Capítulo III

Llegué diecisiete horas más tarde. Ante el depósito de cadáveres se aglomeraba una gran muchedumbre muda. Me empujaron a una enorme estancia pobremente iluminada por una lamparilla que colgaba de un cable: el depósito provisto de cajones frigoríficos. De súbito, el destello de un flash me cegó, y una orden seca percutió en el silencio: «¡Fuera los fotógrafos! ¡Fuera todos! ¡Cerrad las ventanas!». Luego, alguien abrió una compuerta, echó un vistazo al interior, volvió a cerrarla y gruñó: «Né, aftós. Sí, éste». Era la última compuerta, abajo, a la izquierda: al lado había otras dos y arriba, tres más. Relucientes, lisas, de metal. Parecían las puertas de una caja fuerte. «Etími? ¿Dispuesta?», preguntó una voz. Asentí, y la compuerta se abrió, exhalando una ráfaga helada. Dentro se distinguía un bulto blanco, depositado en una plancha de metal. «Siguri? ¿Segura?», preguntó la misma voz. Asentí de nuevo, y la plancha se deslizó hacia mí, y se transformó en un lienzo manchado de sangre que envolvía un cuerpo. Tu cuerpo. Se distinguía bien la silueta de la cabeza, de las manos cruzadas sobre el pecho, de los pies. Levantaron el lienzo y te vi. Corrías. Atravesabas la playa y corrías a grandes zancadas de potro feliz, con los pantalones pegados a tus caderas robustas, el jersey tenso sobre tus hombros fuertes, los cabellos flotando leves en negras oleadas de seda. La noche anterior nos habíamos amado por vez primera en una cama, uniendo nuestras dos soledades, y por la tarde nos fuimos a la playa, donde en el verano abrasaba un sol glorioso sobre el azul. Inundado de sol y de azul, gritabas feliz: «I zoí, i zoí! ¡La vida, la vida!». Me arrodillé para mirarte, incrédula. Desde la ingle hasta el cuello te habían abierto para robarte el corazón, los pulmones y las vísceras, y luego te recosieron con nudos negros que te afeaban como escarabajos pegados a la piel, en fila, dispuestos a devorarte. Un corte espantoso en el brazo derecho iba desde el codo hasta la muñeca, y una monstruosa hinchazón deformaba el muslo machacado. Tenías fracturado el fémur. En cambio, el rostro permanecía intacto; sólo una sombra cerúlea lo hacía palidecer en la sien. Te llamé con timidez y te toqué, vacilante. Rígido en la inmovilidad altiva y desdeñosa de los muertos, rechazabas con soberbia cada palabra y cada gesto de amor: era preciso vencer el temor de ofenderte para acariciar la gélida frente, las gélidas manos, el híspido bigote cubierto de escarcha. Vencí ese temor, con el propósito de darte un poco de calor. Pero era como querer calentar una estatua de mármol. De ti sólo quedaba una estatua de mármol con las formas, los rasgos y el recuerdo de lo que fuiste hasta diecisiete horas antes, y un furor impotente se adueñó de mí; una certidumbre que tenía sabor a odio: no te mataron por azar, no te mataron por equivocación; te mataron para que no estorbaras más. Me levanté. Alguien te recubrió con el lienzo y dio un puntapié a la plancha, que, chirriando, se deslizó otra vez a la oscuridad. La compuerta se cerró de nuevo sobre ti, con otra ráfaga helada, y luego con un golpe.

Fuera era de noche. Arrojándome babeos de curiosidad, la gente decía: «¡No llora!». En la calle Kolokotroni estaba tu poesía: «Mi fin sobrevendrá del modo que quieren los que tienen el poder». Estaban las palabras de Sócrates: «Ha llegado la hora de partir. Cada uno de nosotros sigue su propio camino: yo a morir, vosotros a vivir. Qué sea lo mejor, sólo el dios lo sabe». Estaba el dolor que finalmente estalla en un grito de bestia herida. Estaba mi cansancio de vivir y la promesa que había de mantener. «¡Lo escribirás tú por mí, promételo!». «Lo prometo». Estaba la espera hasta el día 5 de mayo, el fijado para los funerales. «Nos vemos el cinco de mayo, estaremos juntos el cinco de mayo». Estaba la agonía de la mañana, en que volvería al depósito para vestirte, cambiar por segunda vez los anillos y enfrentarme con el pulpo que ruge: zi, zi, zi. Mientras, la Montaña continuaba en su sitio, inquebrantable, en tanto los buitres se preparaban para darse un banquete con tu cadáver, ondeando calzoncillos con la palabra Pueblo, la palabra Libertad, saludemos al noble compañero, inclinémonos ante el noble adversario. Y en Corinto, Mikhail Steffas se dirigía a su bar preferido para reunirse con sus amigos ante un buen café turco y un plato de pastelillos.

No resultó fácil, tras el espolonazo mortal, virar e introducirse por la discontinuidad del seto adornado con arriates, para situarse en el otro lado de la calzada de la calle Vouliagmeni, y desde aquí huir en dirección opuesta, esto es, hacia el centro de la ciudad. No fue fácil porque era muy estrecha aquella discontinuidad, que servía para los automóviles procedentes de Glyfada que quisieran invertir el sentido de la marcha. Se hallaba situada frente al garaje con la inscripción Texaco. A los automóviles que circulaban por esta parte, la discontinuidad se presentaba como una curva a contramano, o sea que sólo se podía tomar en dirección prohibida, pisando el extremo acodado del arriate. Pisándolo o bien contorneándolo lentamente, pues en caso de embocarlo a gran velocidad, ciertamente se corría el riesgo de volcar. Pues bien; pese a que iba a ciento treinta por hora, el Peugeot no volcó. Maniobrando en serpentina, Mikhail Steffas consiguió introducirse en la discontinuidad con la destreza de un esquiador que hurta los palos en una carrera de slalom; con la precisión de un acróbata que, una vez llevada a cabo la cabriola, se agarra de nuevo al travesaño del trapecio para volver a empezar. Siempre a aquella velocidad, consiguió introducirse entre las dos pilastras que al final de la discontinuidad obstaculizaban el paso, y luego virar por segunda vez para tomar por la calle Olga. O sea que doble slalom doble cabriola. Cosa de circo. ¿O acaso de mercenario habituado a semejantes empresas y dueño de una sangre fría fuera de lo común? La misma sangre fría que demostró en los días y meses siguientes, con la policía, con la prensa y con todos. Pasados tres cruces, en la calle Olga, se apeó para comprobar los daños sufridos por el Peugeot, y luego regresó a pie a la calle Vouliagmeni. En lo alto de la ondulación del terreno se detuvo para echar un vistazo y darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Sucedía lo que debía suceder. En medio de la gran polvareda se distinguía a dos personas que transportaban un cuerpo inanimado, y una tercera gritaba: «¡Se muere, está muerto, se muere!». Se distinguía asimismo un taxi y ventanas que se encendían y gente que se asomaba al balcón y preguntaba quién moría, quién estaba muerto. Esto no le afectó en lo más mínimo, y al cabo de dos o tres minutos volvió sobre sus pasos y de nuevo se puso al volante del Peugeot. Su Peugeot se había portado la mar de bien: los daños sufridos no eran graves, apenas unas abolladuras en el guardabarro anterior derecho, y algún rasguño a lo largo del lateral. Nada le impedía regresar a Corinto. (¿Y el viaje a Egina? ¿Y Iorgopoulos que lo esperaba por la mañana con dos muchachas? ¿Todo olvidado, todo desechado?). A las tres y media de la madrugada, Steffas estaba de nuevo en Corinto. Aparcó en el lugar habitual, luego se fue a la cama y se durmió en seguida. Se despertó a la una del mediodía, almorzó, echó otro sueñecito y ahora se dirigía a su bar preferido, a reunirse con los amigos ante un buen café turco y un plato de pastelillos. Había que dejarse ver, a fin de probar su presencia en la ciudad.

Llegó al bar hacia las siete y se sentó a una mesita donde ya había algunos amigos: el hijo del alcalde, otro que se llamaba Dimitrios Nikolau y, por casualidad, Khristos Grispos y Notis Panaiotis, los dos estudiantes que lo albergaron en Florencia junto con el nazi Takis. Hola, mira quiénes están aquí. Habéis venido a pasar las vacaciones de Pascua. Sí, y tú, Mikhail, ¿por qué te escondiste?

Qué escondido ni qué ocho cuartos: llegué ayer de Atenas en autobús; estoy aquí desde ayer. Charlaron del tiempo, que había mejorado, así que podían ir a la playa al día siguiente. Luego llegó el hermano de Grispos: «Eh, vosotros, ¿habéis oído la radio?». «No. ¿Por qué?». «Han matado a Panagulis». «¿A Panagulis? ¿Lo han matado?». «¡Chicos, han matado a Panagulis!». Steffas, en cambio, calló. «¿Quién lo ha matado, quién?». «No se sabe. Se le echaron encima e hicieron salir el coche de la calzada. Parece que entre dos: un Mercedes blanco y un Jaguar rojo». «¿Por qué parece?». «Porque hay quien dice que el Jaguar no era un Jaguar y que el Mercedes no era un Mercedes. En todo caso, terminó dentro de un garaje, en la calle Vouliagmeni. Muerto en el acto. O casi. El hígado se le ha roto en diecinueve pedazos, el pulmón derecho se le ha convertido en un pingajo, y el corazón le ha estallado como una bomba. ¡Bang!». Steffas continuó callado, quieto, como si la noticia no le interesara. Dos meses después, Grispos y Panaiotis me dijeron que no advirtieron reacción alguna en su rostro y en sus gestos. Parecía del todo indiferente, o sea normal; si acaso, un poco aburrido. Bostezaba. «¿Han detenido a alguien?». «No, oscuridad completa». «Pero ¿ha sido un accidente o no?». «De accidente nada: lo han dejado seco, te digo». «¿Y qué dicen los periódicos?». «Hoy no hay periódicos. ¿No es hoy primero de mayo?». «Exacto». «Pero ¿quién habrá sido?». «¡Bah!». Y con aquel bah concluyeron la conversación y volvieron a hablar de la excursión a la playa: «Entonces, ¿vamos a la playa mañana?». «Desde luego. Vamos a Loutrakis». «¿Y quién nos lleva?». «Nos lleva Steffas en el Peugeot. A propósito, Mikhail, ¿dónde está el Peugeot?». Steffas salió de su mutismo y su voz era la de siempre: «Está aquí. ¿Dónde queréis que esté? En la plaza, en el aparcamiento». «Entonces, ¿por qué has venido a pie? ¿Se te ha estropeado? ¿Has tenido un accidente?». «Nada de accidente; es por culpa de la matrícula. Hace un mes que no lo toco por culpa de la matrícula. No veas qué multa me largarían sin la matrícula en regla». «¿Y quién piensa en la matrícula en día de fiesta? De aquí a Loutrakis…». «No, no puedo». «¡Vaya!». «He dicho que no puedo». «Bueno, os llevo yo. También tengo coche», se ofreció el hijo del alcalde. «¿Quién viene?». «Yo», dijo Grispos. «Yo también», se añadió Nikolau. «Yo tengo ya un compromiso», objetó Panaiotis. «¿Y tú vienes, Mikhail?». «Claro», asintió Steffas. «Entonces, chicos, nos vemos mañana a las diez». «Sí, a las diez». Y así se hizo. Una jira alegre, muy agradable, según me contó Grispos. Tanto a la ida como a la vuelta. Steffas estuvo de excelente humor; fue el alma del grupo. Rio, bromeó, charló de automóviles, de trajes y de mujeres, sobre todo de mujeres. Ni una vez aludió a tu muerte. Tampoco lo hicieron los demás.

Regresó a Atenas hacia las cuatro de la tarde del domingo 2 de mayo, y según sus declaraciones se fue al cine y después a casa. Pero a quién vio y qué hizo después no se sabe; no se sabe quién le empujó, le aconsejó o le obligó a presentarse a la policía veinticuatro horas más tarde. Sólo un hecho es seguro: nadie, absolutamente nadie sospechaba de él. Se buscaba un Mercedes, no un Peugeot. Pero el rumor de que no te habían matado por casualidad ni por equivocación, sino que te habían eliminado a propósito y siguiendo órdenes, cundía como un río que amenaza desbordarse: era preciso encauzarlo. Y el lunes por la tarde, Steffas se presentó a la policía con su abogado, un tal Kaselakis, que en el setenta y tres defendió a un tal Nicos Mundis, acusado de haber dado muerte a una periodista inglesa, Anne Chapman, que estaba realizando una encuesta sobre los vínculos entre la Junta y la CIA. En aquel caso, también el asesino se ofreció en bandeja de plata, y en aquel caso también, Kaselakis convenció a los jueces de que no se trataba de un delito político: en efecto, logró demostrar que Nicos Mundis dio muerte a Anne Chapman después de haberla violentado, presa de un rapto. Y paciencia si, una vez dictada sentencia, el acusado retiró la confesión repitiendo baile, baile, se presentó como culpable porque le pagaron para ello y tenía necesidad de dinero, o algo por el estilo. Steffas, dijo Kaselakis, se presentaba como simple testigo y por puro amor a la verdad, o sea para que se dejara de hacer referencia a un delito político. Fue un trivial accidente, el típico accidente cuya responsabilidad incumbe por entero a la víctima, y por poco el propio Steffas dejó la piel. El pobre Steffas circulaba tranquilamente por la calle Vouliagmeni, cuando un Fiat verde empezó a dar bandazos y se le echó encima, adelantándole por la derecha. En efecto, el pobre Steffas apenas tuvo tiempo de virar y salvarse, embocando a contradirección la discontinua del seto. Luego oyó un estrépito, y volviendo atrás entrevió una gran polvareda y a dos hombres que transportaban un cuerpo inanimado, pero la verdad es que no pensó haber dejado a su espalda un cadáver. Que el otro estuviera muerto y que el cadáver fuera el de Panagulis lo supo tan sólo el lunes por la mañana, al leer los periódicos. No, ni antes ni después del accidente hubo un automóvil rojo; eso eran fantasías de quienes estaban interesados en sostener la tesis del delito político. El único rojo que había allí era él, Mikhail Steffas, antiguo simpatizante comunista y ahora socialista papandreísta. ¿Y era acaso posible que un socialista, un compañero de la izquierda, hubiera querido matar a Panagulis? La policía quedó convencida, y en lugar de detenerlo le asignó protección. Incluso le permitió convocar una conferencia de prensa en cuyo transcurso sorprendió por su control, por la seguridad en sí mismo. Ninguna pregunta lograba cohibirlo o, al menos, descomponerlo. Ni siquiera perdió la compostura cuando alguien le recordó que las leyes de la dinámica son universales e inmutables: Si Panagulis hubiera embestido en lugar de ser embestido, quien hubiera terminado fuera de la calzada hubiera sido Steffas. A este razonamiento opuso dos pupilas imperturbables, frías, y respondió que allá ellos si pensaban eso: dinámica o no dinámica, él nada tenía que reprocharse. Que razonaran, maldita sea, que utilizaran las meninges: si tuviera algo que reprocharse, ¿se hubiera presentado a la policía, sí o no? Ni siquiera pestañeó cuando alguien le replicó que sí tenía algo que reprocharse: no se había preocupado de socorrer al moribundo que había dejado a su espalda. ¿Por qué no le socorrió? «Porque al herido ya lo habían metido en un taxi, y no se me necesitaba para nada». ¿Y por qué se fue a Corinto en lugar de seguir al taxi o de quedarse en la ciudad? «Porque fui presa de una especie de pánico y de un comprensible deseo de regresar a Corinto. Sencillo, ¿no?».

Y al día siguiente, ¿debía ir a Egina? «Está claro que ya no tenía gana de ir a Egina, que no me importaba ya nada Egina». Y en cuanto al automóvil rojo, ¿por qué se preocupaba tanto de desmentir la presencia de un automóvil rojo, sin tener en cuenta que algunos testigos lo vieron? «Porque yo no lo vi y porque, como ya he dicho, me irrita esta historia del delito político, del delito organizado». Un momento: si su inocencia era tan absoluta, y si él era socialista, un socialista papandreísta, un compañero de la izquierda, ¿por qué le molestaba tanto oír decir que se había tratado de un delito político, de un delito organizado? ¿Por qué, con tal de desmentirlo, se había entregado? Pregunta lógica, justa y peligrosa. Pero también en este caso supo salir airoso sin descomponerse; antes bien, oponiendo una expresión cargada de aburrimiento. «Yo no estoy aquí para que ustedes me procesen, y olvidan que yo no me he entregado: me he presentado como testigo. En realidad, ni siquiera estoy detenido».

Y más adelante: «Yo sé siempre lo que digo y lo que hago». Incluso cuando aparecieron aquellos detalles sospechosos, como su empleo en el taller de Despina Papadopoulos, sus habilidades de piloto, sus hazañas deportivas en el Canadá, continuó repitiendo: «Ya verán cómo salgo de ésta. Yo sé siempre lo que digo y lo que hago».

Lo sabía. Vaya si lo sabía. De hecho, la magistratura del Poder no tuvo para nada en cuenta el examen pericial de los expertos italianos, del cual resultaba inequívocamente que fuiste golpeado por el Peugeot mediante una maniobra morro-cola, y que además te embistió otro automóvil por dos veces, dejando huellas de pintura marrón herrumbre o rojo oscuro. No tuvo para nada en cuenta el pasado de Steffas y el detalle de que hubiera estado en la tienda de maquinaria textil de la calle Kolokotroni la mañana del viernes, 30 de abril. No tuvo para nada en cuenta el hecho de que en julio del setenta y cinco hubiera viajado con el nazi Takis a Florencia, y que permaneciera allí con aires de buscar algo o a alguien a quien no encontraba. No tuvo para nada en cuenta la declaración que durante once horas consecutivas hice al juez instructor, refiriéndole lo que oí a Khristos Grispos y Notis Panaiotis, enumerando las amenazas y los tormentos que sufriste por espacio de tres años, los intentos de raptarte o matarte con un automóvil en Creta, Roma y Atenas, lo que me dijiste en tus últimas llamadas telefónicas, los documentos que capturaste en los últimos días y cuyo contenido me reservaba para revelar ante un tribunal. No tuvo en cuenta para nada, e incluso liquidó con notable rapidez, la historia de cierto ex procesado llamado Giorgos Leonardos, de Salónica, según la cual la noche del 16 al 17 de abril, en la plaza Omonia, de Atenas, se reunieron cuatro miembros del grupo fascista Aracni, la Araña; el mismo del que me hablaste tras la lectura de los documentos y antes de sacar la joya de las joyas, el diamante Koh-i-noor. Se reunieron y decidieron dar una lección a Panagulis para que bajara la cresta y cerrara el pico, dijo Leonardos. En realidad, debía tratarse sólo de una lección, pero las cosas, por desgracia, fueron más allá. Dicho esto, dio fechas, nombres y detalles concretos, y entre los nombres se contaban el de Vasilis Kaselas, médico, extremista de derecha, agente de la CIA en Salónica, y el de Antonios Mikhalopoulos, otro ex procesado de Salónica, en otro tiempo complicado en el asesinato del diputado comunista Lambrakis y propietario de un BMW rojo. En su declaración al juez instructor, Leonardos dijo muchas cosas. Incluso subrayó que unos días después de tu muerte, Kaselas se trasladó a Londres, por entonces refugio de muchos fascistas. Llegó a entregar uno de los revólveres de gas que los gorilas de la Aracni utilizaban para aturdir a sus víctimas. Precisamente el revólver made in West Germany, número de serie 158789. Pero Kaselas y Mikhalopoulos protestaron que aquello era una calumnia, afirmaron que Leonardos era un exhibicionista, un loco y un notorio difamador, condenado por calumnia, y él se asustó. Lo retiró todo. ¿O se lo hicieron retirar todo? Sin embargo, algunos periodistas ya habían comprendido que, después de todo, ni estaba tan loco ni era tan difamador: la Aracni existía de veras, y Kaselas había ido de veras a Londres, pasando por Múnich, donde se reunió con Sdrakas, el ex ministro huido por la frontera de Ezvonis con Kourkoulakos. Otros periodistas se enteraron de que Mikhalopoulos tenía de veras un BMW rojo. Fueron a verle a Salónica y le preguntaron dónde estaba el BMW rojo. Él repuso que lo había vendido. Entonces le preguntaron a quién se lo vendió, y él contestó que, bueno, en realidad no lo había vendido, sino regalado. Le preguntaron a quién se lo regaló y él contestó que, bueno, a una institución de monjas. Le preguntaron a qué institución de monjas y él contestó que, bueno, no se acordaba: ¡fuera, malditos, fuera! No, la magistratura —la magistratura del Poder— no tuvo para nada en cuenta todo eso. Ni siquiera la llamada izquierda lo tuvo para nada en cuenta, esa inefable izquierda que nunca escucha a quien la impugna, la denuncia o la critica, y que para renovarse sólo sabe parir pistoleros a lo John Wayne: los revolucionarios del carajo. Y así, con la tesis del accidente de automóvil, sólo Steffas fue juzgado y condenado. En primera instancia, a tres años por homicidio por imprudencia. Después de recurrir, a cinco mil dracmas de multa por denegación de auxilios. Cinco mil dracmas que no le costó esfuerzo pagar, pues en aquel lapso se había convertido en copropietario del establecimiento Heim Fashion, y había hecho fortuna. Cinco mil miserables dracmas.

Mientras tanto, sucedían otras cosas divertidas. El juez Iuvelos se convertía en el apóstol del valor, la democracia y la libertad, divulgando los archivos que no afectaban al dragón o a los compinches del dragón, sin mencionar para nada la memoria que él remitió a Ghizikis, ni tampoco la ficha con el número veintitrés. El dragón continuaba siendo ministro de Defensa, sin que nadie le estorbara ni le pudiera estorbar, invulnerable. Tu partido reconstruía su virginidad expulsando a Tsatsos, o sea respondiendo post mortem a tu solicitud. Papandreu adoptaba tu cadáver como se adopta a un huerfanito indefenso, y lo enarbolaba como un pingajo en los mítines. Tus amigos y compañeros terminaban en bloque junto a él, a cambio de un hermoso escañito en el Parlamento. Los fascistas pegaban a Fazis con furia salvaje, rompiéndole el cráneo y la memoria. También yo era amenazada con cartas y llamadas telefónicas, publica-tu-libro-y-verás. El pueblo volvía a aceptar eso, volvía a sufrir eso, ciego, sordo y mudo de nuevo, otra vez plegado a la obediencia, a la conveniencia o a la impotencia. Nadie osaba decir asesinos todos, derecha, izquierda y centro, lo habéis matado entre todos, asesinos asquerosos que vivís con las coartadas del Orden, la Ley, la Moderación, el Equilibrio, la Justicia y la Libertad. La ballena del mal, Moby Dick, se alejaba indemne y las aguas se aplacaban, suaves, blandas, olvidadas del torbellino de tu voz naufragada. El Poder había vencido una vez más. El eterno Poder que no muere nunca, que sólo cae para resurgir, igual a sí mismo, distinto sólo en el color. Pero tú comprendiste bien que aquello acabaría así, y si alguna vez tuviste alguna duda, ésta se desvaneció en el instante en que advertiste la respiración profunda que te succionaba desde la otra parte del túnel, hacia el pozo donde son puntualmente arrojados los que quisieran cambiar el mundo, abatir la Montaña, dar voz y dignidad al rebaño que bala dentro de su río de lana. Los desobedientes. Los solitarios incomprendidos. Los poetas. Los héroes de las leyendas insensatas, sin las cuales la vida carecería de sentido, pese a que batirse sabiendo que se va a perder es pura locura. Sin embargo, un día, ese día que cuenta, que rescata, que llega tal vez cuando ya no se espera, y cuando llega deja en el aire una semilla microscópica de la que nacerá una flor, lo comprendió también el rebaño, que bala dentro de su río de lana. Ya no es rebaño ese día, sino pulpo que obstruye y ruge zi, zi, zi! Alekos, zi, zi, zi! ¡Alekos vive, vive, vive! He aquí por qué sonreías tan misteriosamente ahora que te metían en la fosa donde el Gran Sacerdote, cubierto de oros y collares, zafiros, esmeraldas y rubíes, símbolo de todo poder presente, pasado y futuro, rodaba grotesco, rompiendo el cristal, aplastando la estatua de mármol, creyendo que ésta era lo único que quedaba de un sueño, de un hombre.