Todas las banderas, incluso las más nobles y puras, están sucias de sangre y de mierda. Cuando miras los estandartes gloriosos, expuestos en los museos y en las iglesias, venerados como reliquias ante las que arrodillarse en nombre de los ideales y de los sueños, no te hagas ilusiones: esas manchas parduscas no son trazas de herrumbre, sino residuos de sangre, residuos de mierda, y más a menudo de mierda que de sangre. La mierda de los vencidos, la mierda de los vencedores, la mierda de los buenos, la mierda de los malos, la mierda de los héroes, la mierda del hombre que está hecho de sangre y mierda. Donde está la una, por desgracia está la otra; la una tiene necesidad de la otra. Naturalmente, depende mucho de la cantidad de sangre vertida, de la mierda salpicada: si la primera supera a la segunda, se cantan himnos y se erigen monumentos; si la segunda supera a la primera, se clama escándalo y se celebran ritos propiciatorios. Pero establecer la proporción resulta imposible, dado que la sangre y la mierda adquieren el mismo color con el tiempo. Además, en apariencia, la mayor parte de las banderas están limpísimas: para conocer la verdad deberíamos interrogar a los muertos aniquilados en nombre de los ideales, los sueños y la paz; a las criaturas injuriadas, ultrajadas y engañadas con el pretexto de hacer el mundo más hermoso, y con tales testimonios elaborar una estadística de las infamias, las barbaries, las inmundicias vendidas como virtud, clemencia y pureza. No existe empresa, en la historia del hombre, que no haya costado un precio en sangre y mierda. En la guerra no disparas claveles, tanto si combates en el bando llamado justo (justo ¿para quién?) como si combates en el bando llamado erróneo (erróneo ¿para quién?). Disparas balas y bombas, y matas a inocentes. En paz sucede lo mismo: cada gran gesto siega víctimas sin piedad, y ay de los héroes en lucha con los dragones, ay de los poetas en lucha con los molinos de viento: son los peores carniceros porque, entregados al sacrificio, destinados al suplicio, no dudan en imponer el sacrificio y el suplicio a los demás, como si un árbol erradicado estuviera menos erradicado, un tejado levantado estuviera menos levantado, un corazón roto estuviera menos roto porque la finalidad es buena y el resultado, positivo. Eso es lo que olvidé cuando, materializando temores adormecidos por la espera o la esperanza, el huracán se desencadenó. E incapaz de captar el verdadero motivo que me desasosegaba, el motivo que comprendí tras tu muerte, me aparté de ti horrorizada.
Se acercaba el otoño y había regresado a Atenas sin entusiasmo, atraída por una carta, no por un deseo. Los traumas del último viaje me pesaban como una comida indigesta, el nudo de excesos y equívocos a que asistí me atormentaba con mil dudas, y algo se había roto en mí. Demasiado a menudo en aquellos catorce meses de vida en común me había agotado caminando por tu desierto, aliviando tu soledad sin disminuir la mía; demasiado a menudo el personaje al que amaba se había desmenuzado en otros personajes, en ocasiones para recomponerse en un individuo inexplicable e irreconocible. Ya no escribías más poesías, hojeabas libros en lugar de leerlos, salías del paso con eslóganes fáciles en vez de afrontar las discusiones, y ya no te preocupabas del Parlamento, al que aludías en tono distraído o irónico; ya no te interesaba nada más que tu promesa y tu dragón. Sólo hablabas de él, de las pruebas que había que reunir contra él, ignorando cualquier otro problema, cualquier otra realidad, y si yo cambiaba de tema, si, en definitiva, decía Averoff no está en el centro del universo, los documentos de la ESA no pueden ser tu único interés, tu única dedicación, te irritabas: «¡No comprendes, no quieres comprender!». Por si ello no bastase, continuaban aquellas noches torpes, termómetro de todo tu descontento, de toda tu desesperación. No encerrado ya en las bulliciosas fronteras del bouzouki, el círculo de las ménades en torno a Dionisos se había ensanchado e incluía ahora a criaturas míseras, y envileciéndote con ellas parecías experimentar un placer perverso. Generalmente se trataba de lo que llamabas una-zambullida-y-fuera, reloj en mano para medir la rapidez, pero a veces la zambullida se complicaba para succionarte hacia situaciones odiosas, telarañas de las que no sabías librarte, y todo eso te disminuía a mis ojos, incluso me quitaba el deseo de estar contigo. «¿Cuándo vienes?». «No lo sé». «Entonces, voy yo». «No, espera. Debo ir a Londres, a París, a Nueva York». Era como si estar lejos de ti me ayudara a superar la crisis, a proteger un amor que vacilaba. En efecto, a distancia podía mirarte con el filtro de la memoria, descartar defectos y miserias, reencontrar al personaje al que admiraba y que, me repetía defraudada, estaba deshaciéndose. Al principio no te diste cuenta, y desplegando arcaicos orgullos de macho, te dedicaste a acusarme de engaños para mí inconcebibles. Tras estrecharle la mano a Theofiloiannacos y después de la polémica de las manos sucias, sin embargo, comprendiste que no era un rival quien me inducía a evitarte, sino el cansancio, y con el instinto del animal en peligro me mandaste una carta irresistible, firmada por Unamuno y compuesta exclusivamente por frases de Unamuno: Si tanto lo rehúyo, créeme, es porque lo amo. Huyo de él y, sin embargo, lo busco. Cuando está junto a mí y veo sus ojos y escucho su voz, quisiera cegarlo, dejarlo mudo, pero en cuanto me separo de él veo aparecer dos llamitas temblorosas que brillan como estrellas perdidas en el fondo de la noche. Son sus ojos, sus palabras purificadas por la ausencia. Su alma está tanto más próxima a mí cuanto más alejado está su cuerpo. Posdata: ¿Cuándo vienes? Cedí. Corrí, pero acompañada por un mal presentimiento, que al reunirme contigo en el aeropuerto de Atenas no disminuyó, si acaso aumentó como una fiebre cuya causa no se adivina. Y ahora yacíamos abrazados en el lecho, y desde hacía unos minutos me mirabas con expresión de querer decir algo. Yo sentía que la causa estaba a punto de revelarse a través de palabras que hubiera preferido no escuchar.
Comenzó así: «Aquel escorpión. No era un hombre, era un escorpión. No le estrecharé la mano, no, aunque eso sirviera para traer el paraíso a la tierra. Todo tiene un límite, incluso para las manos sucias; además, ¿cómo se estrecha la mano de un escorpión? Un escorpión no tiene manos, ¡tiene pinzas!». «Pero ¿de quién hablas?». «Hablo de Hazizikis, del señor comandante Nicolaos Hazizikis. Theofiloiannacos era un angelito a su lado Porque con Theofiloiannacos podía defenderme o lamentarme, chillar, desmayarme. Theofiloiannacos me pegaba y basta, hacía objeto de sevicias mi cuerpo y basta. ¡Aquel escorpión, en cambio! Alargaba el aguijón, me lo introducía en el alma y ¡zas! Me inyectaba el veneno». «¡Alekos! ¿Por qué vuelves a pensar en esas cosas. Alekos?». «Y burlarse de mí después de que me condenaran a muerte. Buenos días, Sócrates. ¿O debo llamarte Demóstenes? ¡No, la comparación con Sócrates me parece más justa! Sentí deseos de llorar. Y cuanto más me decía a mí mismo no debes llorar, delante de él no, más las lágrimas me inundaban los ojos». «¡Alekos! ¿Qué tiene que ver eso ahora, Alekos?». «A cierto momento no conseguí contenerlas. Y fue terrible: llorar como un niño delante de un escorpión. Fue terrible también porque él redobló la ironía: quién-hubiera-dicho-que-tú-supieras-llorar, y cosas por el estilo. Perdí la cabeza. Le grité: no moriré, Hazizikis, y un día te haré llorar, porque un día terminarás en presidio, y mientras estés en presidio me tiraré a tu mujer, Hazizikis, me la tiraré una y otra vez hasta hacerle orinar sangre, hasta que se le salgan los intestinos, y tú no podrás hacer nada, Hazizikis, salvo llorar como ahora lloro yo». «¡Alekos, te lo ruego!». «Y se echó a reír. Me contestó que no estaba casado». «Alekos, ¿quieres decirme por qué, así, por las buenas, vuelves a pensar en estas cosas?». En todos aquellos meses nunca me hablaste de Hazizikis, nunca. «Porque… ¿Recuerdas cuando te dije que en los procesos ocurrían cosas interesantes?». «Sí.» «Pues yo comprendí que la clave estaba ahí. Sus abogados se comportaban con demasiada insolencia. Siempre amenazando con revelaciones, con agitar papeles que luego no enseñaban, que no incorporaban al sumario. Así, pues, llevé a cabo una pequeña encuesta y llegué a saber que en la cárcel era tratado con particular consideración. Radio, televisión, visitas de parientes y amigos, incluido un tal Kountas, que trabaja para un millonario que financia a los fascistas. Y cada uno de ellos entraba con paquetes de fotocopias que el señor comandante estudiaba, estudiaba… Eran las fotocopias de los archivos de la ESA. Se trata de los documentos que yo quiero». «¡Ah!». «Y se los quitaré». «¿Sabes dónde se los custodian?». «No, pero sé quién los custodia». «¿Quién?». «Su mujer». «Decías que no estaba casado». «No lo estaba, pero hoy lo está. Casado y enamorado. Una hermosa muchacha, al parecer. Mucho más joven que él. La hija de un resistente, imagina. Se conocieron cuando el padre de ella estaba en presidio, y se casaron hace tres o cuatro años». «¿La conoces?». «No, nunca la he visto». «¿Entonces?». «Entonces, muy sencillo: la conoceré». «¿Y si ella no quisiera conocerte?». «Querrá, querrá». «¿Y si no quisiera decirte dónde tiene los documentos?». «Me lo dirá, me lo dirá. Falta una intervención en la escena tercera del quinto cuadro del último acto de la comedia de Sartre: en la mierda y en la sangre, la polla se hunde mejor que las manos». «¡Alekos!». «Lo cual, traducido a términos educados, significa: nada es indigno cuando el final es digno». «¡Alekos!». «Precisamente es eso lo que entiende el personaje de Sartre». «¡Alekos!». «Hum. Me espera un bonito trabajo, sí. Te diré que hay una sola cosa que me preocupa en este trabajo: no disponer de un medio de locomoción para trasladarme en caso de necesidad, tener siempre que recurrir a los taxis o a los automóviles prestados. Ni siquiera tu don Quijote iba a pie. Así, pues, preciso un caballo, quiero decir un automóvil. ¿Me regalas un automóvil?».
El aeropuerto estaba casi vacío. La mayor parte de los vuelos habían sido cancelados a causa de una huelga que duraba desde el día anterior, y en la sala de embarque sólo aguardaban tres árabes envueltos en sus túnicas blancas, cinco o seis occidentales irritados, y dos monjas rosario en mano. En el mostrador los empleados trataron de disuadirme, diciendo que tenía poquísimas probabilidades de partir, y que era mejor dejarlo para mañana, pero yo insistí en la necesidad de llegar a Roma aquella noche. Entonces me aconsejaron un vuelo que haría escala en Atenas procedente de Asia, quién sabe a qué hora porque llevaba mucho retraso. No importa, respondí, y una vez pasado el control de la policía, bajé a la sala de embarque. Me refugié en el bar, donde un americano trató en vano de entablar conversación. ¿También yo aguardaba el jumbo de Bangkok? «Yes». Qué aburrimiento, ¿verdad? «Yes». ¿Me molestaba que me hablara? «Yes». Tenía necesidad de estar sola, de meditar sin ser estorbada sobre lo que había pasado desde el momento en que dijiste: «¿Me regalas un automóvil?». No había sucedido nada que te permitiera intuir qué terremoto desencadenaste en mí. Sin responder, permanecí mirando una mancha del techo, una mancha de humedad que pronto se convirtió en un embadurnamiento de esperma baboso, y durante unos minutos no fui capaz más que de pensar: parece un embadurnamiento de esperma baboso. Porque también eso, había olvidado decirlo, está en las banderas sucias de sangre y de mierda, en los estandartes gloriosos expuestos en los museos y en las iglesias: el esperma de los héroes que luchan por la libertad, por la verdad, por la humanidad y por la justicia. En nombre de aquellos hermosos sueños, de aquellas hermosas palabras, te bajas los pantalones y fuera el esperma. ¿Sabes cuántas criaturas han sido ofendidas, heridas y muertas así? Hay quien ha escrito así la historia. Luego, me levanté de pronto, evitando tu mirada, que me interrogaba perpleja, me puse a hablar de cosas que nada tenían que ver con los automóviles ni con los archivos de la ESA, y salí con un pretexto. Durante un par de horas vagué a la buena de Dios por la ciudad, tratando de calmarme, de persuadirme de que esa reacción era excesiva, impropia de una mujer evolucionada: ya mantuvimos la conversación sobre las manos sucias, ya capté tu tormento mientras volvías a contarme la escena de Meleto y Sócrates, y mientras me explicabas de nuevo tu odio por el escorpión. Pero razonar y vagar sólo sirvió para indicarme la única elección posible: partir. Era preciso que partiera y que en el ínterin evitara permanecer frente a ti. Para no discutir. Al regresar, encontré en el despacho a dos periodistas, lo cual me sirvió de ayuda, y los invité a comer. Así no nos quedamos solos ni un minuto, y llegó la hora en que debías acudir al Parlamento a fin de participar en un debate sobre no sé qué ley. «¿Me acompañas?». «Lo siento, no puedo». Y los periodistas: «¡Te acompañamos nosotros!». Saliste con ellos diciendo que volveríamos a vernos después de las seis, pues hacia esa hora concluiría el debate. «De acuerdo». «Y esta noche comeremos sin testigos, como te gusta». «De acuerdo». «Y no te retrases». «De acuerdo». «¿Qué te pasa? ¿Algo no marcha?». «No, ¿por qué?». El ascensor bajó rechinando. A través de los cristales me sonreíste, y sólo entonces me replanteé mi actitud y experimenté un impulso de correr detrás de ti, de abrazarte, de sentir tu bigote contra mi mejilla, de confesar me voy, no aguanto más. Pero permanecí inmóvil y apenas pronuncié un adiós muy frío.
Miré el reloj: las cinco. Te imaginé en el Parlamento, intentando seguir el debate sin seguirlo, nervioso, aturdido a causa de mi conducta ambigua, y me subió a la garganta el deseo de llorar. Lo eliminé con un golpe de tos que resonó en el silencio de la sala semidesierta. Una monja se volvió y el americano me lanzó una mirada extraña. Era un hombre muy guapo, alto y esbelto, con los cabellos grises y las pupilas azules, con la finura vigorosa que tienen ciertos caballos de raza. Le devolví la mirada pensando que hubiera sido mucho más difícil si tú hubieras tenido los cabellos grises y las pupilas azules, una estatura elevada y esbelta, y la finura de un caballo de raza. Paradójicamente, no estaba enamorada de ti. Nunca lo estuve, ni siquiera durante los siete días de felicidad o en el período de la casa del bosque, al menos en el sentido que suele darse a este término. Me refiero al deseo físico que obnubila la vista e interrumpe la respiración con sólo mirar al ser amado, al escalofrío que te pasma y te derrite con sólo rozarle una mano o una mejilla, de tal manera que todo en él se hace único e insustituible, incluso el olor de su aliento, el sudor de su piel, sus mismos defectos que antes que defectos parecen cualidades deliciosas: tienes necesidad de él como del aire, como del agua, como del alimento, y en tal esclavitud mueres de mil muertes, pero siempre para resucitar, para volver a convertirte en su esclavo. Yo conocía estos síntomas, pero en conciencia no podía decirme que en algún momento los hubiera experimentado en relación contigo. Por ejemplo, tu cuerpo no me atraía, no comprendía a las mujeres que lo consideraban hermoso y se encaprichaban de él, traicionando a sus maridos y humillándose con tal de que te las tirases en cinco minutos contra una pared o en una cama, y poder contar a los demás o a sí mismas que te habían tocado. Desde el primer instante te juzgué feúcho, y continuaba pensando igual: aquellos ojillos pequeños, distintos entre sí en el rasgo y en la colocación, uno más alto y otro más bajo, uno más cerrado y otro más abierto; aquella nariz tan abierta y carnosa, aquella barbilla breve y desdeñosa, aquellas mejillas que se rellenaban apenas engordabas un poco, aquellos cabellos espesos y grasientos que nunca peinabas, aquel cuerpo fornido, de hombros demasiado redondeados, brazos demasiado cortos y manos demasiado rechonchas, con las uñas más arrancadas que cortadas. Aprendiste a arrancártelas en presidio, donde no tenías tijeras, y continuabas haciéndolo pese a mis horrorizadas protestas. ¡Además, me irritaban tantas cosas en ti! Tu manera de comer, por citar una, de tan mala educación y tan ávida. Te introducías unos bocados que ni un caballo hubiera sido capaz de tragarse. Tu manera de bañarte, por citar otra. Para ti bañarte significaba regodearte en el agua como un pato, dormitando en ella horas y horas sin usar el jabón, salir de golpe y meterte mojado en la cama, empapándome por completo, y gritar muy contento ¡tengo-frío, tengo-frío! Y tu vitalismo exagerado, tu sexualidad golosa y rabiosa, que cuando agredía con sus ímpetus felinos despertaba en mí un impulso de fuga. Era preciso controlarse y mentir para que no comprendieras que la participación era un acto cerebral, sostenido por una ternura misteriosa, lacerante y ansiosa, un transporte que nacía no sé de qué, pero desde luego no de los sentidos. No fui a ti atraída por un reclamo de los sentidos. Recordaba bien la angustia que experimenté al oírte caminar arriba y abajo ante el cristal esmerilado de la puerta, dudando en entrar; recordaba bien la frialdad que me pasmó al entrever tus dedos en la manija, y el alivio que experimenté cuando los dedos se retiraron. ¿Era posible que sólo se debiera al presentimiento de una tragedia que estaba por producirse? Recordaba igualmente bien la inquietud que me invadía la noche en que regresé para reunirme contigo en el hospital, la secreta turbación ante la idea de que me tocara llenar un vacío de cinco años, sufrir una voracidad largo tiempo insatisfecha. No, ni siquiera con el encanto de la primera noche influyeron los sentidos; hubiese sido deshonesto decir que tu pasión suscitó la mía, y también después fue así: en los abrazos arrebatados o dulcísimos no era tu cuerpo lo que yo buscaba, sino tu alma, tus pensamientos, tus sentimientos, tus sueños, tus poesías. Y tal vez sea cierto que casi nunca un amor tiene por objeto un cuerpo, sino que a menudo se escoge o se acepta a una persona por el hechizo inexplicable con que nos envuelve, o por lo que representa a nuestros ojos, a nuestras convicciones, a nuestra moral; sin embargo, el vehículo de una relación amorosa sigue siendo el cuerpo, y si éste no te seduce, algo más debe seducirte. El carácter, por ejemplo, la manera de vivir o de comportarse. Y con el tiempo descubrí que tampoco tu carácter me gustaba mucho, con sus excesos, sus raptos de ferocidad, sus furias de mala ley y desprovistas de sentido, sus borracheras del primero, segundo y tercer estadio, sus durezas de roca y sus hermetismos de ostra. Cuanto más intentaba yo abrir la ostra para extraer de ella la perla, más se me resistía destilando un líquido negro; cuanto más excavaba en la roca en busca de rubíes y esmeraldas, más encontraba guijarros y carbón. Tu bosque estaba lleno de zarzas y espinas, y apenas cogía una flor, me arañaba y me ensangrentaba. Y qué decir de la arrogancia que parecía permitírtelo todo, de la facilonería con que liquidabas situaciones y problemas, de las contradicciones en que te precipitabas. Todas ellas taras para mí deplorables. Pero, entonces, ¿por qué tuve aquel impulso de correr tras de ti, de abrazarte, de sentir tu bigote contra mi mejilla, por qué ahora sentía la necesidad de aclararme la garganta y tragarme las lágrimas?
Miré el reloj de nuevo: las cinco y media. Si el debate hubiera concluido de veras a las seis, dentro de poco el apartamento de la calle Kolokotroni vibraría con tu timbrazo y apoyarías la nariz en el hierro forjado de la mirilla, en espera de vérmela abrir y anunciar en tono festivo: «¡Soy yo! ¡Soy yo!». Pero la mirilla permanecería cerrada, te respondería el silencio y, de momento, no te darías cuenta. Seguro de que se trataría de una broma, entrarías con tu llave, de puntillas para cogerme por sorpresa, y de puntillas registrarías habitación por habitación: «¿Dónde te has escondido?». Y no me encontrarías. Entonces, defraudado, buscarías una nota que advirtiera estoy-fuera-vuelvo-en-seguida, como a menudo hacía, pero ni eso ibas a encontrar. No dejé nada escrito; preferí explicarme borrando toda huella de mí. Después que el ascensor bajara llevándote a ti y a los periodistas, vacié los cajones de todas mis cosas, el armario de toda mi ropa, y llené dos grandes maletas y una caja y las escondí en el trastero, junto con los objetos más insignificantes, como frascos de perfume casi vacíos, cepillos, horquillas, pinzas, con tanto cuidado que no quedó ni un cabello; por último, introduje lo esencial en una bolsa de viaje, puse las llaves encima de la cama para demostrarte que no iban a servirme más y… Un deseo de vomitar me revolvió el estómago. Sin embargo, no estaba físicamente celosa de ti; no lo estuve nunca, ni siquiera al comienzo, cuando me di cuenta de que encender deseos despertaba tu vanidad, ni tampoco más adelante, cuando tus ritos dionisíacos estallaron y te vi morder la pipa contemplando a la elefanta y al efebo seco que danzaban al son del bouzouki. Hablo de los celos que vacían las venas ante la idea de que el ser amado penetre un cuerpo ajeno, los celos que doblan las piernas, quitan el sueño, deshacen el hígado e irritan los pensamientos, los celos que envenenan la inteligencia con interrogantes, sospechas y miedos, y mortifican la dignidad con indagaciones, lamentos e insidias, haciéndote sentir despojado y ridículo, transformándote en policía, inquisidor y carcelero del ser amado. Tal vez por cerebralismo, por coherencia con el principio de que las relaciones amorosas deben reinventarse y, ante todo, deben ser lavadas de las escorias, de los fardos que la larga andadura hace sofocantes, siempre me prohibí a mí misma experimentar semejantes sufrimientos por ti. Saberte deseado incluso me halagaba, verte abierto a las tentaciones me divertía, y en ocasiones ambas cosas llegaban a estimular el gusto de disputarte a una avidez que yo misma fomentaba siendo tu compañera. Sólo en los últimos tiempos tus excesos me produjeron dolor, y no por el hecho de saberme sustituida una hora o una noche, sino por el daño que te hacías a ti mismo exponiéndote a murmuraciones, aceptando las costumbres de una sociedad que querías cambiar, y adaptándote a las bajezas de una subcultura en la que el culto del falo humilla a la inteligencia. Sin embargo, ni aun entonces cedí a la indignación que hace enmudecer y nos impulsa a cerrar la puerta tras de nosotros después de haber dejado las llaves encima de la cama. Entonces, ¿por qué había sucedido hoy?
Por tercera vez miré el reloj: las seis. Una intuición me decía que el debate había concluido de verdad a las seis, y que estabas camino de casa, montando en el ascensor, llamando a la puerta, entrando de puntillas para cogerme por sorpresa, y te veía hurgar habitación por habitación, buscar una nota que no estaba, fruncir la frente, abrir los cajones y hallarlos vacíos, darte cuenta de que faltaba todo y, por último, abrir el trastero, advertir las dos maletas y la caja y palidecer, petrificado por la certidumbre. Boca cerrada, mandíbulas apretadas, orificios de la nariz dilatados. ¿Y la mirada? ¿La de un lobo que se dispone a despedazar o la de un perro perseguido a puntapiés porque se ha hecho pipí en la alfombra? La cabeza me dio vueltas, envolviendo en una espiral de niebla al americano de los cabellos grises, a las monjas del rosario y a los árabes arrebujados en sus túnicas blancas. Me agarré a la mesita y encendí un cigarrillo con manos temblorosas. Tal vez no estaba enamorada de ti o no quería estarlo, tal vez no estaba celosa de ti o no quería estarlo, tal vez acababa de decirme a mí misma un montón de verdades y de mentiras, pero una cosa era cierta: te amaba como nunca amé a nadie en el mundo, como no amaría nunca a nadie. Una vez escribí que el amor no existe, y si existe es una complicación: ¿qué significa amar? Significaba lo que ahora experimentaba al imaginarte petrificado, vive Dios, con la mirada de un perro perseguido a puntapiés porque se ha hecho pipí en la alfombra, vive Dios. Te amaba, vive Dios. Te amaba hasta el punto de no poder soportar la idea de herirte aun estando yo herida, de traicionarte aun siendo traicionada, y amándote amaba tus defectos, tus culpas, tus errores, tus mentiras, tus fealdades, tus miserias, tus vulgaridades, tus contradicciones, tu cuerpo de hombros demasiado redondeados, sus brazos demasiado cortos, sus manos demasiado rechonchas, sus uñas arrancadas. Ciertamente el amor no tiene por objeto un cuerpo, pero aunque estuviéramos separados por un océano, aquel cuerpo me lo llevaba a la cama conmigo, en el recuerdo lo abrazaba como cuando vivíamos en la casa del bosque, en invierno, y de noche hacía frío y nos calentábamos así, mi cabeza contra la tuya, mi vientre contra el tuyo, las piernas entrelazadas. O bien cuando permanecíamos tendidos en la habitación de la calle Kolokotroni en verano, en las tardes sofocantes, y nos rechazábamos riendo, aparta-estás-caliente. Pero siempre había un momento en que tus extraños ojillos, uno más alto y otro más bajo, uno más cerrado y otro más abierto, me embriagaban de dulzura, de tal modo que me inclinaba a besar tus párpados hinchados, almendras carnosas, y a acariciar con la punta del índice tu nariz cómica, tu bigote espinoso, tus labios crispados por tantas arruguitas, labios de viejo, decías, y deslizándote el dedo luego por la barbilla, la mandíbula y la mejilla, me remontaba lentísimamente a las orejas, éstas perfectas, bien dibujadas, y tú, feliz, dejabas que al menos te admirase las orejas: «¡Qué orejas! ¡Qué orejas!». Tal vez tu carácter no me gustaba, ni tu modo de comportarte, pero te amaba con un amor más fuerte que el deseo, más ciego que los celos, hasta tal punto implacable e incurable, que ya no podía concebir la vida sin ti. Formabas parte de ella como mi respiración, mis manos y mi cerebro, y renunciar a ti era renunciar a mí misma, a mis sueños que eran tus sueños, a tus ilusiones que eran mis ilusiones, a tus esperanzas que eran mis esperanzas, ¡a la vida! Y el amor existía, no era una complicación, era más bien una enfermedad, y de ella podía yo enumerar todos los signos y los fenómenos. Si hablaba de ti con gente que no te conocía o a la que no interesabas, me afanaba en explicar cuán extraordinario, genial y grande eras; si pasaba ante un comercio de corbatas y camisas me paraba por instinto a buscar la corbata que te gustaría, la camisa que conjuntaría con determinada chaqueta. Si comía en un restaurante escogía sin darme cuenta los platos que preferías y no los que prefería yo. Si leía el periódico destacaba la noticia que a ti te hubiera interesado más, la recortaba y te la enviaba. Si me despertabas en plena noche con un deseo o con una llamada telefónica, me fingía más despierta que un pinzón que canta a la mañana. Arrojé el cigarrillo con rabia. Pero un amor semejante no era siquiera una enfermedad, ¡era un cáncer!
Un cáncer. Como un cáncer que poco a poco invade los órganos con su multiplicación de células, su plasma viscoso de mal, y cuanto más crece más consciente te haces de que ninguna medicina puede extirparlo. ¿Quién lo hubiera pensado cuando era un granito de arena, un grano de arroz, una voz que grita egò s’agapó, un abrazo mientras el viento susurra entre las ramas de olivo? En cambio, ahora no es posible la curación porque se apodera de todos los órganos, de todos los tejidos; te devora hasta el punto de que ya no eres tú misma, sino un amasijo fundido contigo, un único magma que sólo puede deshacerse con la muerte, y su muerte sería tu muerte. Así me invadiste y así me estabas devorando, matando. Se da una característica lúgubre en los enfermos de cáncer: en cuanto comprenden que él ha vencido o está a punto de vencer, cesan de oponerle fármacos, bisturíes y la voluntad, y se dejan matar sumisamente, sin maldecirlo, sin reprocharle siquiera el martirio que exige. Mi-mal, lo llaman con afectuosa indulgencia, como si fuera un amigo, un amo o una posesión de la que no pueden prescindir, y ese «mi» resuena a veces con un tono suave: el mismo que gorgoteaba en mi voz en cuanto pronunciaba tu nombre. He aquí a qué punto había llegado por no haberte extirpado cuando eras un granito de arena o un grano de arroz, si bien el instinto me advirtió que cualquiera que entrase en tu esfera perdía la paz para siempre. Y, sin embargo, tuve ocasiones para huir de ti, y hubiera podido aprovecharlas en cantidad durante el período que precedió a la gira al templo de Sunion y a la iniciativa emprendida con las dos pastillas de trilita. Pero siempre las rechacé, y así el cáncer siguió su curso para demostrarme que amar significa sufrir, que el único modo de no sufrir es no amar, que en los casos en que no puedes evitar amar estás destinado a sucumbir. En otras palabras, mi problema era insoluble, mi supervivencia imposible y la fuga no me iba a servir para nada. ¿Para nada? Levanté la cabeza. Para algo servía: para salvar mi dignidad. No se puede decir a una persona que nos ama y a la que se ama: me tiraré a la mujer de Fulano, me la tiraré una y otra vez hasta hacerle orinar sangre y hasta que se le salgan los intestinos, y para este trabajo necesito un caballo; ¿me regalas un automóvil? Y todos tus heroísmos, tus desesperaciones, tus genialidades y tus poesías no bastaron para compensar el disgusto que experimenté al oírte repetir el sobadísimo principio de nada-es-indigno-si-el-fin-es-digno, y el gastado discurso sobre la necesidad. La necesidad invocada por los generales que mandan a sus soldados al matadero con tal de tomar un nudo ferroviario o una colina, y después se envía un telegrama: muy señor mío, muy señora mía, lamentamos comunicarle que su hijo ha muerto en acción de guerra. La necesidad alegada por los revolucionarios que disparan tiros de revólver a quien sea, y que destruyen y aniquilan, como los pilotos de los bombarderos, y luego se compone una hermosa marchita sobre los sacrificios que cuesta conquistar la igualdad y abatir a los zares. La necesidad reconocida desde siempre a los hombres en lucha y que, en nombre de la jodidísima lucha, pueden llevar a cabo cualquier perfidia, intercambiarse Briseidas, reducir a la esclavitud a Casandra, inmolar a Ifigenia y abandonar a Ariadna en una isla desierta después de que te ha ayudado a vencer al Minotauro. Romper el corazón de una mujer y desgarrar el vientre de otra son naderías frente a la Historia y la Revolución, ¿no? Basta. Por más que se diga que la serenidad adormece y la felicidad embrutece, pero que el sufrimiento despierta y da ideas, lo cierto es que el sufrimiento paraliza, apaga la inteligencia y mata. Y la verdad es que contigo sufrí demasiado. Salvo pequeños oasis de felicidad y breves alegrías, nuestra unión fue un río de angustias, peligros, locuras y neuropatías: estar contigo era como estar en primera línea. Era una continua lluvia de cohetes, granadas y napalm; un perenne excavar trincheras, salir de patrulla por senderos minados, lanzar ataques, herir y ser heridos, gritar, sollozar, llama al camillero, dame el cargador, comandante no aguanto más. No se puede permanecer indefinidamente en el frente, vivir siempre de manera dramática. Se termina perdiendo el sentido de la medida.
Las seis y media. El altavoz graznó y una voz blanda anunció que el avión procedente de Bangkok acababa de aterrizar. Bueno, dentro de poco estaríamos embarcados, y aunque se te hubiera ocurrido buscarme aquí, no tendrías tiempo de encontrarme. ¿O tal vez sí? De improviso, el temor se condensó en imágenes que se sucedían con rapidez loca. Veías las llaves en la cama y comprendías. Las agarrabas, salías en busca de un taxi, montabas en él, pedías al chófer que te condujera al aeropuerto, llegabas, entrabas, te presentabas al control de policía exhibiendo el pase de diputado, ganabas la escalinata que conduce a la sala de embarque, tomabas la dirección del bar y de la columna tras la cual me había escondido, y cuanto más me negaba a creer en ello más sentía que estaba sucediendo; incluso me parecía captar el rumor de tu paso pesado, cadencioso, despiadado, uno-dos, uno-dos, uno-dos. De hecho, mantenía la cabeza baja y me preguntaba si no hubiera sido mejor levantarse y ponerse en fila con los árabes, las monjas y el americano, que estaban ya junto a la salida a la pista, pero no lograba moverme, y ahora el paso resonaba de veras, cada vez más claro, cada vez más cercano, uno-dos, uno-dos, uno-dos. Se detenía, y bajo mis ojos había un par de zapatos polvorientos que conocía bien porque no los limpiabas nunca; sobre los zapatos había un par de pantalones que conocía no menos bien, mal cortados, sin raya; sobre los pantalones estaba la chaqueta a cuadritos, a la que faltaba el último botón. Turbada y al propio tiempo decidida a ignorarte, no pasé de los hilos que quedaban de la sentadura del botón, y fingí no haberte visto. Pero como una fanfarria de guerra, las llaves que dejé en la cama tintinearon junto a mi oreja y tu voz se elevó ronca: «¿Qué he hecho?». De pronto levanté la cabeza, en busca de tu mirada. No, no era la de un perro perseguido a puntapiés, sino la de un lobo a punto de desgarrar. Y los labios del lobo temblaban, extrañamente rojos, y a cada temblor mostraban dientes apretados en una ira tan helada que por un instante me inspiró miedo. «Carroña. No necesito para nada tu automóvil. No quiero tu automóvil. No me hace falta nada ni nadie. ¡Y levántate cuando te hablo!». Me quedé sentada mirándote. Desde el altavoz, la voz blanda anunciaba la salida del vuelo, y rogaba a los pasajeros que embarcaran. Debía moverme. Pero por nada del mundo hubiera obedecido, levantándome. Te pusiste pálido. Me apuntaste con el manojo de llaves. «Si te mueves, si tomas ese avión, te mato». Entonces me levanté. Recogí la bolsa de viaje y rompí el silencio: «Maldita sea yo y maldito tú conmigo si vuelvo a poner los pies en esta sucia ciudad». Luego te di la espalda, me dirigí a la puerta, y estaba a pocos pasos del grupo de mi vuelo cuando un puñetazo violentísimo me golpeó un pulmón: «Detente». Continué andando, y en seguida el segundo puñetazo llegó, en el mismo pulmón, tan seco y mortal, que la respiración me faltó, me incliné hacia atrás, y una de las dos monjas murmuró, turbada: «¡Jesús!». En cambio, el americano se ruborizó e hizo el gesto de lanzarse adelante para intervenir. Lo detuve con una seña y te miré bien a la cara. Gotas de sudor te florecían en la frente, en la nariz y en el bigote, y tus ojos eran dos balsas de consternación. Brillantes, brillantes. Diríase que estabas a punto de llorar. Así transcurrieron algunos segundos antes de que lograra pronunciar aquella palabra, pero al fin la pronuncié: «Muérete». Y con este augurio te dejé, sin volverme.
Cuando ocho meses más tarde entré en el depósito en busca de tu cuerpo, y mi desgarramiento era un chillido reprimido e incesante de bestia herida, el recuerdo de haberte deseado la muerte con un latiguillo trivial me destrozó la conciencia hasta aturdirla, y desde aquel momento me di a atormentarme como una gota que cae de un grifo estropeado: «Muérete, muérete, muérete, muérete». Naturalmente, había otras acusaciones, otras condenas con las que me fustigaba, y pronto comprenderás cuáles. Pero el «muérete» las resumía todas, y en él me consumía, me afanaba, me planteaba esta pregunta: ¿por qué exageré de aquel modo aquel día, dejándote y negándote cualquier explicación? ¿Era posible que el cándido anuncio de tu plan y, luego, la ingenua petición del automóvil me hubieran empujado a una reacción tan desaforada y definitiva? E incapaz de absolverme, al tiempo que impulsada por la necesidad de hacerlo, me ofrecía respuestas que inmediatamente después negaba. Sí, me sentí ofendida, cedí a la humana necesidad de revolverme, de liberarme de un yugo que se había hecho demasiado pesado, pero ¿no te demostré siempre estar abierta a tus ligerezas? ¿Y a quién podías dirigirte sino a mí, que era tu compañera? No, el verdadero motivo de aquella reacción debía haber sido otro, hundido y sepultado en la oscuridad de mi subconsciente. Un miedo, es decir, una superstición que no quería admitir o de la que no me daba cuenta. Debía de haberse disparado algo en mí al escuchar el discurso sobre las necesidades: un muelle que encendió una chispa. Y esta chispa encendió a su vez otras, ocasionando una reacción en cadena idéntica a la de las minas conectadas entre sí y unidas al mismo detonador, de manera que si estalla una estallan todas. Las minas del orgullo herido, de los celos inconfesados, del tedio amordazado, que permanecieron inactivas durante meses y años, sin que un artificiero las desactivase. Luego, una noche, de golpe, estuvo claro: el automóvil. La palabra automóvil. Odiaba el automóvil, lo odié siempre, hasta el punto de no tener ninguno, pero el odio se había henchido monstruosamente desde que te conocí, porque desde el principio hubo una pesadilla en nuestra vida: el automóvil. El automóvil que nos atacó en Creta, poniéndose junto a nosotros y empujándonos al borde de la carretera para arrojarnos escarpadura abajo. El automóvil que al regresar de Ischia nos esperó fuera del restaurante para embestir nuestro taxi. El automóvil que lanzaba bombas contra el Politécnico, el Cadillac negro que para mí se había convertido en el resumen de todos los horrores vividos en el automóvil a causa de un automóvil. Sin contar el automóvil que intentaste hacer saltar por los aires, el Lincoln de Papadopoulos, y bajo el cual intentaste arrojarte al final de la semana de felicidad. En una palabra, la Muerte con aspecto de automóvil, los faros en lugar de las cuencas vacías, el morro en lugar de la calavera, las ruedas en lugar de las garras descarnadas. Y tú me pediste que te regalara la Muerte. Este es el muelle, la primera chispa. Pero ¿por qué me lo pediste a mí, precisamente a mí? No me necesitabas a mí para comprar un automóvil. Y, sobre todo, ¿por qué necesitabas el automóvil para conseguir hacerte con los documentos? ¿Qué tenía que ver el automóvil con los archivos de la ESA y la mujer de Hazizikis y las pruebas relativas a Averoff? Pues sí tenía que ver. Me di perfecta cuenta. Por lo demás, el héroe de la leyenda nunca afronta el duelo final sin su caballo: el caballo desempeña una función casi religiosa en su último desafío. «Y montó a caballo y fue en busca del infierno». «Y espoleó el caballo y marchó a apoderarse de los papiros del rey». Incluso en los mitos de la antigua Grecia, evidente entramado de tu cultura, aparece siempre el caballo. Porque sin el caballo el héroe no puede penetrar en el reino de los Infiernos: es el objeto encantado, el don indispensable para morir. Y es quien ama al héroe quien le hace ese regalo, quien le entrega ese objeto encantado, ese vehículo de muerte.
Se comprende siempre después, puesto que comprender a tiempo sirve para obstaculizar el destino ya escrito. Y desde luego que no pensaba en todo eso mientras montaba en el avión que me conduciría lejos de ti, ni cuando me sentaba junto al americano que intentó acudir en mi ayuda y que ahora trataba en vano de entablar conversación. Él conocía bien Nueva York, ¿conocía yo Nueva York? Sí, conocía Nueva York. Él vivía en Nueva York, ¿había vivido yo alguna vez en Nueva York? Sí, tenía una casa en Nueva York. Really?, ¿de veras? How nice, qué simpática coincidencia. Entonces, ¿también yo iba a Nueva York? No, yo no iba a Nueva York. Pero sí iba, sin decírselo a nadie, convencida de que era el único lugar donde no podrías pescarme. La sola idea de volverte a ver, en efecto, se me antojaba aquella tarde como una desgracia inexpresable, una amenaza terrorífica.
Es extraordinaria la estratagema que imaginaste para pescarme, para utilizarme como instrumento de tu muerte Luego me preguntaría, incrédula, cómo pude ser tan estúpida para dejarme embaucar tan bien por ti. Además, conocía como nadie tu astucia, tus artes de comediante capaz de cualquier histrionismo. Por si ello no bastara, el haber puesto un océano entre nosotros no me produjo remordimientos: Nueva York afianzaba de día en día mi propósito de arrancarte sin apelación de mi existencia. Allí trabajaba, me reunía con personas de un mundo que me pertenecía y que te excluía, hablaba una lengua que te era desconocida y a mí me resultaba familiar, y reencontraba costumbres y paisajes en los que siempre me sentí a mis anchas. Por la noche, cuando regresaba a casa y por las ventanas del décimo piso miraba la ciudad centelleante, los hermosos rascacielos y los bellos puentes sobre el East River, todo ello resumía una jornada transcurrida sin el tormento de aquellos nombres, Hazizikis, Theofiloiannacos, Averoff, y no experimentaba añoranza de ti. Y ni siquiera por la noche, cuando yacía en mi cómoda cama pensando qué alivio dormir solos, calentados por una manta eléctrica y nada más. Sucedía, sí, que de vez en cuando tu imagen me agredía, evocada por un nombre, por un sonido, por un alimento, por un simple letrero de neón —Alexander, Acropolis, Olympic, Greek restaurant—, pero me bastaba para rechazarla el recuerdo de aquellos dos puñetazos en el pulmón. Aún me abrasaban, como quemaduras de cigarrillo. Incluso llegaba a darse el caso de que la visión del anillo intercambiado por Navidad, ahora quitado del anular izquierdo y metido en un cajón, provocara un nudo en la garganta, pero para deshacerlo bastaba un poco de raciocinio: nos encontramos en un desierto donde cada planta es un espejismo y cada ráfaga de viento una ilusión, esto es, en el desierto de las utopías, olvidando preguntarnos quiénes éramos y a dónde queríamos ir. Como perros sin collar nos tomamos de las manos, y encaramándonos a las dunas, cayendo, volviéndonos a levantar y encaramándonos de nuevo, nos hicimos compañía vinculados por la equívoca cadena del amor. Pero ahora la cadena se había roto, y cuidado con restañarla mediante nudos en la garganta; cuidado con desequilibrarme, con quebrantar mi distanciamiento. Existía una sola eventualidad de que eso sucediera, y radicaba en el riesgo de oír tu voz. Aquella voz que me engatusaba, que se adueñaba de mí como un conjuro. Más que una eventualidad se trataba de un temor. En efecto, por más que el avión en el que intentaste que no montara fuese directo a Roma, no a Nueva York, no hubieras necesitado mucho para descubrir que había ido allí; hubiera bastado una llamada telefónica. Sin embargo, el temor no duró más que una semana, y a la segunda semana ya no creía que me llamaras. Grave error. Rompía el alba de mi decimoséptimo día de fuga, cuando el teléfono sonó: «¡Oye! ¡Soy yo! ¡Soy yo!».
Hay algo de intimidatorio en la sorpresa, de negación de la libertad; algo brutal, sin más. Por buena o mala que sea, siempre constituye una intrusión, una imposición, un dominio. Porque rompe un equilibrio y obliga a quien la recibe a sufrirla, le guste o no, esté preparado o no. Y a ti te gustaban las sorpresas. El asalto inesperado, la improvisación que le deja a uno pasmado, el gesto fuera de programa, eran tus especialidades, y yo lo había olvidado. Para bien o para mal caías a quemarropa sobre los demás como una saeta, como un niño que irrumpe en una habitación estorbando una conversación, un trabajo o un reposo, y yo lo había olvidado. Tú, en cambio, no habías olvidado en absoluto que yo quedaba inerme ante las sorpresas; calculaste bien que si llamabas la primera semana me encontrarías alerta, pero que llamando después me cogerías de sorpresa. «¡Oye! ¡Soy yo! ¡Soy yo!». Aquella voz. Las paredes de la habitación se pusieron a girar con la energía de una centrifugadora: la cama se hundió en un lago de desorientación, y todo se desvaneció de pronto: los hermosos rascacielos, los bellos puentes sobre el East River, la ciudad centelleante, el mundo que me pertenecía y que te excluía. Era inútil, casi grotesca, la delgada barrera de desconfianza que te oponía: «¿Qué quieres? ¿Dónde estás?». «Estoy aquí, ¡en Madrid! ¡Escúchame! ¡Tengo problemas! ¡Necesito ayuda!». «¿En Madrid? ¿Problemas? No te creo». «Debes creerlo, cataraméne Khristé! ¡Es verdad, verdad, verdad! ¡Problemas feos, problemas serios! ¿Por qué iba a llamarte si no? ¿Crees que me gusta telefonearte? ¡Escúchame!». «¿Quién te ha dicho que estaba en Nueva York?». «Nadie, ¡lo he imaginado y he probado! No perdamos el tiempo en chácharas, cataraméne Khristé! ¡Tengo los minutos contados, escúchame!». «Está bien, escucho». «Es que he venido con pasaporte falso, ¿comprendes? Y he olvidado la cartera con el pasaporte auténtico en el control de policía, ¿comprendes?». «Pero ¡¿qué diablos estás diciendo?!». «Lo que digo, y no me interrumpas, cataraméne Khristé!, ¡lo que digo! Y no me di cuenta de que me lo dejaba allí, ¡¿comprendes?! ¡Me he dado cuenta cuando me han llamado por el altavoz y un policía se ha presentado en la sala donde se esperan los aviones!». «¡Oh, no!». «Oh, sí. ¡Y llevaba mi cartera en la mano! ¿Y yo qué iba a hacer, acaso debía dejársela? Se la cogí, claro, pero ahora, si no son estúpidos, saben que yo me encuentro aquí, ¿comprendes? Mi vuelo ha sido anulado por avería, y hay que esperar otro. Nos han ofrecido regresar a la ciudad, pero yo ¿con qué pasaporte vuelvo? Así, pues, mejor que me quede aquí». «¡Oh, no!». «Oh, sí. Ahora te digo lo que debes hacer». «¿Yo? Alekos, ¿qué puedo hacer yo desde Nueva York? ¡¿Te das cuenta de que está el Atlántico entre Madrid y Nueva York?!». «¡Me doy cuenta, cataraméne Khristé, lo sé, no me importa, déjame hablar, escúchame!». «Bien, escucho». «Sin falta, he dicho sin falta, debes tomar el primer avión hacia Europa que haga escala en Madrid. Yo no me muevo de esta sala de espera a menos que me detengan. Cuento con la confusión. Hay una gran confusión. Durará hasta mañana por la mañana porque están anulando otros vuelos, no he comprendido por qué. La sala de espera sirve también de sala de tránsitos. Tú te apeas y vienes a la sala de tránsitos. Sin hacerte notar vienes hacia mí y me das tu tarjeta de tránsito. Cuando el avión despegue de nuevo, embarco en tu lugar. Mientras tanto, tú vas a los servicios y no sales hasta el momento en que el avión haya partido. Finges haber perdido la tarjeta de embarque y te desesperas un poco. ¿Comprendido?». «Me parece absurdo.» «¿¡¿Absurdo?!?». «Sí. ¡Hacerme ir desde Nueva York! ¡¿Por qué no buscar a alguien en Madrid?!». «¡¿A quién, en Madrid, a quién?!». «En Europa, entonces». «¡¿A quién en Europa, a quién?!». «¿Por qué no tomas el primer avión que tengas a mano?». «¡Por qué! ¡Por qué! ¡¿Te parece el momento de hacer preguntas, cataraméne Khristé?! ¡¿Cuántas veces tengo que repetirte las mismas cosas; es que quieres mandarme a presidio?!». «No, Alekos, ya voy». «¡En seguida!». «En seguida». «Si no me encuentras, no te comprometas. Eso significará que me han detenido. Continúa el viaje, vete a Roma, corre a mi embajada y desde allí haz que avisen a Atenas, ¿comprendidooo?». «Sí, pero ¿qué sentido tiene dirigirme a la embajada en Roma si te detienen en Madrid? ¿No sería mejor que…?». «¡No discutas, cataraméne Khristé, no discutas; si te digo que hagas eso significa que hay que hacer eso! ¡No puedo hablar! ¡He hablado demasiado! Si no me encuentras no te comprometas, ¡continúa hacia Roma! ¡Por favooor!». «Bueno, adiós. Ya voy».
Colgué el aparato presa de pensamientos opuestos. Por una parte me parecía inverosímil y por otra, más que posible. Supongamos que después del trauma de mi partida hubieras decidido renunciar a apoderarte de los documentos. Por las buenas, como renunciaste a la operación Acrópolis. Esto hubiera provocado en ti un vacío terrible y te hubiera creado la necesidad de emprender cuanto antes otra empresa. Pero no en Grecia ni en la política de los políticos, sino en una realidad donde lo blanco fuera blanco y lo negro, negro y lo rojo, rojo, o sea en un país aplastado por la dictadura. España. España servía para eso, y tenías allí una cuenta que saldar, una promesa que se remontaba a los días en que los vascos imitaron tu atentado a Papadopoulos, perfeccionándolo, e hicieron saltar por los aires el automóvil de Carrero Blanco. No te gustó que los vascos triunfaran donde tú fracasaste. Sordo a mis tentativas de consolarte, ellos-eran-muchos-y-tú-estabas-solo, ellos-tenían-una-organización-y-tú-no, te encerraste en los celos y: «Era mi plan, era mi plan». Luego dijiste que ya les demostrarías si eras menos valiente que ellos. Así pues, ¿fuiste a Madrid para tomarte el desquite? Pero no: Francisco Franco se estaba muriendo, se preveía un retorno a la democracia, y tu rechazo de la violencia estaba ya demasiado cristalizado, así como tu convicción de que cualquier imbécil era capaz de apretar un gatillo, y que las verdaderas bombas eran las ideas. Pensándolo bien, excluía incluso que hubieras renunciado a la empresa de los documentos: debías de haber ido a España para algo relativo a los archivos de la ESA. Tal vez algunos papeles puestos a salvo en Madrid, o alguna persona huida a esa capital con el aval de Averoff y del KYP. Eso explicaba el detalle del pasaporte falso y tus preocupaciones de ser descubierto por la policía española: estaba claro que siendo ahora un diputado, un intérprete de la legalidad, no podías permitir que te sorprendieran con las manos en la masa de los antiguos sistemas. Sí, había que ayudarte a salir de aquel aeropuerto. Con un océano de por medio o no, era menester sacarte de aquella dificultad. Y mientras mi fantasía galopaba arrollando dudas, incertidumbres e incredulidades, busqué un avión con destino a Roma y escala en Madrid. Lo encontré. Preparé a toda prisa la maleta. Volví a ponerme en el anular la alianza de brillantes, y a las pocas horas estaba en vuelo: ya voy, don Quijote, ya voy; Sancho Panza es aún tu Sancho Panza, lo será siempre, podrás contar siempre conmigo, heme aquí, agapi, ¡heme aquí! Sólo cuando estuve sobre el Atlántico en mi cerebro adormecido se hizo una débil lucidez: desde luego que era una idea bien extraña obligarme a acudir desde el otro lado de la Tierra por una tarjeta de embarque, o sea para una tarea que cualquiera hubiese podido resolver en Madrid ¡en un par de horas! ¿Se trataba de un pretexto para hacerme volver? Eras capaz de todo, incluso de gastarme una broma paradójica. Y la sospecha, habiendo tomado cuerpo, me hizo ruborizar. Pero no pudiendo hacer nada ya, la rechacé y me entregué a un sueño liberador que duró hasta que el avión llegó a Madrid.
No estabas en la sala de tránsitos, y no se veía el menor signo de la confusión a la que aludiste. Había, sin embargo, un movimiento desacostumbrado de policías, y esta circunstancia me puso nerviosa. Pregunté a una azafata si en el transcurso de la noche sucedió algún incidente. La azafata me escrutó con un brillo extraño en los ojos. ¿Incidente? ¿Qué tipo de incidente? Ella estaba allí para suministrar información acerca de los vuelos y nada más. Sí, comprendía, perdón por mi curiosidad: muchas gracias, adiós. Y proseguí el viaje para llegar a Roma dos horas más tarde. Si de veras habías sido detenido, como era lícito deducir del extraño brillo que se encendió en los ojos de la azafata, debía seguir tus instrucciones punto por punto. Una parada breve en el hotel, y luego a tu embajada. Corrí a nuestro hotel, y estaba tan cansada, tan descompuesta, que no hice caso de las palabras del empleado y luego del conserje. Algo así como dobles llaves o paquete llegado. ¿Qué paquete? Yo no esperaba ningún paquete. Mecánicamente subí a la habitación, a la misma que nos daban siempre desde que acabaron los fastos de la suite. Entré. Las cortinas estaban bajadas, pero en la penumbra se distinguía una gran cesta de rosas rojas, las que a mí me gustaban, en capullo, y una hermosa canastilla de fruta: manzanas, peras, naranjas, racimos de uva y frutas confitadas. ¿Quién podía haberme enviado semejante obsequio dado que nadie conocía mi llegada? Fruncí la frente. Y, de pronto, una forma se movió en la cama, y aquella voz se dejó oír: «¿Te ha gustado la sorpresa?».
Ahora que la cesta de rosas había volado contra la pared para caer en una lluvia de pétalos tumefactos; que las manzanas, peras y naranjas yacían esparcidas por la cama junto con un zapato que no consiguió hacer blanco; y que un racimo de uva te coronaba la frente como una guirnalda de Baco; ahora que la mueca irónica que te había torcido los labios cuando tiré las flores y la fruta, se había apagado para convertirse en una sonrisa seráfica, y mi garganta seca no emitía ya ningún sonido porque el lugar de la ira lo ocupaba una resignada impotencia, podía yo escuchar tus justificaciones. «¡Oigamos!». Te quitaste el racimo de uva de la cabeza y comenzaste a picar de él. «En primer lugar, he estado de veras en Madrid con un pasaporte falso. Ahí está. Quería reunirme con ciertos españoles de la Resistencia y saber de cierto grupo fascista que opera a la vez en Grecia, España, Alemania e Italia. Un grupo fundado por Otto Skorzeny, el que liberó a Mussolini. Esperaba encontrar el hilo de una madeja que no me convence. En segundo lugar, he olvidado de veras la cartera con el pasaporte verdadero y el dinero. Estaba cansado y furioso porque no encontré nada, así que me lo dejé en el mostrador de la policía. Me llamaron de veras por el altavoz y de veras me lo devolvió un policía. En tercer lugar, mi vuelo fue de veras anulado, y te telefoneé de veras desde el aeropuerto, mientras esperaba otro vuelo. Estaba allí y me preguntaba qué podría inventar si se percataban del asunto, y se me ocurrió aquella idea. Hasta me pareció linda, y la utilicé para hacerte volver. En cuarto lugar, si no la hubiera utilizado, no estarías aquí. Y yo te necesito». «¿Para comprar un automóvil?». «No. Para mucho, mucho más. —Adoptaste un gesto grave—. Pronto los tendré a todos encima: derecha, izquierda y centro, pues esos documentos no van a favorecer a nadie. Al parecer, él no es el único que ha colaborado; entre los traidores hay incluso un cerdo de mi partido. Estaré más solo que nunca, pues, y…». «¿La has conocido?». «He conocido a su amante. ¡Eh! ¡Tiene un amante!». «Y a ella, ¿cuándo la conocerás?». «Pronto, en cuanto regrese a Atenas, pero debo mantenerme alerta, pues suceden cosas extrañas de unos diez días a esta parte. Tengo la impresión, eso es, de ser particularmente observado, de tener a menudo a mi espalda a alguien que sabe lo que estoy haciendo. Fea historia». «¿Y piensas seguir adelante lo mismo?». «Desde luego. El problema no es ese; el problema, repito, es que no podré contar con nadie, ni siquiera con el partido, y estaré más solo que nunca».
Y en aquel punto todo mi resentimiento se desvaneció. Recogí las rosas supervivientes de mi furia para disponerlas en un búcaro, y la fruta para devolverla a su canastillo. Luego dije: «Ocupémonos del automóvil». Y con aquellas tres palabras me reintegré al papel que los dioses habían elegido para mí antes de que nos conociéramos: ser el instrumento de tu destino y, por tanto, cómplice de tu muerte.