Capítulo II

Como un madero a la deriva, incapaz de oponerse a la corriente del río, ignorante de si el agua lo arrojará a la orilla o lo arrastrará hasta el mar, así iba yo por tu existencia durante aquel otoño. Mi batalla contra el amor, el cáncer, estaba ya perdida. Mi fuga, una salva en lugar de un cañonazo. Y oprimida por la sensación de haber cometido un error sin remedio, me preguntaba en vano en qué me había equivocado. Comprenderlo, por lo demás, de bien poco me hubiera servido: el automóvil se había convertido para ti en una realidad irreversible. Incluso estabas convencido de que la captura de los documentos dependía del hecho de tener o no un automóvil propio: «¡De ninguna manera puedo servirme de un taxi para apostarme ante la casa de Hazizikis o para seguir a su abogado, Alfantakis! Los taxistas son a menudo informadores de la policía». O bien: «No puedo en absoluto continuar tomando prestados coches ajenos o alquilándolos, y debo trasladarme de continuo, ¡viajar de un extremo a otro de la ciudad!». Si yo no hubiera dicho ocupémonos-del-automóvil, probablemente no hubieras pensado más en ello, pero ahora que te había refrescado la idea, ésta te obsesionaba: todas nuestras conversaciones terminaban con las palabras cilindrada, prueba, rodaje, permiso internacional, carnet de circulación, cédula, matriculación, placa de matrícula, derecho de aduana, color. Sobre todo el color. Querías un Fiat 132, y la gama de colores era bastante amplia, pero nunca encontrabas el que te satisfacía: casi a diario surgían discusiones sobre las ventajas e inconvenientes del azul, del gris metalizado, del blanco leche, del rojo hígado, del verde oscuro y del verde manzana. El único punto en el que nos mostrábamos de acuerdo era el rechazo del verde manzana. Yo por superstición, ya que el verde suscitaba en mí recuerdos vinculados a sensaciones angustiosas o desagradables, y tú por la irreductible antipatía hacia Andreas Papandreu, quien durante la campaña electoral escogió el verde como color de su partido. Además, ¿podía acaso dejarse de tener en cuenta el hecho de que aquel fuera un color nuevo para automóviles, que en Atenas no hubiera todavía Fiat verde manzana, y que con el verde manzana podrían seguirte con más facilidad aquéllos a quienes sentías sobre tus talones? Mejor un gris o un tabaco o un azul, que, de noche, se confunde en la oscuridad. En una palabra, el tema automóvil nos absorbía de modo tan exagerado, que cuando estábamos juntos no hablábamos de otra cosa, y menos que nunca del drama en el que te estabas debatiendo y que por demás yo ignoraba, pues yo no iba a Atenas, consecuente con mi invectiva maldita-sea-yo-y-maldito-tú-conmigo-si-vuelvo-a-poner-los-pies-en-esta-sucia-ciudad. Eras tú quien acudía a Italia, y si de vez en cuando preguntaba cómo-van-las-cosas-por-allí, divagabas: «En el momento oportuno te hablaré de ello; ahora no quiero pensar». La única vez que hiciste una mención fue la tarde en que volvió a suscitarse el discurso sobre las necesidades. Paseábamos por vía Véneto y era la hora en que los pájaros se van a dormir a los árboles que bordean la calle. Llegaban por millares y formaban en el cielo violeta una especie de nube negruzca. Nos detuvimos a mirar. Uno a uno, separándose de la nube como gotas de agua de un grifo, dibujaban una amplia curva y luego se zambullían en un tilo, siempre el mismo. Mientras se lanzaban piaban triunfal y estridentemente, y eso, unido al continuo batir de alas, producía un ruido ensordecedor y desagradable. Pero lo que más impresionaba no era el ruido, sino la impotencia del tilo que, alto y vigoroso, aunque clavado a su inmovilidad, parecía sufrir un linchamiento, un martirio. Aquel martirio no acababa nunca, pues la nube jamás disminuía. Inagotable, continuaba chorreando pájaros que se lanzaban sobre el árbol con la avidez de pirañas que dejan un buey en los huesos. Las ramas hormigueaban a tal punto, que, bajo el peso excesivo, alguna se torcía y llegaba a romperse. La acera en torno era toda una alfombra de hojas arrancadas. «¡Alekos!». Asentiste con una misteriosa sonrisa: «He aquí un ejemplo de perfidia necesaria. Saben que lo hieren, que lo destruyen, pero no pueden evitarlo». «Sí que podrían; hay otros tilos en vía Véneto». «Pero a ellos no les sirven los otros, les sirve éste. Bien lo sé yo». «¿Qué quieres decir?». «Quiero decir que incluso Ioannidis tiene lo que yo quiero: ¿crees que el ex jefe de la ESA no se ha reservado una copia de los archivos de la ESA? Incluso Theofiloiannacos, incluso la mujer de Theofiloiannacos los tiene. Y también su colega Alfantakis. Pero ellos no me los darían nunca. Así, pues, debo lanzarme sobre quien me los dé, tengo que devorar hasta los huesos a quien me los dé». «He comprendido; ha empezado el trabajo». «Digamos que va por buen camino». «Alekos, ¿no te sientes incómodo frecuentando a personas a las que antes hubieras escupido a la cara?». «¡Eh! Supongo que Bakunin hubiera preguntado lo mismo el día en que Nechaiev le repuso: "En política todo es lícito si es necesario. Aliarse con los bandidos, con los depravados, con los ladrones, seducir y traicionar. En política, cualquiera y, con mayor razón, un enemigo que sirve, es un capital que invertir". Luego cambiaste de conversación y yo no volví a ella. Tal vez porque a fuerza de oír las palabras cilindrada, prueba, permiso internacional, carnet de circulación, me convencí de que en aquel período fluctuabas en un limbo donde tus sueños tenían las dimensiones de un automóvil».

Y el automóvil llegó. Entró en nuestra vida con los fríos del invierno. Alguien te sugirió adquirirlo a precio reducido, ya rodado y matriculado, y nos llamaron de la fábrica para comunicar que tenían dos a precio reducido, casi nuevos, una ocasión perfecta. Único problema, el color: uno era amarillo y el otro verde manzana. Descartando decididamente el verde manzana, te dedicaste a ilustrar las virtudes del amarillo, que en Atenas era el mismo color de los taxis, y-ningún-camuflaje-mejor-que-un-amarillo-que-es-el-amarillo-de-los-taxis, no-te-parece, ¡vamos! Fuimos. Estaba diciéndote que de veras era el color adecuado, pues más que amarillo chillón era un tono avellana, sin estridencias y discreto, cuando oí un grito de alegría y te vi brincar hacia una gran mancha verde que brillaba en la penumbra. Fosforescente, agresiva, más visible gracias a un farol encendido en la noche. «¡Mi Primavera! ¡Mi prado! ¡En mayo florecerán las margaritas en este prado, y las violetas y las verbenas! ¡Lo quiero!». Al cabo de pocos minutos era tuyo. «Y basta de chácharas y supersticiones. Si se ve de lejos, paciencia. Llevémonoslo inmediatamente; dentro de una hora nos vamos. Mira qué hermoso cielo: lo he encargado yo para mi Primavera; he enviado un telegrama a las nubes y les he pedido que desaparezcan cuando conduzca mi Primavera». El resto es una sucesión de imágenes, sonidos y colores que queman la memoria como una herida fresca. Tú firmas los documentos de adquisición, te sientas al volante, arrojas las maletas al portaequipajes, embocas la autopista y es una mañana radiante de sol. A los lados de la autopista los campos de hierba corren a nuestro encuentro veloces para perderse atrás, veloces también, en pasadas de un verde idéntico al verde de tu Primavera, y te pones a cantar: «¡Verde sobre verde! ¡Viva la vida!». Nos dirigimos a Toscana a pasar la Navidad en la casa en lo alto de la colina, donde habíamos pasado todas nuestras Navidades, pero el recuerdo de la última y de los días que siguieron no se sitúan entre aquellas paredes ni en aquellos bosques, sino dentro de aquel automóvil verde. No podías alejarte de él. «¡Demos una vueltecita! ¡Vamos a calentar el motor!». Conducías sin meta, nunca te cansabas, y cualquier momento era bueno, así como todo sendero capaz de admitir cuatro ruedas y tu frenesí. Te detenías sólo si divisabas una estación de servicio o un comercio donde vendieran muñecas. Las comprabas a brazadas: pequeñas, grandes, de trapo o de plástico. Yo no comprendía por qué. «Pero ¿qué te ha dado, Alekos? ¿A quién quieres regalárselas?». «A los niños, a los mayores, a la gente». «¡¿A la gente?! ¿Para jugar?». «Las muñecas no son para jugar, sino para no olvidar a quien nos las regala». Al séptimo día me pediste que te acompañara a Atenas: «¡No querrás borrar Atenas de tu mapa!». Me dejé convencer, y con aquel cargamento absurdo de muñecas, durante horas y horas dentro del automóvil verde, de nuevo, nos dirigimos a Bríndisi para embarcarnos con él en el barco de Patrás, desembarcar con él a la noche siguiente en Patrás y recorrer en él la carretera que de Patrás conduce a Corinto y de Corinto a Atenas. La misma carretera, ésta, que Mikhail Steffas recorrería cuatro meses después en su Peugeot para ir a matarte, ayudado por dos cómplices a bordo de un BMW rojo.

Durante el viaje estuviste alegre y locuaz. En el barco bromeaste, conversaste en tono brioso con los oficiales y con el comandante, y una vez, incluso, bajaste a la bodega a-saludar-al-Primavera-para-que-no-se-sienta-solo, pero en cuanto estuvimos en aquella carretera, una melancolía imprevista te dejó mudo. Conducías extrañamente absorto, con la cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo, y de vez en cuando alargabas tu mano para acariciarme la mía, suspirando. «¿Qué ocurre, Alekos, estás cansado?». «No, no». «¿No te encuentras bien?». «Sí, sí». «Entonces, ¿qué sucede?». «No lo sé. Estoy triste». «¿Por qué?». «No lo sé. Tal vez la oscuridad, la carretera». «¿Qué le pasa a la carretera?». «Nada. Es como si… Nada». Seguías de mal humor cuando llegamos a la calle Kolokotroni, y después de haber aparcado a la buena de Dios en la acera, te pusiste a descargar las muñecas, como si el hecho de haber regresado te fastidiara o la posesión del automóvil verde ahora te preocupase. Junto con el mal humor, manifestabas una especie de resignada dejadez. En efecto, y pese a lo que dijiste en Roma, tengo-la-impresión-de-ser-particularmente-observado, no diste importancia al hecho de que el ascensor no se encontrara en la planta baja, y al entrar en la casa no adoptaste el acostumbrado aire cauteloso. «¡Has cambiado de sistema!». «¡Hum! Total, para lo que sirve. Lo que ha de ser es, y lo que deba ser será». Sólo en el estudio recuperaste la vitalidad, y una vez bajadas las cortinas, sacaste de un cajón secreto de la librería una cajita plana, de metal, más o menos del tamaño de una cartera. Luego le insertaste un hilo que terminaba en una especie de botón, hiciste pasar el hilo por la manga izquierda de la chaqueta, introdujiste el botón en el puño de la camisa y te guardaste el curioso instrumento en el bolsillo interior. «Ahora dime si se nota que llevo conmigo una grabadora». «No, pero con quién…». «Deberé aprender a utilizarla. Es muy delicada, y en cualquier caso ha dado ya sus frutos». «¿Con quién?». Sin responder, volviste al cajón, y de él tomaste una carta escrita con caligrafía culta y clara, fecha el 24 de febrero de 1975. «¿De quién es?». «De Hazizikis. A su mujer. Mañana haré una fotocopia para que la tengas en Italia». «¿Tan importante es?». «Sí.» Y me la tradujiste. Decía: «Amor mío, te escribo desde la cárcel para informarte acerca de los hechos de que se me acusa, y explicarte que soy víctima de un interés político. Un interés de breve duración, por lo demás, ya que mi detención provocará daños gravísimos a quien la ha ordenado. El cuidado con que me tratan, la deferencia de que me rodean, demuestran que quien ha decidido someterme a proceso conoce las perturbadoras consecuencias que para él se derivaran. Esto ya se comprendía por la cara del fiscal mientras me lo comunicaba, y yo le dije: 'Por tu cara blanca se ve que estás cometiendo una equivocación. Mírate al espejo: allí hay un espejo’. Hace poco, la televisión ha informado de que algunas unidades del Ática se hallan en estado de alarma, y que algunos oficiales se preparan para alzarse contra el gobierno. Según su estilo, Averoff ha declarado que el porcentaje de testarudos, que así les llama, no alcanza el cinco por ciento. Averoff sabe bien que sus palabras son falsas al cien por cien. Averoff es un embrollón, y no por casualidad ha abandonado la buena vida por la mala. Siempre hace lo mismo. Después de habernos liado a nosotros, lía al pueblo. Yo puedo asegurar con un amplio margen de certeza que los tenientes coroneles y los coroneles en favor de la insurrección suman más del sesenta por ciento, que entre los capitanes la proporción alcanza el ochenta, y entre los tenientes y suboficiales, el noventa. Así las cosas, resulta obvio que si yo estuviera libre alguien no dormiría tranquilo. Tal es el motivo por el que me han detenido con tanta prisa e irregularidad, aparte el gusto por la venganza que le caracteriza a él y a los sucios políticos como él. Pero espero salir pronto de este aislamiento que intentan imponerme…».

La tentativa de golpe de estado de la que acusaste a tu dragón en el artículo de once meses antes. Los vínculos que estableció merced a la llamada política del puente. Y sus temores de detener a Hazizikis y a los demás exponentes de la Junta. Eso no era más que el principio, el modesto prólogo de quién sabe qué avispero. ¿Cómo conseguiste que te dieran aquella carta? ¿Fue ella quien te la entregó o su amante? Tanto en uno como en otro caso, ¿quién, sino tú, pagaría el precio? Al pensarlo me quedaba sin respiración. Sin preocuparme de las cortinas que querías mantener bajadas, abrí de par en par el balcón y me asomé. Pero eso sólo sirvió para aumentar mi inquietud: en la acera de la calle Kolokotroni, tu Primavera, aparcado a la buena de Dios, fosforescente, parecía otro grito de alarma. No, no debiste comprarlo. No debiste desafiar a los dioses volviendo a Atenas. «Alekos…». Te me acercaste, me ceñiste los hombros con ironía afectuosa: «¡Eh! ¡Pero si sufres así, no vuelvo a contarte nada!». «Pues hagámoslo así, Alekos. A menos que sea indispensable, no vuelvas a contarme nada. No quiero saber nada más».

Resulta difícil precisar si fue esto lo que determinó mi rabioso desinterés por la captura de los documentos, pues, junto con los traumas de aquel día, conviene tomar en cuenta las consecuencias de la crisis que estalló con mi fuga a Nueva York. Los grandes amores son también indigestiones que, a intervalos, deben compensarse con el ayuno: no puede uno estar tragando siempre platos de liebres, lucios, faisanes, langostas, perdices, capones, cabritos y terneros rellenos, como en un banquete renacentista, donde los perros ladran, los invitados eructan, los tambores ensordecen, y las arpas y los violines acompañan los cantos de los trovadores. Para no sucumbir a tanta abundancia, a tan pantagruélicas comidas, es preciso saltarse algunos platos y recobrar el resuello saliendo del salón. Y desde luego los diecisiete días pasados en Nueva York no me bastaron para recobrar el resuello, para compensar la indigestión, en vista de que el banquete se había reanudado en seguida con el mismo ritmo y el mismo menú. Así, el otoño en que fluctuaba en tu existencia como un madero que va a la deriva, resignada y consciente de haber perdido mi batalla con el cáncer, aquellas consecuencias se revelaron en toda su inevitabilidad, provocando regurgitamientos de cansancio, alimentando gérmenes de nuevas rebeliones, y llegando, sin más, al descubrimiento de que amarte restaba tiempo y espacio a cualquier otro empeño. ¿Era posible, me repetía, que todo girase exclusivamente en torno a tus empresas, a tu modo de traducir el sueño? ¿Era posible que desde que nos conocimos incluso mi trabajo hubiera pasado a segundo plano? El descubrimiento me hizo dar de lado los timbres de alarma: la adquisición de las muñecas para-regalar-a-los-niños-a-los-mayores-a-la-gente-para-que-no-se-olviden-de-mí, la misteriosa tristeza que se apoderó de ti a lo largo de la carretera entre Corinto y Atenas, el mismo sentimiento de angustia que experimenté al mirar el Primavera aparcado en la calle Kolokotroni, por no hablar del justificado temor que me cortó la respiración cuando me tradujiste la carta de Hazizikis, con sus acusaciones al dragón. Resultado, Sancho Panza nunca estuvo tan alejado de don Quijote como en los dos meses en que materializaste el desafío final. Nunca te preguntaba en qué punto te hallabas, ignoraba con habilidad tus tentativas de explicármelo, no leía los papeles que, poco a poco, ibas confiándome. La transcripción original del diálogo grabado durante el encuentro con Fany, la mujer de Hazizikis, por ejemplo. Antes de devolverla a la carpeta roja, apenas le dirigí una ojeada.

Aquí está, en cuatro paginitas de papel de seda, un poco lagunosa a causa de algunas frases incomprensibles por un defecto de la grabadora, pero suficiente para comprender el designio que estabas ejecutando. Lleva la fecha del 16 de enero de 1976, y el Tsatsos de que hablas es el honorable Dimitrios Tsatsos, miembro de tu partido, sobrino del presidente de la República. «Dime, Fany, ¿te casaste con Hazizikis en 1972?». «No, en 1971». «¿Cuando él estaba en la escuela de infantería?». «No, allí estuvo desde septiembre a diciembre del setenta y dos». «¿Y cuándo fue a la escuela de guerra?». «En el setenta y tres». «¿También estaba Spanov?». «Era vicecomandante del EAT». «Así, pues, cuando estabais en Calcis, ¿Hazizikis era ya comandante del EAT?». «Sí, por la mañana acudía a la escuela de guerra, y por la noche, después de las diez, iba al EAT». «He oído decir que por aquel tiempo Theofiloiannacos quería un gobierno compuesto por políticos». «No, no era él quien lo quería, sino Hazizikis». «Dime, Fany: aquel de quien me hablabas hace poco y que en el centro…». «Dimitrios Kamonas». «¿Tiene un aparcamiento de automóviles?». «Sí, aquí cerca. ¿Por qué me lo preguntas?». «Por saberlo. Y Fotakos, ¿sabes si le ayuda sólo por razones de amistad?». «Sí, por razones de amistad. Como Potamianos y los demás». «¡Hum! Indagaré sobre él. Háblame de Hazizikis, Fany: ¿cómo estaba la última vez que lo viste en la cárcel? ¿Se limitó a hablar de vuestros asuntos personales?». «Sí, de los demás no dijo nada». «Está claro que ya no confía en ti y que de ciertas cosas ya no volverá a hablarte. Además, quiere aparentar optimismo». «¿Qué quieres decir?». «Tengo la impresión de que está preparando algo de lo que están al corriente los demás encarcelados». «Esto yo… (incomprensible).» «¡Ah! ¿Y ves a la mujer de Theofiloiannacos?». «Yo a ésa aunque la viera no le hablaría». «Dicen que Alfantakis la corteja». «No lo sabía. Ése anda detrás de todas las mujeres». «Y de Dimitrios Tsatsos ¿qué sabes? ¿Sabes si sus cartas a Hazizikis se encuentran entre los documentos? ¿O han terminado en otro sitio?». «Tsatsos… (incomprensible). Luego están los nombres de Pantelis, de Konstantopoulos». «Fany, antes me decías que estuviste presente el día en que Tsatsos denunció a los estudiantes». «Sí, pero… (incomprensible). ¡Él sí que tiene informes sobre Tsatsos!». «Cuando tú y Hazizikis ibais a cenar con Tsatsos, ¿era él quien os invitaba?». «Sí, con su mujer». «¿Es verdad que su mujer te pedía que llevaras las agujas para hacer calceta?». «Sí, una noche incluso cambiamos la lámpara a fin de que se viera mejor. Fue la noche en que Tsatsos… (incomprensible).» «¿Lo decía antes o después de la Junta?». «Después, después». «Entonces, ¡no me niegues que tienes algo en casa, Fany!. Aquel primo suyo, Kountas, está aquí, en Atenas, ¿no?». «Sí, pero…». «Escucha, Fany, tú no te verás comprometida, y si alguien prepara un golpe de estado no debes protegerlo». «Pero yo…». «Escucha, Fany, en este asunto yo soy categórico. Haré fotocopias, los documentos se quedarán donde están, y nadie sabrá que los he conseguido gracias a ti. Si hay algo contra tu marido, te prometo que no lo utilizaré. Después de todo está condenado a treinta y un años; ¿qué más pueden querer de él? Simplemente que se quede en la cárcel cinco o seis años y salga cuando ya no exista peligro de golpe de Estado. El Estado no tiene ni deseo ni interés de mantenerlo preso durante treinta años; no trata de vengarse. Quienes tratan de vengarse son los que, como tú has dicho, afirman haber estado en la Resistencia y, en cambio, se han puesto en ridículo. Sólo a ellos les interesa que cierta gente se quede en presidio: están llenos de odio porque se avergüenzan de sí mismos. Debes juzgar este asunto desde todos los puntos de vista, Fany; debes comprender por qué es necesario que yo tenga en mi poder los documentos de los que se desprenden sus responsabilidades. No necesariamente documentos que los acusen, sino que demuestren quiénes son los hombres que ocupan y ocuparán altos cargos del Estado. Esos documentos existen y debemos probar que cierta gente no estuvo a la altura de los momentos difíciles, y que puesta a prueba no salvó siquiera su propia dignidad. Son, como te digo, los que continuarán cultivando el odio contra un grupo de oficiales como tu marido. Oficiales que, en mi opinión, cometieron crímenes contra el país, pero a los que deberemos comprender. Sí, deberemos tener el valor de comprenderlos y de usar la clemencia para con ellos, a fin de evitar que esta situación continúe». «Pero yo…». «Escucha, muchachita: de veras creo poder mirar esos papeles sin causarte problemas y sin que nadie sepa nunca nada. Y un día de estos, que podría ser el domingo por la mañana… Precisamente el domingo por la mañana tengo una reunión a las once. ¿A qué hora va a la iglesia tu suegra?». «A las nueve o nueve y media». «¿Y a qué hora regresa?». «A las once y media». «¡Hum! ¿Qué más? Dame la dirección exacta. ¿El número 20 cae hacia Patisia o hacia Kifisia?». «Hacia Patisia». «Bien. Lo encontraré. Y te repito que no utilizaré nada que pueda hacer más difícil la posición de Hazizikis. Ahora te acompaño a casa y te dejo, porque a las siete tengo una cita».

No leí siquiera las dos paginitas con la transcripción de un diálogo entre tú y el amante de Fany. No llevaba fecha, pero a todas luces hubo de desarrollarse después del primer encuentro con ella y tras la captura de los papeles que no te satisficieron. Helo aquí: «Pero ¿qué te ha dicho, que no había más documentos allí dentro?». «Ha dicho que… (incomprensible).» «En cualquier caso, si es sincera en querer ayudarme, puede venir aquí». «Vendrá mañana si le fijas una cita». «Mañana debo irme, tengo un asunto». «De todas formas, ella puede después de las once de la mañana». «De acuerdo, ahora dime cómo ha reaccionado ante el asunto y qué le has dicho». «Le he dicho lo que me indicaste que le dijera: que llegaron unas diez personas, que todo el barrio estaba ocupado, que cortaron los cables del teléfono, que todos entraron a la vez y que al cabo de pocos minutos llegó el mismo Panagulis y me dijo que no tuviera miedo, porque me protegería si le ayudaba de alguna manera». «Bien, pero hay que aclarar un punto. A las ocho y media, ¿cuánto tiempo ha permanecido ella separada de ti?». «Bajamos juntos y anduvimos hasta la esquina, donde me di cuenta de haber olvidado una cosa y… (incomprensible).» «Escucha, muchacho: yo voy a ir al fondo de este asunto aunque me corten las piernas. Así, pues, el problema radica en qué medida tú eres sincero. A las ocho y media salieron de la casa una chica y un joven, te digo, y la chica tenía todas las características de Fany, y el joven parecías tú mismo. Llevaban un bolso de viaje. Se dirigieron a la calle Taxiarcas y entraron en una casa. Si el joven eras tú, más vale poner las cartas boca arriba». «Pero yo… (incomprensible).» «Y mañana será mejor que le digas a Fany que permanezca atenta, si tiene más documentos en casa. Naturalmente, he tomado mis precauciones, tanto si la casa está vigilada, como si el asunto trasciende por negligencia o por una indiscreción. ¿Entendido?». «Sí, pero tengo una duda, Alekos: ¿es posible que él haya dejado tantos documentos allí, en casa?». «Es posible si me dices que Fany ha sacado allí las fotocopias y se las ha dado a Kountas». «Fany no le ha dado fotocopias a Kountas». «Se las ha dado. En cuanto a tus dudas, tú que has ido tanto a su casa, ¿no tuviste ninguna curiosidad de mirar o, al menos, de preguntar?». «Sí, pero ella me decía que no debía interesarme, así que no preguntaba nada. Acudía siempre un montón de gente a aquella casa, pero yo me abstuve de preguntar quién es éste y quién es aquél. Yo sólo sé que en la Escuela de Guerra él tenía paquetes de esos documentos, y que los ordenaba en carpetas». «¿A qué hora fue ayer ella a visitar a Hazizikis en la cárcel?». «Ayer era jueves y fue a las doce menos diecisiete minutos. Lo sé porque permanecí esperándola en un bar. ¿Por qué me lo preguntas?». «¿Y a qué hora fuiste a su casa?». «Te digo que ayer no fui para nada. Ella me telefoneó hacia mediodía y me dijo: Iannis, mis padres llegan entre doce y media y una. ¿Qué hago? ¿Voy?'. 'Sí, ve’, repuse. Y ella: 'Entonces, acompáñame’. Fui a buscarla y… (incomprensible).» «Escucha, muchacho: no me digas que el automóvil era el mío. Y no me digas que ciertas cosas no te gustan. ¡Sabes bien que hasta que esta historia no esté aclarada yo conoceré todos tus movimientos!». «Alekos, ¿por qué me hablas así?». «Y añado: esos papeles sobre Averoff… (incomprensible).» «¿¡¿Crees de veras que estaba en el KYP?!? Las autoridades… (incomprensible).» «Muchacho, las autoridades no están al corriente. Ya te he dicho que si hubiera sabido que los archivos estaban allí hubiera mandado al fiscal general. Pero he añadido que, hoy por hoy, ya no conviene armar semejante revuelo. Y tú no me has traído ni un papel de allí». «Pero es Fany quien…». «Si Fany es como tú dices, si de veras consigue que su marido no la descubra, si de veras actúa de modo que nadie se percate de nada, y si logra ver en mí a un hermano…».

En cuanto a las cartas de Hazizikis a Fany, cada vez más numerosas después de la que me entregaste en Atenas, incluso custodiarlas me incomodaba, y no conseguía ni tocarlas sin experimentar el desasosiego que provoca una involuntaria piedad. La traducción sumaria que un día me hiciste, riendo, me bastó para concluir que sólo la primera contenía noticias de naturaleza política; las demás no eran más que súplicas desgarradoras de un marido enamorado y dispuesto a todo con tal de retener a una mujer que quiere abandonarlo. Ni siquiera comprendía yo por qué las coleccionabas tan escrupulosamente: ¿venganza contra el escorpión que te hizo objeto de sevicias contra el alma, que se rio de ti después de tu condena a muerte? ¿Coherencia con el juramento que te hiciste aquella terrible noche? No hubiera dado crédito a mis oídos si me hubieras dicho que ya no te interesaban ni venganzas ni juramentos, que veías exclusivamente material para tu estrategia en las frases penetradas de desesperación y de impotencia, tesoro-mío-no-te-vayas, nena-mía-no-me-dejes. En una palabra, te servías de las cartas con absoluto distanciamiento, con la heladora frialdad que se deriva del principio nada-es-indigno-cuando-el-fin-es-digno. Las leías para extraer noticias y razonamientos. Primero: si él continuaba rogándole, era porque ella no se decidía al divorcio. Segundo: si ella no se decidía al divorcio, él conservaba la posesión y el control de los documentos que le había confiado. Tercero: para que él perdiera esa posesión y ese control, era preciso que el divorcio se materializara. Por esta razón te convertiste en el gran director de escena de su tragedia, en el gran titiritero que tira de los hilos de sus marionetas para hacerlas bailar a su antojo. Hete aquí yendo a Corfú en busca de los padres de ella que, según resulta de las cartas, se muestran favorables al divorcio; hete aquí proponiendo abogados y triquiñuelas jurídicas, y sosteniendo que sería muy cruel mantener a la pobrecilla ligada a un marido que se va a quedar treinta años en presidio; hete aquí manipulando con promesas y proposiciones al amante, encendiendo su ardor, sugiriéndole una fuga al extranjero con ella y con el niño nacido del matrimonio. Y cuando te das cuenta de que aquél es débil, un desgraciado incapaz de oponerse a la influencia que Hazizikis continúa ejerciendo sobre su joven esposa, hete aquí precipitándote sobre la presa más apetitosa, aconsejándola, cercándola, cortejándola y seduciéndola, hasta que todo residuo de vínculo conyugal queda disuelto, y el propio amante, liquidado, ya no cuenta. Todo ello en el transcurso de los dos meses que yo invertí en recuperarme de la indigestión de liebres, lucios, faisanes, langostas, perdices, capones, cabritos y terneros rellenos. Con relación a los documentos, manifestaba en ese tiempo un desinterés rabioso, eludiendo tus tentativas de confiarte, y rechazando tus solicitudes de ayuda. «¿Sabes? Tengo que ir a Corfú. ¡Ven conmigo, por favor! Así parecerá que estamos de vacaciones». «¿Corfú? No, no me apetece; no puedo». «Debes echarme una mano; tengo un problema: instalar a tres griegos en Italia. Una pareja y un niño». «¿Quién es esa pareja, quién es ese niño?». «Adivínalo». «¡Ah, no! ¡Ni soñarlo!». «Estoy nervioso, ¿sabes?, no consigo entrar en aquella casa. Supe que ella buscaba un canguro y me forjé ilusiones de que tomara a una ama que yo conozco, pero no lo ha hecho. ¿Y si sacara un molde de cera de la cerradura?». «¡No quiero saberlo!».

La única vez que te presté atención fue cuando me describiste la captura de los primeros paquetes, realizada gracias a la complicidad del joven. Inútil decir que las cosas no estaban como, siguiendo tus órdenes, él le contó a Fany y como en abril contaste tú a la prensa. Nada de barrio ocupado, ni de cables telefónicos cortados, ni de comando de diez personas que irrumpen, precediéndote. Entraste solo, a las nueve de la noche, cuarto piso, puerta a la derecha del ascensor; localizaste solo la habitación, la primera a la izquierda, un comedor, fuiste al mueble preciso, una especie de aparador con estantes, y diste con los paquetes escondidos en el último estante, arriba. Sólo tú los robaste en varias etapas, y cada una de esas etapas era una agonía porque al principio creías que en casa no había nadie, pero luego te diste cuenta de que en la habitación del fondo del corredor dormía la anciana madre de Hazizikis. La oíste roncar. Aterrorizado por la idea de que despertara, te pusiste a trabajar a toda prisa, conteniendo la respiración, y te parecía que el recorrido desde la habitación a la escalera, de la escalera al automóvil, del automóvil a la escalera, de la escalera de nuevo a la habitación, no acababa nunca. Tu corazón latía con sordos cañonazos, tu cuerpo manaba sudor helado y temblabas. Al tercer viaje, el paquete se te cayó al suelo con un gran golpe. La anciana se despertó: «Iannis, ¿eres tú, Iannis?». Te detuviste con el cerebro ardiendo. «Ahora se levanta, pensaste, si se levanta me reconoce, y si me reconoce, ¿qué hago?». «¿Eres tú, Iannis?». ¿Contestar o no? Y si contesto, ¿se dará cuenta de que mi voz no es la de Iannis? Un prolongado suspiro y: «Sí, soy yo». «¡Ah! No hagas ruido, Iannis. Quiero dormir». Luego te sentiste mal por eso, y por la noche tuviste una pesadilla. Soñaste con un pulpo. De todas las criaturas del mar, el pulpo era la que, más que ninguna otra, simbolizaba a tus ojos el mal augurio y la muerte: no se huye de un pulpo, decías; adonde quiera que escapes él te alcanza y te agarra. Y ese pulpo era inmenso, monstruoso, tenía la cabeza tan ancha como una plaza, los tentáculos tan largos como las avenidas de la ciudad y, en efecto, no estaba en el mar, sino dentro de la ciudad. Con las ventosas pegadas a los muros de los edificios, llenaba todos los vacíos, engullendo cualquier cosa que se opusiera a su expansión: automóviles, cuerpos, carretas y autobuses. Y mientras tanto rugía con un rugido sordo, rabioso, una especie de invocación que ascendía al cielo y luego volvía a caer como una lluvia formando una palabra que tú no comprendías. Una palabra que procuraba al mismo tiempo alegría y tristeza. «Imagina que se parecía a la palabra vida, zoí. O vivo, zi. Y, sin embargo, me parecía estar muerto». Pero tampoco a ese sueño le di importancia.

Lo cierto es que nunca se da uno cuenta a tiempo de lo que es importante y lo que no lo es. Cuando el ser amado te oprime con sus pretensiones y sus lazos, te sientes robado a ti mismo y te parece que renunciar por él a un trabajo, a un viaje o a una aventura sea injusto. Abiertamente o en secreto incubas mil rencores y sueños de libertad, y anhelas una existencia desprovista de afectos en la que moverte como una gaviota que vuela en medio del polvillo de oro. Qué suplicio inaudito las cadenas con que el ser amado te ata, impidiéndote alzar el vuelo, qué riqueza echada a perder el espacio que se te veda, pues con las mismas cadenas te cierra las puertas. Pero cuando él ya no está, y aquel espacio se abre infinito ante ti, de tal modo que puedes volar a tu placer en medio del polvillo de oro, gaviota sin afectos y sin lazos, experimentas un vacío espantoso. Y el trabajo, el viaje o la aventura que le sacrificaste tan a regañadientes se te aparecen en toda su inutilidad; ya no sabes qué hacer con la libertad reconquistada, como un perro sin dueño, como una oveja sin rebaño, y te envuelves en aquel vacío llorando la esclavitud perdida, y darías el alma por volver atrás, por revivir las pretensiones de tu carcelero. Porque el remordimiento te destroza. El remordimiento es una llaga incurable. En vano tratas de medicarla con atenuantes, justificaciones, si-hubiera-sabido, si-hubiera-adivinado; en vano tratas de ignorarlo afirmando que tú le has faltado tanto como él te ha faltado a ti, así que estamos en paz. De momento, la llaga parece cicatrizar, desvanecerse, pero siempre hay un momento en que un sonido, un olor o un color, la vista de un papel, de un automóvil verde que pasa, vuelven a abrirla con nuevas sensaciones de culpa, autoacusaciones y el hecho irreversible de que él está muerto y tú estás vivo, así que no estamos en paz. No aludo solamente al remordimiento por no haber comprendido que en aquellos documentos estaba escrita tu muerte, sino también al suscitado por no haber comprendido que a tu alrededor todo estaba hundiéndose, para lanzarte de nuevo a la atroz soledad de los años que permaneciste sepultado en Boiati.

La palabra todo incluye también la ilusión de que en la política de los políticos había lugar para ti. Los archivos de Hazizikis estaban ya en tus manos y la cruel empresa había terminado de manera cruel cuando te convenciste de que, pese a ello, en la política de los políticos no había lugar para ti y que el error más grave consistió en ingresar en un partido. Un individualista con imaginación y dignidad no puede pertenecer a un partido. Por el simple hecho de que un partido es un partido, o sea una organización, una camarilla, una mafia, y en el mejor de los casos una secta que no permite a sus adeptos manifestar su propia personalidad, su propia creatividad. Antes bien, se la destruye o, al menos, se la domina. Un partido no necesita individuos con personalidad, creatividad, imaginación ni dignidad: necesita burócratas, funcionarios y siervos. Un partido funciona como una empresa, como una industria donde el director general (el líder) y el consejo de administración (el comité central) detentan un poder inalcanzable e indivisible. Para detentarlo precisan sólo de managers obedientes, empleados serviles, yes-men, o sea los hombres que no son hombres, los autómatas que dicen siempre que sí. En una empresa, en una industria, el director general y el consejo de administración no saben qué hacer con las personas inteligentes y provistas de iniciativa, con los hombres y las mujeres que dicen no, y ello por un motivo que supera incluso su arrogancia: en efecto, pensando y actuando, los hombres y las mujeres que dicen no, constituyen un elemento molesto y de sabotaje, echan arena en los engranajes de la máquina, se convierten en piedras que rompen los huevos del cesto. En una palabra, la estructura de un partido y de una empresa es la de un ejército donde el soldado obedece al cabo que, a su vez, obedece al sargento que, a su vez, obedece al teniente que, a su vez, obedece al capitán que, a su vez, obedece al coronel que, a su vez, obedece al general que, a su vez, obedece al estado mayor que, a su vez, obedece al ministro de Defensa: curas, monseñores, obispos, arzobispos, cardenales, curia, papa. Ay del iluso que cree aportar una contribución-personal-con-la-discusión-y-el-intercambio-de-puntos-de-vista: termina expulsado o lapidado, como corresponde a quien no es capaz de comprender o finge no comprender que en un partido, en una empresa, sólo se permite discutir sobre órdenes ya dadas, sobre opiniones ya decididas. Con tal de que, se sobreentiende, la discusión no ignore los dos sagrados principios: obediencia y fidelidad. Naturalmente, todo esto adquiere contornos distintos según el partido. Es obvio que un partido con una ideología concreta, con una teoría cristalizada, es el más feroz al exigir obediencia y fidelidad, al reprimir la aportación creativa del individuo: cuanto más rigurosa es una iglesia, más rechaza a los protestantes y condena a la hoguera a los herejes. Paradójicamente, sin embargo, los abusos y las infamias que comete semejante iglesia con sus adeptos, tienen un sentido, una justificación: la fuerza de su fe, la nobleza al menos aparente de sus programas o de sus propósitos. Yo-te-aplasto-porque-quiero-crear-en-la-Tierra-el-Reino-de-los-Cielos, y porque-lo-quiero-crear-gracias-al-dogma-del-materialismo-histórico. En cambio, un partido que no tiene una teoría ni un modelo ideológico, un partido que no sabe lo que quiere ni cómo lo quiere, no puede aportar en su descargo ni siquiera motivos ideales. En consecuencia, sus abusos e infamias y sus pretensiones de obediencia y fidelidad se imponen en virtud de arribismos personales y de ambiciones privadas. Camarillas dentro de la camarilla, mafias dentro de la mafia, iglesias dentro de la iglesia, con la agravante de una enfermedad que en los partidos sin doctrina es contagiosa como la peste: la corruptibilidad y la corrupción de los yes-men. En otras palabras, si el partido doctrinario aplasta con sus principios a quien protesta o desobedece, el partido que no sabe lo que quiere ni cómo lo quiere, rechaza como a un cuerpo extraño a quien no se adecúa a su ausencia de principios, o sea a sus mentiras, sus hipocresías y sus clientelas.

Pues bien; precisamente ese era el tipo de partido que consideraste capaz de albergar tu imaginación, tu dignidad, tu personalidad y tu creatividad. Y por si ello no bastara, al error se había añadido la monótona y vieja ilusión a la que nos abandonamos por falta de elección y por impotencia, todos aquellos que creemos en el espejismo de un mundo que cambia: poder luchar todavía apoyándonos en la barricada que lleva el nombre de Izquierda. En efecto, excluido el breve período de la campaña electoral, de los mítines en los que desenmascaraste a los Papandreu, a los directores generales, a los consejos de administración de la izquierda oficial, y excluido aquel viaje a Moscú del que sólo los amigos sabían algo, no hiciste gran cosa para recordar que la mierda es idéntica a la derecha, a la izquierda y en el centro. Quiero decir que nunca te esforzaste por conducir la batalla en varios frentes a la vez. Al contrario, optaste por la estrategia de combatir a un enemigo cada vez, y así concentraste tus energías contra la derecha exclusivamente, sólo contra el dragón. «Ahora tengo que ocuparme de él. Luego, si vivo, me ocuparé de los demás». En suma, habías renunciado a propósito a actuar según tus convicciones y a tener en cuenta que la izquierda es la mejor aliada de la derecha; que en los países donde ostenta el poder representa la roca en la cima de la Montaña, y que en los países donde no lo ostenta, sostiene la roca y a los Averoff, imitando su juego o integrándose en su sistema. Los mismos políticos profesionales, los mismos advenedizos, los mismos oportunistas en tiempo de paz; los mismos traidores o los mismos bellacos, a menudo, en tiempo de guerra. Así, pues, te comportaste como si el dragón no fuera un dragón de dos cabezas, como si ignorases que es inútil tratar de cortar la primera si no se corta también la segunda, y que sólo mediante una doble y simultánea decapitación se logra la desaparición del monstruo y se puede plantar un árbol nuevo. Admitido, se entiende, que un árbol dé buenos frutos, que el espejismo de un mundo que cambia esconda un poco de verdor y un poco de agua. ¿No es cierto con frecuencia que los seres humanos no cambian, que sólo cambian los escenarios con que el espejismo nos deslumbra? Desde hace milenios perseguimos el espejismo llorando, muriendo, y al cabo nos encontramos siempre en el mismo punto. Tal vez con un sindicato o un partido más, una ideología o un descubrimiento tecnológico más, para lastrar el equipaje de nuestra perfidia y de nuestra imbecilidad. Para quedarnos donde estábamos cien mil años atrás, con un dragón de dos cabezas. El hecho es que cuando te percataste de que el dragón tenía dos cabezas era ya demasiado tarde para retroceder y empezar desde el principio la única batalla posible: la que se desarrolla en muchos frentes a la vez. Lo único que había que hacer era volver la espalda a la política de los políticos, a la empresa donde te habías colocado, olvidando que emplea managers obedientes, empleados serviles y yes-men, pero nunca hombres y mujeres que digan que no y echen arena a los engranajes de la máquina. Y lo hiciste. Renunciaste a todo apoyo, recuperaste toda tu independencia. Pero de esta forma te devolviste también a la soledad que te expondría a la lógica conclusión de tu leyenda: ser física y moralmente inmolado por todos, esto es, por mano de mercenarios de una y otra orilla.

Esto maduró o, más bien, se precipitó con las pruebas sobre el colaboracionismo de aquel Dimitrios Tsatsos, diputado, sobrino del presidente de la República, miembro de tu partido, y con el inevitable desinterés que tu partido manifestó ante dichas pruebas. Fany no había mentido la noche en que la interrogaste con la grabadora escondida en la chaqueta y el micrófono disimulado en el puño de la camisa. No bastándole frecuentar la casa e invitar a ambos cónyuges a cenar, Dimitrios Tsatsos llegó a denunciar a estudiantes de la oposición. Que se trataba de él resultaba evidente, por lo demás, de las cartitas a Nicolaos Hazizikis y al jefe de los torturadores de la calle Baboulinas. «¡Querido Nicolaos, el discurso de Papadopoulos durante el almuerzo de la prensa fue maravilloso! Es una verdadera vergüenza que algunos detractores no lo reconozcan». «Estimado señor Dascalopoulos: He sabido que ha sido usted ascendido, y quiero ser el primero en felicitarme por ello. Ascender a un hombre de su cultura y de su espíritu cívico es un caso excepcional en este país de mediocres, y su cargo al frente de la policía constituye una esperanza para el futuro. Suyo, Dimitrios Tsatsos». Así, pues, solicitaste que se convocara el comité directivo del partido y, lanza en ristre, te arrojaste de cabeza al torneo: ¡¿qué asunto era ése, qué clase de gente era ésa?! ¡¿Pues no estabas buscando pruebas sobre Averoff, y junto con ellas las encontrabas sobre un miembro de tu partido?! Que fuera expulsado inmediatamente, sin vacilación. «O sale él o salgo yo». Y he aquí que intervienen las camarillas dentro de la camarilla, las mafias dentro de la mafia, las iglesias dentro de la iglesia, las clientelas, las mentiras, las hipocresías, los oportunismos: ¡calma, muchacho, calma! No dramaticemos, parémonos a pensar. Despacio, muchacho, despacio, veamos de qué se trata, estudiemos el caso. Expulsar así, poniéndolo de patitas en la calle, a un afiliado que no era un don nadie, sino un tipo importante, diputado, profesor de universidad, sobrino del presidente, ¡qué diantre! Admitiendo que tus acusaciones fueran ciertas, ¿qué es lo que en el fondo había hecho él? Se mostró débil; no es en absoluto obligatorio nacer héroes, Además, ¿qué era esa historia de los archivos secretos de la ESA? ¿Quién te había autorizado a meter las narices en un asunto tan delicado? ¡Cuando se pertenece a un partido no se puede bajo ningún pretexto actuar por iniciativa propia sin informar al partido! ¡Disciplina, maldita sea, disciplina! ¿Documentos graves relativos a Averoff? ¡Eh! Estudiémoslos, consideremos el pro y el contra. Podrían beneficiar al partido, pero también podrían perjudicarlo. Los más asquerosos eran los miembros del consejo de administración: los jefes de las capillitas, de las corrientes, de las facciones. Algunos de ellos, por añadidura, aceptaban ayudas financieras de la socialdemocracia alemana. Y Dimitrios Tsatsos era uno de los protegidos de la socialdemocracia alemana. En tiempo de la Junta estuvo en Düsseldorf como huésped de la socialdemocracia alemana: tocarlo significaba arriesgarse a perder las ayudas financieras. Y ya me dirás si entre una persona como Dios manda y un bonito montón de marcos un partido semejante se inclina por la persona como Dios manda.

«¡¿Comprendes lo que me han contestado?! ¡¿Comprendes qué harían ellos con mis documentos?! ¡Los esconderían!». «Alekos, ¿de qué te extrañas? Los partidos actúan siempre así: los documentos los quieren para esconderlos y, llegado el caso, servirse de ellos como coacción. Si-no-me-das-esto-yo-te-saco-a-relucir-que-has-traicionado-que-has-robado-que-eres-maricón. Cualquier partido te hubiera contestado de la misma manera, incluso un partido más serio que el tuyo. Habrá-que-ver-si-beneficia-al-partido, te hubiera dicho. Y tu partido…». «Ya no es mi partido. He roto una silla contra la mesa y he dimitido». «¡Ah! ¿Y han aceptado tu dimisión?». «No, la han rechazado. Pero eso no cambia nada. Por lo que a mí respecta, hemos terminado». «Comprendo. ¿Y ahora?». «Ahora seguiré en el Parlamento como independiente de izquierda». «Sin un partido que te respalde. Antes bien, con enemigos dentro del partido que continúa considerándose tu partido». «No me importa». Pero mientras decías esto, en tus ojos se reflejaba una sombra de angustia: sabías muy bien que sin un partido que te respaldara y con enemigos dentro del partido que hubiera debido apoyarte, todo resultaría doblemente difícil. Por ejemplo, ¿cómo utilizar aquellos papeles por los que tanto habías sufrido y hecho sufrir? ¿Entregarlos a la magistratura para que los ignorase? ¿Regalárselos a una comisión del Parlamento para que echara tierra encima? ¿Publicarlos? Publicarlos, sí. Pero ¿dónde? ¿Qué periódico iba a atreverse? «Hum. Lo sé. Debería tener un periódico del todo mío. ¿Y si fundara un periódico? Un periodiquito. Un semanario o una revista quincenal que dure tres o cuatro meses, el tiempo necesario para publicar lo que tengo. Tengo mucho, ¿sabes? Y lo que no tengo aún, lo tendré pronto. Además de los archivos de la ESA existen los del KYP, y he descubierto un amigo en el KYP, un oficial demócrata, honrado. El marido de una chica que me ayudó en la época del atentado. Me ha dicho: ¡yo te doy un baúl de documentos! Piensa: papeles sobre el golpe en Chipre ¡y sobre la CIA! ¡Sobre los vínculos entre el KYP y la CIA! ¡Algo distinto de las cartitas de Tsatsos a Descalopoulos y Hazizikis! Si consiguiera demostrar que Averoff sabía lo del golpe en Chipre, y que de acuerdo con el KYP y la CIA engañó al mismo Ioannidis… El problema radica en transportar ese baúl. No quiero ocasionar problemas a mi amigo el oficial. ¡Él no es ni un esbirro ni una putilla encaprichada, ni mucho menos!». «Alekos…». «Sí, un periódico. En la cubierta, los documentos sobre Averoff: algunos que poseo y otros que encontraré en el baúl…». «Alekos, deja correr lo del baúl. ¿Sabes lo que significa fundar un periódico? ¿Sabes cuánto cuesta? Sólo quien tiene poder, un poder financiero o político, puede fundar un periódico. Se necesita mucho dinero para hacer un periódico, mucho». «Me endeudaré». «¿Con quién, Alekos? El que no tiene dinero no puede endeudarse. Las deudas son lujos de ricos. Ninguna papelera te venderá el papel. Ningún periodista escribirá para ti. Ninguna imprenta imprimirá para ti, sabiendo que no tienes dinero». «Lo encontraré». «¿Dónde? ¿Se lo pedirás a los mismos a quienes combates? Debería ayudarte un partido, deberías dirigirte a otro partido…». «¡Yo no tendré nunca más un partidooo! ¡Nunca! ¡Ni siquiera deseo oír la palabra partidooo! ¡Me hace vomitar la palabra partidooo!». Ahora la angustia en tus ojos no era sólo una sombra, sino que derramaba lágrimas largas que te bañaban las mejillas y el bigote y que te empapaban la corbata.

Unos días más tarde supe que tu aislamiento indefenso ya había dado sus frutos. En dos ocasiones, unos misteriosos visitantes nocturnos entraron en el apartamento de la calle Kolokotroni, donde, con cierta inconsciencia, guardabas las fotocopias de los archivos. Una vez entraron mientras cenabas en un restaurante fuera de la ciudad, y otra mientras dormías en la casa con el jardín de naranjos y limoneros, en Glyfada. No encontraron nada porque todo estaba en la habitación cerrada con llave, y no fueron capaces de forzar la cerradura. Pero dejaron la oficina patas arriba y una nota llena de insultos. «¿Cómo piensas defenderte, Alekos?». «De ningún modo, alitaki. Lo que debe ser es. Lo que deba ser será. Simplemente, trataré de llevar a buen puerto este asunto». Y fue entonces cuando resucitó plenamente mi amor por ti, y reanudé el alocado banquete de liebres, lucios, faisanes, langostas, perdices, cabritos y terneros rellenos de desesperación. Con las manos enlazadas, lo celebramos durante veintiocho días. Los últimos veintiocho días que los dioses nos concedieron.