3
Alteraciones
—Ya está bien, ¿no? —dijo Marcy cuando Harper empezó a vaciar el buzón de devoluciones de la biblioteca.
—¿Ya está bien el qué? —Harper se volvió hacia ella. Llevaba una pila de novelas de Harry Potter desgastadas por el uso. Pesaban un montón.
—¡De trabajar! —respondió Marcy con firmeza, y Harper puso los ojos en blanco.
—Ya hace semanas que volvió Edie. A estas alturas, ya deberías estar acostumbrada —dijo Harper, pero dejó caer de un golpe la tapa del buzón. Una pequeña pila de libros quedó dentro.
Marcy estaba arrodillada en la silla del escritorio, y tan reclinada hacia delante que prácticamente estaba acostada encima. La intensidad con que sus ojos oscuros la miraban fijamente desde detrás de las gafas era casi la propia de una demente. Vigilaba la puerta de la biblioteca.
—No me acostumbraré en la vida —insistió Marcy.
—Ni siquiera entiendo a qué viene tanto alboroto. —Harper apoyó los libros en el escritorio.
—¡Échate a un lado, anda! —Marcy resopló y le hizo un ademán con la mano: al parecer, Harper le estaba tapando la puerta.
—Sabes que todo eso es vidrio, ¿verdad? —preguntó Harper mientras le señalaba la puerta que se hallaba en el medio de la gran cristalera que constituía la fachada de la biblioteca—. Puedes ver a través de todo eso. No hace falta que tengas la mirada clavada en la puerta como si tuvieras visión de rayos X.
—Pffff —protestó Marcy.
De todos modos, Harper se hizo a un lado, ya que era más fácil hacerle caso a Marcy que tratar de usar la lógica con ella.
—Todavía faltan unos diez minutos para que llegue, así que no entiendo por qué estás tan atacada.
—No lo entenderías —dijo Marcy en tono grave y serio—. Si no me mantengo ocupada durante todo el tiempo que ella se tira aquí, si paso siquiera cinco minutos sentada detrás de este escritorio, Edie se pondrá a contar batallitas de su luna de miel y no hablará de ninguna otra cosa.
—Quizá lo esté haciendo a propósito —dijo Harper—. Trabajas aquí desde hace… ¿Cuánto? ¿Unos cinco años? Y durante todo ese tiempo habrás sumado un total de ¿dos días de trabajo real? Hasta que Edie volvió de su luna de miel. Y ahora eres una hormiguita hacendosa. Tal vez haya encontrado la forma de motivarte.
Marcy la fulminó con la mirada.
—Tengo que estar atenta por si viene. De ese modo podré salir zumbando en cuanto entre y ponerme a hacer cualquier cosa que implique estar lejos de ella —dijo Marcy—. Entiendo que se lo pasara genial dando la vuelta al mundo o lo que fuera que hiciera, pero… es que me importa un bledo. Y no me cabe en la cabeza que ella no lo entienda.
—Fingir emociones humanas nunca fue tu fuerte —dijo Harper, y empezó a registrar los libros.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Marcy.
—Registrando estos libros para que puedas salir corriendo a colocarlos en sus estantes en cuanto Edie ponga el pie aquí.
—Fantástico. —Marcy esbozó una sonrisa poco común y la observó—. Tienes un aspecto horrible. ¿Vuelves a tener problemas para dormir?
—Gracias —dijo Harper con sarcasmo.
—No, lo que quiero decir es si pasó algo anoche —quiso saber Marcy.
—Nada fuera de lo habitual. —Harper respiró hondo y sopló para quitarse el cabello oscuro de la cara. Dejó de registrar los libros y se volvió hacia Marcy—. Gemma se está viendo con un chico.
—¿Con un chico? —Marcy levantó una ceja—. Pensaba que todavía estaba enamorada de Álex.
Harper se encogió de hombros.
—No lo sé. Quiero decir que es probable que siga enamorada de él. Por eso no sé a qué viene que se vea a escondidas con otro. Me parece ridículo.
—Pero ¿no seguía castigada? —preguntó Marcy.
—Hoy es el primer día en que, oficialmente, no está castigada —dijo Harper—. Conoció a este chico en los ensayos de la obra de teatro, y ahora cuando salen de allí se pasan media noche juntos haciendo… Vete a saber qué. Así que anoche la estuve esperando levantada.
—Bueno, si está castigada, ¿por qué no te chivaste a tu padre y arreando? —preguntó Marcy—. La habría castigado otra vez y la habría obligado a dejar los ensayos de teatro.
—No quiero que deje la obra. Necesita hacer algo.
Se frotó la sien.
De hecho, Harper prefería que Gemma siguiera actuando en la obra. Daniel había aceptado el trabajo allí en parte porque necesitaba trabajar, pero también porque eso le permitía vigilarla. Así que todas las noches, durante unas horas, Harper sabía que Gemma estaba a salvo. Quería que su hermana empezara a ser un poco más selectiva en lo relativo a elegir chicos.
—Entiendo que está pasando por una situación muy descabellada, pero no sé cómo van a mejorar las cosas metiendo a otra persona más en el enredo —dijo Harper—. Precisamente rompió con Álex porque sabe lo peligroso que les resulta a las sirenas andar con chicos, y ahora va e implica a otro.
—Pensaba que la única razón por la que a las sirenas les importaba Álex era porque estaba enamorado de ella, ¿no? —preguntó Marcy—. Probablemente les importe un rábano cualquier otro chico, a menos que él también se enamore de Gemma.
—No lo sé. —Los hombros de Harper se desplomaron—. Ya ni siquiera sé qué quieren. Hace semanas que están aquí, y nadie tiene ni un indicio. Todavía no tenemos ni una pista acerca de cómo romper la maldición. No sabemos cómo es posible que Álex esté enamorado de Gemma, ni por qué Daniel es inmune a los encantos de las sirenas.
»Se supone que dentro de dos semanas me iré a la universidad y no tengo idea de qué diablos está pasando ni de cómo ayudar a Gemma. Sólo puedo gritar o tirarme de los pelos —gruñó Harper, llena de frustración.
La pobre estaba a punto de reventar, entre su trabajo a tiempo completo, los preparativos para una universidad a la que ya ni siquiera estaba segura de querer ir, la preocupación por su hermana, los intentos de encontrar alguna forma de enfrentarse a las malvadas sirenas y, por si fuera poco, el sacar tiempo para su propia relación.
Marcy chasqueó los dedos de repente. Harper, a quien el gesto la pilló por sorpresa, dio un bote.
—¡Ya lo tengo! —anunció Marcy—. Deberías hablar con Lydia.
—¿Qué? —preguntó Harper.
—Tenía la intención de decírtelo —dijo Marcy—. Pero siempre me olvido. Con todo este asunto de Edie, mi mente está hecha un desastre.
—De verdad que tienes que superar lo de Edie, Marcy —dijo Harper—. Es tu jefa, y va a estar cerca de ti mientras trabajes aquí.
Marcy hizo una mueca despectiva ante la idea de lidiar otra vez con su supervisora, y después siguió con su historia.
—Bueno, la otra noche estaba en Facebook…
—Espera. ¿Tú estás en Facebook? —interrumpió Harper—. ¿Desde cuándo? Yo creía que Facebook era la antítesis de todo lo que tú defendías.
—No, yo dije que meterse en Facebook y subir fotos de tu gato adornadas con frases mal escritas al pie era la antítesis de todo lo que yo defendía —la corrigió Marcy—. Sí, a veces uso Facebook. Me gustan esos juegos en los que te pasas todo el rato ordeñando vacas y plantando coles, y también me gusta hablar con viejos amigos.
—Supongo que hay muchas cosas de ti que no sé —dijo Harper.
—Sí, así es —coincidió Marcy—. Pero a lo que iba. Estuve hablando con una vieja amiga mía. Había perdido el contacto con ella, pero resulta que tiene una librería en Sundham. Seguro que tiene algún libro que podría ayudarte con el tema de las sirenas. Sabe bastante de ese tipo de cosas.
—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Harper con cautela.
Marcy se encogió de hombros.
—Cazar vampiros, matar demonios, resucitar a los muertos… Ese tipo de cosas.
—¿Puede resucitar a los muertos? —Harper estaba demasiado cansada como para ocultar su escepticismo.
—No, ella no puede —dijo Marcy a la defensiva, y giró un poco su silla—. Pero sabe un montón sobre el tema, por si te interesa.
Harper siguió registrando los libros y trató de pensar una forma sutil de rechazar la oferta de Marcy. Cada vez que Marcy hacía cualquier cosa por otra persona que no fuese ella misma, Harper trataba de recompensarlo.
—Mira, Marcy, aprecio lo que tratas de hacer. De veras que es muy considerado por tu parte, pero…
—Pero ¿qué? ¿Tienes alguna pista mejor? —preguntó Marcy con malicia—. ¿Algún otro indicio u otras ideas? Es más, ¿tienes una sola pista siquiera? —Harper frunció los labios, pero no dijo nada—. Exacto. Puede que te suene algo disparatado, pero es mejor que nada.
—Tienes razón —se rindió Harper, y esbozó una sonrisa de agradecimiento para Marcy—. ¿Estás ocupada este fin de semana? Si la librería está abierta, podríamos ir.
—Sí. —Marcy asintió con la cabeza—. Y de todos modos tendrás que habituarte a hacer el viaje a Sundham, ya que muy pronto irás a la universidad allí.
—Suponiendo que vaya a la universidad —le recordó Harper.
—¡Oh, diablos, ahí viene! —exclamó Marcy.
En los escasos segundos que transcurrieron desde que Edie abrió la puerta hasta que entró, a Marcy le dio tiempo a levantarse de la silla de un salto, alzar en vilo la pila de libros que Harper había registrado y salir como un tiro del mostrador para colocarlos en sus estantes.
—¡Hola, chicas! —dijo Edie con alegría mientras entraba dando largas zancadas.
Edie era del tipo de mujer que se las arregla para ser hermosa y desaliñada a la vez. Alta y delgada, con el cabello rubio, pómulos marcados y labios gruesos: teniendo en cuenta que ya había cumplido los cuarenta años, era sorprendente lo joven que podía parecer cuando quería.
Pero se empeñaba en esconderse tras faldas largas y sueltas, blusas demasiado drapeadas y montones de collares de perlas. Tenía los ojos de un precioso color azul, pero apenas se veían a través de las gruesas gafas de cristal ahumado que solía llevar.
—Hola, Edie —dijo Marcy. Como era tan bajita, la pila de libros de Harry Potter le llegaba hasta la barbilla y casi se le cayó cuando se dio la vuelta para saludar a su jefa—. Me encantaría quedarme a charlar un rato contigo, pero voy fatal de tiempo. Mira el montón de libros que tengo por colocar…
—¿Cómo va todo en esta mañana tan bonita? —le preguntó Edie a Harper cuando se acercó a la recepción. Apoyó en el mostrador su enorme bolso, que resonó con un fuerte tintineo.
—Bien —mintió Harper, y evitó mirarla a los ojos.
—¿Te sientes mal? —preguntó Edie con la voz llena de preocupación al tiempo que le tocaba la cara con aire ausente—. Tienes la piel fresca, así que seguro que no tienes fiebre.
—Lo que pasa es que últimamente duermo fatal —dijo Harper apartándose de su jefa.
No tenía razón para alejarse, salvo que no quería estar tan cerca de la mirada inquisitiva de Edie. Así pues, Harper se puso a ordenar algunos formularios de solicitud que había en el escritorio.
—¿Tienes problemas en casa? —preguntó Edie.
—No, sólo el viejo y conocido insomnio.
—¿Sabes qué soluciona eso de inmediato? —le preguntó Edie a la mujer—. El té. Sé que suena muy tópico, pero ¡funciona! A mí nunca me había apasionado el té, pero cuando estuvimos en Inglaterra vimos que lo tomaban con todas las comidas. Ahora Gary se bebe un té todas las noches. Si no, no puede dormir.
—Lo tendré en cuenta —dijo Harper.
—De verdad que deberías. —Edie se reclinó contra el escritorio y se cruzó de brazos de forma relajada—. Hay tantas cosas que puedes aprender de otras culturas… Gary y yo volvimos de la luna de miel mucho más sanos y sabios de lo que éramos antes de partir.
Edie se sumergió en una larga relación de datos nuevos que había aprendido durante sus viajes.
Marcy espió a Harper desde detrás de una estantería y le envió una mirada que significaba: «Te lo dije». Pero Harper ya sabía que tenía razón. No podía reprocharle a Edie que su cháchara fuera interminable. Había descubierto una felicidad tan intensa que quería aferrarse a ella todo el tiempo que le fuera posible. No podía culparla por eso.
—Es cierto —dijo Harper, tratando de cortarle la línea de pensamiento en cuanto Edie hizo una pausa para tomar aire. Harper se volvió para mirarla de frente y sonreírle tan alegremente como pudo—. Edie, mi padre se ha vuelto a olvidar de llevarse la comida al trabajo, y me preguntaba si podría irme un ratito antes de mi hora de descanso para llevársela.
—Claro que puedes —dijo Edie—. Pero no tengo ni idea de cómo se las arreglará el pobre hombre cuando te vayas a la universidad. De hecho, no sé ni cómo nos las vamos a arreglar nosotras.
Harper no respondió. Se fue a la cocina a buscar la comida de su padre en la nevera portátil antes de que Edie pudiera obsequiarla con más historias de los momentos mágicos que había vivido en el extranjero.
Cuando Harper salió hacia el coche, echó un vistazo enfrente, al bar Pearl’s. Las sirenas habían regresado al pueblo, y se había acostumbrado a ver a Penn, Lexi y Thea pasar el tiempo en la mesa situada junto a la ventana, bebiendo batidos. Penn tenía esa forma horrible de observar a la gente del mismo modo en que un león observa una gacela.
Pero la mesa estaba vacía, y eso la alivió un poco. Aunque habían llegado a cierto tipo de acuerdo, a Harper no le gustaba hablar con ellas ni verlas bajo ninguna circunstancia. Eran malvadas y hacían que se le pusieran los pelos de punta.
Por desgracia, su alivio duró poco. Mientras se acercaba al coche, vio unas piernas largas y desnudas tendidas sobre el capó, y Harper serenó el paso. Por un instante pensó en volver a la biblioteca, pero se negaba a seguir huyendo de las sirenas.
Lexi estaba cómodamente sentada sobre el capó del Sable de Harper. Tenía la cabeza echada hacia atrás, de modo que su cabello dorado caía en cascada sobre el parabrisas. La minifalda se le había remangado sobre los muslos, y el metal caliente del coche debía de estar quemándole la piel, pero Lexi no parecía notarlo.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó Harper mientras se dirigía a la puerta del conductor.
—No —dijo Lexi con su habitual cadencia melodiosa—. Sólo estoy tomando el sol.
Harper hizo girar la llave y abrió la puerta del coche.
—¿Y el único sitio donde se te ocurre ponerte a tomar el sol es encima de mi coche?
—Sí.
—Ahora me iba, así que quizá quieras apartarte —le dijo Harper, y se subió.
Sin embargo, Lexi no hizo ningún intento de moverse, ni siquiera después de que Harper pusiera el coche en marcha. Si no fuera porque había gente caminando y mirando escaparates, Harper habría salido a toda velocidad con Lexi sobre el capó. Hacerle daño sería sólo la guinda del pastel.
Pero había gente mirando, y era probable que la detuvieran si tiraba a Lexi del coche de manera deliberada y después la atropellaba. En lugar de eso, pisó el acelerador y bajó la ventanilla.
—Lexi, vamos —dijo Harper, tratando de sonar lo más contundente posible—. Sal del coche. Tengo que irme.
—No hace falta que te enfades —dijo Lexi—. Te bastaba con pedirlo.
Se sentó más derecha y miró a Harper de reojo a través del parabrisas. Lexi se levantó las gafas y dejó ver que sus ojos, cuyo color normal era el aguamarina, le habían cambiado al extraño amarillo verdoso de una águila. Tenía los labios desplegados en su habitual sonrisa seductora, pero en lugar de sus dientes parejos tenía unos colmillos puntiagudos.
Harper tragó saliva y respondió con un fuerte bocinazo. Lexi rio —un sonido leve y lírico—, y sus rasgos volvieron a su impactante estado habitual. Cuando Lexi se bajó del capó todavía se reía, y Harper salió de allí lo más rápido que pudo.
Si bien había habido una frágil tregua con las sirenas durante las últimas semanas, no se podía decir que ellas hubieran dejado en paz ni a Harper ni a Gemma, ni siquiera a Daniel. Lexi, sobre todo, tenía la costumbre de aparecerse de repente y recordarles exactamente qué tipo de monstruo era.
Era como si las sirenas quisieran recordarles que no debían confiarse demasiado, que en cualquier momento podían reaparecer de pronto y matar a quien quisieran.
Mientras conducía hasta el puerto, Harper trató de quitarse de la cabeza el encuentro con Lexi. A esas alturas debería haberse acostumbrado, pero sus dientes afilados como navajas le daban escalofríos cada vez que los veía.
Cuando llegó al puerto, aparcó el coche en cuanto pudo y respiró hondo para aplacar lo que le quedaba del escalofrío. De camino pasó por donde Daniel solía dejar el barco.
Ya no lo dejaba amarrado allí porque ya no vivía en el barco sino en la isla de Bernie, y guardaba La gaviota sucia en el cobertizo. La usaba para ir y venir de la bahía, pero la amarraba en otro lado en el que le cobraban una tarifa por horas, mucho más barata.
Cuando Harper iba al puerto donde su padre trabajaba cargando y descargando barcazas, por lo general se acercaba a la oficina del capataz y él mandaba llamar a su padre. Esta vez, antes de que hubiera llegado a la puerta siquiera, vio a Álex abrirla y salir de la oficina.
—¡Huy…, eh…, hola! —dijo Harper, a quien le costó un gran esfuerzo sonar alegre.
—Hola. —Álex ni la miró.
Había empezado a trabajar en el puerto hacía unas semanas. Brian se lo había contado a Harper, pero, en realidad, todavía no lo había visto por allí. De hecho, apenas lo había visto desde que Gemma rompiera con él, y lo que vio le sorprendió un poco.
El duro trabajo en el puerto le había cambiado el aspecto. Llevaba el mono de trabajo gris remangado por encima del codo, y la tela se le tensaba contra los bíceps. Los hombros parecían más anchos que antes. El aspecto de Álex era tonificado y musculoso hacía unos meses, pero ahora parecía un verdadero culturista.
Sus pesados guantes asomaban del bolsillo trasero del mono, y tenía las manos cuarteadas y ásperas. Antes sólo le salían callos por jugar a los videojuegos, pero sus manos habían tardado poco tiempo en parecerse a las de Brian.
Álex apartó la mirada y se puso a contemplar una barcaza que pasaba detrás de ellos. Tenía el cabello más largo, casi desgreñado, y los ojos de color caoba parecían atormentados. Harper no estaba segura de si se debía al hecho de trabajar al sol durante todo el día, pero su rostro parecía más curtido. Algo lo había cambiado.
—¿Y cómo estás…, eh, cómo va todo? —titubeó Harper—. ¿Te gusta trabajar aquí? Mi padre dice que te va bien.
—Está bien. —Miró hacia abajo, a las puntas de acero de sus botas, y no dio más detalles.
—Bueno, bueno. —Harper levantó la fiambrera de Brian—. Le traigo la comida a mi padre.
—Yo ya he comido.
—¿Sí? —preguntó Harper—. Genial. Genial. —Ella miró a su alrededor con la esperanza de ver a su padre o a cualquiera que pudiese darle algo de vida a aquella conversación—. ¿Cuánto tiempo hace que trabajas aquí?
—Tres semanas.
—Qué bien, ¿no? Es una buena manera de ahorrar dinero para la universidad.
—No voy a ir a la universidad —le aclaró Álex como quien no quiere la cosa.
—¿Qué? —Harper se inclinó hacia él, esperando haber oído mal sus palabras por los ruidos del puerto—. Vas a ir a la Universidad de Sundham, ¿no?
—No.
Harper estaba confundida ante ese cambio de idea. Álex y Harper se habían pasado años planeando ir a la misma universidad. Iban a estudiar carreras diferentes, pero ya que se iban a mudar a una nueva ciudad, pensaban que estaría muy bien conocer a alguien allí. Además, Sundham les quedaba cerca de casa a ambos.
—¿Y qué pasa con todos tus planes? —preguntó Harper—. ¿Qué pasa con todo eso de la meteorología y la astronomía?
—Es que ya no me interesan tanto. —Hizo una mueca con la boca, mientras miraba una barcaza que entraba lentamente en la bahía—. Ahora prefiero trabajar aquí.
—Ya. —Ella sonrió tratando de que pareciera que lo aceptaba aunque, en realidad, estaba preocupada por él—. Bueno, ¿te ha contado mi padre que Gemma está preparando una obra de teatro?
—Me da igual lo que Gemma haga o deje de hacer. —Soltó Álex dejando traslucir un odio tan feroz que hizo estremecer a Harper.
—Eh… Lo siento.
—Mira, en serio, debería volver al trabajo. —La miró por primera vez en toda la conversación, pero apartó los ojos al instante—. Me alegro de haberte visto.
—Sí, yo también. Y si alguna vez quieres que pasemos un rato juntos… —dijo Harper, pero él ya se estaba alejando—. Ya sabes que estoy justo al lado. ¡Puedes venir cuando quieras!
Ni siquiera se molestó en darse la vuelta para mirarla.