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Obsesión

El viento que soplaba desde la bahía ayudó a refrescarle la piel desnuda contra el calor del sol, mientras entraba en el puerto. Daniel arrimó La gaviota sucia al muelle con cuidado. Cuando se hubo detenido, saltó del barco y la amarró.

Apenas había terminado de hacer el nudo cuando oyó un chapoteo en el agua detrás de él y respiró hondo. Ni siquiera le hacía falta mirar hacia atrás para ver que era ella. A esas alturas ya casi podía sentir cómo lo miraba.

Tal vez Daniel no hubiera caído bajo el hechizo de las sirenas, como les pasaba a los demás chicos, pero eso no significaba que fuera completamente ajeno a sus encantos. La presencia de Penn era capaz de desafiar a cualquiera. Cuando ella se acercaba, parecía que el aire cambiaba y que una electricidad nueva se arremolinara en su interior.

Mientras se dirigía hacia tierra firme desde la isla de Bernie, le había parecido ver que Penn le seguía el rastro. No podía estar seguro, pero casi todas las veces que se aventuraba mar adentro le parecía ver su sombra justo por debajo de la superficie del agua, la silueta oscura de su forma de pez que nadaba junto al barco.

A veces lo atribuía a su imaginación; pero cuando Penn aparecía en el muelle de esa forma, no hacía más que confirmar sus sospechas. Lo estaba acechando.

—Hace un día precioso para nadar, ¿eh? —preguntó Daniel.

Echó un vistazo detrás de sí. Apenas pudo sino comprobar que Penn no llevaba puesta la parte de debajo del biquini. Miró para otro lado.

—Te van a detener si no te tapas —le dijo mientras se ponía de pie.

Penn rio por lo bajo.

—Lo dudo. Nunca me han detenido por nada.

Con el rabillo del ojo vio cómo se ponía la prenda diminuta. La llevaba enroscada como un ovillo en el sujetador del biquini.

Daniel subió otra vez a su embarcación. Había una camiseta tirada en la cubierta. Se la puso. Penn chasqueó la lengua, decepcionada. El chico bajó al interior a buscar sus zapatos y la puerta batiente se cerró detrás de él.

Desde que se había mudado a la isla de Bernie, había mucho más espacio en su antiguo habitáculo, pero eso hacía que fuese mucho más difícil encontrar sus zapatos. Se habían movido por todos lados mientras navegaba, y ahora tenían sitio de sobra para deslizarse debajo de la cama.

Una vez que los tuvo en las manos, se volvió y subió rápidamente a la cubierta. No confiaba en que Penn lo esperara fuera sin meterse en algún lío.

Cuando empujó la pequeña puerta que lo llevaba otra vez arriba, casi se chocó con ella. Estaba de pie en lo alto de la escalera, con el pelo largo chorreando agua sobre su piel bronceada y los ojos oscuros que lo miraban chispeantes.

—¿No vas a ofrecerme una toalla? —preguntó Penn, con voz aterciopelada.

—¿Qué haces en mi barco? —preguntó Daniel—. No recuerdo haberte invitado a subir.

—No soy un vampiro —dijo Penn, dando un sutil tono amenazador a sus palabras—. No necesito que me inviten.

—No me quedan más toallas a bordo —le respondió Daniel.

Él subió la escalera. Como ella no se movió, la empujó cuando pasó por su lado. Sintió el calor de su piel a través de la camisa y, al rozarla, la oyó respirar hondo. Sin embargo, lo que lo asustó no fue eso, sino el extraño gruñido que emitió.

Tenía algo de inhumano, y cierto carácter prehistórico. Era un ruido leve, que Penn parecía haber hecho de manera inconsciente, pero bastó para ponerle la piel de gallina a Daniel.

—Todavía no he decidido qué haré contigo —admitió Penn con un suspiro—. A ratos, no veo la hora de devorarte, y al minuto siguiente preferiría acostarme contigo.

—¿Por qué querrías hacer nada conmigo? —preguntó Daniel. Se sentó en uno de los asientos que rodeaban el barco y se puso los zapatos.

—No lo sé —dijo ella, y eso pareció fastidiarla.

Daniel levantó la vista y la miró. Entornaba los ojos al sol radiante, y se reclinó contra el asiento de enfrente del de Daniel. Extendió las largas piernas y echó la cabeza para atrás, de modo que el cabello le colgara por el borde del barco.

—¿Sabes algo sobre Orfeo? —preguntó Penn.

—No. —Él terminó de ponerse los zapatos y echó la espalda hacia atrás—. ¿Debería?

—Es una figura muy popular de la historia griega —dijo Penn—. Se lo conoce por su habilidad musical y su poesía.

—Disculpa, pero no leo mucha poesía —respondió Daniel.

—Ni yo tampoco. —Ella se encogió de hombros—. Al menos, no de la suya. Pero cuando estaba con él, prácticamente había dejado de escribir y había dejado su música, y se hacía llamar Bastian. La «mitología» dice que murió después de la muerte de su esposa, pero en realidad sólo cambió de nombre y abandonó su vieja vida.

—Entonces ¿es como tú? —preguntó Daniel—. ¿Inmortal o lo que sea?

Penn asintió.

—Así es. Pero a diferencia de las sirenas, que ganaron su inmortalidad por medio de una maldición, él recibió la suya a modo de bendición. Los dioses estaban tan contentos con él y con su música que le otorgaron la vida eterna.

—¿Y por qué me preguntas por ese tipo? —preguntó Daniel—. ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Tal vez nada. —Penn cruzó las piernas y luego las descruzó—. Bastian y yo estuvimos muy unidos durante un tiempo. Era uno de los pocos inmortales inmunes a la canción del mar. No afectaba a ninguno de los dioses ni diosas, pero muchos de los demás inmortales (humanos cuya inmortalidad se produjo o bien por una bendición o bien por una maldición) sucumbían a ella igualmente.

»Excepto Bastian. —Durante un fugaz instante quedó con la mirada perdida y cara de nostalgia, pero en seguida lo borró de su mente—. Pensé que tal vez fueras pariente suyo.

—Estoy bastante seguro de que no hay nadie inmortal en mi árbol genealógico. —Daniel se puso de pie—. Escúchame, Penn, ha sido un placer, pero de verdad que tengo que irme a trabajar. Tengo que…

Antes de que él pudiera terminar la frase, ella ya estaba encima de él. Lo empujó tan fuerte que le golpeó la espalda contra la barandilla. Le hizo daño. Después saltó sobre él, y se le sentó encima a horcajadas. Lo apretó fuerte con los muslos para inmovilizarlo.

Presionó una mano contra su pecho. Sus uñas filosas como navajas se le metían a través de la camisa y se le clavaban en la carne. La otra mano estaba en su cuello, pero casi lo acariciaba, con su piel suave y delicada.

Penn lo miró fijamente con sus ojos negros. Tenía la cara justo encima de la de él, y los labios casi se tocaban. Se acercó aún más y apretó su pecho contra el de él, para que la camisa se le humedeciera.

—Podría comerte el corazón ahora mismo —le dijo Penn con un susurro provocativo, y le acarició la mejilla con suavidad. Le recorrió con los dedos la barba de dos días.

—Podrías —accedió Daniel sosteniéndole la mirada—. Pero no lo has hecho.

—Sin embargo, lo voy a hacer. —Lo estudió por un momento—. Acabaré haciéndolo.

—¿Pero no hoy? —preguntó Daniel.

—No. Hoy no.

—Entonces deja que me vaya a trabajar.

Le puso las manos en la cintura y, cuando vio que no reaccionaba con gritos ni clavándole las garras, la levantó y la depositó en el asiento de al lado.

Penn le hizo un puchero.

—Trabajar es muuuy aburrido…

—Pero sirve para pagar las facturas.

Daniel se encogió de hombros.

Se había alejado de Penn y estaba en el borde del barco, a punto de bajarse, cuando sintió la mano de Penn que le sujetaba la muñeca como una pinza. Ella se movía a una velocidad sobrenatural a la que él no estaba acostumbrado.

—No te vayas —dijo Penn, y su tono implorante lo hizo detenerse. Ella se arrodilló en el banco junto a él, con una extraña desesperación dibujada en los ojos. En seguida, parpadeó para ocultar cualquier tipo de emoción. Trató de recuperarse con una sonrisa inquieta que tal vez pretendía ser seductora.

—Tengo que irme —insistió él.

—Yo puedo pagarte más —dijo ella, en un tono tan alegre que casi pareció cómico.

A pesar de todos sus intentos por aparentar desinterés, la mano que le sostenía la muñeca apretaba con más fuerza. A Daniel le había empezado a doler un poco, pero no se soltó. No quería que ella supiera que le estaba haciendo daño.

—¿Qué necesitarías que hiciera? —preguntó Daniel.

—Ya se me ocurrirá algo. —Le guiñó un ojo.

Él puso los ojos en blanco, le tiró del brazo y se soltó.

—Les prometí que construiría los decorados de la obra, y soy un hombre de palabra. Me están esperando.

—Una verja —dijo Penn rápidamente mientras Daniel se bajaba del barco. Ella se quedó atrás, apoyada en la barandilla para que él la mirara de frente—. Podrías construir una verja alrededor de mi casa.

—¿Y para qué necesitas una verja? —preguntó él, mientras esperaba, sin moverse del muelle, a que ella le diera sus razones.

—¿A ti qué te importa para qué necesito una verja? Tan sólo la necesito.

—Ya estoy demasiado ocupado.

Dio media vuelta y se alejó de ella.

—¡Diez de los grandes! —le gritó Penn—. Te pago diez de los grandes por construirme una verja.

Daniel rio y meneó la cabeza.

—Ya nos veremos por ahí, Penn.

—¡Esto no ha hecho más que empezar, Daniel! —le gritó Penn, pero él se limitó a seguir caminando.