Capítulo III

Aquel increíble verano sabías que iba a ser tu último verano. Durante aquel increíble verano sucedió de todo. Para que no olvidaras la cita en Samarcanda, reapareció la muerte con aspecto de automóvil. El proceso contra Papadopoulos, Ioannidis y los miembros de la Junta acababa de comenzar, paralelamente al proceso contra Theofiloiannacos, Hazizikis y la banda de los torturadores. Nosotros llegamos de Chipre y caímos en una Atenas sacudida por tumultos de origen sindical, tan extraños como inoportunos. Inoportunos porque se desarrollaban precisamente en los días en que la ciudad hubiera debido manifestar júbilo por ver a los antiguos tiranos en el banquillo de los acusados. Extraños porque los caracterizaba una violencia desacostumbrada: bombas, cócteles Molotov, adoquines levantados, lluvias de piedras a las que la policía contestaba con gases lacrimógenos, porrazos, detenciones brutales, pero ni los porrazos ni las detenciones brutales afectaban nunca a los manifestantes más exaltados. Diríase más bien que la policía cuidaba especialmente de protegerlos a ellos o bien a cierto Cadillac negro que desde hacía cuarenta y ocho horas pasaba una y otra vez lanzando bombas y cócteles Molotov. Así, por más que al principio se pensara en el error estratégico de una izquierda sorda a la inoportunidad de echarse a la calle mientras se celebraban aquellos procesos, acabó tomando cuerpo la sospecha de que todo proviniera del designio de una derecha en busca de la chispa necesaria para justificar el acostumbrado golpe portador del Orden y de la Ley. Por lo demás, circulaban rumores catastrofistas, y muchos aparecían por tu oficina preocupados: afirmaban que en los cuarteles soplaban aires de guerra, que el arma acorazada estaba en estado de alarma, y que alguien había advertido movimientos de tropas. El único que se mostraba tranquilo eras tú: «No exageremos. Si el grupito existe, basta con aislarlo. Si el Cadillac negro existe, basta con identificarlo y descubrir quiénes lo ocupan, para quién trabajan y con quién se vinculan. Es inútil permanecer aquí charlando». Luego, al oscurecer, saliste y regresaste muy contento: «Prepárate, vamos de paseo». «¿De paseo? ¿Te parece que ésta es una noche como para ir de paseo?». «Sí, y quiero que te pongas elegante». «¿Para qué?». «Para que si nos detienen podamos protestar pero-nosotros-qué-tenemos-que-ver, miren-cómo-vamos-vestidos, nosotros-íbamos-de-paseo». Así, pues, me puse el vestido largo, los zapatos de tacón alto y las joyas. Para ti escogí el traje azul, la camisa de seda y la corbata de Hermès. «Y así enjaezados, de veintiún botones, ¿¡¿deberemos mezclarnos con los manifestantes?!?». «No nos mezclaremos con nadie. Además, tenemos coche». «¿Qué coche?». «El que he alquilado». «¿Para qué has alquilado ese automóvil?». «Para ir a echar un vistazo a los cuarteles y para ir en busca de un Cadillac negro».

Desde luego que no era un automóvil apropiado para la empresa: a fin de ahorrar, alquilaste un viejo Renault desvencijado que arrancaba como si tosiera, y corría el riesgo de averiarse cada vez que metías una marcha. En contrapartida, parecía suficiente para tu recorrido de reconocimiento, que, nada aventurado, consistía en detenerse a cierta distancia del cuartel, apagar los faros, abrazarnos o fingir ternezas si alguien se acercaba, y mantener los ojos bien abiertos y los oídos bien atentos. Pero a medianoche ya habíamos espiado tres cuarteles y no sucedía nada en ellos que denunciara un golpe en preparación. Tampoco sucedía nada en la ciudad, donde el segundo día de desórdenes había concluido con una explosión en la acera, delante del Politécnico. En cuanto al Cadillac negro, al que se debía esa explosión, ni rastro. «Alekos, ¿te das cuenta que es como buscar una aguja en un pajar?». «Sí, y sin embargo presiento que lo encontraré». «Pero ¿dónde, cómo?». «No lo sé. Vamos al Politécnico». «¡Si hemos estado hace menos de treinta minutos!». «Pues volvemos». Brincando y graznando, el Renault nos devolvió al Politécnico, junto a los estudiantes que montaban guardia atrincherados tras las verjas. ¿Se había vuelto a ver en aquel lapso? No, no se había vuelto a ver. ¿Estaban seguros? Sí, segurísimos. ¿No podía darse el caso de que se equivocaran? No, no podía darse. «Bien, esperaré». «Pero ¿por qué, Alekos, por qué?». «Porque presiento que pasará. Lo presiento, te digo». Sacaste la pipa, la encendiste, y tras algunas bocanadas, helo aquí saliendo de una travesía de la calle Stadiou. Se nos acercaba con calma, como si no estuviera decidido a hacerse notar o quisiera estudiar la situación, y una vez a nuestra altura aceleró de golpe, alejándose. Apenas hubo tiempo de ver la matrícula CD, cuerpo diplomático, y observar a los cuatro ocupantes: tres de unos treinta años, morenos y de aspecto a la vez humilde y perverso; uno que frisaba en los cincuenta, con cabellos grises y aire autoritario pese a una extraña camisa de flores, con manga corta. «¡Rápido! ¡Vamos!». Me empujaste al Renault, saltaste al volante, y vamos a ver otra vez a esa Muerte que en lugar de órbitas vacías tiene dos faros, en lugar de calavera, un capó y un parabrisas, en lugar de garras descarnadas, las ruedas, y el rugido de un motor por voz. Así, pues, vibras todo tú, contento de encontrarla, de poder cortejarla como en Creta, como en Roma, como siempre que tienes ocasión de jugar con tu temeridad, con tu gusto por el desafío, con tu locura que ora es la locura de don Quijote, ora la de Dionisos, ora la de Achab, pero cualquiera que sea el rostro que adopte es la misma locura, y el que está a tu lado no cuenta; no cuenta su vida, no cuenta la tuya; sólo cuenta tratar de atrapar el Cadillac negro, saber a quién lleva, quiénes son los cuatro hombres, quién los manda y, tal vez, ponerlos de rodillas, humillarlos aun a costa de morir.

Persecución loca, desatinada, insensata, por las calles Stadiou, Patisiou, Alexandras y Kifisias, tras un automóvil que corría el doble que el nuestro y que fingía escapar para conducirnos lejos, para atraernos a la celada que pronto convertiría a los perseguidores en perseguidos, y lo conseguía, ora aumentando la velocidad ora disminuyéndola, ciento veinte, ciento treinta, ciento cuarenta y luego cien, noventa, ochenta: la técnica del pescador que se divierte dando cordel y rebobinándolo para cansar al pez. Y tú lo sabías. Pero no cedías. Con el rostro pálido y tenso y las manos aferradas al volante, pisabas el acelerador más y más, dando bandazos y virajes y patinando, mientras yo te suplicaba déjalos estar, por caridad; nos mataremos, ¿no ves que se burlan de ti, que podrían escapar en cualquier momento, que no huyen para entretenernos y conducirnos quién sabe dónde?; no puedes alcanzarlos y si los alcanzas es peor; ellos son cuatro y nosotros, dos; ellos seguramente van armados y nosotros no; si no nos matamos saliéndonos de la calzada nos matarán ellos, y morir así es una estupidez. ¿Por qué quieres que yo también muera? No tienes derecho a sacrificar a los demás contigo, no es justo, no es civilizado. Y aterrorizada, indignada, te insultaba, te maldecía y te suplicaba. Pero tú, con el rostro pálido y tenso, y las manos aferradas al volante, continuabas pisando el acelerador, dando bandazos y virajes y patinando, y no te dignabas darme una respuesta, un monosílabo, un gesto. Ni siquiera oías lo que decía, y lo que experimentaba no te afectaba en absoluto, como si yo fuera un fardo y no una persona. Te interesaba el coche y nada más, ellos y nada más. Ellos debían de ser expertos en maniobras de aquel tipo, y el que iba al volante, un auténtico campeón. Unas veces dejándonos adelantar, otras adelantándonos, y otras más manteniendo una distancia considerable o unos pocos metros, desde el paseo marítimo de Agios nos condujo a Rafina, y después giró bruscamente a la izquierda y nos llevó al monte Himeto, para doblar luego a la derecha y hacernos descender de nuevo hacia el mar, por la parte de Voula, y esto sin que tú abrieras nunca la boca, sin que me dirigieras ni una mirada. De hecho, a partir de un cierto momento, yo ya no protestaba ni te suplicaba, resignada. Sólo a las tres de la madrugada, cuando el Cadillac negro volvió a entrar en la ciudad y frenó por sorpresa para que se apeara el hombre del pelo gris, una sombra alta y gruesa que de repente se desvaneció en la oscuridad, advertí un suspiro de esperanza. Pensé que querías bajar y correr en pos de él. Tras una duda infinitesimal, sin embargo, reanudaste la persecución, y la trampa que te habían tendido se disparó: un callejón sin salida que descendía a un garaje subterráneo, en el que enfiló recto y seguro. Oí mi voz: «¡Retrocede!». Luego, la tuya, por fin: «Demasiado tarde». «¡Hemos caído en una trampa, Alekos!». «Lo sé». Continuaste conduciendo hasta el garaje. Aparcaste junto al Cadillac negro, que se había detenido en la entrada. Empuñaste la pipa por el lado de la cazoleta y te apeaste. «Ven». Obedecí. En el garaje no había nadie, aparte de los tres tipos. Tampoco en el callejón. El único signo de vida era la sombra de un gato que huía de un salto, mudo, a la luz verdosa del letrero de neón.

«Míralos». Los tres nos aguardaban uno junto a otro. Pecho fuera, manos en las caderas, piernas abiertas: la postura de los que pegan. El tercero, estorbado por un paquete cilíndrico que apoyaba en el reverso del brazo izquierdo. Se parecían curiosamente: la misma risa maliciosa, la misma corpulencia, la misma tez olivácea, los mismos bigotillos recortados. Y el mismo atavío de pobres, con pantalones deformados, chaquetas raídas y corbata torcida. No hacía falta mucho para comprender que ellos no eran los propietarios del Cadillac, y que el cerebro de todo el asunto fue el hombre del pelo gris. Pero precisamente porque se trataba de simples ejecutores, de tres desgraciados que se vendían por unas pocas dracmas, el peligro era grande, y por instinto introduje la mano derecha en el bolso, fingiendo empuñar un arma que, naturalmente, no existía. Gesto acaso no del todo inútil, pero del que tu monstruosa valentía no precisaba. Con los ojos fijos y la mandíbula apretada, avanzabas despacio hacia ellos, tan despacio que entre un paso y otro parecía gotear la eternidad, y cada músculo de tu rostro emanaba un furor tan helado e incontrolable que ya no parecías un ser humano, sino una fiera con aspecto de ser humano. Mientras avanzabas resollabas, los mirabas y resollabas, y cuando estuviste ante ellos te detuviste para estudiarlos bien uno a uno, con exasperada lentitud. Una vez los hubiste examinado de hito en hito, golpeaste la boquilla de la pipa en el paquete cilíndrico, y sin que ninguno de los tres se rebelara o hiciera un gesto o dijese una palabra, escandiste en mi lengua y en la tuya: «Mira, esto es una bomba. No una bomba para arrojarla contra un tirano: una bomba para lanzársela a la gente. Y éste es un fascista griego, un siervo sin cojones. Un siervo de la CIA, del KYP y de Averoff». Después de haber hablado así diste dos vueltas a su alrededor, con el paso acostumbrado, con la acostumbrada lentitud exasperada, y luego te paraste ante el que se hallaba en medio, lo agarraste por la corbata y le tiraste de ella con golpes secos y despreciativos: «También éste es un fascista griego. Tampoco éste, como ves, tiene cojones. También él es un siervo de la CIA, del KYP y de Averoff». Por último, te dirigiste al tercero, siempre sin que ninguno de los tres se rebelara o hiciera un gesto o dijera una palabra, de tal manera que yo no creía a mis propios ojos, continuaba con la mano dentro del bolso, y pensaba no es posible que permanezcan ahí pasmados, dejándose insultar y ridiculizar, no es normal, dentro de poco saltarán encima de él y lo harán trizas. Levantaste la pipa, le apoyaste la boquilla en el corazón, se la clavaste por dos veces en el corazón como si fuera un cuchillo y: «También él. Nadie lo diría, ¿verdad? Mira qué manos». Golpe en las manos. «Mira qué chaqueta». Golpe en la chaqueta. «Mira qué cara». Golpe en la cara. «Se diría que es un hijo del pueblo. Los tres se diría que son hijos del pueblo. En una manifestación pasarían por hijos del pueblo. En cambio, son siervos sin cojones, fascistas. ¿Y sabes lo que hago yo con los siervos sin cojones, con los fascistas? ¿Lo sabes?».

Tú no podías hacer nada. Absolutamente nada. Estabas solo con una pipa y una mujer que, estorbada por un vestido largo, fingía empuñar un revólver inexistente. Si uno de los tres hubiera despertado, hubiéramos sido eliminados en un santiamén. Y lo sabías. Pero con el rabillo del ojo acabaste por advertir mi farol, y ahora te servías de él para tentar la suerte: rouge-ou-noir-le-jeu-est-fait-rien-ne-va-plus. O funciona o revienta. O se vive o se muere. Tanto en uno como en otro caso, qué importa. Importa jugar, desafiar, apostar. Cinco segundos, diez. Veinte, treinta, cuarenta. Mientras, la bolita gira en el plato, gira una y otra vez, luego el eje pierde velocidad, se detiene y sucede lo que nunca hubiera esperado ni imaginado. De repente, el del paquete se postró de rodillas; aquel al que tiraste de la corbata, por su parte, se santiguó; y aquel al que propinaste golpes con la boquilla se cubrió el rostro y: «¡No, Alekos, no! ¡Tengo familia, perdóname, déjame ir!». «No, Alekos, no, es un error, nosotros te admiramos, te respetamos, lo juro por mis hijos, por la bandera, no nos mates». Y tú vacilas, lo veo; tu furor cede, lo veo; debes hacer un esfuerzo terrible para no estallar en una carcajada que te pellizca la garganta, por contenerte y ordenarles con la voz de antes: «Arriba, en pie, bellacos. Y al coche, rápido. Seguidme a poca distancia». «¡¿Qué has dicho, Alekos?! ¡¿Qué estás maquinando?!». «Los llevo al Politécnico». «¿Y tú crees que van a ir?». «Sí.» Y, en efecto, fueron. Dóciles, hipnotizados. Te obedecieron como pretendías, como en un western en que el sheriff consigue capturar por sí solo a la banda, llevarla al pueblo y entregarla al juez, que celebrará un proceso normal. Y tú, en el destartalado Renault, que arrancaba como tosiendo y corría el riesgo de averiarse cada vez que metías una marcha, los arrastraste hasta donde estaban los incrédulos estudiantes. Que se encargaran ellos de requisarles el paquete, desde luego una bomba, de interrogarlos, de descubrir quiénes eran, quién era el tipo del pelo gris y a quién pertenecía el Cadillac con la matrícula CD, sin duda falsa, y buen trabajo y buenas noches. «¡Alekos! ¡¿Nos vamos así?!». «¿Qué significa nos-vamos-así?». «Significa: ¡¿tú no quieres saber quién los manda, quiénes son?!». «Yo ya lo sé. Además, no me gusta ver interrogar a la gente, procesar a la gente, condenar a la gente. Aunque se trate de gamberros. Un enemigo en el banquillo es siempre un ex enemigo».

Pronto se pondría de manifiesto lo que intentabas. En efecto, fue aquel mismo verano, aquel increíble verano, cuando se hizo patente la extraordinaria coherencia con que cimentabas tus aparentes incoherencias. Y demostraste que ya no te interesaban como enemigos Papadopoulos, Ioannidis y los derrotados contra los cuales la montaña, el Poder, celebraba procesos.

«¡Los he visto! ¡Los he visto a todos!». «Y ellos ¿te han visto?». «Sí, el primero en divisarme ha sido Ladas. ¿Sabes? El que la mañana del atentado me confundía con Giorgos y decía vamos, teniente, yo conozco a tu hermano Alexandros, un tipo inteligente; si estuviera aquí te daría un consejo, no te hagas el tonto con Ladas, etcétera. Y al reconocerme ha pegado un salto, como si le hubiera picado una avispa. Ha palidecido. Luego ha puesto una mano en el hombro de Ioannidis y le ha susurrado algo. Ioannidis se ha vuelto y sus ojos han buscado los míos. Me ha parecido que un poquito cohibido, y en seguida ha pasado la noticia a Patakos, que ha movido los labios para preguntar 'dónde está’, y ha esperado un poco para volverse a mirarme, pero cuando se ha dado cuenta de que lo miraba a mi vez, ha enderezado la cabeza de golpe, como un niño sorprendido escuchando. Y ha informado a Makarezos, que se ha inclinado sobre Papadopoulos y se lo ha dicho. Papadopoulos no se ha agitado. Se sentaba rígido en la silla, tieso, mirando al suelo, a un punto más allá de sus zapatos, y durante unos minutos ha permanecido así, como si se hubiera tragado un palo. Luego ha movido las pupilas: imperceptiblemente, sin volver la cabeza un milímetro, sin alterar un músculo de la cara. Y me ha visto. Y me ha hecho daño». «¿Te ha hecho daño?». «Sí. Aquellos ojos empañados, apagados, cenicientos, parecían los ojos de un muerto. Y también aquel rostro petrificado, terroso. No, terroso no: verde. Verde como el agua de un estanque, ¿sabes? Y aquella… sí, aquella dignidad. Tal vez lo hacía por cálculo, para demostrar que él se consideraba el jefe y no se mezclaba con nadie, ni siquiera con sus colegas, y que encontrarse acusado en la sala de un tribunal era una simple desventura: en cualquier caso, se comportaba con dignidad. Y yo he pensado: es menos ridículo de lo que creí, es un hombre. Esto me ha sorprendido, porque nunca pensé en él como en un hombre; para mí fue siempre un automóvil que debía saltar por los aires, un automóvil con un tirano dentro, y he tenido que hacer un esfuerzo para renovar la náusea que experimenté al entrar, pensando en la diferencia entre mi proceso y el suyo. Yo con esposas, estrujado entre dos policías, empaquetado en un uniforme demasiado ancho; él muy elegante, con su traje bien planchado, las mejillas afeitadas, su bigotito bien cuidado, y su silla con cojín. Pero recobrar la náusea no me ha servido para nada, porque aquel hombre humillado, vencido, dos veces humillado en cuanto yo lo miraba, yo que intenté matarlo, ya no era un enemigo. O, mejor, tratarlo como enemigo ya no me interesaba». «¿Y Ioannidis?». «¡Eh! Ioannidis sigue siendo Ioannidis. Frío, desenvuelto, seguro de sí. Con su cara inexpresiva, soberbia, de monje de la Inquisición. Ioannidis no cederá nunca. Jamás se resignará, no se comportará como un hombre humillado y vencido. ¡Eh! En el fondo comprendo a Ioannidis, porque ciertas dictaduras no se establecen nunca por azar o por capricho; son siempre fruto de la clase política que las precede, de sus cegueras, de sus incapacidades, de sus irresponsabilidades, de sus mentiras, de sus hipocresías. Y entre los tipos primarios que creen poder corregir aquellos desastres asesinando la libertad, no se cuentan sólo hombres como Papadopoulos, sino otros de buena fe como Ioannidis. Violentos sin cerebro, sí, incapaces de darse cuenta de que son un instrumento del Poder que quieren derrocar, sí, pero de buena fe. Luego pagan, claro. Los Averoff, en cambio, no pagan nunca. Son tapones de corcho que siempre vuelven a flotar, aunque se les arroje al mar con un pedazo de plomo, y mueren siempre de vejez en una cama, con el crucifijo entre las manos y la patente de respetabilidad en el bolsillo. No, gracias, ni siquiera Ioannidis es ya mi enemigo. No me interesa seguir tratando a Ioannidis como enemigo».

Incluso escribiste un artículo sobre esto. Llegaste a luchar para que Ioannidis, Papadopoulos y los demás miembros de la Junta no fueran condenados a muerte, veredicto que parecía descartado desde el principio. «En la primavera del sesenta y ocho, nosotros, los de la Resistencia, ya procesamos a la Junta, señores jueces. Y la condenamos a muerte. Yo debía ser el ejecutor de esa sentencia en la persona de Papadopoulos, pero nosotros juzgamos a hombres en pleno ejercicio del poder, y ustedes juzgan a hombres que hace tiempo han perdido el poder o han renunciado a él espontáneamente. Nosotros no pertenecíamos a la clase política que provocó el golpe con sus errores; ustedes siguen perteneciendo a esa clase política, a esa casta. Por ello, junto con los veintisiete acusados que hoy comparecen ante el tribunal en Koridallos, tendrían que estar ustedes, señores jueces; ustedes que aplicaban sus leyes y condenaban a quienes se les oponían. Y junto a ustedes deberían estar también los ministros, los subsecretarios y los siervos que se uncieron a los coroneles, los industriales que sostuvieron el régimen con su dinero, los editores y los periodistas que lo apoyaron con su cobardía. Sin contar los falsos resistentes, los falsos revolucionarios que hoy van a declarar ante ese tribunal como partes perjudicadas; a acusar, a recitar el papel de víctimas, ellos que no hicieron nada para combatir la dictadura y sólo por precavida astucia no gritaron viva-Papadopoulos. La verdad es que son demasiadas las cosas que no gustan de este proceso, tanto desde un punto de vista formal como moral, y para empezar no gusta que en el momento de instruirlo hayan ustedes ignorado una realidad tan amarga como histórica: la tiranía no cayó por efecto de la Resistencia, sino que cayó sola, sofocada por sus propias infamias; abdicó la noche en que Ioannidis permitió a Ghizikis que volviera a llamar a los políticos defenestrados por el golpe. Eso constituye un tanto en favor de Ioannidis. No olvidemos que mantenía el control de gran parte del ejército y a oficiales en los puestos clave del Estado, y que hubiera podido negarse a renunciar al mando o exigir del nuevo gobierno una amnistía para sí mismo y para los miembros de la Junta. No olvidemos tampoco que el ministro de Defensa, Averoff, mantuvo a Ioannidis como jefe de la ESA y luego lo retiró honrosamente, dejándole durante meses que cultivara las rosas de su jardín. Si el propio Ioannidis no se hubiera hecho culpable de traición al unirse a Papadopoulos, podría decirse que tiene perfecto derecho a sentirse traicionado a su vez. Yo, en su lugar, llamaría a Averoff y le preguntaría: '¿A qué juego hemos jugado, Averoff? Primero me dejas como jefe de la policía militar, luego me retiras con honor y me dejas cultivar mis rosas, y después me arrestas y haces que me procesen con acusaciones que significan el fusilamiento’. Le preguntaría también por qué a Ghizikis no se le procesa. Cuando la Junta abdicó, ¿no era él el jefe del Estado? Este proceso no es más que una befa, una estratagema para devolver la virginidad a los viejos amos. En cuanto a las penas capitales que están dictando, que ya han dictado, recordemos esto: en las plazas Loreto a los Mussolini se les cuelga en seguida o no se les cuelga. Si en tiempos de la dictadura el tiranicidio era un deber, en tiempos de la democracia el perdón constituye una necesidad. En tiempos de la democracia la justicia no se hace cavando tumbas».

Incluso querías hablar con Ioannidis y Papadopoulos. Decías que si fueras capaz de penetrar en la soberbia del primero y de romper el mutismo del segundo, sabrías dónde estaban escondidos los archivos de la ESA, y te procurarías rápidamente las pruebas contra Averoff. Desde luego que acercarse a ellos no era difícil: como los demás acusados, no se sentaban en el banquillo sino en el centro de la sala, apenas protegidos por un cordón de guardias bien dispuestos. Pero este proyecto no tomaba en cuenta tu timidez y tu extravagante temor de ofenderlos: apenas entrabas y te sentías embestido por los flashes de los fotógrafos, los comentarios de los periodistas y los bisbiseos del público, ya-está-aquí-ha-llegado, te agazapabas tras una columna y no avanzabas ni siquiera cuando la sesión se suspendía. «¿Lo has conseguido?». «No, mañana». «¿Te has decidido?». «No, mañana». Luego, una mañana, apretaste los dientes y te lanzaste en dirección a Papadopoulos. Estabas tan decidido a hablarle, me contaste, que una vez dado el primer paso te sentías casi calmado y podías captarlo todo: el silencio que se produjo de pronto, las palpitaciones de tu corazón, las miradas que te seguían asombradas mientras avanzabas hacia él. También te miraba, por lo demás, con el agua verde del estanque finalmente removida por un soplo de viento, por una especie de sonrisa que no comprendías si expresaba ironía o simpatía y que, en todo caso, era un estímulo, una invitación. Pero en el momento en que te reunías con él y tus ojos encontraban los suyos, evocaste recuerdos lejanos y, sin embargo, precisos: un Lincoln negro que avanza por la carretera de Sunion, dentro del Lincoln negro hay alguien a quien nunca viste, pero a quien debes matar. Por tu mente pasaron pensamientos remotos y, sin embargo, abrasadores: quién sabe qué tipo es al mirarlo a la cara; si miras a un hombre a la cara y te das cuenta de que es un hombre como tú, olvidas lo que representa y matarlo se hace difícil, así que es mejor hacerse la ilusión de que matas un automóvil, ese odioso automóvil que viaja a cien kilómetros por hora, cien kilómetros son cien mil metros, una hora son tres mil seiscientos segundos, cada segundo equivale a veintisiete metros, una décima de segundo equivale a unos tres metros, ¡y cuánto dura una décima de segundo, Dios mío!, ni siquiera un pestañeo; una décima de segundo es el destino, khilía éna, khilía dío, khilía tría, mil uno, mil dos, mil tres. Precisamente mientras revivías esto y movías los labios para decir lo que nunca hubieras creído poder decir, buenos-días-señor-Papadopoulos, me-gustaría-hablar-con-usted, del recinto público se elevó un grito femenino: «¡Papadopoulos, verdugo! ¡Ioannidis, asesino! ¡A la horca, gusanos asquerosos!». Y, de pronto, tu decisión se desvaneció. Le volviste la espalda y te alejaste, ruborizado.

«¿Por qué, Alekos, por qué?». «Porque me he sentido muy cohibido, muy avergonzado. Bien sabe Dios que yo los insultaba, los amenazaba y los maldecía, pero en aquel tiempo ellos eran los amos y yo estaba encadenado. No se ofende a un hombre encadenado. Nunca. Aunque antes fuera un tirano. Basta, a aquella sala no vuelvo, no pongo más los pies en ella». Y mantuviste la promesa. Incluso te negaste a asistir a la lectura de la sentencia: «Ya oí una vez al juez pronunciar una condena a muerte. Sé lo que significa estar condenado a muerte». Fui yo en tu lugar. Y me sirvió para concluir que, como de costumbre, atando los cabos de lo concreto con las telarañas de lo imaginario, viste cosas que no existían o sólo existían en tu fantasía. En primer lugar, nadie corría el riesgo de ser fusilado; hasta los niños sabían que la condena a muerte sería formal, pues una hora más tarde Karamanlis concedería el indulto. Por otra parte, lejos de parecer el escenario de una tragedia, la sala de Koridallos semejaba más bien el foyer de un teatro en el último entreacto de una opereta. Los acusados reían, vacuos, intercambiaban muecas de condescendencia y hasta se distraían lanzándome ojeadas de morbosa curiosidad: él-no-ha-venido, ha-venido-ella. En cuanto a Papadopoulos y Ioannidis, ambos ocupados en evitarse, como dos primadonas celosas y henchidas de odio recíproco, no suscitaban en mí ninguna indulgencia: en el primero no lograba ver en absoluto al digno personaje que me describiste, ni en el segundo conseguía imaginar al honrado soldado al que defendiste radical e inesperadamente. Aquel rostro chato no tenía alma, y sí una dureza afín a sí misma. Si acaso, había en él algo de infeliz, de lamentablemente torpe. La torpeza de los militares que se diría han nacido de uniforme, que lo llevan como una segunda piel, y que cuando se lo quitan para vestir ropas civiles, parecen como despojados o vulgares. Era vulgar, con su rostro ceñudo de si-quiero-te-pillo, su chaqueta de cuadritos, demasiado estrecha y corta para sus anchas caderas, y sus pantalones fijados a los tobillos por dos increíbles pinzas de la ropa. Papadopoulos no era vulgar; si acaso tenía el aspecto de un empleaducho sorprendido con las manos en el cajón. Ioannidis, el tremendo Ioannidis, en cambio, sí lo era. No conseguía apartar los ojos de aquellas pinzas, y a cierto momento se percató. Se levantó, cruzó los brazos sobre los riñones y, con paso grave, de autómata, se me acercó. Yo estaba sentada, aislada, bajo el escaño del fiscal general. Allí se paró, pecho fuera y barbilla levantada, en una postura inútilmente hostil, guerrera, y se puso a mirarme con helados ojos celestes. Yo a mi vez lo miré, sosteniendo la estúpida competición del si-tú-no-los-bajas-yo-no-los-bajo, y esto duró un tiempo interminable. Duró hasta que murmuró en su lengua algo que no comprendí, bajó las pupilas y dio media vuelta: pecho fuera, barbilla levantada, brazos cruzados sobre los riñones.

«Cualquiera sabe qué ha dicho». Sonreíste de una manera extraña: «Yo lo sé». «No puedes saberlo, no había nadie escuchando». «Lo sé igualmente». «Ah, ¿sí? Adelante, ¿qué ha dicho?». «Ha dicho: salúdelo de mi parte». Y convencido de eso, me llevaste a cenar con el acostumbrado acompañamiento de faunos y ménades, a fin de catequizarlos sobre la injusticia de aquella condena.

Palabras lanzadas al viento. Naturalmente, no te comprendía nadie. Nadie aprobaba tu toma de posición acerca de los hombres a los que primero querías matar y ahora tratabas con tanta misericordia. Se divierte llevando la contraria, decían, ni él mismo sabe lo que quiere. Y a menudo incluso yo pensaba así aquel verano: nunca como aquel verano experimenté el drama de acompañar por el desierto a un hombre cuya esencia se nos escapa porque es demasiados hombres a la vez, y todos discontinuos, todos ellos envueltos en contradicciones no reducibles a la duplicidad del héroe con un ojo bueno y otro malo, un rostro de muchacho y un rostro de anciano, una mente arraigada en el pasado y otra proyectada al futuro. Como de costumbre, sólo tras tu muerte, mientras reconstruía el mosaico de tu personaje, comprendí que cada gesto juzgado como incongruente por mí o por los demás, tenía su razón de ser. O sea que entroncaba en una línea de conducta muy precisa. Tu actitud con relación al proceso contra Theofiloiannacos, Hazizikis y el grupo de los torturadores, por ejemplo. No desaprobabas este proceso; lo distinguías netamente del instruido contra Papadopoulos, Ioannidis y los miembros de la Junta, y no sólo porque se basaba en culpas indiscutibles, sino porque servía de ejemplo a los países que practicaban la tortura. Sin embargo, tres veces fuiste citado como testigo y otras tantas adujiste pretextos para no presentarte. «Tengo-fiebre, tengo-un-compromiso, me-encuentro-en-Italia». «Pero ¡eres el testigo más importante, Alekos, el más esperado!». «Lo sé». «Entonces, ¿cuándo vas?». «No sé». Luego, de improviso, una llamada telefónica: «¿Vienes? Mañana voy». Lo que te decidió fue el rumor de que, a fin de reducir al máximo la publicidad en torno a tu persona y a tu testimonio, el día en que te presentaras el presidente prohibiría el acceso a la sala de los fotógrafos y los operadores de televisión. «¡Increíble! ¿Quién puede haberle pedido hacer una cosa semejante, Alekos?». «Él.» «¿Quién es él?». «Averoff, ¿no? Se trata de un consejo de guerra, y los consejos de guerra dependen del ministro de Defensa». «¿Y qué harás para impedirlo?». «Nada. Así ya me sirve».

Me preguntaba en qué sentido podría servirte, ahora que examinaba el escenario en que ibas a entrar. Un escenario bastante mísero, en el fondo. Contrariamente a la sala de Koridallos, muy vasta y teatral, ésta estaba desprovista de cualquier atmósfera: era una estanciucha larga y estrecha, dividida en su mitad por un pasillo que conducía al micrófono de los testigos y a los escaños de los jueces. A la izquierda del pasillo, según se entraba, el público y los periodistas. A la derecha, los abogados y los acusados. En la primera fila de estos últimos, Theofiloiannacos, reconocible por su maciza corpulencia y su carota picada de viruelas, simiesco. En la segunda, Hazizikis, con su traje azul, su corbata azul, su camisa inmaculada y el rostro semioculto tras las gafas negras. En la tercera, el médico que presenciaba las torturas para que la víctima no muriese: un tipo equívoco, seco, de bocaza viciosa y pupilas trémulas como alas de mariposa. Junto a cada uno de ellos, los demás: alrededor de una treintena. Rostros anónimos e inocuos; expresiones cualesquiera. Raras veces los malos tienen mala catadura. Por lo demás, a mi juicio, ni siquiera Hazizikis la tenía, como tampoco Theofiloiannacos. Si acaso, se intuía que destilaba perfidia su abogada, que era también su esposa: una hermosa rubia de rasgos que reflejaban desprecio, y de sonrisa sarcástica. Todo lo cual restaba dramatismo al proceso, conducido con desgana por el presidente, un hombrecillo calvo y gruñón, ahogado dentro de una gran toga negra. Luego fue pronunciado tu nombre, a lo largo del pasillo, conforme avanzabas, retumbaron tus pasos, y Theofiloiannacos volvió a ser Theofiloiannacos, Hazizikis volvió a ser Hazizikis, la sala se ensanchó y el tedio se transformó en electricidad. Ni siquiera avanzabas; en efecto, caminabas majestuosamente. Y con una flema deseada, inquietante, con una soberbia tan mayestática y provocadora, que la flema y la soberbia de la noche en que te enfrentaste con los tres fascistas del Cadillac negro parecían, en comparación, rapidez y buena disposición. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos. Pero lo que más impresionaba no era el ritmo de la andadura, sino la manera como acompañabas aquel ritmo con el resto del cuerpo y, sobre todo, con el brazo derecho, que se alzaba y descendía en perfecta sincronía con la pierna izquierda: como si marcaras el paso al compás cadencioso de un péndulo. Tic, toc. Tic, toc. Tic, toc. En cambio, el otro brazo estaba doblado en ángulo recto sobre el corazón, donde la mano aferraba la pipa. En cuanto a los ojos, firmísimos, apuntaban al presidente como a una presa, ignorando a propósito a Hazizikis y Theofiloiannacos, como si no los hubieras conocido nunca. Llegaste al micrófono. Introdujiste la mano derecha en el bolsillo de la americana, te llevaste la pipa apagada a la boca y: «Debo solicitar de este tribunal»… Vi las máscaras inmóviles de los jueces de uniforme reavivarse de estupor, y la caruca del presidente ponerse blanca: «¡Usted no solicita nada! ¡Es el tribunal el que solicita! ¡Limítese a decir cuándo y dónde fue detenido! Hechos y no juicios, ¿entendido?». Un relámpago. He aquí por qué la prohibición impuesta a los fotógrafos y a los operadores de televisión te servía; he aquí por qué entraste de aquel modo, sin dignarte dirigir una mirada a Theofiloiannacos o Hazizikis: tu propósito era provocar la disputa y decir en voz alta lo que hubieras querido decir en la sala de Koridallos, o sea que los verdaderos acusados no eran ya los gamberros procesados, sino, al contrario, quienes los procesaban para su propia conveniencia. Bien, pues entonces no quedaba más que contener el aliento y esperar que estallara.

Te quitaste la pipa de la boca y la levantaste a guisa de lanza: «Permanecí detenido desde el 13 de agosto de 1968 hasta el 21 de agosto de 1973, señor presidente, y hablaré de hechos concretos. Sólo hechos, señor presidente, y hechos de los que, por lo demás, ya tiene conocimiento este tribunal, porque yo no he necesitado que cambiara el régimen para acusar a quienes se acusa hoy en esta sala. Para ahorrar tiempo, no tendría usted más que leer mis denuncias de hace siete años, obviamente ignoradas por la magistratura al servicio de Papadopoulos. Tales denuncias se encuentran en el expediente que tiene usted ante sus narices. Pero pongo una condición para repetir aquellos hechos: que se me dirija usted con cortesía, utilizando mi nombre y apellido, llamándome señor, o, más bien, señor diputado, y que explique por qué ha prohibido a los fotógrafos y a los operadores de la televisión asistir a mi declaración. ¿Es su ministro de Defensa, Evanghelis Averoff, quien se lo ha impuesto?». «¡Testigooo!». Sin hacer caso de este grito, la pipa golpeó el aire por dos veces: «Repito la pregunta, señor presidente. ¿Es su ministro de Defensa, Evanghelis Averoff, quien se lo ha impuesto?». «¡Testigooo! ¡Soy yo quien hago las preguntas!». «Y yo le responderé cuando usted se justifique». «¡Testigo! ¡Usted olvida dónde está!». «No lo olvido. Estoy en un consejo de guerra para declarar sobre las culpas de unos hombres a los que he combatido durante siete años mientras los magistrados como usted les servían. Estoy en una sala donde se procesa a unos torturadores cuyas víctimas usted condenaba aplicando las leyes de la dictadura. Una sala donde soy tratado con menos respeto que el que me reservaban los magistrados de Papadopoulos». «¡Cállate!». «Me está usted tuteando, señor presidente». «¡Cállate!». «Me está usted volviendo a tutear, como los magistrados de Papadopoulos. Y si me tuteas, pequeño averofaki, también yo te tutearé, como a los magistrados de Papadopoulos». Los jueces de uniforme escuchaban cada vez más estupefactos, encogiéndose más a cada frase. Los acusados parecían petrificados, sin más, lo mismo que sus defensores. Los periodistas escribían y escribían, presas de la agitación, y yo me preguntaba cuándo se produciría una tregua. Pero la tregua no llegaba. El altercado continuaba con voces que se superponían, retumbante la tuya, estridente la del otro, en un entrecruzarse de gritos y ladridos. La batalla que programaste y esperabas. «¡Testigo! ¡Quiero oír lo que sucedió después de tu detención! ¡Eso y nada más!». «No antes de que tú hayas explicado, averofaki, por qué has prohibido el acceso a los fotógrafos y a la televisión. ¡No antes de que hayas dejado de tutearme!». «¡Yo no me llamo Averofaki! ¿Qué significa Averofaki?». «¡Lo sabes pero que muy bien, averofaki! ¡Significa siervo de Averoff!». «Aquí se está insultando al tribunal. ¡Silencio!». «¿Silencio a mí, averofaki? No me han reducido al silencio con sus torturas y su pelotón de ejecución, ¿y tú querrías ponerme bozal? ¿¡¿Tú?!?». «Yo no te pongo bozal, ¡yo te interrogo según el procedimiento!». «¡El procedimiento contempla el uso del usted y no del tuteo, averofaki!». «¡Los hechos! ¡Quiero los hechos!». «¡Vuélvelos a leer en el expediente, averofaki!».

Cedió. Tal vez porque no podía detenerte sin el permiso del Parlamento o porque el escándalo le hubiera perjudicado, o porque empezaba a cansarse y a darse cuenta de que nunca se saldría con la suya. Por fin, pues, cedió. Se retrepó en su sillón y, volviéndote a tratar de usted, suplicó: «Le ruego que se calme, señor Panagulis. No se lo tome así y tenga la bondad de decirme lo que le he pedido. Por favor». Y tú aceptaste la rendición y renunciaste a hacerle confesar por qué había prohibido el acceso a los fotógrafos y a la televisión, pues lo que querías decir quedaba dicho, y bajando la pipa y sacando la mano del bolsillo, te pusiste a enumerar los sufrimientos que soportaste entre el 13 de agosto de 1968 y el 21 de agosto de 1973. Pero en tono apagado, aburrido, como si recitaras un papel cuya necesidad no veías, y en menos de treinta minutos. Otros estuvieron hablando cinco y seis horas, ilustrando detalles, descendiendo a minucias y cosas inútiles. Tú, en cambio, condensaste en menos de treinta minutos el calvario de mil ochocientos treinta y dos días y mil ochocientas treinta y dos noches, cuando la esperanza de hablar como ahora hablabas, de acusar ante un tribunal a quienes hoy estaban tras de ti era lo único que te mantenía vivo. Derrochaste en menos de treinta minutos la ocasión anhelada, y no dijiste casi nada de lo que me decías a mí apenas el recuerdo encendía la fiebre y la fiebre llevaba al delirio, y con la cabeza en llamas y las piernas heladas llorabas en mis brazos hasta que mi rostro se convertía en el rostro de Theofiloiannacos o de Hazizikis o del médico que presenciaba las torturas, y si te rogaba cálmate-soy-yo, mírame-soy-yo, me rechazabas gritando basta-no-basta, asesino, asesinos, socorro. Incluso a las sevicias más caprichosas aludiste con indiferencia y minimizándolas, como si pertenecieran a un pasado tan remoto que se había perdido en ti toda huella de él, y Theofiloiannacos y Hazizikis y los demás a tu espalda, sentados a pocos metros de ti, se hallaran a millones y millones de millas, anulados en el espacio y en el tiempo. Nombres, apellidos, fechas, informaciones y basta. Fustazos, bastonazos, puñaladas, quemaduras de cigarrillos en los genitales y por todo el cuerpo, falanga, ahogamientos con manta y sin ella, torturas sexuales. Te detuviste en las dos palabras torturas-sexuales. «Por favor, continúe», te invitó el presidente con voz renovada, casi afectuosa. «No, basta ya». «¡¿Basta ya?!». «Sí, señor, no tengo nada más que añadir».

Se produjo un silencio incrédulo. Desde los jueces a los acusados, desde los abogados a los periodistas, todos parecían petrificados por la sorpresa. ¿Acaso puede esperarse un vaso de agua durante siglos y luego rechazarlo? «Tal vez haya olvidado algo», sugirió el presidente. «Yo no olvido nunca. Pero ahora basta ya, repito». Y de nuevo se hizo el silencio. «¿Alguien desea interrogar al señor testigo?», balbució el presidente. Tras una espera interminable, la invitación fue recogida tan sólo por un acusado con uniforme de capitán: «Quisiera que el señor Panagulis dijera cómo me comporté durante los interrogatorios». Acaso esperaba que lo exonerases de alguna responsabilidad, o acaso se comportó de veras mejor que los otros y merecía un poco de indulgencia, pero no lo complaciste, y apenas volviendo la cabeza, mirando por encima de Theofiloiannacos y Hazizikis, respondiste, sibilino: «Como ahora». Por tercera vez se hizo el silencio. «¿Nadie más desea interrogar al señor testigo?», repitió el presidente. Y entonces Theofiloiannacos se movió. Fatigosamente, como si le costara un esfuerzo inenarrable, se levantó apoyándose con las manos en la butaca en la que se sentaba su esposa, vestida con toga. En pie parecía muy alto, muy fuerte: anchos hombros de púgil y cuello grueso, de toro, de levantador de pesos. Y, sin embargo, había algo de frágil en él, algo de doloroso o de resignado, que aun sin quererlo inspiraba una gran piedad. La misma que se experimenta ante un elefante muerto, ante un rinoceronte abatido: «Alekos…». Sin dejar de aferrarse al respaldo y rozando la toga de su mujer, que le susurraba algo, encolerizada, posó sus ojos brillantes en tu espalda, se aclaró la garganta y, con voz ronca, penetrada de tristeza, repitió tu nombre: «Alekos…». Más que un nombre era una plegaria, una conmovedora invitación a que te volvieras, a que le regalaras al menos una brevísima mirada. «Alekos…». Permaneciste inmóvil, sordo. «Debo hacer una declaración, Alekos». «Las declaraciones se hacen al tribunal y no a los testigos», advirtió el presidente. Theofiloiannacos inclinó la cabeza sin apartar la mirada de ti, que, yo lo sabía, la sentías gravitar sobre la espalda con la pesadez de un caparazón de plomo. Pero no te volvías ni te volverías. «Adelante, ¿cuál es su declaración?», insistió el presidente. Theofiloiannacos suspiró largamente. «Esta, señores. Alekos… El honorable. Panagulis no ha contado todo lo que hubiera podido contar, y lo que ha contado es verdad. Yo le ruego que crea que lo siento, que sentimos haberlo tratado como lo tratamos. Le ruego que crea que lo respeto mucho, que siempre lo he respetado, que incluso entonces lo respetaba, lo respetábamos mucho. Porque…». Aquí su voz se quebró, para reanudarse inmediatamente, pero fuerte y segura. «Porque, señores, ¡él es el único que se nos resistió! ¡El único que nunca cedió!».

No moviste un músculo del rostro ni del cuerpo, no pestañeaste ni manifestaste el menor signo de haber oído. En esa actitud esperaste que el tribunal te diera venia para retirarte, y cuando llegó el momento de marcharte, de desandar el pasillo, te volviste hacia la parte contraria a la de Theofiloiannacos, con objeto de seguir dándole la espalda o mostrarle sólo el perfil. Luego, con la misma flema que antes, con la misma cadencia, el brazo izquierdo doblado en ángulo recto sobre el corazón, donde la mano aferraba la pipa, y el brazo derecho oscilando en péndulo para acompañar tu paso, y la cabeza inmóvil, las pupilas fijas, abandonaste la sala. Uno, dos. Uno, dos. Uno, dos.

¿Y Zakarakis? Ahora que la Montaña había comprendido la utilidad de la farsa, los procesos se sucedían en cadena. Concluido uno se abría otro que era la extensión o repetición del primero, del segundo, del tercero, de tal manera que quienes al principio fueron ignorados porque no eran bastante importantes, acababan en el banquillo de los acusados. Por esto le llegó el turno a Zakarakis, y yo creía que con él te comportarías de manera distinta. ¿Era posible que hubieras olvidado la carcajada burlona de la noche que te sorprendió con medio cuerpo fuera y medio cuerpo dentro del agujero en la pared? ¿Era posible que hubieras olvidado la sonrisa con que te mostró la tumba con el cipresito, el secuestro de los zapatos, de la pluma y del papel, las palizas y la camisa de fuerza? Era posible. Te bastó volver a ver su carota obtusa, sus ojillos porcinos, para recordar más bien la promesa que le hiciste cuando descubrió que X no significaba Xania, ni Y Yemen, ni Z Zurich, y te llevó los bolígrafos rojos y azules para resolver el problema de Fermat: «Escucha, Zakarakis. Eres un gilipollas increíble, pero no tienes la culpa. Y cuando te sientes en el banquillo de los acusados, cuando vaya a declarar contra ti, diré precisamente esto. Que eras un gilipollas increíble, pero que no tenías la culpa». En efecto, más que una declaración, el tuyo fue un discurso de defensa. «Sí, yo debo a Zakarakis lo que sufrí en Boiati. Era él quien me mantenía esposado durante semanas, quien me pegaba y ordenaba que me pegaran, quien me quitaba los libros, los periódicos, las plumas y el papel de escribir, quien me insultaba y me perseguía con crueles desdenes. Pero tampoco yo abundé en ternezas. A sus insultos respondía con injurias, a sus desdenes, con provocaciones. Una vez ordenó raparme al cero y yo le dije: 'O todo o nada, Zakarakis. No puedes depilarme la cabeza sin depilarme los sobacos y alrededor de los cojones. Si no me depilas también los sobacos y alrededor de los cojones, reanudo la huelga de hambre’. Estaba obsesionado por mis huelgas de hambre, así que cedió al chantaje. Mandó a un soldado a depilarme los sobacos y alrededor de los cojones. Yo lo rechacé: 'No, es Zakarakis quien debe enjabonarme, porque es maricón y eso le proporciona placer’. Siempre lo trataba de maricón o de bobo. 'Eres tan bobo, Zakarakis, que cuando estés muerto tu cráneo servirá de escupidera a los alumnos de las escuelas militares.' Así, pues, señores jueces, no es el caso de ensañarse, tanto más cuanto que los Zakarakis se encuentran en todos los regímenes, son carroñas que no cuentan nada. Son tipos que si les dicen que han de gritar viva Papadopoulos gritan viva Papadopoulos, viva Ioannidis y gritan viva Ioannidis, viva el rey y gritan viva el rey. Si Theofiloiannacos hubiera dado un golpe de estado, él también hubiera gritado viva Theofiloiannacos. La gente como él es lana del rebaño que bala y va a donde quiere el amo de turno. Gente que obedece y basta, y sólo se encuentra a gusto bajo el talón de una autoridad. Las calles y las plazas donde se celebran mítines abundan en tales gentes. ¡Pobre Zakarakis! Si estuviera en el lugar de ustedes, yo sólo le condenaría a una semana de reclusión en mi celda, a fin de que supiera lo que se experimenta allí dentro». «¡No lo escuchen! —gritaba Zakarakis, desesperadamente—. ¡Yo no soy bobo, yo no soy un simple que no pinta nada! ¡Soy el director, era el director, el jefe! ¡El jefe! Yo asumo mis responsabilidades, ¡quiero ser juzgado por mis responsabilidades!». Pero gracias a tu discurso fue absuelto. Y ni que decir tiene que ahora te comportabas de aquel modo con todos. De repente parecía que no creyeras ya en las cosas que siempre creíste, en los principios que siempre estuvieron en la base de tu moral política: el culto del individuo, el rechazo a absolver a quien fabrica la bala del M 16 porque así lo quiere el industrial, y luego la dispara porque así lo quiere el general; el desprecio por quienquiera que se refugiara en la cantilena yo-cumplo-órdenes. Esa cantilena la prodigabas en cualquier declaración. «Es verdad que el cabo Fulano de Tal me dio de bastonazos hasta casi matarme, pero cumplía órdenes. Y en Boiati llevaba mensajes a mi madre, ponía a salvo mis poesías». Al final se la regalaste al mismo Theofiloiannacos, con las consecuencias que de ello se derivaron.

Se debatía su recurso, y esta vez el presidente era un hombre recto, en absoluto secuaz del dragón. No opuso ningún veto a los fotógrafos y a los operadores de la televisión, y te trataba con respeto e incluso con obsequiosidad, sin dirigirte la advertencia de no-emita-opiniones, sin censurarte porque dabas más opiniones que hechos, e incluso dirigiéndose a ti con el tratamiento de señor-diputado. «Diga usted, señor diputado». «Digo, querido presidente, que es preciso distinguir entre las culpas de los soldados y las de los oficiales. Digo que los soldados quedan absueltos porque no pueden negarse a ejecutar las órdenes. Por lo demás, ni siquiera los oficiales pueden negarse a ejecutar las órdenes. ¿Acaso se negaba usted a condenar a los resistentes cuando servía a la Junta y formaba parte de un consejo de guerra?». Frase injusta, insulto gratuito. Y te lo reprochó con gran dignidad: «Se equivoca usted, señor diputado. Yo nunca he servido a la Junta, nunca he formado parte de ningún consejo de guerra, nunca he condenado a ningún resistente». «Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué te han otorgado el grado de general, averofaki?». Un instante de confusión, y luego un grito: «¡Bravo, Alekos! ¡Felicidades, Alekos!». Fue Theofiloiannacos quien gritó. En efecto, aquel día no presentaba el aspecto de un rinoceronte muerto. Hinchado de malignidad, cargado de iniciativa, se bebía tus palabras como un néctar de los dioses, y cuando se te dio venia para retirarte se lanzó hacia ti: «¿Puedo presentarte a mi mujer, Alekos?». Con una sonrisa más sarcástica que nunca en sus labios pintados, la rubia te cerraba el paso y te tendía la mano derecha. Un instante de vacilación y acabaste por tomarla: «Tanto gusto». Y antes de que pudieras advertir lo que estaba sucediendo, en lugar de los blandos dedos de ella estaban los duros de Theofiloiannacos: «Querido Alekos, permíteme que también yo te estreche la mano».

«¡Y tú se la has estrechado!». «Se la he estrechado. Le he respondido: bien, no es la primera vez que toco mierda. Y se la he estrechado». «¡Oh, no!». «Oh, sí. Incluso nos hemos abrazado. O, mejor, me ha abrazado él. Me ha dicho: me has repetido tantas veces esta palabra, que ya estoy curtido. Y luego me ha abrazado». «¡Oh, no!». «Oh, sí». «Pero ¿qué necesidad había…? No te comprendo, Alekos, ya no te comprendo». «Porque no comprendes a los hombres en lucha. Relee a Sartre». «¡¿Qué tiene que ver Sartre?!». «Las manos sucias. Último acto, cuadro quinto, escena tercera. Me la he aprendido de memoria: '¡Cómo aprecias tu pureza, muchacho! ¡Qué miedo tienes de ensuciarte las manos! Bueno, ¡pues mantente puro! ¿Para qué servirá? ¿Y por qué vienes con nosotros? La pureza es una idea de faquires, de monjes. Vosotros, los intelectuales, anarquistas burgueses, halláis así la excusa para no hacer nada. No hacer nada, permanecer inmóviles, pegar los codos al cuerpo, llevar guantes. Yo tengo las manos sucias hasta los codos. Las he hundido en la mierda y en la sangre’.» «Pero tus manos han estado siempre limpias, Alekos, ¡siempre!». «Y por eso he perdido siempre». «Alekos, ¿qué estás maquinando?». «Nada que no hubiera ya decidido hace mucho tiempo, por más que ahora me limite a mirar y escuchar. ¡Eh! Se dicen cosas interesantes en esos procesos; suceden cosas interesantes». Y un relámpago pasó por tu ojo malicioso, pero no hubo necesidad de preguntarse por qué, pues resultaba del todo evidente. Como un huracán que se anuncia al ponerse lívido el cielo y con el mugir sofocado del viento, y tras una prolongada incubación se abate sobre la inmovilidad de las cosas anegando, arrancando ramas, derrumbando árboles y levantando tejados, así te preparabas para desencadenarte, para condensar en uno solo tus mil rostros. El rostro de Satanás que, defraudado por Dios, se rebela a su dictadura y, con la ilusión de vencer, escoge convertirse en un demonio. La infernal corrida con el Cadillac negro, tu defensa de Papadopoulos, tu justificación de Ioannidis, tu absolución de Zakarakis y el estrecharle la mano a Theofiloiannacos no fueron más que el preludio. Un cielo que se ponía lívido, un mugir sofocado del viento.