La muerte es una ladrona que nunca se presenta por sorpresa; eso es lo que he tratado de decirte hasta ahora. La muerte se anuncia siempre con una especie de perfume, de percepciones impalpables, de ruidos silenciosos. La muerte se siente llegar. Incluso mientras me abrazabas en el aeropuerto sabía que no volvería a verte vivo. Por lo demás, ya la habías cortejado demasiadas veces con tus desafíos, cantado en tus poesías, invocado con tus angustias, como para no reconocerla, olerla, convencerte de que estaba a punto de llegar. Pero, y aquí está el meollo de la cuestión, las otras veces la rechazaste o la esquivaste un instante antes de que te atrapara. En cambio, después de aquel abrazo, fuiste a su encuentro como un enamorado impaciente, ansioso de dejarse arrebatar por ella. ¿Por cálculo, por cansancio de vivir, por cansancio de perder? Las tres cosas a la vez. El cálculo nace del cansancio de vivir, el cansancio de vivir nace del cansancio de perder: la noche en que destruiste la casa del bosque comprendiste bien que cada etapa de tu leyenda se había resuelto en una derrota. Bastaba que volvieras atrás para concluir que la maldición del fracaso afectaba a tu vida con la inexorabilidad de un tumor. Bastaba que desanduvieras el camino de aquellos ocho años para comprender que tu única victoria había consistido en no rendirte ante nada ni nadie, en no ceder ni en los momentos de incomodidad o de duda. El atentado a Papadopoulos abortó, y el calvario de la detención, el proceso y la condena no conmovió Grecia. Las fugas de la cárcel no tuvieron éxito, y para volver a ver el sol tuviste que sufrir la clemencia del tirano. La operación Acrópolis no pasó de una fantasía, y tus viajes clandestinos a Atenas no sirvieron más que para hacerte sufrir. La esperanza de organizar una resistencia armada naufragó. El regreso a la aldea constituyó una vergüenza. Tu elección para ingresar en la política de los políticos, un error. La campaña electoral, un desastre. Tu actividad de diputado, un fracaso. Y también tu esfuerzo por integrarte en un partido, y la pretensión de arrojar de él a los hombres indignos. Y el intento de escribir un libro. En cuanto a tu gran intuición de que las ideologías no funcionan porque toda ideología se convierte en doctrina y toda doctrina choca con la realidad de la vida, con la incatalogabilidad de la vida, o en cuanto a tu gran descubrimiento de que los esquemas derecha e izquierda carecen de significado, que si acaso son equivalentes porque ambos se sustentan en una coartada falsa, y ambos están destinados a converger en el Poder que aplasta, no fuiste capaz ni de formular esos principios en términos de pensamiento ni de sostenerlos rigurosamente con los hechos. Ora condensándolos en poéticas consignas, ora neutralizándolos con tu caída en el sucio reclamo de las barricadas opuestas, o sea al alinearte con los embusteros que se ponen calzoncillos con la palabra Pueblo, pero que por pueblo entienden la muchedumbre que los aplaude, relegaste aquella intuición y aquel descubrimiento al frigorífico de las ideas esbozadas o de las empresas imposibles. Sólo a través de tu caso personal, demasiado único, dijiste que todo ser humano es una entidad no generalizable y no reducible al concepto de masa. Que, por tanto, la salvación debe buscarse en el individuo que hace la revolución dentro de sí mismo.
En suma, de cualquier cosa que hubieras emprendido, te encontrabas con un puñado de arena en la mano. Todo te fue mal, todo: como dinamitero, como conspirador, como tribuno y como pensador, como político y como líder. Incluso como líder, en vista de que nunca acudieron a escucharte más que unos pocos gregarios subyugados por tu fascinación, pero no atraídos por tu mensaje, y en vista de que sólo unas pocas personas te siguieron aquella tarde de la manifestación, arrastradas por un gesto no comprendido. Nunca tuviste un discípulo, un verdadero cómplice en el que apoyarte. El único interlocutor que permaneció junto a ti en el desierto de aquellos años fui yo, pero basaba el vínculo en los equívocos cimientos del amor. Además, así me lo reprochaste, no te amaba por lo que eras sino por lo que yo quería que fueses y no eras: Nguyen Van Sam, Huyn Thi An, Chato, Julio, Marighela y el padre Tito de Alencar Lima, los esquemas de mi paso vivido sobre esquemas, de manera que a cada ruptura de esquema, escapaba defraudada aduciendo pretextos, oponiendo rebeliones e incluso faltando cuando hubiera debido estar más cerca de ti. La soledad continuaba siendo tu auténtica compañera. De acuerdo, el destino de don Quijote es éste, el destino de los héroes, de los poetas. Pero llega siempre el día en que un hombre, por muy héroe y poeta que sea, no aguanta más viajar solo por el desierto. Llega siempre el momento en que se cansa de vivir porque se cansa de perder, y truncado por la náusea se dice a sí mismo es-preciso-que-venza-al-menos-una-vez, y al decirlo piensa en la muerte (ahora tras él con su perfume, próxima), como si se tratara de un triunfo en el juego de naipes. Un as en la manga, un premio. Envejecer ¿para qué? Continuar el esfuerzo que lleva el nombre de existencia, ¿para qué? ¿Para sufrir las mismas derrotas, o sea para repetirse, o bien para adecuarse y marchitarse en la grisácea renuncia de la normalidad? «Ya no es un anarquista loco, un inquieto, un rebelde; ha entrado en razón, ha crecido». «Me parece reconocerlo; ¿no es él quien puso la bomba y robó los archivos de la ESA?». Muriendo, en cambio, darías un sentido a tus sacrificios, a tus sufrimientos, a tus fracasos. Por fin la gente te escucharía y te comprendería. Aunque fuese expresándose mal, con flores, banderas y gritos, su-holocausto, su-ejemplo, estaría contigo, demostraría que el rebaño puede no serlo, que las doctrinas se resquebrajan contra la iniciativa individual, contra la desobediencia individual, contra el valor individual, porque cada cual es cada cual con tal de que lo desee, porque la salvación radica en el individuo que hace la revolución dentro de sí mismo. Tal vez la Montaña temblara un poco, tal vez la roca se tambaleara en su cima. No hay héroe vivo que valga lo que un héroe muerto; hasta los antiguos lo decían. Por lo demás, los héroes del mito no se consumen nunca en los achaques de la vejez, nunca se apagan a causa de una enfermedad en la cama de un hospital: se van en la flor de la juventud, de forma violenta, y casi siempre el último acto de su aventura es prácticamente un suicidio ejecutado a través de quien lo mata. Morir para no morir, dejarse matar para vencer al menos una vez, tal es el horrible y genial cálculo que hiciste, mezclando abnegación y soberbia, altruismo y egoísmo, tu ojo bueno y tu ojo malo, aceptando sin rodeos tu cita en Samarcanda, entregándote a la Muerte en un abrazo suicida.
En el transcurso de un mes maduró el cálculo horrible y genial. El mes de abril. ¿Conscientemente o no? La línea que separa lo consciente de lo inconsciente es muy sutil. De regreso en Atenas, según llegué a saber, aparecías falto de toda vivacidad, abatido por una misteriosa abulia. Pasabas gran parte del tiempo en el despacho, donde tu secretaria te sorprendía siempre con la mirada empañada, la boca apretada y los brazos cruzados sentado con el aspecto de quien está perseguido por un pensamiento obsesivo. No apartabas la vista ni siquiera cuando sonaba el teléfono o ella te hablaba; debía acercársete y tirarte de una manga para que respondieras con un sobresalto: «¿Quién es, qué ocurre?». Cuando el chico del bar de abajo entraba con el café caliente, no reparabas en él ni en la tacita que colocaba en la mesa, y luego, al advertirla, la examinabas sorprendido: ¿cómo había llegado allí, quién la había llevado? A veces te levantabas despacio, suspirando, y te ponías a caminar por las habitaciones. Con las manos en los bolsillos, la espalda encorvada, la cabeza gacha, tres pasos adelante y tres atrás, como en Boiati. Si los pasos te conducían al escritorio de la secretaria, te parabas a mirarla sin verla, y eran tan vidriosos tus ojos que ella se asustaba: «¡Señor Panagulis! ¿Se encuentra usted mal, señor Panagulis?». Te encontrabas mal. Se lo decías a todos. Te dolía el estómago, te dolían las piernas, no dormías. «He tomado una dosis doble de somníferos y no me ha servido para nada». O bien: «He echado un sueñecito a las cinco, y a las siete ya estaba despierto». O bien: «No me tengo en pie y me arde el esófago. No consigo tragar». Comías poquísimo, y nunca antes de la noche. De pronto, dejaste de beber, y sostenías que el olor del vino te desagradaba. Calmabas la sed con naranjadas, y tus cenas ya no eran alegres banquetes destinados a acabar en la ebriedad, sino más bien pretextos para alimentarte un poco y permanecer brevemente en compañía de alguien. Un amigo de paso, un cortesano insistente o una ménade ansiosa. Pero también con ellos te mostrabas taciturno, distraído, como si tu mente estuviera a miles de millas lejos o envuelta en una niebla que protegía un secreto. Y, detalle escalofriante, hacia tu Primavera manifestabas ahora una forma de odio inexplicable. Dabas portazos, conducías mal a propósito, te divertías haciendo rascar las marchas, refrotabas los neumáticos contra los bordillos, aparcabas mal para exponer el coche al tránsito y a los choques de los otros automóviles, y lo ensuciabas con voluptuosidad. Por fuera estaba siempre polvoriento, salpicado, y por dentro era un depósito de papeles, ceniza, colillas, periódicos y desperdicios de todas clases. Además, se lo prestabas a cualquiera que te lo pidiese, manifestando una indiferencia absoluta si te lo devolvían con rayas o abolladuras nuevas; era como si se hubiera convertido en el símbolo de tu alma, que se estaba rompiendo a pedazos.
Yo no lo sabía, ni siquiera sospechaba que tu alma estuviera rompiéndose a pedazos. Te creía sereno porque habías convencido a Ta Nea de que se dejara de dilaciones y publicara los documentos aquel mismo mes. En los diez primeros días de abril, la única vez que me preocupé fue cuando llamaste para decirme que otra vez habían entrado en tu casa y que de nuevo habían intentado robarte los documentos. «Hola, soy yo, soy yo. Adivina qué ha pasado. Esta noche, al regresar, he encontrado a uno en casa». «¡¿A uno en casa?!». «Sí, lo he sorprendido mientras intentaba forzar la puerta de la habitación.» «¿¡¿Y qué has hecho?!?». «He saltado encima de él y lo he magullado a puntapiés. Luego lo he inmovilizado, lo he hecho prisionero y lo he encerrado en un sótano. Lo estoy interrogando». «¿Y quién es, quién lo ha mandado?». «Eso es lo que intento descubrir; por ahora sólo puedo decirte que se llama Erodotu». «Tal vez no sea más que un ladrón, Alekos». «No, es algo más que un ladrón. Sabía que las fotocopias están en la habitación». «Pero ¡¿cómo?! ¿Sigues teniéndolas allí? ¿Aún no las has depositado en un lugar seguro?». «¿Y dónde quieres que las tenga? ¿En la villa de Averoff?». «Escúchame, Alekos…». «Nada de sermones, adiós». Más que preocupada, me quedé perpleja: ¿era acaso concebible que continuaras guardando tu tesoro en aquella casa, en aquella habitación, a merced de cualquiera? ¿Y no resultaba extraño que del alarmante episodio hablaras casi con ligereza, adivina-qué-ha-pasado, esta-noche-he-encontrado-a-uno-en-casa, lo-he-hecho-prisionero-y-lo-he-encerrado-en-un-sótano? Por el tono de la voz, se hubiera dicho que el asunto te divertía. ¿O me equivocaba? Para cerciorarme, esperé unas horas y te llamé. Pero la voz, en esta ocasión, traicionaba una desconsoladora resignación: «Sí, soy yo. ¿Qué me cuentas?». «Yo nada, Alekos. ¡Eres tú quien tiene algo que contarme!». «¿Sobre qué?». «¿Cómo que sobre qué? Sobre aquel Erodotu que encerraste en un sótano. ¿Ha hablado?». «Ah, sí, ha hablado». «¿Y quién lo mandaba?». «Uf, por teléfono no es cuestión de discutir sobre eso. En cualquier caso, alguien que no cuenta; no es importante». «¡¿Que no es importante?! Un desconocido entra en tu casa de noche, lo sorprendes mientras está forzando la puerta de la habitación, me telefoneas para que lo sepa, y luego no-es-importante». «No lo es porque no cambia nada. En cuanto a él, se trata de un desgraciado; lamento, incluso, haberle dado de puntapiés. Pobrecillo, todo él es un morado». «¿Y no lo entregas a la policía?». «No.» «¿No vas a informar a los periódicos?». «No.» «Alekos, no te comprendo». «¡Eh! A lo mejor me estoy volviendo prudente. La vida es ya tan fatigosa que ¿para qué complicarla con inutilidades? Lo he pescado, he sabido lo que quería saber y he decidido que no me importa. Basta». Y con esta frase diste por terminada una conversación a la que antes hubieras dedicado ríos de palabras, océanos de furor. Nunca conseguí transmitirte mi convicción de que se trataba de un asunto gravísimo. Antes bien, a mis intentos reaccionaste con una rudeza tan desairada, que llegué a la conclusión de que, pese al encanto de los veintiocho días y del abrazo en el aeropuerto, te estabas alejando de mí. «¿Nada nuevo sobre tu prisionero?». «¿Qué prisionero?». «Erodotu, ¿no?». «Olvida a Erodotu, qué tendrá que ver Erodotu». «Tiene que ver, Alekos, tiene que ver». «Si tiene que ver, es asunto mío». «¿Qué manera de contestar es ésa?». «La manera del que está harto. Me has hartado igual que Erodotu. Adiós, no puedo escucharte. ¡Y no me telefonees por cualquier tontería! ¡Si supieras los problemas que tengo!».
Los tenías. Para empezar, el partido. Después que tu dimisión fuera rechazada, llegaste con el partido a una especie de armisticio. Pero en los días subsiguientes salieron a flote otras pruebas sobre el colaboracionismo de Tsatsos y la guerra se reanudó, agravada por el hecho de que aquél hubiera propuesto descaradamente desposeerte de la presidencia del grupo juvenil, y para salirse con la suya se apoyó en la corriente que los socialdemócratas alemanes financiaban a cambio de una política ultramoderada y neutral. Al esfuerzo de combatir se añadía, pues, el despecho por verte atacado precisamente por aquella camarilla de profesionales de la política sin ideales, de yes-men sin escrúpulos. Luego estaban los problemas con Ta Nea, los obstáculos que no habías previsto. Uno se refería a la publicidad que la radio y la televisión se negaban a aceptar por temor a comprometerse; otro, el orden en que los archivos iban a ser publicados. Tú sostenías, con razón, que los documentos sobre Averoff debían inaugurar la serie porque eran los más graves, y porque en caso contrario él tendría tiempo de acudir a alguna estratagema jurídica. El periodista al que confiaste el trabajo de redacción, Iannis Fazis, en cambio, sostenía que aquellos documentos debían aparecer los últimos porque la espera acrecentaría su valor y su dramatismo. A Fazis, que te gustaba, le apoyaba un director al que detestabas hasta el punto de llamarle señor Malaka, señor Gilipollas, y eso exasperaba tus malos humores, tu inapetencia y tu insomnio. Sin embargo, no eran estos los problemas que determinaban tu desinterés por Erodotu y tu distanciamiento respecto a mí: era la misteriosa abulia en que te refugiabas como un caracol que se agazapa en su concha para dormir sobre sí mismo. En el fondo, eso es lo que sucede a los moribundos en la fase que precede al estado de coma. Hay una fase, antes de que sobrevenga dicho estado, durante la cual se encierran en un aislamiento casi místico, rechazando a personas que amaban, ignorando las cosas que les apasionaban, despojándose de los afectos, de las curiosidades, de los deseos y de todo cuanto constituye un puente con la vida. Pero no es la fase decisiva, porque en el mismo instante en que se creen liberados de todo vínculo o residuo de tentación, prorrumpen en un sollozo rabioso, como una nostalgia de la vida, que es bella aunque sea fea, porque en la vida están el sol, el viento, el verde, el azul, el placer de una comida, de una bebida, de un beso, el gozo que redime de las lágrimas, el bien que redime del mal; está todo, lo contrario de la nada. Al otro lado está la inmovilidad, la oscuridad, la nada. Y entonces vuelve a ellos el ansia de amar, de desear, de luchar. Sobre todo de luchar. Es una ansia oscura, dolorosa y frágil como un cristal. Y brevísima. Pero a un héroe le basta para realizar el esfuerzo final.
El esfuerzo final se inició la semana en que el destino se sirvió de mí una vez más, como rueda del engranaje, como eslabón de la cadena. Era a mediados de abril, y la Pascua se aproximaba con fechas distintas en mi país y en el tuyo —la católica sería el 18 y la ortodoxa, el 25— cuando el teléfono sonó para regalarme la antigua voz festiva: «Hola, soy yo, soy yo, kalimera, ¡buenos días, alitaki!». «Menos mal. Hoy estás contento. ¿Van bien las cosas?». Sí, respondiste, iban espléndidamente porque habías dimitido del odioso partido por segunda vez y para siempre: con la política de los políticos ya no tenías nada que hacer. «¿De veras?». De veras, y te dolía la garganta por los gritos con que los ensordeciste; te sentías Demóstenes por las cosas que les dijiste. ¡Qué perorata! No. ¡Qué riña! Y además en el grupo parlamentario, donde oían también los demás. Primero cerraste el pico a Tsatsos arrojándole a los hocicos sus cartitas a Dascalopoulos y sus delaciones a Hazizikis. Luego se lo cerraste a sus compañeros, leyendo una entrevista de Brandt, en la que éste admitía financiar su capillita. Por último, preguntaste a qué socialismo se refería aquella Unión de Centro que hablaba del socialismo. ¿Al inasible e indefinible de la socialdemocracia alemana? ¿Al charlatán y embustero del demagogo Papandreu? ¿Al totalitario y sectario de los fanáticos que deseaban implantar Camboya en Europa? Y todos socialistas, vive Dios. Aparte el cristianismo, no existía una moneda con más inflación que el socialismo. Tanta era la inflación, la chapuza y el puteo, que todo el oro de Fort Knox no bastaría para devolverle un poco de valor y un poco de autoridad. Y lo más terrible era que, llevándola en la cartera y derrochándola a manos llenas en cualquier carajada, nadie sabía qué cuerno significaba, salvo que eso estaba escrito en un libro leído por un puñado de eruditos y basta. Y suponiendo que significara lo que tú esperabas, un sueño para avanzar y hacer el mundo un poco más libre, un poco más limpio, ¿era así como querían lograrlo? ¿Vendiéndose por un puñado de marcos, ocultando un saco de mierda porque era sobrino del presidente de la República, tocándote los cojones a ti, que querías denunciar a la sucia derecha, a la derecha de los Averoff? «Después de esto, he partido la silla en la mesa, la mesa se ha roto, he salido dando un portazo y he arrancado la cerradura». «¡Ah!». «Dicen que me expulsarán, porque las dimisiones no cuentan». «¡Ah!». «Y ahora me odian por unanimidad: la derecha, la izquierda, el centro, la extrema derecha, la extrema izquierda y el extremo centro. Un plebiscito». «¡Ah!». «De modo que si esta noche acabo atropellado por un camión o envenenado por un plato de setas, no te preguntes quién me ha matado. Me han matado por unanimidad: la derecha, la izquierda, el centro, la extrema derecha, la extrema izquierda, el extremo centro». «¡Ah!». «Soy feliz». «¡¿Feliz?!». «Sí, porque la vida me gusta. En la vida están el sol, el viento, el verde, el azul, el placer de una comida, de una bebida, de un beso, el gozo que redime de las lágrimas, el bien que redime del mal; está todo, y te amo». «Yo también». «Además, está la radio, que en este momento transmite la publicidad de Ta Nea: Alexandros Panagulis-revela-los-archivos-secretos-que-el-gobierno-no-ha-sabido-encontrar». «¡Alekos, ésta sí que es una buena noticia! ¡Así, pues, te has salido con la tuya! ¿Cuándo comienza la fiesta?». «Dentro de tres días, el domingo. ¡Hum! Lástima que no esté en Atenas el domingo. Voy a Italia el domingo. Llego en el Primavera y me quedo hasta el jueves o el viernes». «Alekos…». «Así permanezco alejado del barullo y cambio el color del Primavera, lo hago pintar de azul. El azul se confunde con la oscuridad, y paciencia si luego le tenemos que cambiar el nombre. O sea que lo llamaremos Otoño». «Alekos…». «Reserva coche cama para Bríndisi. Yo tomo el barco en Patrás, desembarco en Bríndisi, nos encontramos en el puerto y seguimos juntos a Roma y Florencia». «¡Alekos!». «¿Qué pasa? ¿No quieres ir a Bríndisi?». «No, Alekos, nada de Bríndisi. Es que me voy el domingo por la noche o el lunes por la mañana. Me voy a América». «Pero el domingo es Pascua, ¡la Pascua católica! ¡El lunes es lunes de Pascua!». «Sí, Alekos». «Siempre hemos pasado Navidad y Pascua juntos, ¡siempre!». «Sí, Alekos, ¡pero esta vez quedamos en que no íbamos a pasar la Pascua juntos porque yo debía ir a América! ¡Ya habíamos hablado, Alekos!».
Habíamos hablado, y a menudo. El 18 o el 19 de abril, te dije, iría a Nueva York, y desde allí a Massachusetts para dar una conferencia en un college. El tema de la conferencia era el arte del periodismo y la formación de la conciencia política en Europa a través de la prensa. Tras alguna vacilación, fruto del escepticismo, llegué a la conclusión de que se trataba de un buen tema: incluso me sugeriste algunas investigaciones sobre los divulgadores de noticias que, en el siglo XVI, iban de feudo en feudo, con sus papiros conteniendo informaciones políticas: «¿No te acuerdas, Alekos?». «Me acuerdo tan bien, que me he dicho: llego el domingo 18 y me quedo casi una semana. Tu conferencia es el 26. Te sobra tiempo si te vas el 24 o el 25, o incluso el 23». «No, Alekos, no, porque en los días anteriores tengo muchos compromisos en Nueva York. ¡También de eso hablamos!». «Los compromisos en Nueva York los anulas. Ya ves qué simple». «Imposible, Alekos. ¿Por qué no vienes en seguida en avión? Así estamos juntos hasta el domingo por la noche o el lunes por la mañana y…». «No. Si voy será para quedarme casi una semana. Si voy, voy en el Primavera para cambiarle el color. Y para sacarlo de aquí, para no tener la tentación de utilizarlo durante el barullo». «Bueno, pues tráelo. Nos veremos veinticuatro horas y…». «Veinticuatro horas, no». «Sé razonable, Alekos. Trata de plegarte al menos una vez a mis exigencias, no cojas rabietas». «Eres tú quien coge rabietas». Eres-tú, soy-yo, es-culpa-tuya, es-culpa-mía: cuando nos deslizábamos hacia semejantes disputas, se desencadenaba nuestro antagonismo, y ninguno de los dos quería ceder. Por fin chillaste que me fuera de una vez a América, a la Luna, al infierno, y que no vendrías, no cambiarías ningún color y mantendrías el Primavera en Atenas. Cortaste la comunicación, dejándome con la imagen de un gran morro verde que corre, con dos inmensos y relucientes ojos amarillos, seguido por otros ojos amarillos. La acostumbrada imagen humanizada, siniestra, de la Muerte con aspecto de automóvil. Entonces empecé a decirme que tal vez hubiera podido anular de veras los compromisos en Nueva York, salir seis días después; en una palabra, complacerte. Por la noche volví a llamarte para decirte has-vencido, querido, de-acuerdo, he-cambiado-de-programa. Pero el teléfono sonaba en vano: habías ido a digerir la rabia a un bouzouki. Fuiste con un griego de Zurich, y éste cuenta que parecías desatado, que no hacías más que comprar rosas y gardenias para lanzárselas a la orquesta, a fin de que tocara la canción que te obsesionaba dos años antes, la-vida-es-breve, muy-muy-muy-breve, y en un momento dado quisiste tomar dos prostitutas y llevarlas a la calle Kolokotroni. No las llevaste porque el griego de Zurich te lo impidió: «Estás deshecho, cálmate, ¿quieres morirte?». Y tú: «¡Hum! ¿Sabes qué funeral me harían si muriese ahora? Iría un millón de personas contando por lo bajo. Hasta Papandreu se inclinaría sobre mi ataúd para besarlo, incluso Tsatsos diría que lo siente. Tal vez el único en callar sería Averoff». Pero no estabas borracho. Hablabas de Camus, de Epicuro, de la felicidad que se busca en los placeres, en el vino, en las prostitutas, olvidando que la felicidad existe sólo en la ataraxia, o sea en la ausencia del dolor. Y puesto que la muerte es ausencia de todo, también es ausencia de dolor o sea felicidad. «La felicidad de las piedras, dice Camus». Parecías obsesionado por esta cantilena: la felicidad de las piedras. Todas tus conversaciones se dirigían a la felicidad de las piedras.
Pero yo no sabía que ahora deseabas la felicidad de las piedras; nada hubiera podido inducirme a tal sospecha, y no encontrarte me irritó. Al amanecer dejé de llamar y me juré que mantendría el programa americano. No volvimos a hablar hasta el domingo, 18 de abril. A partir de este momento, nuestras llamadas telefónicas se vuelven importantes, piezas indispensables para reconstruir el mosaico de tu último esfuerzo. Un esfuerzo tan cruel y sobrehumano, como para ofuscarte la memoria y la mente. «Hola, soy yo, soy yo». «Así que no has venido, ¿eh? Has seguido en tus trece con tu rabieta». «Mejor, alitaki, mejor. No imaginas el trabajo que tengo aquí, ni qué preocupaciones. Además, si hubiera ido, hubiera llevado el Primavera, y el Primavera me hace falta aquí porque ya no duermo en la calle Kolokotroni: duermo en Glyfada. ¿Cómo me las arreglaría para trasladarme dos veces al día entre Atenas y Glyfada sin automóvil?». «¡Por eso no te encontré la otra noche! Podías habérmelo dicho, ¿no?». «¡Te lo dije!». «¿Cuándo?». «¡Ayer!». «Pero ¡si ayer no hablamos!». «Ah, ya». «En cualquier caso, ¿por qué duermes en Glyfada? ¿Algún otro Erodotu?». «No, una preocupación. ¿Sabes? Ha salido Ta Nea. El de hoy es un largo artículo. Toda la primera página trata de mis documentos. Pero el gran día es mañana. La publicación propiamente dicha empieza mañana». «¿Con los documentos sobre Averoff?». «No, por desgracia no. El señor Malaka no ha cedido; se caga encima de miedo. Empieza con el diario de Hazizikis». E inmediatamente después, la niebla: «¿Sabes por qué te llamo?». «Para felicitarme la Pascua y para pedirme excusas por haberte mantenido en tus trece con tu rabieta». «No, para decirte que pasaremos juntos la Pascua ortodoxa, ¡el domingo próximo! ¡En París!». «¡¿En París?!». «Sí, el viernes 23 debo ir a París para participar en un congreso de exiliados chilenos y… ¿No te lo dije? Extraño; me parecía habértelo dicho. En todo caso he prometido ir, y tú te reúnes conmigo en París. Nos quedamos hasta el lunes o el martes y luego nos vamos a Chipre». «¡¿A Chipre?!». «Sí, tengo que retirar algo que… Por teléfono no puedo explicarme, como puedes imaginar. Asunto de primera calidad». «Alekos…». «¿Te gusta la idea de París y de Chipre? ¿Eh? ¿Te gusta?». «Alekos, mañana me voy a América. ¿Lo has olvidado?». «¡¿A América?!». «Sí, querido, a América. ¿Es que no reñimos a causa de eso hace tres días?». «Hum. Ya. Ahora me acuerdo». «¡¿Ahora-te-acuerdas?!». «Sí, lo había olvidado. ¿Y qué vas a hacer en América?». «¡Alekos! ¿Qué te está sucediendo? La conferencia en el college de Massachusetts, ¿has olvidado también esto?». «Hum. Ya. Ahora me acuerdo. Así que no vienes a París conmigo». «¡No, querido, no!». «Y tampoco a Chipre». «No, querido, no». «¡Lástima!». «Alekos, ¿te sientes bien, Alekos?». «Sí, sí. ¿Cuándo vuelves de América?». «El 4 o el 5 de mayo». «Hum. Ya. Ahora me acuerdo. Entonces, nos veremos el 5 de mayo. Me reúno contigo el 5 de mayo. No, serás tú quien se reúna conmigo el 5 de mayo. Nos citamos el 5 de mayo. Queda fijado el día 5 de mayo». Repetías la fecha 5 de mayo como un disco rayado que toca siempre el mismo fragmento, como si retenerla te costara un esfuerzo tremendo, y como si hasta pensar fuera una agonía. Y, sin embargo, en aquellos momentos de mayor tensión, tu cerebro se mostraba más lúcido que un espejo limpio, y para las fechas tenías una memoria fantástica. Por ejemplo, durante la disputa, recordaste muy bien que mi conferencia en Massachusetts era el 26 de abril. Extraño. Extrañísimo, me dije. Y colgué el auricular presa de una desazón que llegaba a superar el aturdimiento.
Me hubiera turbado mucho menos si hubiera sabido que, al aceptar el inicio de la publicación precisamente con el diario de Hazizikis, traicionaste el compromiso adquirido con Fany: «Si hay algo contra tu marido, te aseguro que no lo utilizaré. Créeme, muchachita, estoy seguro de poder coger los archivos sin causarte problemas y sin que nadie sepa nunca nada…». Pero, además de eso, estaba el hecho de que precisamente por aquellos días entraste en posesión del documento que recibí después de tu muerte: un folio con la signatura 98975. Arriba, a la izquierda, escrito a máquina: «De la central del KYP al ministro de Defensa, Evanghelis Averoff. Secreto absoluto. Personal y urgente». Arriba, a la derecha, escrito a mano: «Recibido el 6 de abril de 1976 a las 9,30 horas». En el centro, y también a mano: «Graf. Sr. ministro 463». Y decía: «Tenemos el honor de informar a usted de que, siguiendo su orden verbal de días pasados, el coronel Constantinos Constantopoulos y otro oficial del cuartel general se reunirán con nuestro grupo de Chipre, a fin de recuperar los documentos secretos del EAT-ESA de Atenas, que se encuentran en manos de un colaborador del diputado Panagulis. Esta oficina se pone a sus órdenes para informarle que espera de usted nuevas misiones».
Después de aquel folio y de la elección efectuada por Ta Nea, los acontecimientos se precipitaron. Ante todo, con llamadas telefónicas amenazadoras: «Si no entras en razón, Panagulis, te arrepentirás. Si no bajas la cresta, Panagulis, la pagarás». Luego, con el encarnizamiento de la magistratura, que a través de un juez llamado Iuvelos, se oponía a la publicación. Iuvelos, un tipo ambicioso, lleno de iniciativas, ya había dado señales de alarma cuando la radio transmitió publicidad. En efecto, se apresuró a telefonear a Ta Nea para saber de qué se trataba, y ni que decir tiene que no lo tomaste en serio. «Excluyo que de veras quiera obstaculizarnos —le dijiste a Fazis—. Ya verás cómo se calma». Sin embargo, el domingo 18 de abril, o sea el día en que apareció el trabajo que anticipaba el diario de Hazizikis, de nuevo llamó para desafiarte. Y lo mismo el lunes 19 y el martes 20. Esta vez, para convocarte en su despacho, junto con Fazis. Y, sin embargo, no había nada de sensacional en aquel diario, nada que supusiera desdoro para ningún miembro del gobierno. Pese al dramatismo con que se presentaba, no hacía más que explicar los sistemas con que a diario el KYP entregaba a la ESA las fichas de las personas especialmente vigiladas. Los propios lectores se sintieron defraudados: «¿Y esto es todo?». En cuanto a las fichas que Fazis y su director escogieron como ejemplo, se referían a personas completamente en paz con su conciencia: resistentes como Mavros y Canellopoulos. La convocatoria del 20 de abril, pues, te llenó de despecho. ¿Por qué se lo tomaba tan en serio Iuvelos? ¿Qué temía? ¿Tal vez ver la ficha con el número veintitrés: «Evanghelis Averoff-ex diputado-seguidor de la política del puente entre el gobierno y los ex políticos-ya colabora bajo la dirección de altos representantes del KYP, con resultados hasta ahora muy positivos»? El despecho, sin embargo, se transformó en desdén cuando advertiste que Iuvelos te convocaba para el día siguiente, 21 de abril, aniversario del golpe de Papadopoulos. «¡Iuvelos! ¿Quieres celebrar el 21 de abril, Iuvelos?», fue el grito con que le respondiste. Y que no te esperara, que no aceptabas su invitación. Si quería hablarte que fuera él a verte, pero con carros de combate, porque ni siquiera le abrirías la puerta, no lo recibirías. Luego pediste a Fazis que hiciese otro tanto. Entonces, el 22 de abril, Iuvelos se dirigió al periódico. Habló con Fazis y con el director, y puso encima de la mesa sus condiciones: que Ta Nea suspendiera inmediatamente la publicación, y que los archivos fueran entregados. Lo exigía el propio ministro de Defensa, quien, como responsable de la ESA y del KYP, era el único en condiciones de autorizar la difusión de semejantes cartas. Y si Ta Nea no obedecía, él se encargaría de firmar la orden de secuestro. Que te informaran. Te informaron de ello y tu réplica fue diamantina: «Decidle a Iuvelos que se puede limpiar el culo con su orden».
Sí, había renacido tu combatividad. Pero ¡a qué precio! Quienes estaban junto a ti dicen que bastaba mirarte para comprender el esfuerzo que te costaba, la tensión que te consumía. Nunca estabas quieto. Ora te quitabas la chaqueta murmurando tengo-calor, ora volvías a ponértela murmurando tengo-frío, ora te aflojabas la corbata, ora te desabrochabas la camisa o te lamentabas de dolor de estómago: «Tengo fiebre. Me siento mal. Soy viejo. ¡Ah, qué viejo soy!». También sucedía que señalabas las casas de la calle Kolokotroni, diciendo: «¡Hum! De una de aquellas ventanas podrían dispararme la mar de bien. ¡Hum!». La idea de que alguien quisiera matarte, en efecto, no te abandonaba ni un segundo. ¿Era esto lo que provocaba los estados de confusión que cegaban tu mente? La noche del miércoles al jueves, cuando te llamé desde Nueva York, en Atenas era ya la mañana del jueves. Parecía que fluctuaras en medio de una niebla: «Ya has llegado. ¡Bien! ¡Estupenda chica! Yo llego mañana a las dos de la tarde con Olympic. Ve a esperarme al aeropuerto». «¡¿Al aeropuerto, Alekos?! ¡¿A qué aeropuerto?!». «¿Cómo a qué aeropuerto? Al de París, ¿no? Desde allí nos vamos a Chipre y…». «¡Alekos! ¡¿Dónde crees que estoy, Alekos?!». Silencio. Luego, un suspiro que revelaba desorientación: «¿Dónde estás? ¿Desde dónde llamas?». «¡Desde Nueva York, Alekos! ¡Estoy en Nueva York!». «¡Oh, no! Yo creía que estabas en París». «Alekos, ¿qué dices? ¡¿Es que no te llamé también ayer de Nueva York?!». «¡Hum! ¡Ya! ¡Hum! Pero ¿qué estás haciendo en Nueva York? ¿Por qué estás en Nueva York? ¿No debíamos reunirnos en París, celebrar juntos la Pascua ortodoxa e irnos a Chipre el lunes?». Lloraste. «No, Alekos, no. ¡Has vuelto a olvidarte!». «Ya. He vuelto a olvidarme». «¿Qué te pasa, Alekos?». «Todo. Estoy cansado, estoy muy cansado. Estoy harto, muy harto. No puedo más. Me está cortando las piernas, ¿sabes?, me está cortando las piernas. ¿Sabes qué te digo? Liquidada esta historia, abandono el Parlamento. Y reanudo mis estudios de matemáticas. En lugar de ponerme a escribir el libro reanudo mis estudios de matemáticas. Escribir libros no sirve para nada. Ni siquiera estar en el Parlamento sirve para nada. Oh, qué dolor de cabeza, qué dolor de cabeza. ¿Has recibido la fotocopia de aquel folio?». «¿Qué fotocopia, qué folio?». «La que te mandé hace dos días a Florencia». «Alekos, si estoy en Nueva York, ¿cómo puedo haber recibido una fotocopia hace dos días en Florencia?». «Exacto. Tienes razón. Ya ves lo cansado que estoy. En cuanto la recibas, guárdala en el banco». «La guardaremos juntos cuando vuelva, Alekos». «Sí, cuando vuelvas. Pero ¿cuándo vuelves?». «El 5 de mayo. Alekos, ¡lo sabes! ¡Hemos hablado de ello cien veces!». «¡Hum! Sí, es verdad. El 5 de mayo. Nos veremos el 5 de mayo. ¿Y los tres números de Ta Nea, los has recibido?». «Recibido ¡¿dónde?!». «Ah, volvía a olvidarme; no puedes haberlos recibido, pues los he mandado a Florencia. Mejor así. Total, no es nada. Continúan publicando trivialidades; he caído en manos de unos imbéciles. Adiós, mañana hablaremos. Mañana estaré en París, en el hotel Saint Sulpice. No, en el Saint Sulpice no, en el Louisiana. ¿En el Saint Sulpice o en el Louisiana? No recuerdo ni eso, cataraméne Khristé! Ese desgraciado de Iuvelos me toca la memoria, además de los cojones».
La orden de Iuvelos se emitió el viernes 23 de abril. «Porque el tribunal militar ha instruido un sumario acerca de los documentos de la ESA, porque un periódico está publicando esos documentos, porque quienes se han apoderado de ellos no los entregan a la magistratura aun habiendo sido invitados a hacerlo a través de las oportunas formalidades legales, porque no ha sido posible requisarlos, porque semejante publicación puede obstaculizar las tareas de la justicia, hemos decidido prohibirla a partir de hoy». El texto llegó a Ta Nea mientras volabas hacia París, ignorante de que la amenaza se hubiera cumplido; antes bien, convencido de que no se cumpliría. Durante el viaje, me contó el pasajero que se sentaba junto a ti, un hombre de negocios amigo de Karamanlis, parecías tranquilo. Conversabas equilibrada y amablemente, criticando las intemperancias de los jóvenes, exaltando el buen sentido de los viejos y citando proverbios. Un par de veces citaste el de Mao Tse-tung: «Cuando señalas con un dedo a la Luna, en lugar de mirar a la Luna los estúpidos miran el dedo». Que aquel día tu humor no era malo y tu mente no estaba confusa, lo confirmaron, además, los dos griegos que te esperaban en Orly, una pareja de tu entourage dionisíaco. «Un poco pálido, sí, y tenía ojeras. Un poco decaído porque, dijo, el pasajero que se sentaba a su lado le había hecho charlar demasiado. Pero estaba casi alegre. En la mesa comió con apetito, y se reía hablando de la pareja Iuvelos-Averoff». Por lo demás, estabas lúcido y optimista, incluso cuando me telefoneaste para aclarar que el hotel era el Louisiana y no el Saint Sulpice: hasta bromeabas sobre tus pasadas pérdidas de memoria. «¡Apuesto a que estás en Nueva York!». En cambio, el sábado fluctuabas de nuevo en medio de la niebla y la apatía. Eran las siete de la tarde en París, cuando te llamé desde Nueva York para felicitarte la Pascua, y ni siquiera creía encontrarte. A esa hora, pensaba, estará en el congreso de los exiliados chilenos. No estabas en el congreso, me repuso una voz pastosa a causa del sueño: «Sí, dormía… Duermo». «¿A las siete de la tarde? ¿Y los chilenos?». «Los chilenos están en Chile». «¡Cuánta cordialidad! Felices Pascuas». «Para mí no es Pascua, para mí ya no es nada. Ha emitido la orden, ha suspendido la publicación. Ayer». «Y ahora ¿qué harás?». «No lo sé. Lo decidiré el lunes. Regreso el lunes». «¿Sin ir a Chipre?». «Ya no hace falta». No tenías deseos de hablar, yo no conseguía entablar una conversación, y te negaste a anotar la dirección del college donde estaría la noche siguiente. «No voy a llamarte allí. Demasiado complicado. Llámame tú. Y si no puedes llamarme, no te preocupes: nos vemos el 5 de mayo. Sigue en pie la cita para el 5 de mayo». Era lo único que no se precipitaba nunca en las tinieblas del olvido: la fecha del 5 de mayo. «Pero ¿qué tiene que ver el 5 de mayo con la dirección del college? El 5 de mayo está lejos, Alekos». «Qué va; está muy cerca. Muy cerca». «De acuerdo, está cerca. Adiós, Alekos, hasta mañana». Pero al día siguiente, cuando volví a llamarte, el conserje del Louisiana dijo que te habías marchado. ¿Marchado? Oui, Madame, Monsieur est parti. ¿No había dejado ningún mensaje para mí? Non, Madame, pas de message pour personne. Ningún mensaje para nadie. Monsieur était pressé, très pressé. El señor tenía prisa, mucha prisa.