Capítulo II

Nada tan tranquilo e inquietante como el domingo en Nueva York. Parece que el mundo se detenga, que la vida caiga en estado cataléptico el domingo en Nueva York. La gente calla, las calles están desiertas, y el único ruido que rompe el silencio es el resbalar sofocado de las ruedas en el asfalto —un automóvil, un camión— o el murmullo de un helicóptero que sobrevuela la ciudad. ¿Quién ha dicho que se relaje y se repose el domingo en Nueva York? Al contrario, parece un día hecho para pensar, para hacer balance de nuestros errores y de nuestros arrepentimientos, o sea para atormentarnos. Atrapada en aquel vacío, en aquel silencio apenas roto por roces y murmullos, me laceraba el cerebro con reproches, dudas e interrogantes, y a cada minuto aumentaba la sensación de haber cometido un trágico error poniendo un océano entre nosotros. De acuerdo, la conferencia que debía dar al día siguiente no podía anularse sin cometer un imperdonable desaire; de acuerdo, habías dicho muchas veces que te era útil lejos de Grecia; de acuerdo, mi presencia en Atenas hubiera sido, probablemente, un estorbo. Pero cada vez que hablábamos parecías tan solo, tan triste, tan confuso… ¿Cómo pude dejarte en un momento así? No nos veíamos desde hacía veinticuatro días. De pronto, veinticuatro meses, veinticuatro años. Nunca estuvimos veinticuatro días sin vernos, nunca. El intervalo más largo fue el de mi fuga: diecisiete días. Y entonces estabas bien, tan bien como un Satanás que se rebela contra la dictadura de Dios, como un Dionisos coronado de placeres y de pámpanos. Pero esta vez: «Para mí no es Pascua, para mí ya no es nada». «Monsieur est parti. Monsieur était pressé, très pressé.». ¿Y el folio que mandaste a Florencia? ¿Qué folio era? ¿De qué hablaba, de quién? Y aquel adiós, aquel abrazo en público, aquella frase solemne: «Has sido una buena compañera. La única compañera posible». ¿Por qué hablaste en pasado? ¿Y por qué pensaba yo ahora en aquella despedida como en un adiós definitivo? Tonterías. Melancolías de un domingo en Nueva York. Lo discutiríamos el 5 de mayo. «Nos vemos el 5 de mayo». «Sigue en pie la cita para el 5 de mayo». Todas tus conversaciones concluían con las palabras 5 de mayo. Este 5 de mayo se estaba convirtiendo en una obsesión. Este 5 de mayo estaba empezando a ponerme nerviosa. Como si este 5 de mayo tuviera que suceder algo especial o, más bien, algo malo. A propósito de días, ¿por qué te marchaste de París con un día de anticipación? Telefoneé a Atenas y no contestó nadie. Y entonces me rebelé: basta de complejos de culpa, temores y angustias: incluso si me encontraba al otro lado de la Tierra, en un paisaje que no te pertenecía, en una realidad que te excluía, conseguías condicionar mi existencia, determinarla, fagocitarla. ¡Librarse de ti, librarse! Me iría en seguida a Amherst. Hice la maleta, y al cabo de tres horas me hallaba en Amherst, la pequeña ciudad donde estaba el college.

Prados bien segados, frescos. Árboles frondosos, verdes. Casas rojas con pórtico de columnillas blancas y techo de pizarra azul. Y ante la ventana de mi habitación, un espléndido melocotonero en flor, una nube rosada que aturde con su perfume. Bien venida entre nosotros, bien venida, mira qué tierno es nuestro mundo, qué fácil. Nada de archivos de la ESA, nada de diario de Hazizikis, nada de empresas heroicas, nada de pasiones. Lo hemos superado todo, incluso el dolor. Nunca tenemos hambre, nunca tenemos frío, las controversias teológicas no nos interesan, y no creemos en el destino, en las supersticiones ni en los presentimientos. Nosotros somos lógicos, racionales. Y también somos amables, acogedores y civilizados, pese a alguna que otra guerra y a algún que otro visado que se niega. Ven, descansa entre nosotros, que te anestesiamos un poco. Un hermoso anfiteatro con butacas de terciopelo, un muro redondo de rostros inmóviles que escuchan. Un altavoz que difunde una voz metálica, una lengua que te suprime finalmente de mis pensamientos. Good evening, ladies and gentlemen, it’s a pleasure to be here, with you. Buenas tardes, señoras y señores, es un placer estar aquí, con ustedes. The subject of this lecture will be the art of journalism and, through the press, the formation of the political consciousness in Europe. El tema de esta conferencia será el arte del periodismo y la formación de la conciencia política de Europa a través de la prensa. ¿Dónde está Atenas? ¿Quién es Sancho Panza? ¿E Ismael? Luego, en el hotel, hay un teléfono junto a mi cama. Bastaría levantar el auricular, componer un prefijo y un número y decirte: «En vista de que he chachareado de political consciousness, conciencia política, sin contar con el amor, ¿por qué te has ido de París con un día de anticipación?». Levanto el auricular y: «Hallo, may I have a coke? ¿Puedo tomar una coca-cola?». Qué alivio esta paz henchida de bienestar, acolchada de olvido. Would you like to stay one day more, two days more? ¿Desearía usted quedarse un día más, dos días más? Yes, thank you! Thank you very much. ¡Sí, gracias! Muchas gracias. Mil gracias. Aplazar los tormentos, suspenderlos. Seguir descansando, alargar por veinticuatro horas esta deliciosa narcosis del alma. ¿Es así como se prepara uno para el mal que grita cuando despierta uno de la anestesia? Porque, mientras tanto, al otro lado del océano, la muerte se aproximaba. El irresistible viento que succiona la estrella y la aspira por el remolino, barriendo cualquier residuo de esperanza, de ilusión. Ya no te quedaban más que cinco días de vida.

Lunes 26 de abril, quinto último día. Parecías un pájaro que revolotea por una habitación desprovista de puertas y ventanas, me contó Fazis. Caminabas arriba y abajo, desesperado, enfurecido, en busca de una salida, y esa salida no existía. Al regresar de París, la noche anterior, llamaste a Iuvelos, y un rugido sacudió la calle Kolokotroni: «¡Iuvelos! ¿También tú eres un siervo de Averoff, Iuvelooos? ¿También aceptas órdenes del maricón de Averoff, Iuvelooos?». Pero Iuvelos respondió fríamente que él sólo aceptaba órdenes de la justicia, y la justicia seguiría su curso. Luego llamaste al oficial del KYP. El baúl de documentos sobre Chipre, ¡el baúl! Era menester sacarlo inmediatamente, ¡no había tiempo que perder! Que te lo mandara lo antes posible. O, mejor, que acudiera en seguida a tu despacho: debías explicarle lo que estaba sucediendo. Presa del pánico, el oficial balbució que no, que ya no era posible, que era demasiado arriesgado exhibirse contigo: Averoff lo sospechaba, se disponía a trasladarlo a un cuartel en la frontera con Turquía. ¡¿Traslado?! ¡¿A un cuartel en la frontera con Turquía?! ¡Así, pues, no sólo quería cortarte las piernas, sino que también se proponía troncharte los brazos y arrancarte la lengua! Temblando de cólera susurraste al oficial una dirección, la casa de un amigo de confianza: que se reuniera contigo allí. El oficial se reunió contigo, en efecto, y durante horas discutisteis, pero en el momento de separaros no habíais concluido nada. Peor aún: mientras conducías en la oscuridad, por la carretera que va a Glyfada te pareció que te seguían dos automóviles: uno muy claro, casi blanco, y otro rojo. Te «pareció» porque cuando uno aparecía el otro desaparecía, y sin embargo la duda era tan leve que rozaba la certidumbre. Con esta idea entraste en casa de tu madre, e incluso allí el teléfono sonó por tres veces: «Si no entras en razón, Panagulis, te arrepentirás». «Si no bajas la cresta, Panagulis, la pagarás». «Vigilamos todos tus gestos, Panagulis, todos tus movimientos. No te nos escaparás». No te dejaron pegar ojo. Y ahora, agotado por el sueño y la impotencia, pájaro que revolotea por una habitación desprovista de puertas y ventanas, batías en vano las alas contra la pared y el techo de tu despacho de la calle Kolokotroni. ¡Si no hubieras estado tan solo! ¡Si hubieras contado con el apoyo de un partido! ¡Si los partidos hubieran sido algo serio y digno! ¡Si la palabra izquierda hubiera tenido un significado! ¡Si en lugar de la política de los políticos, de los politicastros, de los profesionales de la política, de los advenedizos, de los demagogos, de los demiurgos, de los revolucionarios del carajo, hubiera habido hombres de verdad, dispuestos a batirse, a echarte una mano! Si el pueblo hubiera sido pueblo, si tú hubieras podido arengarlo, invocarlo: ¡compañeros, amigos, hermanos, ayuda! ¡Ayuda, por Dios! Y, sin embargo, debía haber una salida: te evadiste de Boiati y también te evadirías de aquel berenjenal. Lo mejor sería hablar con Karamanlis para decirle lo que tenías y sabías sobre Averoff, y lo que Averoff tramaba contra ti: servicios secretos, magistratura y medidas disciplinarias que afectaban a tus amigos. Ofrecerías a Karamanlis dos soluciones: o intervenir cerca de su ministro de Defensa para que te dejara en paz, y cerca de Iuvelos para que revocase la orden, o sufrir un enfrentamiento contigo en el Parlamento, lo que le colocaría en la extrema violencia de encontrarse ante las pruebas de lo que afirmabas. El revoloteo del pájaro enloquecido se aplacó. Te sentaste al escritorio y telefoneaste a Moliviatis, secretario personal y consejero de Karamanlis. Le solicitaste una cita con el primer ministro: motivos gravísimos, dijiste, hacían urgente aquella entrevista. Moliviatis respondió que el señor primer ministro estaba muy ocupado por aquellos días: problemas con Turquía y con la NATO. Las probabilidades de verlo eran escasas. De todas formas, lo intentaría y te comunicaría algo.

¿Fue Moliviatis quien informó a Averoff? El lunes 26 de abril, Averoff parecía estar muy al corriente de tus intentos de entrevistarte con Karamanlis. Por la tarde se encontraba en Gudi, el campamento militar de Dionysos, con motivo de la ceremonia militar que seguía a la Pascua, y conversaba con un oficial. A cierto momento éste pronunció tu nombre, y fue como prender fuego a una mecha. Desapareció toda la suavidad, toda la untuosidad, y Averoff fue presa de un paroxismo del que nadie lo creía capaz; incluso olvidó que centenares de personas lo estaban mirando y escuchando, y con sus ojillos inyectados en sangre, gritaba: «¡Insolente! ¡Maldito! ¡Lo aplastaré! ¡Lo aplastaré, lo aplastaré! Exontóso, exontóso, exontóso!». Lenguas de fuego y rugidos, histéricos coletazos, cabezas cortadas y huesos descarnados: los restos de quienes Osaron acercarse al puente que protege el reino, para arrojar una flechita o una piedrecita contra la montaña. ¡De rodillas, bribones, de rodillas todos vosotros, que osáis desafiar a quien manda, a quien cuenta! Exontóso, exontóso, exontóso! Lo oyeron todos mientras gritaba aquel verbo. El oficial que involuntariamente provocó la escena, se quedó tan cohibido, que, ruborizándose, dijo: «Señor ministro, permítame que le dé la espalda para mostrarme sonriente. De otro modo creerán que a quien quiere usted aplastar es a mí».

Martes, 27 de abril, cuarto último día. Entraste en el despacho lamentándote por haber pasado otra noche infernal: nada de sueño y mucha migraña. No conseguiste dormir porque mientras conducías hacia Glyfada, reaparecieron los automóviles rojo y claro-casi-blanco en la oscuridad, y en la calle Vouliagmeni, a la altura de una gasolinera, el rojo casi te tocó. Un BMW rojo con dos hombres a bordo. ¿Policías encargados de controlar tus desplazamientos o mercenarios pagados para molestarte, tal vez para darte una lección? Antes o después te enfrentarías a ellos para satisfacer tu curiosidad; te convertirías de perseguido en perseguidor y les obligarías a pararse. Ahora no, ahora tenías cosas más importantes de que preocuparte. La cita con Karamanlis, ante todo. Sonó el teléfono y lo cogiste, ansioso: ¿Moliviatis? No, la acostumbrada voz irónica: «Sabemos siempre dónde vas y dónde estás, Panagulis. Continúa así y verás qué juerga». La secretaria te oyó gritar: «¡Dado por el culo! Malaka! ¡Ven aquí, ven a decírmelo a la cara, si te atreves!». Intervino: «¡Cálmese, señor Panagulis! ¿Quién era, señor Panagulis?». «El imbécil de siempre, que cree que me asusta». ¿Y Moliviatis? El teléfono volvió a sonar, y de nuevo lo agarraste, ansioso. No, no era Moliviatis, sino Fazis, que te contaba la escena de Averoff en el campamento Dionysos. «¿Ha dicho precisamente exontóso, lo aplastaré?». «Sí. Muchas veces». «¡Eh! ¿Quién lo hubiera dicho? Me gusta, tiene más hígado de lo que creía. Ahora sí que lo volveré loco. ¡Y tú, Fazis, por fin tendrás cosas que escribir! ¡Una novela, querido, una novela!». Como si el asunto te divirtiera. Pero tras colgar el auricular, miraste el reloj, impaciente. ¿Y Moliviatis? ¿Por qué no llamaba Moliviatis? Unos minutos más y lo llamarías tú. Lo llamaste. Oh, dijo él, pomposo y obsequioso, te le habías adelantado por un instante. Estaba a punto de telefonearte para decirte que ayer calculó bien: la agenda del señor primer ministro rebosaba compromisos. No había una sola pausa en la que poder introducir una cita contigo. ¡Oh, Turquía! ¡Oh, la NATO! Lamentable. Era preciso esperar. «¡No puedo esperar, señor Moliviatis! ¡No debo esperar! ¡No quiero esperar!». «Pero trate de comprender, señor Panagulis, asuntos de Estado…». «También el mío es un asunto de Estado. Informe de ello, cataraméne Khristé!». «Informaré, probaré». ¿Probó de veras? ¿Había probado? Unos meses después de tu muerte, hablé con el hombre de negocios amigo de Karamanlis que viajó contigo a París, le conté el episodio y le pedí que preguntara a Karamanlis por qué no te recibió aquella semana. El hombre de negocios me complació y, cuando volví a verle, me juró que Karamanlis parecía sincero al responder que nunca supo que tú solicitaste verlo, y con tanta insistencia. Si dijo la verdad no lo sé, pero sé que la negativa fue un golpe mortal para ti. Te inclinaste sobre el escritorio y repetías: «No hay nadie, no tengo a nadie. ¡Estoy solo, solo, solo! No puedo más. No aguanto más».

Esto se ve en la fotografía que aquella noche te hicieron en un restaurante. La fotografía de un hombre que ya se aferra a la vida con los dientes. Las mejillas aparecen tan chupadas, que los pómulos emergen más angulosos que la mandíbula. Las ojeras son tan lívidas, que parece que te han puesto los ojos morados a puñetazos. La nariz está tan afilada que ni siquiera tiene la misma forma. Ha desaparecido la sotabarba, y el cuello es tan flaco que baila dentro de la camisa. Hablas con dos que te escuchan serios, y por el modo de mover las manos, es evidente que estás dominado por una atroz tensión nerviosa. Los dos han comido, pues sus platos aparecen casi vacíos; tu plato, en cambio, sigue lleno de comida. Tu copa de vino está intacta. No, ya no aguantabas más. Porque hacia cualquier parte que mirases, todos los caminos se te cerraban, y el futuro te caía encima con la pesadez de una casa que se derrumba.

Miércoles, 28 de abril, antepenúltimo día. No sólo Moliviatis no mantuvo su promesa de informar a Karamanlis, con quien querías entrevistarte, sino que ya ni había forma de localizarlo. Bueno, pues trasladarías tu batalla al Parlamento. Tomaste papel y pluma y esbozaste la primera redacción de la superpregunta que ibas a dirigir a Karamanlis. «¿Por qué el primer ministro mantiene en su gobierno y en un puesto de capital importancia como el ministerio de Defensa, al señor Evanghelis Tossitsas Averoff, o sea a un individuo que colaboró con la Junta, que bajo Papadopoulos espió a favor del KYP, que bajo Ioannidis traicionó a la Marina revelando a los interrogadores todos los detalles de la rebelión, y que después de la Junta ayudó a los criminales del régimen a expatriarse?». Luego, lo que dirías aproximándote a los escaños donde se sientan los miembros del gobierno, y tendiendo el paquete de folios. «Hago entrega al primer ministro de las pruebas de cuanto he declarado: los archivos del EAT-ESA, que Evanghelis Tossitsas Averoff quería recuperar a través de los servicios secretos, y cuya publicación ha suspendido sirviéndose de la magistratura. Helos aquí. El Parlamento es testigo». Me lo contaste cuando, despertándome de la narcosis del alma, de la anestesia de Amherst, regresé a Nueva York y te telefoneé. «Estoy escribiendo una cosa importante, muy importante». «¿Qué es?». «Una superpregunta a Karamanlis. Te la leo, escucha». «¡¿Quieres decir que le entregas los documentos?!». «Sí. La semana próxima estalla la bomba. En el Parlamento, esta vez, y verás cómo arma más ruido que la que le regalé a Papadopoulos hace ocho años». «No se lo cuentes a nadie, Alekos». «Al contrario, a una cosa semejante debe dársele publicidad». Luego, me explicaste lo de las amenazas telefónicas y los dos automóviles que, ya no te cabía duda, te perseguían por la noche. El suplicio de mirar siempre el espejo retrovisor, buscando un coche que unas veces está y otras no, que unas veces es rojo y otras claro-casi-blanco, de tal manera que hay momentos en que te preguntas si ves visiones, otros en que te dices que de eso nada; ora te sientes como un jabalí furioso, ora una mosca caída en una telaraña. «Todas las noches, Dios mío, todas las noches cuando voy a Glyfada. ¿Sabes? El Primavera se ve incluso en la oscuridad. El maldito verde fosforescente». «Alekos, ¿es de todo punto necesario que todas las noches vayas a Glyfada?». «Es mejor que quedarme en la calle Kolokotroni. Allí encontré a uno forzando la cerradura de la habitación, ¿recuerdas?». «¿Y quién te escolta por la noche, cuando vas a Glyfada?». «Nadie. ¿Quién iba a escoltarme? Yo no soy en absoluto Su Excelencia Papandreu, ¡yo no tengo guardaespaldas!». «Alekos, ¿quién crees que es esta vez?». «¿Quién quieres que sea? Alguien que no me quiere bien». «Alekos, voy a reunirme contigo. Aquí ya lo tengo todo hecho y no me apetece esperar al 5 de mayo». «No, nos vemos el 5 de mayo». «Pero ¡¿por qué la has tomado con el 5 de mayo?!». «Porque lo habíamos fijado, ¿no? Es seguro. Ya verás cómo el 5 de mayo estaremos juntos». «Pero te noto tan deprimido…». «¡Ah! Qué no daría yo por volver atrás, a mi celda de Boiati».

Aquel hilo de voz. La resignación que desprendía aquel hilo de voz. Porque esto sucedió el miércoles 28 de abril: tu resistencia se desvaneció, tu indestructibilidad se borró, y sobrevino la resignación. El esfuerzo final no dura mucho. En un momento dado vuelve el cansancio de vivir, y alma y cuerpo se ven entorpecidos por la resignación que mira atrás: deslices involuntarios son los arrebatos, los gritos, las superpreguntas que no dirigirás a nadie. Lo dice también la poesía que escribiste aquella noche al regresar a la calle Kolokotroni. Pensamientos de un hombre que desde el exilio añora el pasado, que es el único agarradero al que aferrarse para remontarse a los tiempos en que la soledad era una celda sin espacio y sin luz, un deseo enloquecido de hablar con alguien, pero el futuro era una esperanza. Hela aquí, en cuatro hojitas de tu bloc de notas. ¡Qué caligrafía tan convulsa y alterada! De verso en verso se hace más convulsa, más alterada, como si sostener la pluma en la mano te costara un esfuerzo terrible. «Como en el pasado iban de un lado a otro / los poetas, / y como recitaban sus verdades, / verdades revestidas de hermosas palabras, / aguadas de narraciones / así iba yo también, de un lado a otro, / a lugares desconocidos, / pero tan bellos como los nuestros, / y quería creer que / no volvía la espalda al mundo. / No viajo, / me hablo a mí mismo / por los bosques, los montes y los valles; / no viajo, / los que corren son los campos, / y mi recuerdo está vinculado a los amigos / que en cualquier lugar / estaban esperando / verme aparecer de improviso; / a los días lejanos en que, / con la sola fuerza de los sueños, / construíamos esperanzas / y el dolor / nos acompañaba siempre a todas partes. / Árboles, montañas y valles viajan, / y yo, / ligado a ellos, que sufrían porque yo sufría, / que lloraban porque yo lloraba, / que invocaban los barrotes porque yo estaba tras los barrotes / solo. / Han transcurrido años, y yo, / sin olvidar el dolor, / pero sin caer en la injusticia de evocarlo, / voy recorriendo los mismos caminos, / caminos que sólo conoce quien ha sufrido, / y anhelo con nostalgia mi celda / si pienso que en aquellos días daba algo / que todos comprendían. / Y cuando pienso en lo que sé / que sucede ahora, / ahora más que entonces, / sin que los demás logren comprenderlo, / ni siquiera intuirlo, / digo: / mi fin sobrevendrá del modo que quieren los que tienen el poder».

La encontré cuarenta y ocho horas después en tu almohada, junto con una quinta hoja en la que transcribiste las palabras que Sócrates dice antes de darse muerte: «Ha llegado la hora de partir. Cada uno de nosotros sigue su propio camino: yo a morir, vosotros a vivir. Qué sea mejor, sólo el dios lo sabe».

Jueves, 29 de abril, penúltimo día. Entraste en el despacho sin mirar a la cara a nadie, y dijiste a la secretaria que no querías que te molestaran: debías hacer una llamada. Era la llamada a Averoff, la tentativa extrema para impedir el traslado del oficial del KYP. Incluso pediste consejo a un abogado sobre ese extremo, y ambos llegasteis a la misma conclusión: era inútil hacerse eco de las amenazas que Averoff gritara el lunes por la tarde en Gudi; sólo serviría para acelerar el traslado. Mejor fingir ignorar el episodio y descender a un compromiso; mejor imitar su táctica habitual. El Averoff que vencía siempre no era el del lunes por la tarde; era un señor educado, razonable, maestro en el arte de la hipocresía, y no luchaba nunca con arma blanca sino con los venenos de la inteligencia. Así, pues, era preciso hacer exactamente lo mismo. Compusiste el número del ministro de Defensa. Pediste por el señor ministro, y el señor ministro no se negó: «¡Querido amigo! ¡Distinguido colega! ¡Qué placer escucharle, qué honor!». El sarcasmo vibraba bien claro en la voz meliflua. Pero no te desmoralizaste. Gracias, señor ministro, el señor ministro era en verdad muy gentil, y esperabas no molestarle. «Pero ¡qué dice, ilustre amigo! ¡¿Qué puede inducirle a semejante sospecha?! ¿Molestarme?». Sí, molestarle, repetiste. Tanto más cuanto que le telefoneabas para pedirle un favor, y los favores son siempre una incomodidad. «¡Por favor, querido amigo! ¡Por favor! ¿De qué se trata?». Se trataba de un oficial cuyo destino te preocupaba, dijiste, un oficial del KYP. En efecto, su mujer era una amiga que te había ayudado mucho en el sesenta y ocho, cuando huiste a Chipre. En aquel tiempo, él trabajaba en la embajada de Chipre. «Comprendo, querido amigo, comprendo». Esa señora adoraba su ciudad, no conseguía renunciar a ella, como verdadera ateniense, y se daba la circunstancia de que el señor ministro había ordenado trasladar al oficial del KYP a un pueblo en la frontera con Turquía. «Continúe, querido amigo, continúe». ¿Cuál era, pues, el dilema de la señora? ¿Abandonar Atenas y seguir a su marido al pueblo en la frontera con Turquía, o bien permanecer en Atenas y vivir alejada de su marido? Situación cruel, además, porque ambos se amaban mucho. «Está claro, querido amigo, está claro. ¿Y en qué puedo servirle, querido amigo? Dígame». Palideciste. «Se lo estoy diciendo, señor ministro. Le estoy pidiendo que no traslade al oficial». «Y yo le respondo que estoy aquí para complacerle, querido amigo, ilustre colega. Enviaré al oficial a donde desea. ¿Dónde desea que lo envíe, querido amigo, ilustre colega?». El juego del gato y el ratón. Él es el gato y tú el ratón. Un juego que no sabías seguir. También con Hazizikis falló casi siempre porque aguantabas, soportabas, y de pronto estallabas. Por lo demás, que estabas a punto de estallar se advertía en la palidez del rostro y en la turgencia violácea de la cicatriz de la mejilla izquierda. Trataste de dominarte: «Deseo que permanezca donde ha estado siempre y donde está, señor ministro: en su despacho del KYP, en Atenas». Un gañido: «¡Ilustre amigo! ¿Quién se atrevería a negarle un favor? Para mí sus deseos son órdenes. Me temo que Atenas sea imposible, pero dígame a dónde prefiere que sea trasladado, y obedeceré». Colocaste el auricular en el escritorio, cerraste los ojos y te obligaste a recobrar el aliento. Un esfuerzo más, Dios mío, un intento. Haz que me salga. Volviste a tomar el auricular: «Tal vez no me he explicado, señor ministro. Le estaba diciendo… En resumen, no quiero que el oficial sea trasladado. A ningún puesto». «¿No quiere, ilustre amigo? ¿No quiere?». «No.» «¿Y por qué, haga el favor, por qué, si no soy demasiado indiscreto?». «Porque, como le decía, la mujer de ese oficial…». Y aquí se rompieron los frágiles diques que contenían el océano de tu furor. Se rompieron con un grito que hizo temblar los cristales, en la habitación de al lado todos experimentaron un escalofrío, y la secretaria se santiguó. «Averofakiii! ¡Pequeño Averoff! Akúsa, Averofáki, skoulikáki! ¡Escucha, pequeño Averoff, gusanito! Den ise t’afendiko tis Hélladas! ¡No eres el amo de Grecia! ¡Y no llegarás a serlo! Ke den tha ghinis! ¡Porque yo, yo, yo te lo impediré! ¡Desde mi tumba te lo impediré, desde mi tumbaaa!». Y entonces, también Averoff, olvidando toda prudencia, cedió a la rabia que lo alteró en Gudi. Y repitió las mismas palabras y añadió otras peores, gritando a su vez, gritando: «Egò tha s’exontóso, Panagulis! ¡Yo te aplastaré, Panagulis! Egò tha se katastrépso, Panagulis! Katastrépso! ¡Te destruiré, Panagulis! ¡Te destruiré!».

Esto lo supe inmediatamente después, cuando volvimos a hablar y reconocí la voz. No era tu voz, tu hermosa voz sensual, gutural, honda; era una especie de piar enrarecido, que parecía venir de una caverna, alejada millones y millones de años luz. Como un eco del recuerdo. En efecto, de vez en cuando desaparecía, dejando vacíos de silencio, y: «¡Oye, Alekos, oye! No te oigo. ¿Me oyes tú a mí?». «Me ha…». «¡Oye, Alekos, oye!». «Destruiré… Aplastaré…». «¡Oye, Alekos, oye! ¡No funciona la línea, maldita sea!». «No, la línea funciona. Soy yo quien ya no funciona». «¿Por qué, Alekos, por qué? ¿Qué te pasa, Alekos? Dime si te encuentras mal. ¿Tienes fiebre?». «No. Sí». «¿Sí o no? Explícate, no me asustes. ¡Me asustas! Y yo aquí, sin poder hacer nada por ti. ¡Oye!». «Sí, me encuentro mal. Muy, muy mal…». «¿Dónde? ¿Por qué?». «Porque estoy muy, muy, triste. Muy, muy, muy preocupado». «Alekos, basta de esa historia, ¡basta! ¡Te estás matando, te están matando! Voy a Atenas, voy en seguida, inmediatamente. Quiero verte, quiero sacarte de ahí, quiero…». «Ven si quieres, pero no puedes hacer nada, Agápi. Nada. Nos veremos el primero de mayo, me verás el primero de mayo. Adiós». Y cortaste la comunicación, dejándome aturdida. Primero de mayo. ¿Había entendido bien? ¿Dijiste primero de mayo? Sí, primero de mayo, no cinco de mayo. Ahora ya no recordabas ni siquiera la fecha de nuestra cita, Dios mío. ¿O tal vez habías cambiado de idea y querías que llegara de veras el primero de mayo, esto es, pasado mañana? Era preciso volverte a llamar. No, nada de volverte a llamar. Esas llamadas sólo servían para hacerme sufrir, y no quería volver a oír aquella voz que no era tu voz. Iría en realidad el primero de mayo, eso es. Saldría mañana, eso es. Y lo hice. Embarqué en el preciso momento en que morías. Las seis cincuenta y ocho del viernes 30 de abril. En Atenas, la una y cincuenta y ocho del sábado primero de mayo. En efecto, a las siete en punto estaba a bordo, y miraba el reloj, sorprendida de la puntualidad de un vuelo que acostumbraba a llevar retraso. Durante el viaje me sentía inquieta, oprimida por un nerviosismo que no alcanzaba a definir. El nerviosismo creció cuando proyectaron una película que apestaba mal agüero: la historia de un poeta loco y valiente, incomprendido por todos e inmerso siempre en aventuras imposibles, con la muerte tras él, cubierta por un blanco sudario. Seducía al poeta empuñando la guadaña. De vez en cuando, la guadaña llenaba la pantalla y el poeta debía escapar. Para escapar se refugiaba en nuevas empresas, nuevas locuras de las que salía milagrosamente indemne. Pero al fin se cansaba de escapar, de negarse a ella, que lo deseaba con tanta insistencia, e iba a su encuentro y se hacía matar. Y él y la muerte se alejaban juntos cantando, danzando en un gran prado verde como el verde de tu Primavera.

La simultaneidad de las acciones sólo es en apariencia un misterio cuajado de episodios accidentales y autónomos. De hecho, es un tejido compuesto por episodios necesarios el uno al otro, y rigurosamente vinculados entre sí. Es una máquina bien lubricada. Me convencí de ello cuando reconstruí los acontecimientos que compusieron el último día de tu vida, cuanto coincidió y contribuyó a lubricar la máquina, a entrelazar las vías paralelas de tus acciones y las acciones de Steffas, a fin de que el proceso ya irreversible de tu muerte se desarrollara sin errores, retrasos ni tropiezos, y concluyera en un punto preciso, o sea situado ya en el espacio y en el tiempo. El agujero negro bajo el garaje con la inscripción Texaco, a la una cincuenta y ocho del sábado primero de mayo de mil novecientos setenta y seis.

El último día de tu vida amaneció con cielo gris, plomizo. Durante la semana había hecho un sol de verano, y ni una nube oscureció el azul. Pero el atardecer anterior, de pronto, el horizonte se tornó lívido, iluminado por una luz helada, y se alzó un fuerte viento. El mar se embraveció, rompiendo contra el litoral, y la tempestad se abatió entre Atenas y Corinto. Durante toda la noche, como una riña de dioses enfurecidos, los relámpagos desgarraron el aire, la lluvia inundó las calles, y sólo al amanecer retornó la calma, bajo aquel cielo gris, plomizo, mensajero de desgracias. Te despertaste temprano. Extrañamente, dormiste bien, y cuando tu madre te llevó el café ya estabas en pie, mirando absorto los daños sufridos por las plantas del jardín. La borrasca decapitó las rosas y mutiló los árboles, y naranjas y limones yacían sobre una alfombra de ramas y hojas arrancadas. También había caído el manojo de ajos atado a un muñón de la palmera, para alejar la mala suerte. Al caer, se había deshecho, esparciendo los bulbos sobre el sendero y sobre los terrones cenagosos. Algunos bulbos se habían abierto, y los dientes parecían restos de un collar desgranado: «¡Tus ajos!», exclamaste. Ella se asomó, los vio y lanzó un gruñido horrorizado: nunca se había dado el caso de que el manojo cayera; hasta cuando te condenaron a muerte permaneció colgado. Alarmada, depositó la bandeja con el café y salió corriendo a recoger ajo por ajo, diente por diente, y luego regresó a la casa, preparó otro manojo, más grueso, lo ató con bramante y fue a fijarlo de nuevo en el muñón de la palmera. Lo ató muy bien, pero apenas había vuelto la espalda, cuando el nudo se deshizo y el manojo cayó por segunda vez esparciendo otros bulbos y otros dientes: como si el diablo se divirtiera insistiendo en signos de mal agüero. Asomado a la ventana, la mirabas atento, y una sonrisa inexplicable te fruncía los labios. «No lo conseguirás nunca, aunque lo claves», dijiste mientras ella volvía a recoger los bulbos y a atarlos en un manojo, testaruda. Aquella mañana tu voz era límpida, la hermosa voz que yo amaba, y la despejadísima frente estaba desprovista de arrugas. Parecías descansado, fresco. Una misteriosa serenidad había sustituido de improviso a aquella desesperación en la que te habías deshecho hasta pocas horas antes.

Te lavaste y te vestiste bien, con cuidado, como si fueras a una fiesta. Escogiste buena ropa interior, la camisa más bonita y el traje que más te gustaba: chaqueta y pantalón de gabardina color avellana. Con atención meticulosa te afeitaste, te recortaste el bigote y te llenaste los bolsillos con los objetos que siempre llevabas contigo: pipa, puritos, tabaco, plumas, agendas, blocs de notas, tijeritas y recortes de periódicos. En el bolsillo interior escondiste un documento sobre Averoff que dudabas en fotocopiar. Hasta se lo dijiste a uno de tus escuderos: «Es demasiado importante. Fotocopiarlo es arriesgado. Mejor llevarlo encima». Te movías sin prisa, absorto, con la calma propia de quien ha dejado de medir la existencia con las saetas del reloj. Una vez estuviste listo, te pusiste a pasear arriba y abajo por la casa, como si no tuvieras deseos de salir o buscaras algo. ¿Una añoranza, un recuerdo? Arrastrando sus zapatillas, mientras se colocaba horquillas en el cabello enmarañado, tu madre iba tras de ti, sorprendida: «Tí théles? ¿Qué quieres?». «Típote, nada. Pensaba. Falta un mes y dos días para mi cumpleaños. Treinta y siete años el 2 de junio. Soy viejo». Por último saliste lanzando una ojeada al manojo de ajos que ahora pendía firmemente del muñón de la palmera. Pero una vez llegado a la cancela te detuviste, volviste sobre tus pasos y con un gesto seco lo arrancaste y lo arrojaste por el suelo: «¡No hay que ser supersticiosos!». Ella farfullaba todavía, horrorizada e indignada, cuando te sentaste al volante del Primavera y partiste, embocando la calle Vouliagmeni: la calle recorrida millares de veces y de la que conocías cada metro, cada revuelta, cada bache. ¿Te volviste al pasar por delante del garaje con la inscripción Texaco? Conmigo te volvías siempre murmurando que la ausencia de un murete hacía peligrosa la rampa; que aquello era una trampa para romperse la cabeza. Señalabas el cartel situado sobre la rampa, Kalon Taxídi, Buen Viaje, y comentabas: «¡Buen viaje con la cabeza rota!». A las nueve estabas en la calle Kolokotroni y aparcaste el Primavera delante mismo del comercio de maquinaria textil, situado junto a tu portal, con la pared y los cristales en común con el pasillo que conducía al ascensor. La tienda estaba abierta y dentro había ya un cliente: un joven con la cara redonda, salpicada de pecas. Era el mismo que en julio del setenta y cinco se trasladó a Florencia con el nazi griego para permanecer allí una semana: precisamente la semana en que abandonaste Atenas diciendo que ibas a Florencia y, en cambio, fuiste a Chipre. El mismo que en Florencia presumía tanto de sus empresas de kamikaze, de las complicadas maniobras de que era capaz con su Peugeot: cabezazo, coletazo, y el otro automóvil sale despedido como un proyectil. El mismo que durante la Junta trabajó en el taller de Despina Papadopoulos, y que viajó mucho a los países donde había que seguir a los opositores en el exilio, pero sobre todo al Canadá, donde participó en carreras de circuito abierto, las terribles pruebas en las que se interviene para destruir a los demás automóviles con maniobras morro-cola, y en las que vence quien tiene la mente más fría y el ojo más agudo. Mikhail Steffas, en una palabra. Actualmente socialista papandreísta, empleado en una empresa de confecciones, la Heim Fashion, y propietario de un Peugeot 504 blanco plateado. Y qué casualidad: por aquellos días había estado otras veces en la tienda de maquinaria textil.

Entraste en el despacho y allí te esperaba el abogado. Le contaste la disputa con el dragón y: «Como ves, he seguido tu consejo, pero rebajarse a pactar es imposible. Ya no hay otra elección salvo ir al fondo de esta historia, cueste lo que cueste. El lunes presento la superpregunta a Karamanlis». «Bien poca cosa vas a sacar». «Lo sé. Karamanlis no puede permitirse liquidarlo, y no tengo a nadie que me apoye. A nadie». «¿Entonces?». «Entonces, nada. Hay casos en los que para vencer hay que perder hasta la respiración». «¿Y después de la superpregunta?». «Me iré a Italia unos cuantos días, y de allí, a Chipre». El abogado te observaba con perplejidad: te mostrabas muy sosegado aquella mañana, muy seguro. Incluso al relatar los insultos intercambiados con Averoff. Tu voz no traicionaba el menor apasionamiento. Pero ¿qué pretendías decir con la frase hay-casos-en-los-que-para-vencer-hay-que-perder-hasta-la-respiración? Presa de una sospecha, el abogado llevó la conversación hacia el tema de las llamadas amenazadoras, las persecuciones automovilísticas, y lo inoportuno de conducir cada noche solo por calles desiertas para dirigirte a Glyfada. «Pero mira que sois pesados todos —le respondiste—. ¿También a ti te gustaría que viajara con guardaespaldas, que así me pusiera en ridículo?». Luego, levantaste el auricular del teléfono, que estaba sonando, y hablaste con alguien, los labios fruncidos en una mueca de hastío. Qué lata. Una tal Suiulzoglu te invitaba a cenar de parte de su cuñado Victor Nolis, un griego de Melbourne. Conociste al tal Nolis en Roma, en el sesenta y ocho, y unos meses antes había dado señales de vida a través de la Suiulzoglu, hermana de su mujer. Ahora se encontraba en Atenas y quería llevarte a cenar con las dos mujeres. «¡Precisamente hoy! Lo último que quisiera hacer es pasar la velada con esos tres atontados». «Ven a cenar conmigo. Paso a recogerte en automóvil, y luego te acompaño a Glyfada; así, por una vez, no andas por ahí solo de noche», sugirió el abogado, llevando la conversación al punto en que la interrumpió la llamada de la Suiulzoglu. «No, gracias. Si no voy con ellos debo ir a cenar con el director del Olympia Express; da lo mismo. Mañana nos vemos». «De acuerdo, nos vemos mañana, pero te lo repito: no andes por ahí de noche, y a Glyfada ve lo menos posible. No me convence esa historia de los dos que te siguen en cuanto se hace de noche». «Lo que debe ser es, lo que deba ser será». Os separasteis con estas palabras, y más tarde llamaste a Nolis: que pasara a recogerte hacia la cinco de la tarde, y luego, si conseguías anular la cita con el director del Olympia Express, cenarías con él, su mujer y su cuñada. Mientras tanto, Mikhail Steffas abandonó la tienda de maquinaria textil y se dirigió en taxi a Heim Fashion. Utilizaba el taxi porque desde hacía un mes no tenía el Peugeot en Atenas, explicó. Lo tenía en Corinto, delante de la casa de sus padres, porque la matrícula era todavía francesa, y había que matricular el coche en Grecia. Un mes antes, en Atenas, por culpa de la matrícula se expuso a una fortísima multa.

Abandonaste la oficina hacia las dos y media y regresaste a las tres y media para anular el compromiso con el director del Olympia Express, y en este punto se inicia el paralelismo de tus acciones y las de Steffas. A las cinco se presentó Nolis y le dijiste que sí, que cenarías con él, pero que lo invitabas tú, en unión de su esposa y su cuñada, a un restaurante de Glyfada. A la misma hora, las cinco, Steffas echó el cierre de Heim Fashion y se dispuso a representar su papel. A las seis te despediste de Nolis, quedando en recogerlo antes de la cena en la calle Alkionis, 8, donde vivía. A la misma hora, a las seis, Steffas fue a ver a Vasilis Iorgopoulos, su amigo y su coartada. A las nueve, la Suiulzoglu te telefoneó diciendo que se le había estropeado el automóvil: antes de dirigirte a la calle Alkionis, 8, ¿podías pasar por su casa, en la calle Androtzu, 15A? A la misma hora, las nueve, Steffas montó en el autocar de Corinto para ir en busca del Peugeot y trasladarse en él a Atenas. (¿Y la matrícula francesa que había que cambiar? ¿Y el riesgo de sufrir una multa? Se justificó diciendo que Iorgopoulos le propuso pasar el primero de mayo con dos muchachas en Egina, y eso le hizo olvidar toda cautela. Pero Egina ¿no es una isla? ¿No se va en barco a Egina? ¿Qué sentido tiene precipitarse de Atenas a Corinto en autocar, tomar allí el Peugeot sin la matrícula en regla, llevarlo a Atenas, embarcarlo, desembarcarlo, volverlo a embarcar, desembarcarlo por segunda vez y devolverlo a Corinto al día siguiente? Ningún sentido, obviamente. Pero ¿quién ha dicho que el Peugeot sirviera de veras para una jira a Egina con unas chicas? Podría servir para otro fin muy distinto, por ejemplo prestar un servicio, para hacer un favor que requiere mente fría, ojo despierto y habilidad en las maniobras morro-cola; precisamente un pasado de kamikaze adiestrado en las pistas del Canadá, en carreras de circuito abierto, y un coche sólido, más resistente a los choques que cierto automóvil muy-claro-casi-blanco que, en los últimos días, ha demostrado no hallarse a la altura de la misión). A las nueve y media dejaste la calle Kolokotroni para pasar a recoger a la Suiulzoglu y reuniros con los Nolis. A las diez estabas en la calle Alkionis, en casa de los Nolis, que te entretuvieron el tiempo de tomar un aperitivo, un trago de whisky que, como no te gustó, permaneció intacto en el vaso. A las diez y cuarto saliste con ellos. Y eran las diez cuando el autocar en el que viajaba Steffas llegó a Corinto, él se apeó y corrió a la plaza donde tenía el Peugeot. A las diez y cuarto llegó a la plaza y se apresuró a montar en el coche. A las diez y veinticinco embocó la autopista que de Corinto conduce a Atenas. A la misma hora aparcaste el Primavera delante de Tsaropoulos, y luego entraste con los Nolis y la Suiulzoglu. Era el mismo restaurante que elegiste para nosotros tres años antes, la noche en que regresé junto a ti y tú escapaste de la clínica muy jovial, renacido, y me regalaste la poesía. Comenzó entonces la semana de felicidad.

Encargaste la cena, excitado. De pronto, la calma con que te movías por la mañana, el sereno equilibrio, la ausencia de pasiones, cedió el paso a una euforia inesperada. En efecto, parecías excitado. Hablabas sin parar, bromeabas, te referías riendo a los archivos, a Averoff, a Tsatsos, a la superpregunta que ibas a formular el lunes a Karamanlis, y al terremoto que provocarías al entregar los folios prohibidos por Iuvelos. Incluso hiciste la confidencia de que ibas a escribir un libro que ya habías comenzado, pero que los problemas lo habían interrumpido. Sin embargo, en el mes de mayo lo reanudarías y lo pensabas terminar antes de fin de año. «Trabajaré en él sin pausa en verano y en otoño. Para ello me trasladaré a Italia, después de pedir permiso al Parlamento. Se trata de un libro que comienza con el atentado a Papadopoulos y concluye con los documentos. Es la historia de un esfuerzo, la historia de un hombre». Prometiste incluso viajar a Australia: «Sí, quiero moverme, conocer el mundo. Una vez terminado el libro, de veras voy a Australia». Parecía que un futuro interminable se extendiera ante ti, cargado de promesas, éxitos y dicha; parecía que tu atroz designio, tu cálculo inconsciente de morir para vivir estuviera olvidado. Y te brillaban los ojos, te temblaban las manos y te gustaba todo. La compañía de los tres ancianos, la comida y la gente. Las dos señoras te miraban mudas, seducidas, y Nolis te escuchaba fascinado. ¡Qué brío tiene este hombre, qué calor, qué fuego! Ni siquiera tenías necesidad de beber para alimentar aquel fuego: una botella para cuatro. A cierto momento llevándote la copa a los labios, dijiste que tus relaciones con el vino se habían deteriorado: habías redescubierto las virtudes de la naranjada. «Y no lo siento, porque la oscuridad está llena de insidias, de sombras al acecho. Es preciso tener el cerebro lúcido y los reflejos rápidos». Mientras tanto, Mikhail Steffas conducía blasfemando contra la lluvia que había arreciado entre Corinto y Megara. Esta lluvia le impedía correr como hubiera querido. Pero corría bastante, puesto que a las doce menos diez estaba de regreso en casa de Iorgopoulos, su coartada hasta la una y media. (Resultaba extraño volver a su casa a medianoche, y no menos extraño procurarse testigos al minuto). ¿Y el BMW rojo? También estaba, también, y ni siquiera aguardó al Peugeot de Steffas para ir a tu encuentro. Después de haberte seguido hasta el restaurante, se alejó para esperar la hora justa sin ser advertido, y cometió un error significativo. Era cerca de medianoche cuando un ciudadano aterrorizado se presentó a la policía para denunciar que en la calle Vouliagmeni, un BMW rojo lo siguió durante un par de kilómetros y en un momento dado le embistió y lo rozó, con el claro propósito de lanzarlo fuera de la calzada. Él evitó el desastre manteniendo con fuerza el volante y parándose en cuanto le fue posible. No, no fue una casualidad. Podía demostrarlo porque mientras se quedaba allí a recuperar el aliento y preguntarse el motivo de la agresión, el BMW reapareció y también se paró. Los dos que iban a bordo lo miraron bien y luego manifestaron un gesto de desencanto: como si se hubieran equivocado de persona o se hubieran dado cuenta de que se habían comportado como imbéciles. Como si recordaran que si te habían dejado en Tsaropoulos no podías estar ya en la calle Vouliagmeni. El ciudadano aterrorizado llevaba bigote y tenía un automóvil verde. No verde manzana, pero en la oscuridad era casi igual al tuyo.

Abandonaste Tsaropoulos poco después de la una de la madrugada, y en el umbral del restaurante se suscitó una pequeña discusión: tú querías acompañar a casa a tus invitados, y ellos insistían en tomar un taxi. Dormías en Glyfada y el restaurante estaba en Glyfada, repetían a trío; era absurdo que fueras hasta las calles Alkionis y Androtzu, ambas en barrios alejados, para luego regresar a Glyfada. De todas formas, les obligaste a montar en el Primavera. La primera etapa fue hasta la calle Alkionis, y en una travesía de ésta, cuando ya te habías despedido de los Nolis, sucedió algo extraño: un taxi te adelantó y te cerró el paso, frenando en el centro de la calle. También tú frenaste y te apeaste diciendo: «¡Ahora también taxis! Quiero ver de quién se trata». Luego te dirigiste hacia el conductor, y la Suiulzoglu te vio disputar con él durante unos minutos. Pero cuando regresaste parecías aliviado: «No, no me iba siguiendo. Es de Glyfada, lo conozco». Volviste a poner el coche en marcha y doblaste por la calle Poseidonos. «Lo cierto es que ya sospecho de todos los automóviles». «¿Por qué?», exclamó la Suiulzoglu. No respondiste. Tal vez ni la oíste. Con los labios apretados y la frente fruncida, mirabas por el espejo retrovisor. De pronto: «Heleni, ¿le apetece darse una vueltecita por un bouzouki? El tiempo de beber una naranjada y disfrutar con un poco de música. Hay uno por aquí, a dos pasos, en dirección opuesta». La Suiulzoglu no comprendió y se resistió. No, gracias, era tarde, y a su edad no se va a los bouzouki con jóvenes guapos. «Vamos, Heleni». «No, gracias, de verdad». «Paciencia». Con la mirada siempre en el retrovisor, aceleraste para tomar a gran velocidad la Leoforos Sigrou. Una vez ante la fábrica de cerveza frenaste de golpe y te excusaste de manera precipitada: no estabas acostumbrado a abandonar a las señoras en las aceras por la noche, pero la calle Androtzu no estaba lejos, y el 15A de la calle Androtzu estaba al volver la esquina. ¿Le importaba apearse y continuar a pie? De nuevo la Suiulzoglu no comprendió. Sólo después de tu muerte se dio cuenta de que no querías entrar en la calle Androtzu, pequeña y oscura, y que estabas muy impaciente por encontrarte solo. Respondió que no, que no le desagradaba en absoluto, y luego se apeó sin que tú hicieras el gesto de imitarla o de abrirle la portezuela. Con una mano en el volante y otra en el cambio, te disponías a partir cuanto antes. «Gracias, Heleni. Perdóneme, Heleni». «Gracias a usted, Alekos. Pero ¿por qué no se va a dormir a la calle Kolokotroni? Está a dos pasos de aquí, ¿y vale la pena conducir otros veinte minutos hasta Glyfada?». «Mejor dormir cuatro horas en Glyfada que ocho en Kolokotroni». «Entonces, hasta la vista…». «Hasta la vista». Ni siquiera esperaste a que atravesara la calle para ganar la acera opuesta. Partiste inmediatamente. Era la una treinta y cinco, máximo la una cuarenta, según manifestó la Suiulzoglu, quien explicó asimismo que a la una cuarenta y cinco estaba ya en casa: en recorrer los doscientos metros que la separaban de la calle Androtzu, 15A, abrir el portal, llamar el ascensor, subir hasta el tercer piso y entrar en su casa no pudo haber empleado menos de ocho o diez minutos. De acuerdo, pero de noche y con las calles semidesiertas, para ir desde aquel punto de la Leoforos Sigrou hasta el punto en que te mataron, en la calle Vouliagmeni, bastan cinco o seis minutos. A causa del choque, el reloj de tu Primavera se detuvo a la una cincuenta y ocho, hora confirmada por los testigos. Entre el momento en que te despediste de la Suiulzoglu y el momento del choque media un vacío de dieciocho a veintitrés minutos, digamos veinte, que nadie ha sabido o querido explicar. Son los veinte minutos de la corrida que celebraste con tus asesinos.

Aparecieron juntos, exactamente, como si tuvieran una cita concreta. Aparecieron de pronto, mientras torcías en la calle Diakou. Un BMW rojo y un Peugeot gris plateado. Desde luego que no te sorprendiste: que iba a suceder lo comprendiste en la calle Poseidonos, cuando quisiste retroceder y detenerte con la excusa del bouzouki. Luego, te convenciste en la Leoforos Sigrou, cuando te separaste de la Suiulzoglu. Por lo demás, los testigos que la policía del Poder ignoró o silenció (salvo uno que nunca se plegó, un conductor llamado Mandis Garoufalakis) dijeron a la mañana siguiente que detrás del Fiat verde manzana no sólo iba el Peugeot, sino también otro coche rojo herrumbre o granate, tal vez un Jaguar o un BMW. Te encontraste entre los dos como un ratón caído en la trampa, y es posible que, de momento, quisieras escapar. Pero de pronto se manifestó el irresistible impulso de enfrentarte con ellos, de verles la cara, de descubrir quiénes eran; en suma, pelear de la misma forma que peleaste en Creta, en Roma, en Atenas y todas las veces que intentaron atemorizarte, provocarte o matarte con un automóvil. Reapareció el cansancio de vivir que deriva del cansancio de perder, y con éste, la necesidad de vencer al menos después de muerto, el cálculo inconsciente según el cual no hay héroe vivo que valga por un héroe muerto. Y comenzó la corrida, en la cual por momentos se invierten los papeles y el perseguido se transforma en perseguidor y éste en aquél. En algunos momentos, otra vez el perseguidor vuelve a perseguir y el perseguido sufre persecución. En qué arena se celebró esta corrida antes que en la calle Vouliagmeni no lo sé, pero recorriendo de nuevo las calles de tu agonía, llegué a la conclusión de que el trayecto sólo pudo ser calle Diakou, calle Anarafseos, calle Loghinou, calle Mousourou, calle Himittou y calle Iliupoleos, o sea primero en dirección al cementerio y luego en torno al cementerio, porque si desde la Leoforos Sigrou no se entra en seguida en la calle Vouliagmeni tomando una dirección prohibida, hay que seguir por aquellas calles a la fuerza, y todas conducen al cementerio. Una vez en éste, no se puede hacer otra cosa que girar en torno a él con el movimiento circular de la estrella atrapada en el torbellino que la succionará dentro del agujero negro. Te veo tenso al volante, pálido, persiguiéndolos mientras te persiguen, atacándolos mientras te atacan, en una alocada sucesión de bandazos, acelerones, frenazos y embestidas. Estas últimas, las colisiones descritas por los peritos, que los magistrados del Poder no tomaron en consideración, presentaban huellas de pintura de un marrón herrumbroso que podría ser rojo o granate. ¿En qué instante experimentaste el inútil impulso de supervivencia, el deslizarse de la estrella que para arrancarse al torbellino se dedica a girar? ¿En qué momento pensaste dirigirte a la calle Vouliagmeni para ganar la casa del jardín de naranjos y limoneros, único refugio? De pronto, hete aquí huyendo del terrible girar y volviendo por la misma calle por la que llegaste, Anarafseos, para irrumpir en la calle Vouliagmeni, donde los testigos que he mencionado contaron haber visto pasar como una flecha un automóvil verde, otro rojo y un tercero blanco plateado. Cuatro testigos: un taxista que se encontraba doscientos metros más atrás, su pasajero, un segundo taxista que os precedía y un tercero que aguardaba en un cruce. Lo explicaron presentándose espontáneamente a la policía, y al principio ésta no les preguntó ni los nombres. Luego, sí se los preguntará, y tres de esas personas modificarán su declaración, olvidando el automóvil rojo. Sólo Mandis Garoufalakis insistirá, pero sin ser escuchado, antes bien, disuadiéndosele y amenazándosele. En efecto, con los periodistas que querrán saber más, hablará cada vez de peor gana, con la renuencia que es hija del miedo. «Sí, uno rojo y otro blanco… Blanco, no, tabaco… No, gris». Ahora el uno y luego el otro, ahora a la derecha y luego a la izquierda, te adelantaban y te cortaban la calzada; se colocaban delante de ti y debías esquivarlos para adelantarlos a tu vez. Apenas lo habías logrado, repetían la maniobra. Con método, con precisión, con sincronía perfecta. «Pero-yo-no-sé, señores, yo-no-he-visto-nada, por caridad. Yo no quiero historias, tengo mujer y niños, tengo familia, no me metan en un lío. Si no me meten en un lío, si juran no mencionar mi nombre, les digo que el automóvil verde se encontraba siempre aprisionado entre el rojo y el claro. A bordo del rojo iban dos personas, y a cierto momento el automóvil rojo hizo lo peor: embistió al verde precisamente en la matrícula. Entonces, el automóvil verde bandeó, se recuperó por milagro y continuó corriendo en dirección a Glyfada. Pero-yo-no-sé-nada, señores, no-he-visto-nada, no-he-hablado, por caridad». Corrían mucho los tres. Ciento diez, ciento veinte, ciento treinta, y a esta velocidad llegaste a la iglesia de San Demetrio. Una vez superada, terminan las casas y la calzada asciende con una leve ondulación. Después de ésta, la calle Vouliagmeni se ensancha en una doble calzada separada por un seto. A cincuenta metros, a la derecha, se encuentra el garaje con la inscripción Texaco.

A la altura de San Demetrio, el automóvil rojo te golpeó en la matrícula. Y después de la ondulación te adelantó por última vez para alejarse y perderse en la oscuridad. Pero mientras te adelantaban para alejarse y perderse en la oscuridad, los dos que iban a bordo del automóvil rojo, ¿utilizaron o no el revólver de gas? Un revólver idéntico al que el juez instructor archivó con tanta ligereza en agosto. Número de serie 159789, made in West Germany, cañón corto, culata gruesa. El cargador contiene cinco proyectiles cilíndricos, cinco cartuchos metálicos con un pequeño orificio del que sale un gas que se evapora sin dejar casi huellas (Y si hubo huellas, en el depósito de cadáveres no se preocuparon de buscarlas. No realizaron ningún análisis que sirviera para hallar residuos de alucinógenos, de sustancias volátiles narcóticas). Así, pues, insisto: ¿usaron o no ese revólver de gas? Las circunstancias lo permitían, dado que conducías con el cristal izquierdo casi completamente bajado. Y si no lo utilizaron, si aquel juez instructor no se equivocó al archivar con tanta ligereza el revólver con el número de serie 159789, ¿qué otra cosa te insensibilizó, envolviéndote en un sudario de torpeza y de sueño? ¿Qué otra cosa te nubló la vista y la voluntad? Ibas dando bandazos y derrapabas cuando el Peugeot te alcanzó; ya estabas perdiendo el control de la dirección, de modo que Steffas no tuvo que esforzarse, en completar el trabajo. Primero embistió con su guardabarro anterior derecho tu guardabarro posterior izquierdo, luego se pegó al lateral izquierdo y te arrastró unos metros, para separarse con un viraje brusco que te infligió el espolonazo mortal: un coletazo en el guardabarro anterior izquierdo. Tú saliste despedido como un proyectil, mientras, con una maniobra de gran kamikaze, de killer adiestrado en los circuitos abiertos del Canadá, giraba casi en ángulo recto para alojarse en la discontinuidad del seto que divide el tránsito en la calle Vouliagmeni. Saliste disparado transversalmente, te subiste a la amplia acera, a la plazoleta adyacente al garaje con la inscripción Texaco, evitaste por unos metros el poste de una farola, y a través del sudario de estupor y sueño, intentaste en vano disminuir la carrera frenando. Tu Primavera ya había despegado. Alto y decidido, volaba inexorable hacia la rampa que desciende al garaje propiamente dicho, hacia la poterna con el cartel Buen Viaje, Kalon Taxídi, y nada hubiera podido detenerlo. Tal vez si el vuelo hubiera durado un par de metros más, hubiera podido salvar el vacío de la rampa y aterrizar de nuevo en el mundo de los vivos: hubieras podido salvarte. Pero esto no entraba en los planes de los dioses, de tu destino ya escrito, y pronto perdió altura y bajó el morro en dirección al muro que un instante antes no se veía, y que de pronto se vio: te caía encima con loca rapidez, dejaba de ser un muro para convertirse en un estallido, en el fragor de una bomba que hace explosión, en el fin. Y mientras alzabas los brazos en señal de rendición, de victoria y de rendición, mientras las palmas de tus manos tocaban la entrada en la nada, todo sucedió como debía suceder, como tú preveías que iba a suceder en tus cálculos inconscientes, en tus visiones, en las últimas líneas del libro interrumpido en la página veintitrés. «Sólo lamento no haberme salido con la mía. Es mi voz la que responde así. Qué voz tan extraña y remota. ¿De dónde viene? ¿De otro mundo? Incluso el oficial educado parece extraño, remoto. ¿De dónde viene? ¿De otro mundo, también él? Ahora se aleja en silencio, y apenas ha salido, los uniformes vuelven a ser presa de la rabia. Más, cada vez más. Me pegan en las plantas de los pies, en los ojos. Yo repito: sólo lamento no haberme salido con la mía. Sí, sólo lamento no haberme salido con la mía. Luego, un golpe tremendo. ¿De qué? ¿Por quién? Siento una fuerza absurda oprimirme el estómago, y el cuello, el pecho y el corazón vuelven a penetrarme como si se rompieran a la vez, estallando, y no distingo nada más. Cierro los ojos y…».

El primero en acudir corriendo fue el taxista que llevaba el pasajero, y de momento no vio más que una nube espesísima. En el momento de la colisión se alzó una gran polvareda que lo cubrió todo de oscuridad. El conductor avanzó tambaleándose en medio de la nube, en la oscuridad, y cuando estuvo al borde de la poterna se cubrió el rostro, incrédulo y horrorizado: parecía imposible que un automóvil tan grande se hubiera alojado en un espacio tan pequeño. Pero exactamente igual que una estrella que muere, y que para dejarse tragar por su agujero negro se encoge y se adensa hasta adquirir el tamaño de un puño, de un limón, de una piedrecita, así tu Primavera se comprimió, se contrajo y se encogió hasta convertirse en un pequeño amasijo de hierros retorcidos, planchas arrancadas y cristales hechos añicos. En medio de aquello yacías aún vivo y aparentemente ileso. Abriste los párpados y moviste los labios: «Ime… Estoy… Mou Ekhoun… Me han…». «Calla, calla, que te sacamos». Y con la ayuda del pasajero te extrajo del amasijo, te arrastró rampa arriba y te depositó en la acera. Una vez ahí te reconoció y se dio cuenta de que no estabas ileso: la sangre manaba irrefrenable de las heridas, empapando el asfalto. «¡Al hospital, pronto al hospital!», balbució. «¿Al hospital o al depósito de cadáveres?», comentó el pasajero. Y sin convicción te levantaron por los brazos, que estaban dislocados, y por las piernas, que estaban fracturadas, y te colocaron en el asiento posterior del taxi. Dos pupilas ya ciegas. Dos labios que trataban en vano de moverse para decir algo. El hospital estaba muy lejos, y de todas formas ya no servía. A medio camino moviste por última vez los labios y con claridad invocaste: «Oh, Théos! Théos mou! ¡Oh, Dios! ¡Dios mío!». Luego exhalaste un suspiro largo, profundo, y tu corazón estalló.