragó saliva—. Eso fue hace trescientos años.
—Exacto —dijo Penn—. Quizá haya tenido hijos o algo así. Debería intentar encontrarlo. —Bajó la voz, casi susurrando para sí misma—. Aunque últimamente no se me da bien encontrar a nadie.
Thea meneó la cabeza.
—No has visto a Bastian ni sabes nada de él desde hace siglos. Y no se puede decir que la última vez que hablaste con él fuera de maravilla.
—Cierto. —Penn se quedó rumiando por un segundo—. Puede que, a estas alturas, ya esté muerto.
—Puede —dijo Thea—. Y estoy segura de que Daniel no es pariente suyo.
—Pero noto algo en él. —Penn redujo la velocidad para tomar las curvas en la pendiente escarpada—. Es… cautivador.
—Yo no lo encuentro tan cautivador.
—Sí, bueno, es probable que eso sea porque eres lesbiana —dijo Penn.
—¿Qué? —Thea se volvió para mirarla de frente, boquiabierta—. Yo no soy lesbiana. ¿De dónde lo has sacado? Y aunque lo fuera, ¿a ti qué te importa?
Penn se encogió de hombros.
—No me importa en absoluto. Es que parece que sólo quieras estar con Gemma. Quiero decir, ¿cuándo fue la última vez que besaste a un chico?
—No necesito andar por ahí liándome con extraños.
—Sí, de alguna manera lo necesitas. Es la esencia de lo que somos. Estás negando tu propia naturaleza.
—Lexi y tú hacéis lo que os da la gana y yo no os lo reprocho.
Penn se burló en voz alta.
—¡Sí, claro! Lo único que haces es sentarte en tu torre de marfil y juzgarnos. Siento que no seamos tan perfectas como tu nueva amiguita del alma.
—Vosotras la elegisteis, Penn. Acuérdate de eso. A Gemma la elegiste tú. Y si no te gusta, la responsable eres tú.
—Ya lo sé —coincidió Penn—. Pero tengo buenas noticias. Creo que he encontrado la solución.
—¿La solución? —preguntó Thea con cautela.
—Sí. Sabes que he estado buscando una sustituta, ¿no? Pues creo que he encontrado una —dijo Penn—. Está en un pueblucho de mala muerte, en Delaware. Creo que se llama Sundham, o algo así. No lo sé. Pero deberías venir a conocerla. Creo que te va a gustar.
—¿Ya te has presentado? —preguntó Thea.
—Sí. Quería estar segura de que habíamos encontrado la chica indicada —dijo Penn—. Todavía no sabe que soy una sirena, pero encajará bien con nosotras. Al menos, lo hará mejor que Gemma.
—¡También dijiste eso de Aggie! —le gritó Thea como respuesta—. Dijiste que Gemma iba a ser mucho mejor que Aggie, y ahora estás dispuesta a matar a Gemma sin darle ni una sola oportunidad.
Penn rio.
—¡Pero si le he dado cientos! Ella ha sido ingrata y desagradable, y prácticamente… odiosa desde que se convirtió.
—Sólo tiene dieciséis años, y todo esto es nuevo para ella —insistió Thea—. Tienes que darle una oportunidad. Es como un cachorrito, y sólo necesita algún tiempo para adaptarse.
—Te dije que en cuanto encontrara a una chica nueva me iba a deshacer de Gemma —dijo Penn—. No sé qué hacemos discutiendo por esto.
—Creí que te llevaría más tiempo, y que eso le daría a Gemma la oportunidad de integrarse mejor —admitió Thea.
Estaban rodeadas de pinos amarillos, y el aire olía a árboles y al océano. Desalentada, Thea contempló las ramas al pasar.
Cuando volvió a hablar, había bajado el tono y su voz ronca sonaba suave.
—Gemma no es tan mala.
—Estás de guasa, ¿no? —Penn rio—. Por su culpa estamos encerradas en este pueblucho de mierda.
—¿De veras? —Thea arqueó las cejas—. ¿Tratas de decirme que estás dejando que la chica nueva te diga lo que tienes que hacer? ¿Esa es tu excusa para quedarte aquí?
—No. No estoy diciendo eso. Me estoy quedando aquí porque yo decidí que sería lo más fácil hasta que le encontrásemos una sustituta a Gemma.
Thea esperó un momento antes de preguntar:
—¿Y qué hay de Daniel?
—¿Qué pasa con Daniel?
—Una vez que encuentres a la sustituta y Gemma quede fuera de juego, ¿nos vamos a ir así como así?
Habían llegado a su casa en la cima del acantilado. Era demasiado rústica para el gusto de Penn, pero era la más hermosa que habían encontrado en Capri. Era una cabaña de troncos, con los techos altos, una lámpara de araña y encimeras de granito.
Penn se detuvo en el camino de entrada y apagó el coche pero se quedó en el interior. Thea tampoco salió, tal vez porque sabía que no le convenía hacerlo si Penn todavía no había dado por terminada la conversación.
—Por supuesto —dijo Penn con firmeza—. Daniel no influye en ninguna de mis decisiones. No es más que un fenómeno extraño de la naturaleza, una curiosidad que me da algo con lo que jugar hasta que podamos irnos de aquí de una vez por todas.
—Tú dirás lo que quieras, Penn, pero recuerda que ya te he visto enamorada.
—¿Te crees que me voy a enamorar de un humano andrajoso como ese? ¡Qué asco! —Penn hizo una mueca—. Mira lo que voy a hacer sólo para demostrarte que estás equivocada. Cuando le haya encontrado una sustituta a Gemma y me haya deshecho de Gemma, haré lo propio con Daniel.
—¿Vas a deshacerte de él? —preguntó Thea.
—Le arrancaré el corazón y me lo comeré delante de ti. Yo no podría hacerle eso a alguien de quien estuviese enamorada.
—No te he pedido que lo hagas. —Thea le había vuelto la espalda a Penn otra vez y contemplaba con la mirada perdida los árboles que rodeaban la cabaña—. Y te sorprendería lo que una es capaz de hacerles a las personas a quienes ama.