Sucedió algo extraño. Te dejaste caer en Roma sin avisarme y: «¡He encontrado quien me publique los documentos!». «¿Quién?». «Un diario de la tarde, Ta Nea». «¿Cuándo?». «Pronto. Dentro de unas semanas. El periodista de Ta Nea ya está trabajando en ello». «¡Alabado sea Dios! Entonces, ¿qué haces aquí, en Italia?». «He venido a escribir el libro». «¿El libro? ¿Qué libro?». Una vez, es cierto, dijiste que te hubiera gustado escribir un libro sobre el atentado, el proceso y Boiati, pero, más que un proyecto, me pareció un deseo. ¿Era posible que de buenas a primeras, y mientras estabas inmerso hasta el cuello en el asunto de los documentos hubieras desenterrado la idea? «El libro de que te hablé, ¿no? Después del acuerdo con Ta Nea he pensado: publicar los documentos no basta. Es preciso ampliar el tema, explicar por qué un hombre que comenzó con bombas acaba luchando a través del papel. Luego he pensado, maldita sea, ¡hay gente que escribe libros sin tener nada que contar, y yo tengo una historia que contar, una historia formidable, y aún no la he escrito! He cogido la maleta y me he venido aquí para ir a Florencia». «¿A Florencia?». «Claro, para estar tranquilo. No podía ponerme a escribir en la calle Kolokotroni o en Glyfada, ¡no faltaría más! Demasiados problemas, demasiadas distracciones». «Sí, pero…». «¿No me crees capaz? Te equivocas. Mi libro lo tengo bien claro en la cabeza, dividido en capítulos y todo. En el fondo, siempre me he sentido escritor. Hasta sé cómo lo empezaré: con la escena del atentado. Yo que trato de desenredar el cable enredado, él que sale de su villa de Lagonissi, el mar que rompe en las rocas… Y si tengo alguna dificultad, me ayudarás». «Sí, pero…». «¿El tiempo? Ocho meses, me bastan ocho meses. En mayo solicitaré un permiso al Parlamento y en noviembre entregaré el original. Lo importante es que comience en seguida y que nadie me moleste, o sea que nadie sepa dónde estoy. Si empiezo mañana por la mañana y continúo durante tres semanas o cuatro, puedo tomarme un descanso cuando se publiquen los documentos y…». «¿Mañana por la mañana?». «Sí, mañana nos vamos». «Alekos, mañana por la mañana no puedo. No sabía que ibas a venir y tengo algunos compromisos». «¡No querrás dejarme solo! ¿Y si necesito un consejo, una sugerencia? ¿Te negarías a darme un consejo, a hacerme una sugerencia?». «No, claro que no, pero ¿qué sentido tiene tanta prisa?». «No puedo esperar, me quema. Además, no quiero dejarme ver en Roma, para que no me busquen ni me distraigan. ¡No debe saber nadie que estoy aquí, repito!». No hubo forma de disuadirte. Sin tomar en cuenta mis protestas ni mis programas, sosteniendo que la inspiración es lo que manda, que mi presencia te era indispensable y que no podía negártela, me obligaste a partir contigo. «Dile al conserje que nos reserve un vuelo a París, así creerán que nos hemos ido a París».
Una cosa extraña, sí, de veras extraña. Pero no me abandoné a conjeturas o dudas ahora que, encerrado en la casa del bosque, te dedicabas al libro con seriedad y constancia. Viéndote inclinado sobre aquellos folios, cualquiera hubiese creído que ésa era la única finalidad de tu viaje a Italia, que nada más te empujó a exiliarte entre aquellas cuatro paredes. Por la mañana te despertabas pronto, alineabas sobre la mesa el papel, los bolígrafos, las pipas, el tabaco y el encendedor, luego me pedías que te dejara solo y permanecías allí, redactando con el empeño de un estudiante que prepara los exámenes. Escribías lentamente y con seguridad, con la facilidad de quien obedece a un desahogo más que a una inspiración, nunca pedías los consejos por los que me arrastraste a Florencia, y por la noche se añadían siempre dos o tres páginas cubiertas de una caligrafía precisa, casi desprovista de correcciones. Prueba de que no habías permanecido ocioso, y yo no dejaba de maravillarme. ¿Era por la casa del bosque? Siempre te gustó volver a ella, para reencontrar la atmósfera y los objetos que devolvían a un pasado de intimidades y ternuras: la mecedora, la lámpara Tiffany, el gran armario de espejo donde los árboles se reflejaban para que los pájaros corrieran a posarse sobre una rama que no existía. Ni siquiera el mal recuerdo de las noches en que nos molestaban con el foco, de la noche en que quisiste enfrentarte a ellos y por impedírtelo perdimos el niño, lograron nunca disminuir el encanto que aquel refugio ejercía en ti. Incluso en Atenas echabas de menos el parque de pinos, cipreses y castaños de Indias que rozaban la terraza, ofreciendo castañas para cogerlas o acariciarlas, y setos de laurel, rosaledas y lilas. Pero, entonces, ¿por qué no ibas nunca a dar dos pasos, por qué no te asomabas nunca ni un instante a la ventana, por qué mantenías siempre las persianas cerradas? Cada vez, antes de salir, las abría yo de par en par; cada vez, al regresar, las encontraba cerradas. Y si bien al principio no le concedí demasiada importancia, antes bien, llegué a la conclusión de que una ventana abierta es una invitación que difícilmente se resiste, de que el heroísmo de escribir mientras el sol nos llama requiere una disciplina de profesional, no de escolar, pronto me alarmé porque advertí otros detalles extraños. Por la noche, también cerrabas las contraventanas y corrías las cortinas con tanto cuidado, que no se filtraba al exterior ni un hilo de luz: la única lámpara encendida era la del escritorio. Después, el teléfono. No contestabas nunca al teléfono, tú que dedicabas al teléfono aquel culto, que le profesabas aquella pasión. Si hallándome fuera quería comunicar contigo, no tenía más remedio que volver a casa. «Alekos, te he estado llamando toda la tarde, ¡maldita sea! ¡No has descolgado ni una sola vez!». «¿Y cómo iba yo a saber que eras tú quien llamaba? ¿No quedamos en que nadie debe saber que estoy aquí?». Luego, la historia de la llave. La casa del bosque tenía un defecto: la puerta no se cerraba de golpe, sino con una cerradura de manija tan elemental que, bloqueándola desde el exterior, el que se encontraba dentro quedaba atrapado, a menos que dispusiera de una segunda llave. La segunda llave la olvidaste en Atenas, y el día en que hablé de sacar un duplicado te opusiste: «¡No! Con una llave es suficiente. A mí, por lo menos, no me sirve. Guárdala tú y al salir cierra bien». «¿Y si tú quisieras salir?». «No saldré». «¿Y si viniera alguien?». «No debe venir nadie». «Supongamos que, a pesar de ello, venga alguien». «Si viene, no pienso abrir, y así evito malos encuentros». Por último, tu comportamiento a la hora de cenar. Comer en el restaurante siempre fue para ti un placer irrenunciable. Te gustaba del restaurante la elección de platos, el tiempo que mediaba entre plato y plato, los ruidos y la multitud, y he aquí que, de golpe, eso te fastidiaba: querías cenar en casa. «Prefiero cenar aquí; ¡es tan hermoso permanecer aquí!». «¿No sientes la necesidad de moverte, de ver un poco de gente, de distraerte?». «No.» «Bien, mejor así».
Mejor-así. Ya se sabe que nada hay más egoísta que el amor. A veces, con tal de aislarnos con el ser amado, nos avendríamos a cualquier mentira a nosotros mismos, a cualquier ceguera. Se experimenta una alegría casi torpe manteniéndolo en exclusiva para nosotros, y yo ya te compartí durante demasiado tiempo con los demás. Sin éstos, hay que decirlo, nunca nos aburríamos: el encuentro de dos soledades también es el encuentro de dos imaginaciones, y nuestra fantasía sabía llenar cada silencio, cada vacío. ¡Cómo se ensanchaba la habitación cuando, por la noche, dejabas de escribir y te entregabas al reposo! Si ponías un disco, se convertía en un local con orquesta. Si encendías la televisión, se transformaba en un teatro, si apartabas la mesa, pasaba a ser una sala de baile. Si colocabas la mesa ante el armario de espejos, he aquí una sala donde dos dobles de nosotros comían, bailaban y reían porque fingías protestar: «¡Gamberros, cretinos!». Había noches en que sentía un especie de gratitud por aquel exilio absurdo y sus causas desconocidas, una secreta esperanza de que durase lo más posible, y había noches en que mi ceguera llegaba a precipitarse en los abismos de la estulticia. Hubiera bastado llevar la conversación a los archivos, la disputa con tu partido o los misteriosos visitantes nocturnos de la calle Kolokotroni, para comprender que estabas desgarrándote en una agonía tan secreta como desesperada: la espera de algo tremendo que tal vez no lograbas identificar con precisión, pero que, en todo caso, consistía en la espera de una derrota mortal. El hecho es que ni siquiera tú hablabas nunca de esos temas, y que todo cuanto decías giraba en torno al libro, o sea a la extrema tentativa de dar cuerpo a algo sólido antes de morir, a fin de que lo que sufriste no se perdiera completamente. No hacías más que discutir sobre ello para deshacer los nudos que cuajaban en tu mente, diseccionar los episodios y a los personajes y problemas a los que era preciso dar relieve sin beneficiar a nadie, sin hacerle el juego a nadie. Por ejemplo, el proceso, que querías presentar como símbolo de todos los procesos que celebran las tiranías de derechas y de izquierdas, valiéndose de falsas confesiones, pruebas inventadas, testigos intimidados, defensores amedrentados, periodistas pusilánimes, de tal manera que al acusado no le queda más que el orgullo de invocar su propia condena. Y los carceleros como Zakarakis, que, sin darse cuenta de que ellos mismos están encarcelados, de que son tan víctimas como sus propias víctimas, resumen toda la estupidez del rebaño que calla u obedece al poder. Y el problema de la violencia opuesta a la violencia, que de momento parece legítima, pero que luego descubres que es un error, porque sustituye un abuso por otro abuso, y prepara un nuevo amo en el sitio del viejo. Y el paralelismo de las barricadas ideológicas, que encubren el grotesco fanatismo de los equipos de fútbol y apuntan a la misma explotación del individuo, del hombre. Creías tanto en aquel libro, que parecía que hubieras olvidado conmigo a los protagonistas de tu último y gran trabajo. Sin embargo, no los habías olvidado en absoluto.
Al décimo día, el ritmo de tu trabajo cedió. Las tres páginas diarias se convirtieron en dos, si bien mucho más llenas, escritas con caligrafía mucho más pequeña. Luego se transformaron en una, pero todavía más llena y con escritura aún menor. Después, en media, y en este punto lo tiraste casi todo para volver a empezar desde el principio, pero, como de costumbre, sin seguir el desarrollo lógico de la narración. «Hoy he esbozado una escenita que intercalaré dentro de seis o siete capítulos». «¿Por qué?». «Porque sí». «Hoy he tomado apuntes para un diálogo que no sé dónde colocaré». «¿Por qué?». «Porque sí». «¿Quieres que te ayude, Alekos? ¿Quieres que escribamos un poco juntos?». «No, porque escribiendo mucho llegaremos demasiado pronto». «¿A dónde llegaremos demasiado pronto?». «A la página veintitrés». «¡¿Y por qué diablo no quieres llegar a la página veintitrés?!». «Porque… he tenido un sueño». «¡¿Qué sueño?!». «He soñado que escribía un libro. Y en el sueño el libro se interrumpía en la página veintitrés». «No comprendo». «Se interrumpía porque en la página veintitrés me moría». «Pero ¡eso es ridículo!». «¡Eh!». «¿Por eso has tirado casi todo y ahora holgazaneas, no sigues adelante?». «¡Eh! Seguir adelante, sigo, pero es inútil; siento que no llegaré nunca más allá de la página veintitrés». «No numeres las páginas, así no te darás cuenta si llegas a la página veintitrés». «Bien, lo intentaré». Lo intentaste. Pero dos días más tarde, al regresar a casa, en lugar de encontrarte sentado al escritorio, te sorprendí en la cama, con todas las luces encendidas y las ventanas abiertas de par en par. Por el suelo, estrujadas y semirrasgadas en un acceso de ira, estaban las páginas escritas. Las recogí y las conté. Eran veintitrés. «¡Alekos! ¡Despierta, Alekos!». «Estoy despierto». «¿Qué has hecho?». «Lo he terminado». «No lo has terminado, ¡las has numerado!». «Yo no las he numerado, pero no conseguía continuar; entonces las he contado y he descubierto que había llegado a la página veintitrés». «¡Seamos serios! ¿Qué importa eso?». «Importa porque no tengo nada más que decir; ya no queda nada por decir». «Tonterías». Te alargué la última página. «Lee ésta, tradúcela». «No.» «Te lo ruego». «Te he dicho que no». «¿Por qué no? ¿Te ha salido mal, queda fea?». «No, ha salido muy bien; es hermosa. Es la más hermosa de todas». «Entonces, ¿qué motivo tienes para no leerla?». «El motivo es que me hace sentir…, me hace sentir…». «¿Ves? No lo sabes ni tú mismo. Anda, compláceme». La tomaste suspirando, te acomodaste la almohada bajo los hombros para perder tiempo, para retrasar todo lo posible la náusea que, evidentemente, te producía el poner los ojos encima de aquella página. «Vamos, empieza. ¿A qué momento de la historia se refiere?». «Al comienzo. Es todavía el comienzo del interrogatorio, cuando creen que soy Giorgos y me dan de puntapiés para que diga quién me ha dado el explosivo». «Bien. Te escucho». Vacilaste un poco y, al fin, tradujiste.
«Había muchos oficiales. Entraron con el ordenanza, que llevaba el café a Malios y Babalis. No pertenecían a la ESA. Algunos lucían los distintivos de unidades de asalto, otros los de un regimiento de infantería, otros más los de la Marina. Parecían presas de una cólera furiosa. Theofiloiannacos se reía a carcajadas y comentaba: '¿Ves, teniente? El ejército entero está fuera de sí. En caso de que te entregara a cualquier cuartel, te harían pedazos’. De pronto, un oficial me escupió encima, y ésta fue la señal para empezar el linchamiento. Se arrojaron sobre mí todos a la vez para escupirme, pegarme e insultarme. Muros de uniformes que se adensaban en torno al camastro al que yo permanecía atado. La puerta estaba abierta, y continuaban llegando, cada vez más numerosos, como avispas atraídas por un tarro de miel. Yo en el lugar de la miel. No sé cuántos eran. Tampoco recuerdo cuánto tiempo duró aquello. Pero sí recuerdo que a casi cada golpe respondía yo con una frase de desprecio. Lo hacía mecánicamente, con el pensamiento en otra parte. Más que el muro de uniformes veía el mar embravecido, el hilo de la mecha enredado en sí mismo y que no se desanuda, las salpicaduras me bañan, el automóvil de Papadopoulos se aproxima, la explosión, la fuga. Nadar bajo el agua, con la respiración que me abandona y me obliga a volver a la superficie. La carrera por los escollos, hacia la barca que se aleja con los meses, las desilusiones y las fatigas vividos para nada. Nada, a causa de un hilo que se ha enredado, quedándose corto. Un error de cálculo sobre un hilo corto; una fracción de segundo más y el tirano pasa. Vivo. Yo, en cambio, voy preso para terminar aquí, en medio de las avispas, mientras un buitre empuña el revólver, me apunta con él y me grita: '¿Por qué no te han matado todavía, guarro?'. Entonces, Theofiloiannacos, visiblemente preocupado por el temor de que dispare, le agarra la mano. En el mismo momento, un tipo se abre paso, se pone a mirarme y me pregunta: '¿Te has arrepentido, al menos?' 'No. Sólo lamento no haberlo conseguido.' Es mi voz la que responde así. Una voz extraña, remota. ¿De dónde viene? ¿De otro mundo? También el oficial educado parece extraño, remoto. ¿De dónde viene? ¿También él procede de otro mundo? Ahora se aleja en silencio, y apenas ha salido, los uniformes vuelven a enfurecerse. Más, cada vez más. Me pegan en las plantas de los pies y en los ojos. Repito: 'Sólo lamento no haberlo conseguido’. Sí, sólo lamento no haberlo conseguido. Luego, un golpe terrible ¿Con qué, por quién? Siento que una fuerza paradójica me oprime el estómago, el cuello, el pecho y el corazón, me penetra, como si todas esas partes de mi cuerpo se rompieran a la vez, estallando. Y ya no distingo nada más. Mantengo los ojos cerrados y…».
Era la escena de tu muerte, tal como sobrevendría un mes más tarde, en la calle de Vouliagmeni, cuando los pulmones, el hígado y el corazón estallarían a la vez con el choque, y tú cerrarías los ojos para siempre. Balbucí: «Es una escena de muerte». Asentiste: «Lo sé». «¿De veras ocurre eso durante la paliza?». «Me parece que no. Creo que no». «Entonces, ¿por qué lo has escrito?». «No lo comprendo. En un momento dado, las palabras se han compuesto solas; era como si los dedos se movieran independientemente de mi voluntad. He llegado al final de la página y en ese punto me he dado cuenta de que no podía seguir adelante porque todos mis pensamientos concluían con las cuatro últimas líneas». «Táchalas y continúa». «Imposible». «Te ayudo». «No serviría. También el sueño terminaba ahí». «Pero ¡tú no estás escribiendo un sueño, sino tu historia!». «Tal vez terminará así mi historia». Luego te levantaste, encendiste la pipa y saliste a la terraza iluminada por las lámparas encendidas, cuya claridad alcanzaba hasta el prado. En este último se dibujó, inconfundible, tu sombra. Se distinguía, incluso, la silueta de tu perfil, con la pipa en la boca: cualquiera hubiese podido reconocerla. Pero estaba claro que ya no te importaba ser visto o reconocido, porque sabías que el fin no te esperaba allí, sino en otra parte, y en ningún caso hubieras podido oponerte a los acontecimientos, al destino. Y el destino es un río que ningún dique represa mientras fluye hacia el mar. No depende de nosotros. Lo único que depende de nosotros es el modo de navegar por él, de combatir sus corrientes para no dejarse transportar como un tronco arrancado. «Paciencia». «Paciencia ¿para qué?». «Lo escribirás tú por mí. Por lo demás, ya hemos hablado de ello». «¡Basta, Alekos!». «Lo escribirás tú por mí, ¡promételo!». «¡Basta, Alekos!». «¡Promételo!». «Bien, lo prometo». «Bueno. ¿A dónde vamos a cenar esta noche? Quiero ir a un hermoso restaurante lleno de ruido y de gente. Y quiero beber mucho, mucho, mucho vino».
Vaciaste la segunda botella y pediste la tercera. «Lástima. Me hubiera gustado hacerme viejo y satisfacer esa curiosidad. Además, siempre he pensado que la vejez es la edad más hermosa de todas. La infancia es una edad desdichada. No hacen más que reprocharte y tiranizarte en la infancia. ¡Cuántos puntapiés recibí de niño! Mi madre tenía siempre la escoba en la mano. Pero por la parte de la escoba: a mí me tocaba el palo. Para huir de ella, una vez me descolgué por la ventana. Hice jirones una sábana, formé una cuerda y me descolgué. Pero cuando llegué a la acera, allí la encontré esperándome, con la escoba en la mano y por la parte de la escoba. ¡Hum! Nunca he tenido suerte en las evasiones. Mi padre, en cambio, no me pegaba. Nunca. Ni siquiera cuando vivíamos en la casa del cine. En verano el cine funcionaba al aire libre, y desde el balcón del cuarto se veía todo. Así, invitaba a los niños del barrio y les hacía pagar la entrada. A precio rebajado, ¿eh? El director del cine acabó enterándose y pidió a mi padre que le entregara la cantidad correspondiente. Y mi padre pagó y se abstuvo de pegarme. Mi padre era bueno. Porque era viejo. Los viejos son siempre más indulgentes, mejores. Porque son viejos y están de vuelta. Hacerse viejo es la única manera de estar de vuelta». «Alekos, deja de beber». «También la adolescencia es una edad desdichada. Tal vez de muchacho te pegan menos que de niño porque de muchacho te rebelas. En contrapartida, te hacen objeto de otros abusos que son peores que los bastonazos. Debes llegar a ser esto, te dicen; debes llegar a ser aquello, aunque no tengas ganas de llegar a ser nada porque quieres limitarte a vivir. Y para que llegues a ser esto o aquello te mandan a la escuela, lo que constituye una tremenda infelicidad, porque en la escuela se estudia y uno se enamora. Yo me enamoré a los catorce años. Era una muchachita de mi clase, rubia, y decía que me parecía a James Dean. ¿Sabes quién era James Dean? Uno que murió en accidente de automóvil. Me parecía a él de verdad. La misma boca, los mismos ojos, los mismos cabellos y la misma estatura. Pero nunca le contestaba cuando decía que me parecía a James Dean porque no quería darle una cita antes de llevar pantalones largos. Y nunca me ponían pantalones largos. Por fin, tomé los de Giorgos y la llevé en barca y la besé. Al día siguiente me expulsaron de la escuela, no recuerdo por qué. Pero recuerdo el dolor, pues terminé en otra escuela y no vi más a la chica. Luego supe que murió. En accidente de automóvil, como James Dean. ¡Cuánto se sufre de adolescente! Pienso que de viejo se sufre mucho menos, aunque se muera. Porque de viejo la muerte es algo normal. ¿Me equivoco? Nunca sabré si me equivoco. Para saber si me equivoco debería llegar a viejo, y yo nunca seré viejo. Lástima». «Alekos, deja de beber». Vaciaste la tercera botella y pediste la cuarta. «Pero la edad más desdichada de todas es la juventud, porque en la juventud empiezas a comprender las cosas y te das cuenta de que los hombres no valen nada. A los hombres no les interesa la verdad, la libertad ni la justicia. Son cosas incómodas, y los hombres se hallan cómodos en la mentira, la esclavitud y la injusticia. Se revuelcan en ellas como cerdos. Yo me di cuenta al meterme en política. Es preciso meterse en política para comprender que los hombres no valen nada, que les gustan los charlatanes, los impostores y los dragones. Uno se mete en la política lleno de esperanzas, de maravillosas intenciones, diciéndose a sí mismo que la política es un deber, una manera de mejorar a los hombres, y luego se da cuenta de que es todo lo contrario, que nada en el mundo corrompe tanto como la política, nada en el mundo malea tanto. Un día, a los veinte años, fui a ver al político que admiraba más. Era un gran socialista, y decían que era el único que tenía las manos limpias. Fui a verle para contarle las porquerías de algunos de sus compañeros, pues creía que las ignoraba. Por el contrario, las conocía muy bien. Se echó a reír y me contestó: Joven, ¿no irás a creer que se hace política con ideales? Luego me dijo que me había equivocado de dirección. Aquel día lloré, me emborraché y lloré. Antes no me había emborrachado nunca, pues el vino no me gustaba. Me gustaba la naranjada. Pero aprendí a beber vino a los veinte años, aprendí a emborracharme porque una vez borracho se llora mejor. Se soporta mejor el hecho de que los hombres no valgan nada, de que cuanto mejor se comprenden más difícil resulta amarlos. Yo sólo consigo amar a los hombres cuando son niños o cuando son viejos. Me gustan los niños y me gustan los viejos; me hubiera gustado hacer política sólo para los niños y para los viejos. Porque para ellos no la hace nadie. A los políticos no les importan nada los niños ni los viejos: los niños y los viejos ni siquiera van a votar. Y como fui niño, también me hubiera gustado ser viejo. Un hermoso viejo con bigote blanco y tos. Cuando iban a fusilarme sentí esa añoranza: no llegar a viejo. Porque no es verdad que hacerse viejo sea una lata. Hacerse viejo es un placer. Y es justo. Todos deberían hacerse viejos, satisfacer esa curiosidad. Camarero, otra botella». «Alekos, deja de beber». Bebías con fría decisión, la que conducía al tercer estadio, y tus pupilas brillaban mucho, tus labios estaban muy rojos y tu voz sonaba muy pastosa. Pero el cerebro permanecía lúcido. «Alekos, te ruego que dejes de beber; vamos a casa». «No, quiero beber». «Debemos irnos. Mira, el restaurante está vacío». «Pero yo debo contarte por qué también la madurez es desdichada, por qué toda la vida es desdichada». «Mañana, me lo contarás mañana». «¡No, ahora! Vamos a otro sitio». «Es tarde, Alekos, muy tarde». «Nunca es tarde para vivir un poco más. Incluso desdichadamente».
Para vivir un poco más, incluso desdichadamente, había un lugar que te gustaba. Era un barecito en el piazzale Michelangelo, adonde íbamos después de cenar cuando vivías en el exilio en Florencia. Fuimos para detenernos en el piazzale, que es una inmensa terraza suspendida sobre la ciudad, entre los árboles y el cielo. De noche, la vista es emocionante. El río se desanuda en una cinta de luz que es la luz de las farolas reflejadas en el agua: cada farola un centelleo de chispas de oro y plata, y sobre el río, los arcoiris de los puentes. A uno y otro lado, los tejados se extienden en alfombras de tejas rojas, y de ellos se elevan los campanarios y las torres y se hinchan las cúpulas iluminadas por los reflectores contra el cielo negro. Por eso, al llegar, te entretenías, muy contento, en admirar aquel panorama y decías que el cielo había derramado por el suelo las estrellas, y que la belleza sólo existe si el cielo la derrama sobre la tierra, donde puede contemplarse sin coger una tortícolis. Esta vez no miraste en absoluto. Te apresuraste a arrastrarme al barecito y: «Dos copas de ouzo, grandes y dobles. Mejor dicho, cuatro copas de ouzo, grandes y dobles». «Sí, señor». Con irónica obsequiosidad, el camarero alineó las cuatro copas de ouzo, excesivamente grandes y excesivamente dobles. Tragaste dos de golpe, mientras en la mesa de al lado alguien se reía, y pronto una lágrima te descendió por la nariz para sumergirse en el bigote. «No llores, Alekos. ¿Por qué lloras?». «Porque me he equivocado en todo. He confiado en los hombres, y me he equivocado en todo. He creído que a los hombres les importaba la verdad, la libertad y la justicia Me he equivocado en todo. He creído que comprenderían. Me he equivocado en todo. ¿Para qué sirve sufrir, luchar, si la gente no comprende, si a la gente no le importa? Me he equivocado en todo». «Calla, Alekos. ¡Calla!». «No debí salir de mi celda. En cuanto me sacaron de mi celda debí volver a ella. Volver y volver una y otra vez. Entonces hubieran comprendido. Cuando estaba en mi celda comprendían. Cuando estás en presidio comprenden. Luego ya no comprenden, a menos que mueras. Para hacerme comprender ahora debería morir». «Calla, Alekos. ¡Calla!». «Un funeral, sería preciso un hermoso funeral. Acudirían de los campos, de las islas, atascarían las carreteras, se encaramarían a los tejados como los cuervos. Y comprenderían. Al menos por un día comprenderían. Y se moverían». «Calla, Alekos. ¡Calla!». «Incluso tú acabarías por comprender. Porque ni siquiera tú comprendes. ¿Lo ves? No me amas y no me comprendes. Para ser comprendido a veces hay que morir. También para ser amado a veces hay que morir». «Calla, Alekos. ¡¿Qué dices?! Te están mirando, te están escuchando». Era verdad que te miraban, era verdad que te escuchaban, y de las mesas contiguas surgían murmullos: «Borracho, está borracho». «¿Y qué? ¿Por qué han de interesarme cuatro imbéciles que mañana contarán que me han visto llorar en un bar? ¿Qué saben ellos de mi llanto, de mi bebida? Tienen demasiados automóviles. ¿Y sabes para qué les sirven sus automóviles? Para llevarlos a los partidos de fútbol. ¿Sabes qué harán ésos el día de mi funeral? Irán a un partido de fútbol. Y entre gol y gol dirán: ¡adivina quién se ha muerto! Y después del partido de fútbol tal vez vayan a un mitin, al mitin de cualquier chacal que ha metido un gol sin luchar, sin sufrir. Y lo aplaudirán, entusiastas. Para ellos ni siquiera morir sirve. Ellos sólo comprenden el juego del fútbol y los automóviles. Les odio a ellos y sus automóviles. Me meo en sus automóviles». Te levantaste, tambaleándote. Arrojaste sobre la mesa un billete para pagar el ouzo. Saliste para dirigirte hacia los automóviles aparcados en la plaza. Te liberaste de mí, que trataba de detenerte, y llegaste a ellos. Luego te desabrochaste los pantalones sin prisa, te sacaste el pene sin prisa, lo empuñaste como el asta de una bandera y, tranquilo y decidido, te dedicaste a inundar de orina los laterales, los capós y las ventanillas de los automóviles. Yo tiraba de ti, te suplicaba que, por caridad, lo dejaras estar, pero cuanto más tiraba y más suplicaba, más te resistías, y aquel chorro continuaba insistente, impúdico; el chorro de una fuente, como si tu vejiga contuviera una reserva inagotable de agua, y cada gota te liberase de una desesperación que había superado todos los límites, de una obsesión que había olvidado todo control, y mientras lo hacías recitabas tu poesía, aquélla acerca de los que no desobedecen nunca, no se comprometen nunca, no se arriesgan nunca. «Vosotros, tumbas que caminan, / insultos vivientes a la vida, / asesinos de vuestro pensamiento, / fantoches con formas humanas. / Vosotros, que tenéis envidia de las bestias, / que ofendéis la idea de la creación, / que buscáis refugio en la ignorancia, / que aceptáis como guía el miedo. / Vosotros, que habéis olvidado el pasado, / que veis el presente con ojos enturbiados, / que no tenéis interés por el futuro, / que respiráis sólo para morir. / Vosotros, que sólo tenéis manos para aplaudir, / y que mañana aplaudiréis / con más fuerza que nadie, como siempre, / como ayer y como hoy. / Sabed entonces, vosotros, / excusas vivientes de toda tiranía, / que a los tiranos los odio tanto, / tanto como me asqueáis vosotros / y vuestros jodidos automóviles».
Primero tímida y luego nerviosamente, los de la mesa contigua se habían asomado a la puerta del bar y observaban la escena asombrados. Con el rabillo del ojo te dabas perfecta cuenta de ello y de que si uno se movía, los demás lo seguirían para agredirte en su indignación. Pero eso no servía más que para alimentar tu desprecio, tu perversidad, y mientras el grupo vacilaba, tuviste todo el tiempo de recitar la poesía hasta el final, vaciar la vejiga hasta la última gota, recatar el pene, abrocharte los pantalones y dar media vuelta sobre los tacones. Pasaba un taxi. Lo detuve y te empujé dentro: «¡Vamos, rápido!». En el mismo momento llegó a nosotros un grito: «¡Páralo, atrápalo!». Pero el taxista comprendió que debía salvarte y aceleró, llegando en pocos minutos a la casa del bosque. Incluso se ofreció a ayudarte a subir las escaleras, en vista de que ahora te tambaleabas como una muñeca de trapo. «¿Quiere que lo ayude? Sin cumplidos, ¿eh? Es siempre un placer echar una mano a quien se mea en los automóviles de los gilipollas». Pero yo le respondí no, gracias, y te arrastré sola hasta el tercer piso, cada peldaño una montaña, y sola te arrojé sobre la cama, donde te hundiste con un gruñido de beatitud: «Los he lavado bien, ¿hum? Los he bautizado. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Pero el limbo del olvido, el tercer estadio, se hallaba aún lejos. Eructabas, reías burlonamente y farfullabas confusas protestas sobre los cómplices de los asesinos que matan sin ensuciarse las manos, y luego sobre mí, que no sabía amarte, que nunca supe, porque no te amaba a ti sino a mi idea de ti. Para que comprendiera que tú eras tú y no mi idea de ti, era menester que murieses, pues una vez muerto te amaría perfectamente: «Vete. No te quiero aquí, vete. Fuera, he dicho fuera». Al fin me exasperé. Resultaba muy desconsolador verte en aquellas condiciones y se me hacía insoportable hasta la idea de dormir en la misma cama. Cuando comenzaste a roncar, me fui de veras. A la mañana siguiente, al regresar, encontré la habitación semidestruida.
Parecía que un ciclón hubiera irrumpido por las ventanas para abatirse sobre las cosas, arrancarlas de raíz como árboles, trocearlas, fragmentarlas. La preciosa lámpara Tiffany estaba rota, el escritorio volcado, la mecedora patas arriba, y lo mismo las sillas. Un cuadro había caído de la pared y otro se tambaleaba de cualquier manera. Las carpetas rosadas con los documentos estaban esparcidas por doquier. En cuanto a ti, yacías por el suelo, inmóvil, junto al teléfono, con el auricular descolgado. ¿Se había producido una pelea y te habían matado? Creyendo que te habían matado, permanecí mirándote inmóvil hasta que abriste el ojo bueno y despegaste los labios. «Lo siento por la lámpara; se ha caído sola». No respondí. Aunque hubiera querido responder, preguntarte qué había sucedido y por qué, no hubiese podido: un sollozo reprimido me paralizaba las cuerdas vocales. Con aquel sollozo reprimido devolví a su sitio el teléfono, las sillas y la mecedora y comencé a recoger los cristales rotos, los míseros restos de la Tiffany, de lo que fuera una obra maestra de gracia y armonía. Los arrojé al cubo de la basura. Siempre inmóvil por el suelo, seguías con el ojo bueno mis gestos, y una chispa de interés pareció encenderlo cuando recogí las carpetas rosadas. Te pusiste en pie. El rostro pálido e hinchado, los cabellos enmarañados, el traje sobado y manchado de vómito narraban un drama vivido al borde de la locura. «¿Dónde has estado?». «En un hotel. Me dijiste que me fuera. Estabas borracho». «Mejor así. Hubiera podido hacerte daño también a ti después de esa llamada». «¿Qué llamada?». «He telefoneado a Atenas. La publicación en Ta Nea ha sido aplazada. Ellos dicen aplazada». «¿Hasta cuándo?». «Hasta nunca, si no vuelvo. Debo irme». «Creí que deseabas permanecer alejado de Grecia». «En efecto. Pero no tengo elección». «Voy contigo». «No. Me sirves aquí». «¿Aquí?». «Sí, porque si me sucede algo, tú deberás utilizar esos documentos». «Ni siquiera sé de qué tratan». Enderezaste el escritorio, que continuaba volcado, y: «Lo sabrás dentro de poco».
Estabas sentado ante las carpetas rosadas, para decirme finalmente qué contenían, y ahora parecías un hombre inasequible a las emociones, todo raciocinio. Con la cara afeitada, el cabello peinado, la piel distendida por un buen baño, la ropa limpia, parecías un profesor que se dispone a aleccionar a su alumno. ¿O un notario que se dispone a otorgar su propio testamento? Había una punta de escarnio doloroso en los ojos, pero la voz era firme mientras decías aquí están los malditos papeles por los que trastornaste tantos meses de tu vida y de la mía, y la existencia de otras personas, pérfidas o estúpidas, pero personas. ¿Qué contaban? Nada más que la acostumbrada historia de la roca que cae de la montaña para volver a la cima de la montaña: igual que antes y más sólida que antes. La acostumbrada historia del Poder, el eterno poder que nunca muere, y que cuando parece que cae no cae; que cuando parece que cambia no cambia: sólo caen sus representantes, no caen más que sus intérpretes, y la cantidad o calidad de la opresión. Siempre ha sido así y será así; la historia de la humanidad es una interminable befa de los regímenes que son derrotados y continúan como antes: en cada época y en cada país los papeles para demostrarlo serían o serán poco más o menos como éstos, sin más diferencias que las fechas, los nombres y el idioma. Sí, también en las democracias sanas y fuertes, suponiendo que exista una democracia sana y fuerte: todas las democracias son débiles y enfermas por el hecho de ser democracias, o sea sistemas que se basan en el mal menor. Sí, también en los países que han pasado por una revolución: toda revolución contiene en sí los gérmenes de aquello que ha abatido, y con el tiempo manifiesta ser la continuación de lo que ha abatido. De toda revolución nace o renace un imperio. Mira la francesa, el ejemplo que ha envenenado el mundo con sus mentiras Liberté-Egalité-Fraternité. Ríos de sangre y de sueños, mares de atrocidades y de quimeras. ¿Y después? Napoleón Bonaparte y el Imperio, privilegios idénticos a los privilegios de antes, perfeccionados si acaso, abusos idénticos a los de antes, sancionados si acaso en un código escrito según los principios de la lógica. Mira la revolución rusa, nuevo ejemplo de nuevos venenos, nuevos ríos de sangre y de sueños, nuevos mares de atrocidades y de quimeras. ¿Y después? Un imperio de pequeños zares iguales al zar eliminado, privilegios idénticos a los privilegios de antes, abusos idénticos a los de antes, si acaso sancionados por una doctrina formulada según criterios científicos. Ciencia filosófica, matemática, médica: un psiquiatra que te declara loco porque has desobedecido. Allí no sólo te destruyen el cuerpo con la cárcel y el pelotón de ejecución, sino que te destruyen el cerebro con amenzoína. Mira América, esa América a la que dieron nacimiento unos desesperados en busca de libertad y de felicidad, que se rebeló contra Inglaterra porque no quería ser una colonia. ¿Y luego? Inventó el esclavismo, carne humana vendida a peso como la carne de los bueyes, arrojó a otros desesperados en busca de libertad y felicidad, y por último convirtió medio planeta en su propia colonia. Mira los países que en Europa llevaron a cabo la Resistencia y que hoy viven bajo los mismos regímenes que abrieron el camino al fascismo y al nazismo: los mismos jefes y las mismas policías. Si para deducirlo no bastaran las pruebas que ves a simple vista, no tendrías más que leer los papeles secretos de sus ministerios. ¿Para qué sufrir, entonces, para qué luchar, para qué arriesgarse a ser embestidos por la ráfaga que surge de la montaña y te lanza al fondo del pozo, entre los peces? ¡Pues porque es el único modo de existir cuando eres un hombre, una mujer, una persona y no una oveja del rebaño! Si un hombre es un hombre y no una oveja del rebaño, hay en él un instinto de supervivencia que lo induce a luchar aunque comprenda que lucha en vano, aunque sepa que va a perder: don Quijote lanzándose contra los molinos de viento sin preocuparse de que está solo; antes bien, orgulloso de estarlo. No tiene importancia que actúe para sí mismo o para la humanidad, creyendo en el pueblo o no creyendo en él; no tiene importancia que su sacrificio dé o no resultado: desde el momento en que lucha y cuando sucumbe físicamente, él es el Pueblo, él es la Humanidad. Y tal vez haya un resultado: radica en el hecho de que se aleja de la manada, de que se niega a pertenecer al río de lana, de que perturba el rebaño por una hora o un día. A veces basta con que un hombre o una mujer se aleje del rebaño para que éste se disgregue un poco, para que el río de lana interrumpa su fluir a lo largo del sendero trazado por la montaña. Que recordara esto, que utilizara bien aquellos pobres papeles que repetían una regla tan antigua como el mundo, tan vasta como el mundo. Que no los regalara a una u otra barricada, o sea a los directores de empresa, a los falsos fabricantes de falsas revoluciones, a los oportunistas, esto es, a los revolucionarios del carajo. Que los pusiera en manos de los pobres diablos que se baten solos, libres de esquemas y de doctrinas, de disquisiciones teológicas y de violencias inútiles. Que recogieran tu pequeña verdad buscada y hallada esta vez en un pequeño país que no contaba para nada, que no interesaba a nadie, que no tenía ya nada que ofrecer salvo un montón de islas dispersas en el gran mar azul, sus leyendas superadas, su sabiduría olvidada y sus muertos. «¡Alekos! ¿Por qué me dices estas cosas?». «Porque… Empecemos».
Escogiste una carta fechada el 5 de enero de 1968. «Esta es la prueba que pedí durante meses a Averoff y que Averoff siempre me negó. Es la confirmación de que Giorgos fue vendido a los israelíes a cambio de algunos consejos para matar a otras personas. No afecta al señor ministro de Defensa, o le afecta en la medida en que demuestra su interés por proteger a los oficiales de la Junta, por mantenerlos en los puestos claves para que cometieran sus fechorías, y por proteger, junto con ellos, a un gobierno que en el sesenta y ocho no mantenía relaciones diplomáticas con Grecia. Y que, sin embargo, les vendió a Giorgos por treinta monedas. ¡Hum! La política de los equilibrios mundiales. Para ilustrarla, esta carta es una alhaja». Luego tradujiste: «Al Estado Mayor del Ejército. Urgente. Secreto. Siguiendo las órdenes del primer ministro y ministro de Defensa, Giorgos Papadopoulos, la sección de cincuenta y seis oficiales destinados como consejeros de las secciones especiales israelíes de lucha contra los comandos palestinos, partirá en avión especial para Tel Aviv el 13 de enero próximo. Los oficiales están especialmente entrenados en actividades de sabotaje, gracias a las experiencias adquiridas por nuestro ejército en la guerra 1946-1949. También utilizarán la experiencia reunida en este tipo de lucha por el ejército israelí, y redactarán un minucioso informe sobre su misión. Al comandante de la sección, coronel Antenor Mpitsakin, se le han dado las instrucciones oportunas a fin de que mantenga el secreto de la misión y de las tareas a él encomendadas durante la permanencia de los oficiales griegos en el ejército israelí. Para evitar protestas por parte de los países árabes y comunistas, así como de la opinión pública en general, se han tomado rigurosas medidas que garantizarán el secreto absoluto. El primer ministro y ministro de Defensa, Giorgos Papadopoulos, ha ordenado asimismo al teniente Antenor Mpitsakin que exprese a los correspondientes servicios secretos israelíes el sincero agradecimiento del gobierno griego por la estrecha colaboración prestada en el caso del teniente Giorgos Panagulis. Le ha encargado asimismo renovar la promesa de que tal colaboración se verá reforzada cada vez más en interés mutuo de ambos países. Firmado: F. Roufogalis, subdirector del KYP».
Me la entregaste con un ligero temblor en las manos, y luego buscaste otros papeles. «Estos, en cambio, le afectan a él. Demuestran que antes aún de fornicar con los coroneles y urdir su política del puente, para tomar en sus manos las riendas del país, Evanghelis Tossitsas Averoff fue un grandísimo hijo de perra. No es cierto, en efecto, que en los años cuarenta combatiera a los nazi-fascistas: aquí está, con todos sus timbres y firmas, la denuncia presentada el 29 de agosto de 1944 por un tal Ziki Niksas. De ella resulta que en 1941 el actual ministro de Defensa entró a formar parte de la tristemente célebre Legión rumana, y empezó a colaborar con las tropas de ocupación italianas. Obra también aquí la denuncia presentada el 23 de septiembre de 1944 por un tal Elías Skiliakos, abogado de Larisa, de la cual resulta que en el mismo período Averoff ayudó al invasor tratando de constituir una alianza grecoitaliana con el cónsul Giulio Vianelli y el entonces primer ministro Tsalakoglu. En su feudo de Iannina incluso se encargó de requisar los fusiles para entregárselos a las tropas de ocupación italianas y frenar la Resistencia. Aquí hay, por último, una serie de cartas y denuncias que ilustran otras travesuras de su juventud, o sea de lo que él llama mi-pasado-de-antifascista. A cierto momento cayó prisionero y fue enviado al campo de Fieramonte, en Italia. Allí se convirtió inmediatamente en huésped de consideración: pollo o pavo en lugar del acostumbrado rancho, una cómoda celda privada de la que entraba y salía a su antojo utilizando el automóvil del director, y libertad de acercarse a quien quisiera. ¿Y sabes por qué? Porque era un espía. Le pedían la lista de los prisioneros comunistas y la daba. Luego, de Fieramonte lo trasladaron a Arezzo, y allí ni siquiera entró en el campo: se fue a vivir a un hotel de primera categoría. Era un prisionero en verdad especial. Nadie podía recibir de Grecia más de cien liras al mes, pero él recibía mil cada vez, en varios envíos a lo largo del mes. Nadie podía adquirir liras a menos de trescientas o cuatrocientas dracmas, pero él las compraba a ocho dracmas. Como recompensa por sus servicios, los italianos le encargaron mantener relaciones con la embajada suiza y con la Cruz Roja internacional: así le correspondía a él distribuir los paquetes o el dinero, y lo hacía beneficiando sólo a quien colaboraba. Por último, fue a Roma. Alquiló un apartamento próximo a la plaza Venecia y se estableció junto con un abogado de Samos, Nicolarezos, que era el hombre de confianza de las autoridades italianas en Grecia en el sector del espionaje. Con Nicolarezos logró impedir el regreso a la patria de trescientos prisioneros porque entre ellos se encontraban ciento diez patriotas del grupo Libertad o Muerte. Naturalmente, la magistratura archivó estas denuncias. La-ley-es-igual-para-todos. Pero hallándolas en la ESA, el previsor Hazizikis las apartó. Todo sirve, incluso las bellaquerías, en caso de extorsión. Estamos aún en las bellaquerías, repito, en los pecadillos veniales. Lo gordo viene después, y está contenido en los documentos relativos a su detención en 1973, a raíz del fallido levantamiento de la Marina. Sabiendo que nuestro Averoff estaba metido hasta el cuello, Hazizikis fue a por él y se lo llevó a la ESA. Una vez aquí, no hubo siquiera necesidad de asustarlo, pues en seguida, y por su decisión espontánea, el futuro ministro de Defensa reveló nombres, apellidos, direcciones, fechas de encuentros y responsabilidades de los que la ESA carecía de pruebas; incluso la manera con que la Resistencia estaba organizada en Creta, en Larisa y en el Epiro. La delación está contenida en dos declaraciones escritas de su puño y letra. Aquí están».
Me tradujiste la parte introductoria de la segunda declaración: «El día de mi detención no me encontraba bien, según pudo comprobar el comandante del EAT-ESA. Por la tarde me desmayé en su despacho, donde me socorrieron, y sólo gracias a sus cuidados me sentí mejor. Pero mi salud continuó siendo precaria, y escuché con la mente poco clara las preguntas del señor comandante, sus acusaciones y sus solicitudes de aclaraciones. O sea que no comprendí que el interrogatorio se extendía también al aspecto político de lo sucedido, y que contemplaba la responsabilidad de muchos oficiales de la Marina, y no sólo de aquellos con los que estuve en contacto. Así, sobre la base de mi palabra de honor, me limité a negar mi conocimiento de los hechos a que el señor comandante se refería. Pero hoy me siento mejor, gracias en parte a las medicinas que el señor comandante me ha procurado gentilmente, así como a los paseos que su amabilidad me ha permitido efectuar al aire libre. Pienso que ya no estoy ligado a mi palabra de honor, pues otros han hablado y suministrado detalles, de modo que puedo confesar que no por mala fe sino por la brevedad de nuestras conversaciones, no expliqué todos los detalles con la minuciosidad necesaria. Lo hago ahora, convencido de que es mi derecho y mi deber hacia el país y hacia quienes se han visto envueltos en este asunto. Retiro la declaración del día 7 para decir toda la verdad sobre los acontecimientos de los que estoy informado». Tomaste una página al azar para traducir otro fragmento: «Le pregunté entonces qué pensaba hacer si fracasaba. Me respondió que marcharían a un país extranjero y que en él dejarían los barcos, a fin de que los que no hubieran participado de modo directo en la conjura, pudieran ser devueltos a Grecia. Los otros barcos, en cambio, permanecerían bajo la protección de un país extranjero. Le hice observar que en semejante eventualidad lo más sensato sería escoger Chipre, y le informé de que Leonidas Papagos acababa de regresar de Italia, donde se había entrevistado con el rey, quien manifestó reservas sobre la empresa. Pasó tiempo antes de que celebráramos otro encuentro, y a mediados de mayo decidí volver a verlo. Envié al señor Foufas a casa de Papadogonas, y éste concertó la cita para la mañana del 21 de mayo cerca del lago Maratón. Un motivo por el que deseaba una cita con Papadogonas era que Constantinos Karamanlis había mandado dos mensajes para decirme que le habían hablado del asunto, y que si no se trataba de algo serio era preciso anularlo. El otro motivo era que Papadogonas me reveló los posibles días de la rebelión. Una de estas fechas estaba próxima, y yo temía que estuvieran a punto de cometer un grave error de táctica política. Temía, además, que el secreto trascendiera. En efecto, por cierta frase del industrial Khristos Stratos concluí que él tenía conocimiento de todo. Papadogonas me lo confirmó: él mismo se había reunido con Stratos, quien le prometió ayudas financieras a las familias de los suboficiales que participaran en la rebelión. Stratos estaba al corriente de la fecha elegida: la noche entre el 22 y el 23 de mayo. Pero la señal había sido dada, las operaciones preliminares se habían llevado a cabo, y revocarlas resultaría imposible».
«Toma». Me alargaste el paquete con las dos declaraciones y añadiste una carta: «Incluye esto». Era una carta manuscrita, fechada el 26 de julio de 1973 y dirigida al ilustre señor comandante Nicolaos Hazizikis, comandante del EAT-ESA. La firmaba respetuosamente-Evanghelis-Averoff, quien agradecía a Hazizikis su bondad al enviarle siete ejemplares del periódico fascista Estias. La tomé, y sólo con tocarla reviví la turbación del día en que los ojos del dragón se encontraron con los míos para hurgar en ellos un buen rato, cruelmente; después, sus manos aprisionaron las mías como valvas de un molusco, y un escalofrío sacudió mi cuerpo porque eran unas manos más suaves que las de una muchacha, pero su contacto provocaba una especie de estremecimiento. El mismo que se experimenta al rozar las hojas de ortiga, de momento blandas, pero que mientras estás pensando que son blandas sientes un pinchazo desagradable. Y, sin embargo, no fue el contacto de sus manos lo que me turbó, ni tampoco el timbre de su voz, que a ratos se distorsionaba en estridencias metálicas, ni mucho menos la mirada líquida y resbaladiza de sus ojos redondos y negros como olivas sumergidas en aceite: fue su mención de la política-del-puente. Intuiste lo que pensaba: «Sí, estamos llegando a la política-del-puente, estamos llegando. También estamos llegando a la demostración de que no me equivocaba al atacarlo en el Parlamento sobre el problema de los oficiales de la reserva, diciendo que mantenía en esa situación a los oficiales demócratas porque estorbaban en la misma medida que estorbaban Papadopoulos y Ioannidis. Mira esto». Y me mostraste dos hojas de papel con encabezamiento: su nombre impreso arriba, a la izquierda, Evanghelis Tossitsas Averoff. El texto estaba escrito a máquina, y se complementaba con una nota manuscrita con su caligrafía. Tradujiste: «Atenas, 21 de enero de 1974. Al general Fedon Ghizikis, presidente de la República. Ciudad. Ilustre señor presidente: Tengo el honor de someter a su consideración la nota adjunta. Si no la firmo y la escribo en tercera persona es porque probablemente usted deseará mostrarla a terceros sin revelar quién se la ha hecho llegar. Sin embargo, no se trata en absoluto de negar mi paternidad, y como verá usted este folio lleva mi nombre. La nota adjunta es un compendio que en la primera parte se limita a líneas generales pero también esenciales. No lo toca ni lo analiza todo. Como esto puede dar la impresión de que yo sostengo una idea preconcebida con respecto al actual gobierno, subrayo que: 1). Es del todo exacto y en muchos aspectos justo y útil el alejamiento de numerosos oficiales de la reserva de los más altos cargos de la administración. 2). El gobierno ha afrontado de forma no ortodoxa, pero de la mejor manera posible, el dramático asunto de nuestra venerable Iglesia. Creo que el intento dará sus frutos. 3). Apruebo la reconstitución del consejo para el nombramiento de los prefectos. 4). Es útil la represión de los abusos, en la medida en que se lleve a cabo sin excepciones y sobre bases objetivas. Reciba usted, señor presidente, la expresión de la estima de su siempre sincero Evanghelis Tossitsas Averoff». Seguía una posdata de 1.º de febrero de 1974: «Habiendo buscado en vano a un conocido común que quisiera entregar esta carta y las notas adjuntas, se la llevo yo mismo. Es posible que le envíe una copia por correo. Dadas las condiciones en que se la envío, le agradecería encargase a su ayudante de campo de acusar recibo». Bajo la posdata otras tres notas, evidentemente escritas por algún tercero, acaso un ayudante de Ghizikis, sobre la copia enviada por correo: «El general de brigada de guardia en el edificio, con puesto en calle Plankedias, 51-53, se ha negado a dar por recibida la presente. Por ello al día siguiente, 2 de febrero de 1974, el señor Zizis Foufas la ha entregado al señor Spyropoulos, secretario de la presidencia de la República, en calle Stisicorou, 17, a las 9.30 horas». «Lunes, 4 de febrero de 1974. A las 8.30 horas, una llamada telefónica del señor Bravacos ha informado a la oficina del señor Athanasakos que el sobre había sido recibido por el señor presidente». Y la apostilla final: «El señor Bravacos, de la presidencia de la República, ha telefoneado al despacho para confirmar que la carta ha sido recibida por el presidente».
«Toma». Me entregaste la carta a Ghizikis, y una sonrisa divertida te hizo vibrar el bigote. «¡Eh! En el fondo, Averoff es un genio. Un genio provinciano, pero un genio. Si en lugar de nacer en un país pequeño que no cuenta ya nada, hubiera nacido en Rusia, en América o en China, a estas horas decidiría si la tercera guerra mundial debe o no estallar. Si al menos hubiera nacido en un país más céntrico y más rico, de alguna manera terminaría en los libros de historia. Al pobre Averoff le ha ido mal: nacer en la Grecia del año dos mil. En cualquier caso, la prueba de que Averoff es un genio, un genio provinciano, pero un genio, está aquí». Y agitaste las ocho páginas cubiertas de escritura de la Nota Adjunta. «Esto es una pequeña obra maestra. Comienza con vagas alusiones al liberalismo, con cautas protestas sobre los riesgos que corre el gobierno, y luego pasa a la adulación, diciendo que un sentimiento de gozo, de vivo optimismo hacia el porvenir, de sentimientos afectuosos por las fuerzas armadas dominó Grecia el 25 y el 26 de noviembre de 1973, o sea los días que siguieron a la matanza del Politécnico, cuando Ioannidis desautorizó a Papadopoulos. De la adulación pasa al examen de la situación, y escucha bien, porque la habilidad con que se ofrece como salvador de la patria o, más bien, como hombre del destino, es simplemente diabólica». Buscaste la página dos y tradujiste: «No importa que al frente de las Fuerzas armadas haya hombres honrados, cosa de la que quien esto escribe está seguro. El pueblo ve igualmente el propósito de continuar por tiempo indeterminado una oligarquía basada en las Fuerzas armadas, y basta. Así, el mero hecho de ver uniformes le irrita, y muchos que antes vestían el uniforme con orgullo, ahora lo exhiben en público con cautela. Esto es triste y peligroso, señor presidente, y a este paso la juventud seguirá a cualquiera que se manifieste contrario al régimen. Y por desgracia sabemos que quien se manifiesta contrario al régimen raras veces tiene pensamientos sanos: en los últimos meses, el partido comunista griego se ha vuelto activo, y su pensamiento anarquista, incoherente y destructor, ha empezado a seducir a los jóvenes, que son influenciables y tratan de moverse de forma violenta. Se produce un deslizamiento hacia la izquierda, hacia peligrosísimas formas de anarquía, perniciosa para los jóvenes que mañana deberán dirigir el país. Y en el extranjero el comunismo griego es muy activo, más activo que nunca. Según fuentes extranjeras fiables, sólo en Alemania, donde el partido comunista italiano ha fundado dos federaciones de trabajadores, una con sede en Colonia y otra en Stuttgart, hay dos fuertes grupos comunistas griegos: el ESAK y el EESKEI, que colaboran entre sí. En el congreso preliminar de Estocolmo, donde emigrantes de todas las nacionalidades se reunieron el año pasado y donde se decidió celebrar otro congreso en marzo de 1974 en Copenhague, los representantes más combativos fueron los griegos…». En este punto interrumpiste la traducción: «Sigue un análisis nebuloso de la realidad económica, y después viene lo mejor. Porque lo que Averoff propone a Ghizikis para resolver los problemas de los coroneles es, precisamente, lo que sucedió en julio de 1974, cuando todos creyeron que la Junta había caído. Con otras palabras, en estos papeles está la prueba de que la Junta abdicó siguiendo los consejos de Averoff y por el sistema que Averoff deseaba: transfiriendo en apariencia el poder a los políticos, pero en realidad manteniéndolo a través de él, que en el momento de hacerse cargo del ministerio de Defensa se convirtió en el heredero e intérprete del régimen anterior o, al menos, de sus intereses. ¿Me explico? Quiero decir que en enero de 1974 el Poder no sabía ya qué hacer con los coroneles, y lo que le convenía era un relevo de la guardia, por ejemplo una democracia formal cuyos órganos clave estuvieran en manos de la derecha más reaccionaria. Esto sólo podía llevarse a cabo a través del retorno de un Karamanlis elegido e impuesto por un Averoff, dueño ya de aquel ejército cuyos oficiales demócratas habían sido depurados. Así, pues, me equivoqué al creer que Averoff hubiera ganado la batalla en el último instante engañando a Canellopoulos y Mavros, diciéndoles nos-vemos-luego-voy-a-hacer-pipí. El pipí lo hizo de verdad y los engañó de verdad, pero lo que sucedió el 23 de julio estaba decidido desde hacía meses. El único punto en el que fracasó Averoff fue en el engaño a los partidos 'emparentados’. El engaño consistía en un hallazgo al que recurrió la monarquía de 1963 a 1967 para mantener a la derecha en el poder, y funcionaba así: cada partido debía declararse emparentado con otro partido, o sea con el partido ideológicamente más próximo, y sólo los partidos emparentados podían aliarse para participar en un gobierno. Sin embargo, ningún partido quería considerarse emparentado con el comunista, lo que mutilaba a la izquierda, obligándola a aliarse siempre con la derecha. Sólo Giorgos Papandreu se rebeló, constituyendo un frente popular en el que la izquierda en su totalidad se unió en contra del centro. Y la derecha respondió con el golpe de Papadopoulos. Pero aun fracasando en el asunto de los partidos emparentados, Averoff sabía vencer. En efecto, sabía que podía contar con Karamanlis, y con la minucia con que éste seguiría el plan contenido en la carta a Ghizikis. El plan era el siguiente». Y reanudaste la traducción.
«Primero: el presidente de la República seleccionará a una persona capaz y en condiciones de inspirar confianza. O sea un oficial antiguo, un viejo político o un tecnócrata. Segundo: el presidente de la República confiará a esa persona el cargo de primer ministro, y el primer ministro se presentará en la televisión anunciando el programa, pero no la formación del gobierno. Tercero: el programa respetará las líneas generales no susceptibles de cambios. Matices y pequeñas variaciones serán examinados con un amplio intercambio de ideas. He aquí esas líneas generales: a). El nuevo primer ministro informa que las Fuerzas armadas le han confiado, a través del presidente de la República, la reconstrucción de la legalidad democrática; b) el nuevo primer ministro expresa su homenaje a las Fuerzas armadas, subrayando que éstas proceden del pueblo, respetan al pueblo y siempre defienden la seguridad interna y externa del país; c) el nuevo primer ministro declara que aún no ha querido formar gobierno. (Véase Top Secret adjunto).» Top Secret adjunto: «Una. No es oportuno que se sepa, pero deberemos ponernos de acuerdo sobre los ministerios de Defensa y de Seguridad pública, a fin de que se pongan en manos de personas respetables, influyentes y que cuenten con la confianza del presidente de la República, así como del primer ministro. Dos. Deberá desacreditarse a quien sostenga que las elecciones se celebran bajo el control de las autoridades locales nombradas por la Junta, capaces de ejercer presión psicológica en favor de la propia Junta. Tres. Las elecciones locales deben evitarse antes de las generales. No hacerlo así resultaría peligroso por muchas razones, pero sobre todo porque en algunos lugares se correría el riesgo de que se formen ayuntamientos capaces de influir en las elecciones en favor de la izquierda. Cuatro. Habrá que convencer a la opinión exterior e interior de que el nuevo régimen lleva a cabo las elecciones honradamente. (Véase texto principal). Sólo se podrá excluir la designación de candidatos subversivos. Cinco. Los artículos de la ley electoral deberán dejar en claro que todo partido vendrá obligado a depositar en el Tribunal supremo una declaración que contenga sus principios básicos y señale sus partidos emparentados. Sólo se considerará que un partido está emparentado con otro, si este último acepta una similitud de principios. Los partidos no emparentados con otros no podrán participar en la formación del gobierno ni tampoco apoyarlo. Un diputado no podrá cambiar de partido si el partido que abandona no está emparentado con aquel al que se transfiere. Seis. El partido comunista griego podrá ser legalizado tan sólo a condición de que aquellas personas que se hallan tras el telón de acero no regresen a Grecia, y sean consideradas culpables de haber derramado la sangre de sus hermanos para conquistar el poder. Siete. Dado que se trata de un tema delicado, el problema de la monarquía podrá discutirlo una asamblea que proceda a revisar la constitución. Pero ¿cómo resolverlo, en vista de que quienes trabajaron activamente en el referéndum que instauró la república no consideran válido dicho referéndum? Por motivos que no conciernen a esta nota, quien esto escribe considera una Asamblea constituyente la mejor salida al dilema. Pero esto requiere una explicación verbal».
«Toma». El anexo se sumó a los demás folios, y tu voz experimentó una vibración airada: «Hubo tal explicación verbal. La comedia se desarrolló como Averoff había establecido en la copia escrita para Ghizikis: la fachada del poder para Karamanlis, el verdadero poder para sí, y el status quo casi intacto. Lo único que no consiguió fue librarse de Ioannidis y de los diversos Hazizikis y Theofiloiannacos sin mandarlos a presidio. Inútil decir que los procesos no se incluían en los acuerdos de las llamadas explicaciones verbales. Y esto se convirtió en su talón de Aquiles; por eso dudaba si detenerlos. Pero encontró la solución al problema. Directa o indirectamente, los convocó uno a uno y les ofreció la fuga al extranjero: u os vais o me veré obligado a deteneros y procesaros. Los más se negaron: unas veces por orgullo y otras porque acariciaban la ilusión de recuperar el poder mediante un golpe de estado de los gadafistas. Otros, en cambio, aceptaron. Y este papel lo demuestra». Agitaste una carta manuscrita, dirigida a Karamanlis y firmada por un agente fronterizo de Ezvonis. Llevaba el número de expediente 2499, se expidió el 6 de diciembre de 1974 y se recibió el 17. Decía: «Señor presidente: El que suscribe considera necesario llamar su atención sobre los hechos siguientes. Entre el 15 y el 20 de noviembre del año en curso, una mañana, hacia las cinco y media, el vicecomandante del control de pasaportes penetró en su oficina, y ello en contra de las costumbres de acudir a las nueve. El vicecomandante no advirtió de la llegada de un autocar, y cuando éste apareció, alrededor de las seis, vimos que iba escoltado por el director del Centro de Policía para Extranjeros de Salónica. El director iba de paisano. Ni siquiera para efectuar el control de divisas nos fue permitido subir al autocar. El conductor del vehículo llevó los pasaportes al oficial encargado, que había de ver a los pasajeros. A continuación, el autocar se apresuró a partir y penetró en territorio yugoslavo. Según informaciones seguras, a bordo iba, entre otros, el ex teniente del KYP Mikhail Kourkoulakos, quien viajaba con pasaporte falso. Por favor, señor presidente, considere veraz esta carta y acepte mis respetos». Una sonrisa amarga: «El tal Kourkoulakos está lejos de ser un pez chico. También era agente de la CIA en Salónica, y sobre él gravitaba la acusación de haber mandado matar a dos resistentes, Tsaroukas y Khalkidis. Ahora parece que está en Múnich o en alguna otra ciudad alemana, encargado de una organización fascista fundada en 1960 por Otto Skorzeny, el que liberó a Mussolini en el Gran Saso. Una organización llamada Die Spinne, la Araña. En griego, Aracni. También parece que se reúne a menudo con Panaiotis Khristos, ministro de Instrucción pública en tiempos de Ioannidis, y con Evanghelos Sdrakas, otro pez gordo de la Junta y amigo de Averoff. Enseñaba en la universidad de Iannina, la ciudad de Averoff. Supongo que Sdrakas también escapó en aquel autocar. ¡Hum! Buen golpe el del autocar, buen golpe. En cuanto a la Araña, Aracni, Die Spinne, parece que en Europa tiene centros en todas partes: en Alemania, España, Inglaterra, Francia e Italia. Deja que meta mano en el baúl que me ha prometido el oficial del KYP, y te enterarás de cosas gordas. Te digo que el próximo dictador de Grecia podría llamarse Averoff, a menos que alguien lo desenmascare a tiempo. Alguien o algo. Un dictador de paisano, de los que duran, a lo Salazar. Sí, es preciso que meta mano en ese baúl. Con tal de que me den tiempo…». Y riendo sarcásticamente, agitaste el último folio. «Aquí está el diamante Koh-i-noor». «¿El… qué?». «El diamante Koh-i-noor, el diamante de los diamantes, la joya de las joyas. Algo que no me deja dormir desde hace algunas semanas, algo que me hace detestar hasta la luz del sol. La prueba de que él espiaba en favor de la Junta. Procede del archivo de Hazizikis, obviamente, del que contenía informes y juicios sobre las personas fichadas por la ESA». Le eché un vistazo y esta vez no fue necesario que tradujeras. Todo estaba espantosamente claro. En la primera columna de la izquierda se alineaban nombres precedidos de un número. En la segunda columna, las calificaciones profesionales. En la tercera, las características ideológicas. En la cuarta, el comentario. Los nombres eran siete, y los números iban del diecisiete al veintitrés. En el lugar vigésimo tercero leí: «Evanghelis Averoff-Ex diputado-Partidario de la política del puente entre el gobierno nacional y los ex políticos-Ya colabora bajo la dirección de altos representantes del KYP, con resultados hasta ahora muy positivos».
Hay una misteriosa expresión en el rostro de quienes saben que van a morir; una sombra que se condensa en los ojos y que se transmite a los gestos. La ves, por ejemplo, en los enfermos que abandonan el hospital para apagarse en su propio lecho, o en los soldados que parten para un combate del que no se regresa. De momento, resulta difícil apreciarla, pues, más que verla, se siente: tan sólo después de la muerte, en el recuerdo, se te aparece nítida como una fotografía bien hecha, y de pronto comprendes de qué se trataba. Era la nostalgia del futuro que no llegará, la imprevista conciencia de que a falta de futuro hasta el presente es ilusorio, y sólo el pasado es existencia. Pues bien; precisamente esta expresión la tenías tú en los ojos el día en que abandonaste para siempre la casa del bosque. Las maletas estaban ya cargadas en el taxi, que esperaba, el tren partiría al cabo de poco, y tú, con la mano derecha metida en el bolsillo del abrigo y la izquierda levantada para sostener la pipa, apretada entre los dientes, con la cabeza inclinada sobre un hombro, te dedicabas a caminar arriba y abajo por la habitación, silencioso y absorto, observando cada objeto con la expresión de quien quiere imprimirlo a fondo en la memoria, conservarlo junto con la nostalgia por un trozo de vida, por los instantes de un tiempo que parecía que iba a durar siempre. Una mecedora, un cenicero, un cuadro que no verías más. Yo me agitaba, impaciente: «¿Qué buscas, Alekos, qué quieres? Anda, ven, se hace tarde. Vamos». Pero no respondías, como si no te importara perder el tren, perder un tiempo que te sobraba porque dentro de poco dispondrías de la eternidad. En un momento dado te sentaste en la cama, con los labios fruncidos en una sonrisa misteriosa, melancólica a causa de una sombra que se proyectaba sobre todo tu rostro, ennegreciendo tus pobladas cejas. Luego, te sacaste la pipa de la boca, te acariciaste la mejilla y murmuraste: «Estamos bien aquí. Hemos estado vivos». «Y lo seguiremos estando, Alekos. Anda, vamos». «Sí, vamos». Pero pronunciaste aquellas dos palabras, así lo comprendí un mes después, con el tono del enfermo que sabe que ha llegado al final y responde que sí a quien le dice te-curarás-querido-te-curarás; con el tono del soldado que sabe va a participar en un combate del que no se regresa, y responde que sí a quien le dice saldrás-de-ésta-saldrás-de-ésta. Por lo demás, aquel día sucedieron otras cosas extrañas, cosas que se repitieron e intensificaron en los días subsiguientes. Vacilaciones, titubeos, aplazamientos: «Dentro de veinticuatro horas quiero estar en Atenas, así que paramos en Roma sólo una noche. Ni siquiera voy a abrir las maletas», dijiste en el tren. En cambio, una vez en Roma, las vaciaste en seguida y ni siquiera reservaste el avión. «Alekos, tenemos que reservar el avión». «Mañana». Y al día siguiente: «Pasado mañana». Y a los dos días: «Hay tiempo». Era un continuo aplazar la salida, como si el problema de Ta Nea ya no existiera, y cualquier pretexto fuese bueno para no rehacer las maletas y no reservar el avión. El primero fue la llegada de Atenas de un amigo sastre que deseaba poner en marcha un comercio de tejidos entre Italia y Grecia. El segundo fue una invitación a Capri con motivo del cumpleaños de una señora octogenaria, madre de un admirador tuyo. El tercero fue una fiesta en la embajada griega, donde jamás habías puesto los pies. El cuarto, la cita con el editor al que prometiste el libro. Y, naturalmente, el amigo sastre te importaba muy poco, el cumpleaños de la octogenaria menos, la fiesta en la embajada griega absolutamente nada, y la cita con el editor carecía de sentido, pues te negabas a continuar escribiendo el libro. Sin embargo, viste al sastre, fuiste a casa de la anciana señora, participaste en la fiesta y te reuniste con el editor, sin aludir nunca a la necesidad de regresar a Atenas, de solicitar la publicación convenida, y distraído, más bien, por una inesperada e inexplicable ligereza. Concluida la desesperante angustia que te bloqueó en la página veintitrés, desaparecida la oscura melancolía que provocó la apocalíptica borrachera y el chorro de orina sobre los automóviles, desvanecido el solemne dramatismo de la mañana en que me leíste y entregaste los documentos sobre el dragón, parecía que aquellos episodios no hubieran sucedido nunca, que el futuro fuese una larga promesa de la que gozar sin prisa y sin temores, y que ya no te urgía el empeño de revelar la verdad. De la reunión con el editor saliste, incluso, excitado y afirmando que habías cambiado la idea, que te pondrías a escribir de nuevo a partir de la página veintitrés, que en agosto le entregarías la mitad del original y antes de acabar el año, el libro completo. «¿Sabes qué voy a hacer? En cuanto llegue a Grecia voy a solicitar aquel permiso al Parlamento. Me quedo allí dos semanas, luego te reúnes conmigo y regresamos aquí en el Primavera».
Yo estaba al mismo tiempo contenta e irritada. Por una parte, me complacía verte libre del dolor lúgubre que había semidestruido la casa del bosque, y bendecía aquellos días de tranquilo y merecido reposo. Por otro lado, concluía que si tus problemas no eran tan graves como dijiste, ¿qué capricho o qué histeria te empujó esta vez a martirizarme con tus angustias, tus escenas teatrales y la obsesionante lectura de aburridísimos archivos? Me dejaba llevar por esta duplicidad de sentimientos, ora negándome a seguirte en tus absurdas empresas, ora haciéndome cómplice de tus jugueteos ociosos, pero, en todo caso, sin sospechar ni por un momento que aplazaras el viaje a Atenas porque, de improviso, el instinto de supervivencia superaba la pasión por el desafío. Empecé a intuir que las cosas no iban sólo por los derroteros que yo suponía, cuando dijiste: «Ya es hora de que acabe con las dilaciones». En efecto, en el mismo instante en que lo dijiste, tu humor cambió y sucedió algo muy extraño. Estábamos a punto de atravesar vía Veneto y se encendió el semáforo rojo. Me detuve, sabiendo lo mucho que te irritaba verme cruzar en rojo, y de pronto un empujón brutal me lanzó en medio del tránsito: «¡Adelante! ¡¿De qué tienes miedo?! ¡El que no está dispuesto a atravesar con el semáforo en rojo no está dispuesto a morir, y quien no está dispuesto a morir no está dispuesto a vivir!». Luego me abandonaste en la acera opuesta y sólo a última hora de la noche regresaste al hotel, con la chaqueta medio rota y las manos desolladas y ensangrentadas, como si la hubieras emprendido a puñetazos con todos los árboles del paseo. Pero no les pegaste a los árboles, sino a un pobre rufián que te ofrecía una prostituta. Lo golpeaste con tal violencia, que corrieron los policías y querían detenerte. «Alekos, ¡has vuelto a beber!». «No, ni una gota». «Entonces, ¿por qué lo has hecho, por qué?». «No lo sé, te juro que no lo sé. Se ha apoderado de mí como un deseo de matarlo, una necesidad de descargar la rabia que llevo en el cuerpo». Luego te encerraste al menos una hora en el baño, y cuando, alarmada por tu silencio, fui a ver si te sentías mal, te encontré sumergido en la bañera con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho: la postura de los cadáveres dentro de la caja. «¡Por Dios! ¿Qué estás haciendo?». «Estoy probando, estoy probando. ¿Sabes? No es verdad que la muerte sea fea. En el fondo, la muerte es una amiga del que está cansado. También es una gran aliada del amor. Ningún amor en el mundo resiste si no interviene la muerte. Si viviera mucho tiempo, acabarías por detestarme. En cambio, como moriré pronto me amarás para siempre».
Y llegó el último día que pasamos juntos, el día en el que durante meses y años mi memoria hurgó más, en obstinada búsqueda de cualquier detalle, cualquier instante, como si eso sirviera para devolverme una gota de lo que perdí, pero sin lograrlo; antes bien, extraviándose en el estupor impotente que nos invade cuando despertamos de un sueño que no recordamos. Era un sueño importante y, sin embargo, no se recuerda, pues un telón ha descendido sobre demasiados detalles; un velo de tinieblas ha apagado las imágenes y los sonidos y no se puede arrancar, ni siquiera aclarar. En vano tras el eco de un ruido o de un gesto; en vano te haces la ilusión de haberlo captado: en el mismo instante en que te parece agarrarlo con la mano, se esfuma y debes resignarte. El propio sueño se ha desvanecido. Eso sucede con el último día que pasamos juntos. En algún pozo de mi subconsciente debe de estar la película de todo lo que hicimos, de todo lo que dijimos, pero el olvido cierra el pozo con una oscuridad más pesada que una losa de mármol. Una oscuridad que va del alba al atardecer. En efecto, el recuerdo de la última noche es clarísimo: se enciende como un fuego de artificio junto con la música de tu hermosa voz, que narra la leyenda de las estrellas absorbidas por los agujeros negros del cosmos. Estamos en tu restaurante preferido, abierto a una placita de la vieja Roma. El saloncito es estrecho, con la techumbre de arquerías, caldeado por una chimenea de leña que arde con llamas violáceas. Las mesas están iluminadas con velas colocadas en botellas verdes, sobre las que la cera se disuelve formando extravagantes relieves, estalactitas blancas. Nos sentamos en un rincón separado por una balaustrada y escondido por una columna. La vela blanquea tu rostro blanco y alarga tu frente, que parece más despejada que nunca. Tu bigote parece más poblado que de costumbre, y en su parte izquierda hay tres hebras grises. Nunca las había yo advertido; antes no estaban: ¿cuándo han encanecido? Incluso el mechón gris de la sien se ha vuelto más gris. Extraño: ¿cuándo se ha vuelto gris? Finjo arrancarlo y te proteges inclinando la cabeza en un gesto cargado de dulzura. Estás dulce esta noche, y tu mirada es suave. «Mañana te vas de verdad», susurro. «Sí». «Quisiera ir contigo». «No. Me sirves aquí, ya te lo he dicho. Además, nos veremos pronto; nos volveremos a ver por Pascua. Así traigo el Primavera y le cambiamos el color. Es preciso cambiarle el color. Si alguien quisiera hacerme daño…». Un alfilerazo en el corazón: ¿por la última frase o por la imagen macabra y terrorífica que el automóvil evoca en mí? Es extraño: desde la víspera de Año Nuevo, hace tres meses, que no he vuelto a verlo y que no te pregunto por él: si funciona bien, si funciona mal, si te sigue gustando. Antes bien, cada vez que has pronunciado su nombre he cambiado de conversación, como si me quemara oír que me recuerdas su existencia. No he vuelto a Atenas después de aquel viaje en el barco que nos condujo a Patrás. ¿No he vuelto por causa del juramento traicionado o por causa del coche? «Podremos elegir el azul o el gris o el tabaco», estás diciendo. Y se repite el alfilerazo: sí, por causa del coche. No soporto que hables de él. Puedo escuchar tus discursos sobre la muerte; estoy acostumbrada, pues no haces más que hablar de la muerte. Pero no puedo escucharte cuando te refieres al coche. En efecto, eludo el tema, y tú, sin darte cuenta, cambias de conversación. Me cuentas a tu manera, inventándola, la historia de las estrellas que son absorbidas por los agujeros negros del cosmos. Las teorías de los astrónomos no te interesan, dices. ¡Qué condensación nuclear, qué atracción gravitatoria ni qué ocho cuartos! ¿Sabes lo que son los agujeros negros del cosmos? Se trata de auténticos agujeros, desgarrones del infinito, y son agujeros peligrosísimos, del diámetro de una copa. Parece inconcebible que una estrella pueda entrar por allí porque una estrella es inmensa, es un mundo, pero para entrar por allí se encoge. A lo largo de millones y miles de millones de años se adensa y se encoge, hasta adquirir el tamaño de un puño, de un limón, de una piedrecita, y el sortilegio se consuma. Se levanta un gran viento; más que un viento es un torbellino monstruoso que la llama, la invoca, le suplica, para atraerla hacia el agujero negro. La estrella no querría. Durante millones y miles de millones de años ha vivido sólo para entrar en aquel agujero, para eso se ha adensado y encogido hasta adquirir el tamaño de un puño, de un limón, de una piedrecita, y ahora que el momento se aproxima, no querría. Porque desearía envejecer, apagarse en paz, yendo a la deriva. Espantada, rechaza la invitación, se opone con toda su voluntad, con toda la fuerza de su peso, que es enorme, concentrado y enorme. Escapa. Se aleja con giros amplísimos, hasta los bordes del universo, se esconde tras las estrellas a las que el viento no llama; se defiende, se niega como si ignorase el destino que le aguarda desde que nació, o bien le faltara valor. Pero el viento es irresistible, capaz de vencer el peso más desmesurado y la voluntad más terca, de modo que la fuga de la estrella cada vez se torna más débil, sus evoluciones son cada vez más estrechas, tendiendo más hacia la dirección del agujero. A un cierto momento el espacio exterminado se reduce a un vórtice angosto y profundo, un remolino dentro del cual el infinito se desliza junto con el silencio, silencio que rueda y se envuelve en sí mismo para coagularse en torno a un misterio, y de repente aquel agujero se convierte en una galería sin luz, sin salida. O tal vez existe salida, pero tan remota que ni siquiera se entrevé. Y la estrella, exhausta, resignada, vencida, se deja tragar: cae de cabeza en la negrura, en el misterio que la conducirá quién sabe dónde. Al otro lado, dime: ¿qué hay?
Tus ojos brillan ansiosos a la claridad de la vela, y tu voz palpita: «Al otro lado, ¿qué hay?». El alfilerazo me hiere de nuevo y experimento un escalofrío. Sin embargo, esta vez no has hablado del automóvil; te has limitado a interpretar poéticamente una teoría científica para extraer de ella una leyenda, y desde luego que no eres tú la estrella que escapa. «Es una leyenda magnífica», balbuceo. «No, es una realidad terrible», respondes. «Depende de cómo se entienda, Alekos». «Sólo hay un modo de entenderla: los agujeros negros son la Muerte». «Si los agujeros negros fueran la Muerte, cualquier estrella caería dentro. En cambio, succionan unas estrellas sí y otras no. ¿Por qué?». «Porque no todas las estrellas son castigadas. Los agujeros negros succionan aquellas a las que se castiga». «¿Por qué se las castiga?». «Por haber buscado mundos distintos, donde cada cual es cada cual y donde existen la justicia, la libertad y la felicidad». «No es un delito buscar mundos distintos donde cada cual es cada cual y donde existen la justicia, la libertad y la felicidad». «No, pero es un lujo que la dictadura de Dios no puede permitir, y tampoco la Montaña. Dios quiere hacernos creer que el suyo es el único universo posible, y la Montaña quiere hacernos creer que el suyo es el único sistema posible. Y quien se rebela termina en un agujero negro». «Hablas como si creyeras en Dios». «Es que creo. No sé qué es, pero creo en él. Y le perdono porque no tiene elección y, por tanto, no tiene culpa. Son los hombres los que tienen elección y, por tanto, tienen culpa». Sonrío: «Una vez conocí a alguien que dijo todo lo contrario. Los hombres son inocentes, me dijo, porque son hombres». «¿Quién era?». «Un prisionero vietcong». «Entonces, nunca estuvo ante un pelotón de ejecución. Cuando estaban a punto de fusilarme, perdoné incluso a Dios. Y cuando muera lo perdonaré de nuevo». Ya no logro sonreír. Te das cuenta y me acaricias una mano: «No lo tomes en serio». Luego, con tu acostumbrado gesto, llamas a la florista, que ha entrado con un cesto de rosas, las tomas todas y me las arrojas al regazo. Salimos olvidándonos de las estrellas que mueren y me tomas el pelo porque el gran ramo de rosas me estorba. Vamos a pie por callejuelas de muros renegridos, y aquí el recuerdo se compone de sonidos amortiguados, imágenes dispersas y sensaciones que duran un pestañeo. Nuestros pasos resuenan en el adoquinado, pasa un perro meneando el rabo y tu pulgar me cosquillea la cavidad de la mano, mientras susurras: «Pero la vida es bella. Es bella incluso cuando es fea. Y ella no lo sabe». Ella es una prostituta que pasea aburrida. «Dame una rosa». Te la doy y se la tiendes, con el resultado de que recibes insultos: «¡Ah, tonto! ¿Eres tonto?». Caminando, hemos llegado a vía Veneto, bajo el árbol donde la tarde del automóvil los pájaros se zambullían a centenares. También hoy se han zambullido, y amontonados como frutos silvestres, duermen en las ramas. «¿Y Nechaiev?». «Está tratando de huir del viento». «¿Y Satanás?». «Satanás está en el paraíso». Entramos en el hotel, y en el ascensor te diviertes pulsando todos los botones: «¡Piloto el avión que nos lleva al Paraíso!». En el pasillo me robas todo el ramo de rosas y pones una rosa en la manija de cada puerta. En la habitación te aplacas. Te desnudas con penosa lentitud, te tiendes en la cama, cruzas los brazos bajo la nuca y permaneces inmóvil mirando al techo. «Pero al otro lado, ¿qué hay?». «¡Basta, Alekos, basta!». «Responde: al otro lado, ¿qué hay?». Respondo: «Si las estrellas tragadas buscan mundos mejores, al otro lado debería haber un mundo mejor». «No, está la nada. El castigo extremo para quien busca mundos mejores es la nada. Pero tal vez no sea un castigo, sino un premio. Se esfuerza uno tanto en buscar lo que no existe, que al final siente la necesidad de reposar en la nada». Luego un guiño: «¿Jugamos?». Y presa de una desenfrenada alegría, me echas encima las piernas diciendo que no eres una estrella, sino un cometa, y que esas piernas son la cola del cometa, y como la luz del cometa es deslumbrante no hace falta tener la lámpara encendida. La apagas y nos amamos como nos amamos una lejana noche de agosto en la habitación de butacas rojas y raídas y bandejas de pistachos en las mesitas, mientras el viento cantaba entre las ramas de olivo. Los mismos gestos, las mismas sensaciones. De un pasado que los años no han corroído, vuelven los abrazos armoniosos, las caricias de seda, el gozo de ahogarnos juntos en un río de dulzura que deslumbra, una y otra vez, una y otra vez, como si tuviera que durar siempre, repetirse hasta la vejez. Mi vejez, tu vejez. En cambio, sólo durará esta noche. «No me olvides. No me olvides nunca. ¡No debes olvidarme!», farfulla una voz que no reconozco, ronca y acongojante, mientras tu cuerpo envuelve el mío. Mucho tiempo después, cuando nuestra tragedia haya concluido incluso en el desgarramiento que parecía incurable, y en su lugar haya una cicatriz que duele aunque no la toques, y una soledad distinta y peor, entonces me formularé preguntas inútiles y absurdas: por qué la vejez no llega para todos, y qué es la muerte, especialmente la muerte que sobreviene antes de la vejez, y por qué estabas tan enamorado de la muerte; espantado, sí, pero enamorado, seducido, hasta el punto de volverme celosa, como si ella fuera una persona, una mujer. El recuerdo de la última noche me agredirá con la fuerza de una revelación. No cabe duda, sabías. Tenías la certeza matemática de que el torbellino había comenzado y que el agujero negro estaba a punto de tragarte.
Abandonamos el hotel a las tres de la tarde, y tu avión salía a las cuatro. El taxi era destartalado, avanzaba con una lentitud exasperante, y tú azuzabas al conductor: «Acelere un poco, se lo ruego; va a hacerme perder el vuelo». Pero el conductor respondía groseramente: «Más no puedo. ¡Haber salido más temprano!». De pronto, hallándonos en la periferia de la ciudad, el motor empezó a toser y luego se paró. «He terminado la gasolina». «¡¿Que ha terminado la gasolina?! ¿Acepta una carrera hasta el aeropuerto sin llevar gasolina?». Intervine para evitar un altercado: «Mire, hay una estación de servicio aquí, al lado; trate de llegar». Entre gruñidos y blasfemias, golpes de embrague y airados acelerones, llegamos y llenamos el depósito. Pero inútilmente. «Continúa sin funcionar. Está roto». «¡¿Roto?!». Te miré, temiendo un estallido de cólera: agotados los ruegos y las recomendaciones, seguiste la escena en silencio, y eso acostumbraba a preludiar estallidos de cólera. Pero no; de improviso te quedaste allí quieto, como si el asunto no te concerniese: ¿es que no habías comprendido? «Alekos, dice que está roto». «Mejor». «¿Mejor? ¿No quieres irte?». «¡Hum!». «Dímelo, ¡porque si quieres irte hay que hacer algo!». «¡Hum!». Cada vez más grosero, el conductor interrumpió la discusión: «¡Tanto si se va como si no, yo no puedo tenerlos aquí! Ahora llamo otro taxi por teléfono». «Como quiera». Quería. Fue, telefoneó y regresó: «No se encuentra, no hay. Qué, ¿le paro uno en la calle?». «Como quiera». Quería. Resoplando, se plantó en medio de la calle, pero no pasaba ningún taxi, y eran casi las tres y media. «Alekos, volvamos al hotel. Ya te irás mañana». «Tal vez tengas razón». Pero precisamente mientras así hablabas y yo experimentaba un alivio desproporcionado, un contexto exagerado, no tanto porque ibas a quedarte una noche más, sino porque había algo que no marchaba en aquel viaje, pasó un taxi vacío. Nuestro chófer lo bloqueó, tranquilizado, trasladó las maletas, tranquilizado, y nos abrió la portezuela diciendo rápido, que él tiene el motor en su sitio, él corre. Reanudamos el camino hacia el aeropuerto cuando eran ya las tres y cuarenta. «Alekos… ¿debo explicarle que faltan pocos minutos?». «No, ¿para qué quieres forzar las cosas, el destino? Lo que debe ser es, y lo que deba ser será. Si está escrito que tome ese avión, lo tomaré aunque llegue después de las cuatro. Si está escrito que no lo tome, no lo tomaré aunque llegue a tiempo». Luego me abrazaste los hombros, serio: «Te gustaría que estuviéramos juntos otro día, lo sé. También a mí me gustaría, pero un día más o menos, un mes más o menos, ¿qué cambia? Hemos tenido mucho nosotros dos, y con otro día u otro mes no íbamos a tener lo que no hemos tenido». «¡¿Por qué dices eso?!». «Porque has sido una buena compañera. La única compañera posible».
Llegamos al aeropuerto a las cuatro en punto. El vuelo estaba cerrado, y el avión a punto de despegar. Pero un empleado de la compañía te reconoció y dispuso que te esperasen. Así, apresurado y excitado, tomó el equipaje, te entregó la tarjeta de embarque y te empujó hacia el control de pasaportes: aprisa, corra, aprisa. Tú lo seguías sin prisa, demorándote a cada paso, como si ahora quisieras forzar el destino, la ley de lo-que-debe-ser-es, lo-que-deberá-ser-será, o como si ahora te repugnara regresar a Atenas, y ante la puerta de cristales al otro lado de la cual no se admite más que a los pasajeros, incluso te detuviste a juguetear con el koboloi. «Entonces, adiós», dije, y te alargué la mano. En público no nos abrazábamos nunca. Me la apretaste entre las tuyas largo rato, evitando mi mirada. «Adiós, alitaki». El empleado estaba impaciente: aprisa, corra, aprisa. Asentiste y te dirigiste al control de pasaportes, y luego pasaste el de la policía. Continuaste algunos metros sin volverte, y llegaste casi a la puerta de embarque. Aquí, de pronto, con la decisión de quien obedece a un impulso que no se puede contener, retrocediste. «¡¿Qué hace, dónde va?!», gritó el empleado. Dos policías saltaron y trataron de bloquearte. «¡No se puede!». Los apartaste sin mirarlos, sin escucharlos, altivo, llegaste al umbral de la puerta de cristales y te me acercaste. Me estrechaste en un abrazo prolongado, intenso y silencioso. Me besaste en la boca, la frente y las sienes. Me tomaste el rostro entre las manos: «Sí, una buena compañera. La única compañera posible». Luego, cada vez más altivo y flemático, volviste a pasar entre los policías estupefactos y el empleado aturdido. La última imagen que tengo de ti es un bigote que destaca, negro, en una palidez de mármol, y dos ojos brillantes, fijos, desconcertantes, que me miran de lejos, penetrando en los míos. Nunca volví a verte vivo.