Capítulo II

En las leyendas, el dragón tiene un aspecto terrible, por regla general el de una serpiente alada con muchas cabezas y lenguas bífidas. O bien el de un gigantesco lagarto con pupilas de fuego y garras de acero. Se nutre de vírgenes y de jovencitos, echa humo por las narices y devora a quien se acerca al puente que protege su reino. El paisaje en derredor está cubierto de calaveras, huesos descarnados y miembros arrancados, restos de quienes intentaron darle muerte sin conseguirlo. En la vida real su esencia no cambia, pero su aspecto es distinto. A veces ni siquiera se le puede definir, porque simboliza una realidad abstracta, una situación que existe pero que no se ve. Otras veces ni siquiera se le puede reconocer porque se presenta como una persona, o sea con un cuerpo normal: un tronco con dos brazos y dos piernas, y una cabeza con una nariz, una boca y dos ojos. Tal vez dos ojos redondos, de hipnotizador, pero tan viscosos que parecen olivas inmersas en aceite; manos blandas, como desprovistas de huesos, y voz acariciadora y persuasiva: «¡Querida amiga, queridísima! ¡Qué placer conocerla, qué honor!». En resumen: Evanghelis Tossitsas Averoff no tenía nada que exteriormente permitiera identificarlo como un dragón, y pese al desagrado que experimenté al conocerlo, y aun después del descubrimiento de que él fuera la nueva roca en lo alto de la montaña, nunca lo hubiera pintado en un paisaje de calaveras, huesos descarnados y miembros arrancados. Por lo demás, incluso su forma de vivir presentaba los estigmas de lo inofensivo. Devoto de santa Reparata, patrona de su pueblo, cada domingo se golpeaba el pecho ante los iconos para hacerse perdonar los pecados; amigo de obispos y arzobispos, creía en el paraíso y en el infierno; padre amante y marido respetuoso, oficiaba el culto de la familia y se revestía con el ropaje de la más absoluta moralidad. Bastante culto y grafómano, publicaba libros en los que no repara nadie, pero que tampoco hacían daño a nadie. Riquísimo, propietario de un feudo cerca de Ioannina, en el Epiro septentrional, se esforzaba de muchas maneras en desmentir el proverbio evangélico, según el cual es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico alcance el reino de los cielos. Quiero decir que no se permitía en absoluto caer en la indolencia, sino que estaba lleno de iniciativas y laboriosidad. Por ejemplo, para la granja de su feudo, para la granja de Metsovon, había importado, sin más, las mejores vacas del Canadá, y con la leche de éstas producía un excelente parmesano al que llamaba mezzovano; un excelente gorgonzola al que llamaba mezzovola; y un excelente requesón que llamaba mezzotta. También producía un vino no malo del todo, el blanco Averoff y el tinto Averoff, y de todo eso estaba tan orgulloso que hubiera sido difícil no creerle cuando afirmaba que la política era para él un noble pasatiempo, un modo de servir a la bandera del liberalismo. Muy a menudo pronunciaba las palabras libertad y liberalismo, y con no menos frecuencia expresaba su desdeñosa condena de las dictaduras. En efecto, se mostraba auténtico antifascista desde los tiempos de la ocupación italiana y alemana.

Y, sin embargo, era un dragón. Tal vez el mejor dragón que por aquel tiempo y en aquella situación podía ofrecer tu país a un héroe en busca del último desafío porque, con toda su apariencia inofensiva, con su mezzovano, su mezzovola y su mezzotta, su fachada liberal y su declarado antifascismo, por aquel tiempo y en aquella situación representaba como nadie el Poder. El irredimible, inextinguible e indestructible Poder que incluso en sus formas más camufladas, con sus ropajes más justificados, ora en nombre de la patria, ora en el de la colectividad, ora en nombre de la ley o de la civilización, del orden o de la justicia, de la democracia o de la revolución, nos manda, administra, enreda, chantajea, entontece y jode. Amo-dime-qué-debo-hacer, compañero-dime-qué-debo-pensar. O, sin más, nos devora como la serpiente alada de las leyendas, como el gigantesco lagarto que monta guardia en el puente. No sirve de nada matarlo con la lanza de don Quijote, porque siempre renace de su propio cadáver, a lo mejor con un rostro distinto, un color distinto, un lenguaje distinto por-voluntad-del-Pueblo y no por-voluntad-de-Dios. Siempre ha sido así y siempre será así. Pero ay si no se le combate, si no se le denuncia, si no se le desmiente: su reino se ensancha, el paisaje que le rodea se llena más que nunca de calaveras, huesos descarnados y miembros arrancados. En efecto, es también ávido, no se contenta con lo que tiene, se aprovecha de todo armisticio, de toda resignación. Y los que van sirviéndolo o representándolo, en suma, los que lo materializan, las rocas en lo alto de la montaña, presentan idénticas características de avidez y capacidad de resurrección. Tal el caso, precisamente, del dragón que elegiste: llegado al mando por derecho atávico, patrimonio y apellido, convertido en ministro por primera vez tras la Guerra Mundial gracias a su fe monárquica, en los treinta años que siguieron murió y renació políticamente mil veces; en realidad, nunca llegó a morir, sino que se mantuvo bien vivo aun cuando pareciera enterrado. Detalle que venía a demostrar el hecho de que ni siquiera el golpe de Papadopoulos lo excluyó, como tampoco lo neutralizó la detención tras el fallido levantamiento de la Marina. En cuanto al cargo que ostentaba en el gobierno legitimado por la confrontación electoral, inútil añadirlo, continuaba siendo el de ministro de Defensa. Sí, era preciso que en lo sucesivo concentraras en él todas tus energías. Y lo harías, afirmabas con decisión. «¿Y los otros, Alekos?». «¿Qué otros?». «Los sultanes de la demagogia, los ideólogos del despotismo, los revolucionarios del carajo». «De los demás me ocuparé luego, si vivo. Y si no vivo, paciencia: alguien se ocupará de ellos en mi lugar. Un hombre no puede librar dos batallas al mismo tiempo y en frentes opuestos. Especialmente si está solo. Debe combatir por etapas al enemigo urgente, al enemigo inmediato, según el período y el país en que actúa. Si estuviera en la Unión Soviética, en Polonia, en Checoslovaquia, en Hungría, en Albania o en China, mi enemigo sería el poder que en nombre de una doctrina mata la libertad y encierra a la gente en los gulag o en los hospitales psiquiátricos. Combatiría sus abusos y sus mentiras. Pero estoy en Grecia. Y ayer, en Grecia, mi enemigo se llamaba Papadopoulos, se llamaba Ioannidis, y mañana se llamará Papandreu o sabe Dios cómo, pero hoy se llama Averoff. Se llama derecha. La derecha arrogante y viscosa que se pone los calzoncillos con la palabra Libertad y se sirve de la democracia para tenernos en un puño. Si no concentrase mi lucha en él, ¿qué sentido tendría haber cedido al reclamo de la clasificación, haber aceptado la etiqueta de un partido en el que no creo? ¿Para qué serviría haber entrado en el Parlamento? Además, no hay tiempo que perder, porque el próximo golpe de Estado lo patrocinará el propio Averoff, cuyo sueño consiste en convertirse en dueño de Grecia y devolver a la patria a su rey».

No parecías tomar absolutamente en cuenta el detalle de que el 8 de diciembre se celebró el referéndum república o monarquía, y que la primera venció de manera definitiva y clamorosa. Y aún menos parecías preocuparte del hecho de que Ioannidis fuera finalmente arrestado y encerrado en la cárcel de Koridallos junto con Papadopoulos, Pattakos, Makarezos y Ladas, los miembros de la Junta. Ambas cuestiones tenían escasa importancia, decías: un referéndum se anula y las puertas de una cárcel se abren. El único punto que te preocupaba era combatir al dragón permaneciendo fiel a ti mismo, sin caer en las posturas protestatarias de los papandreístas o en las abstracciones eclesiásticas de los comunistas, o sea sin dejarte contagiar por el conformismo del anticonformismo oficial. Y así, mientras los otros diputados de la izquierda se llenaban la boca con palabras sagradas o trivialidades retóricas, comenzaste a atormentar a Averoff con acusaciones concretas: «¿Por qué el señor ministro no reintegra en el ejército a los oficiales demócratas expulsados por la Junta? ¿Molesta al señor ministro que el ejército esté también compuesto por hombres honrados?». «¿Por qué el señor ministro deja que los secuaces de Ioannidis manden regimientos y divisiones que en cualquier momento podrían marchar sobre Atenas y disolver de nuevo este Parlamento? ¿Le complace al señor ministro la idea de un golpe que pueda ser utilizado por quien enarbola la bandera del liberalismo?». «¿Tiene conocimiento el señor ministro de que desde la cárcel de Koridallos el general de brigada Ioannidis continúa disponiendo a su antojo de sus gadafistas, o sea de los oficiales en condiciones de dar aquel golpe?». Las llamabas preguntas-o-más-bien-superpreguntas. Te acuñaste incluso un sobrenombre por esto: preguntante-o-más-bien-superpreguntante, y ahora tus llamadas telefónicas empezaban así: «¡Soy yo! ¡Soy yo! ¡El preguntante superpreguntante! Adivina lo que he hecho hoy». «Una pregunta a Averoff». «¡No, una superpregunta!». «¿Y él?». «Me ha dado una subrespuesta». Nunca le concedías la menor tregua. Lo perseguías como una avispa que cuanto más se la ignora o se la aleja, más zumba alrededor, petulante, invasora, decidida a clavarte su aguijón. Ni que fuera, en lugar de un dragón, tu nuevo Zakarakis. Tu nueva monomanía. En efecto, recordando la cantilena ya-verás-cuánto-me-divierto-yo-con-la-política-de-los-políticos, al principio pensaba que jugabas un poco. Pero cuando fui al Parlamento y te vi en tu trabajo, tuve que convencerme de que no jugabas en absoluto y, si acaso, era él quien se divertía contigo. Bastaba con que le dirigieras la palabra para que tu rostro se contrajera y tu voz enronqueciera; en cambio, su rostro permanecía sereno, y su voz, suave. Que el joven y valeroso colega tuviera paciencia e indulgencia; la situación era delicada y difícil, y el motivo por el que los oficiales de la reserva no habían sido reincorporados al servicio activo no se podía revelar, ni tampoco por qué los secuaces de Ioannidis no fueron expulsados. Sólo podía decirse que poco a poco las cosas se arreglarían a satisfacción de todos. Y gracias, joven y valeroso colega, gracias desde lo más profundo del corazón por haber sensibilizado la conciencia del Parlamento a un problema tan grave. Del golpe que continuabas anunciando, ni una sílaba.

Por último, la pregunta sobre Giorgos. La muerte de Giorgos nunca dejó de ser una obsesión para ti; hubieras dado un año de tu vida por saber quién indujo a los israelíes a capturarlo y entregarlo luego a la Junta; en resumen, por recuperar el expediente que Theofiloiannacos te agitó ante la cara durante el interrogatorio: «¡Aquí está el expediente de tu hermano Giorgos, aquí está! Te gustaría leer lo que contiene, ¿eh?». Hubieras dado otro tanto por asistir a su rehabilitación post mortem como teniente, grado del que le despojaron a raíz de su deserción, estableciendo así el principio de que desertar del ejército de un país oprimido por la dictadura militar no es un delito sino, más bien, un deber. Sobre este tema, pues, volviste a dirigirte a Averoff con una voz más ronca que de costumbre, con el rostro más contraído que de costumbre, y esta vez no se trató de una pregunta sino de una orden: que el señor ministro localizara e hiciera público el expediente relativo al teniente Giorgos Panagulis, cuya vida se convirtió en mercancía de intercambio entre Papadopoulos y el gobierno israelí; que el señor ministro restituyera al teniente Giorgos Panagulis el grado y el honor que le negara la Junta; que el señor ministro rehabilitara su memoria insultada. Averoff solicitó tiempo para buscar el expediente, y luego respondió que no se encontraba o, mejor, que no existía, pero aunque lo hubiera hallado no lo hubiera hecho público porque los documentos secretos deben protegerse. Y perdiste el control. Levantando el índice le chillaste que tu hermano se convirtió en desertor para no servir a la Junta; que no podía decirse otro tanto de los que hoy estaban en el gobierno con la misión de proteger a los criminales y esconder las culpas de sus antiguos amigos; que en un régimen de verdadera democracia los documentos no deben ser secretos, y que un día tú los encontrarías para putearlo a él y a su gobierno. Que incluso encontrarías algo más, algo que le concernía tan de cerca que resultaría un hermoso Watergate. Tu réplica fue tan despiadada y tan amenazadora, que se alarmó seriamente, y al otro día, al encontrarte fuera de la sala, fue hacia ti con los brazos tendidos: «Querido amigo, queridísimo, entre nosotros existe una incomprensión que es menester superar. ¿Por qué no viene a cenar conmigo y hablamos como personas civilizadas? También a mi mujer le gustaría conocerle, querido amigo, ¡hasta mi hija es admiradora suya!». Pero tú, fingiendo no ver aquellos brazos tendidos, metiéndote una mano en el bolsillo, y esgrimiendo con la otra la pipa, le apoyaste la boquilla: «Escúchame bien, Averoff. Cuando hay un Parlamento, los males del país se discuten en el Parlamento, no cenando, entre un asado y un postre». Unos días más tarde, el 24 de febrero, los oficiales a los que Averoff no había depurado, intentaron verdaderamente el golpe de que hablabas.

Un proyecto de golpe, ni siquiera un intento de golpe, sostenían muchos. El ejército sólo se había adherido en parte, la Marina y la Aviación no se sumaron en absoluto, y de hecho no había resultado difícil abortarlo de raíz arrestando a treinta y siete oficiales.

Pero cuando una semana más tarde fui a Atenas, aún estabas trastornado, y sin una sonrisa me tendiste diez hojitas escritas a mano: «Lee». «¿De qué se trata?». «Apuntes para un artículo que quiero publicar en Italia». «¿Por qué en Italia y no en Grecia?». «Porque en Grecia no me lo publicaría nadie». Los leí. He aquí lo que decían: «Uno. Parece demasiado diabólico para ser cierto, y sin embargo es cierto por lo mismo que es diabólico. La tentativa de golpe del 24 de febrero pasado no fue en absoluto tal tentativa de golpe, sino un golpe que lejos de fracasar triunfó: en la medida y hasta el punto que deseaba el ministro de Defensa, Averoff, para llevar a cabo su plan. Y el plan de Averoff era, y sigue siendo, devolver a la patria a su rey y convertirse en el amo de Grecia, como le gustaría a la CIA. (Explicar que Averoff tiene detrás la CIA, que siempre la ha tenido, que bajo la Junta trabajaba para el KYP y, por lo tanto, para la CIA). Dos. Averoff estaba por completo al corriente de lo que iba a suceder la noche del 24 de febrero. Le informaron debidamente los oficiales de Ioannidis, los llamados gadafistas, que estaban dispuestos a hacerse cargo del país, y que en Atenas el sesenta por ciento del ejército les apoyaba. (Explicar que los servicios secretos están ahora en manos de Averoff que, como ministro de Defensa, controla tanto la ESA como el KYP). Tres. Pocos días antes del golpe, Averoff permitió incluso que uno de los golpistas, un general de infantería destinado en el Pentágono griego, se dirigiera a la cárcel de Koridallos a hacer una 'visita de cortesía’ a Ioannidis. (Explicar que las únicas visitas permitidas son las de los familiares y los abogados). Cuatro. La verdad es que Averoff deseaba aquel golpe. Constituía el primer paso hacia su objetivo. Le servía para expulsar del ejército a unos cuarenta oficiales que comprendieron sus proyectos y no estaban dispuestos a secundarlo. (Explicar que con esta maniobra golpista consiguió expulsar a treinta y siete). Cinco. Habría que preguntarse si Karamanlis ha comprendido del todo que Averoff tiene puestas sus miras en un régimen dictatorial revestido con un ropaje parlamentario, o sea camuflado por un Parlamento que sólo sirva para chacharear y no para guiar la política del país. (Explicar que, tratando con los golpistas y manejándolos a su antojo, Averoff prometió dar a su gadafismo una forma civilizada, europea, etcétera). Seis. Aunque lo haya comprendido, Karamanlis no puede hacer mucho. No es tan fuerte como quiere hacer creer cuando cuenta que no hay despacho de su gobierno donde no pueda entrar todas las veces que le da la gana. Ese despacho existe: se llama ministerio de Defensa. (Explicar que Karamanlis no puede echar a Averoff porque éste manda el ejército, y quien manda el ejército en Grecia manda también sobre el primer ministro. Explicar que entre los dos existe una lucha sorda, secreta, durísima). Siete. ¿A qué aludía Karamanlis cuando, respondiendo a las preguntas sobre el golpe, dijo que más allá del peligro del fascismo existían otros peligros, y que su vida corría más riesgo que la de cualquier otro? (Explicar que el golpe terminó en un compromiso entre Karamanlis y Averoff). Ocho. Así, pues, con un solo movimiento, Averoff consiguió jugar con todos: desde Karamanlis hasta Ioannidis. Ahora los gadafistas han comprendido bien que un golpe de Estado no puede producirse sin un hombre político detrás, que restablecer una Junta no es posible si no hay un hombre político detrás. Un hombre con la capacidad política e intelectual de Averoff, no un soldadote tosco como Ioannidis. Pero para que los gadafistas llevaran a cabo el golpe, Averoff necesitaba sustraerlos a Ioannidis. (Explicar que por eso Averoff no tenía interés en arrestar a Ioannidis y le rogaba que huyera al extranjero, afirmando que él se encargaría de la expatriación clandestina y de los gastos para que viviera lejos de Grecia. Explicar que Ioannidis no aceptó las propuestas de Averoff en parte por orgullo, y en parte porque conocía su influencia en el ejército). Nueve. Averoff no es un caballo que corra para alcanzar fáciles metas antes que los demás. La fachada del poder no le interesa, y sabe tener paciencia. El futuro dictador de Grecia se llama Averoff. (Exigir el título Averoff igual a futuro dictador de Grecia.)».

Te devolví los apuntes, perpleja. «¿Estás seguro de querer convertir esto en un artículo?». «Segurísimo. Y tú me ayudarás». «¿Te das cuenta de que te pedirán pruebas de cuanto afirmas?». «Las tengo». «¿Todas?». «Sólo me falta una: la de que bajo la Junta trabajara para el KYP. Pero tarde o temprano la encontraré. Sé dónde está». «¿Y dónde está?». «En los archivos de la ESA». «Bien. Manos a la obra». Nos pusimos a trabajar, y a la semana siguiente el artículo apareció con el título que deseabas. Pero a alguien no le gustó. Y los misteriosos visitantes que dibujaron una cruz sobre las fechas 17 de noviembre de 1968-17 de noviembre de 1974, esta vez lo hicieron saber mediante un mensaje aún más oscuro en la puerta de tu nueva oficina, en la calle Kolokotroni.

Tomaste la nueva oficina por Navidad, a fin de disponer de una sede cómoda y apropiada para tus tareas, y para vivir en la ciudad. Te gustó ante todo por la calle, muy próxima al Parlamento, y por el edificio deteriorado y modesto, pero lleno de gracia. Tenía la gracia melancólica de las casas fin de siècle, con paredes desconchadas, balcones de hierro y macetas de geranios en los alféizares. La entrada no era bonita porque limitaba con un establecimiento de maquinaria textil mediante una pared de vidrio (detalle importante, como verás, en la historia de tu muerte), y porque un portero hostil y baboso dormitaba siempre en una sillita de paja. Pero el encanto se reanudaba en cuanto llegábamos al ascensor. Un viejo ascensor que chirriaba y gemía alarmantemente mientras subía, que a menudo se bloqueaba entre rellano y rellano, y que si llegaba sin novedad hasta el tercer piso había que cantar victoria. En el tercer piso no había ningún otro apartamento (detalle importante, también, en la historia de tu muerte). Se componía de cinco habitaciones más servicios, situadas a ambos lados de un pasillo. Las tres primeras las destinaste a oficinas y salas de espera para la gente que iba a verte, en la cuarta dispusiste tu lugar santo, tu estudio, y la última, frente al baño y la cocina, la escogiste para convertirla en un dormitorio-sala igual al de la casa del bosque. En efecto, la dispusimos como la casa del bosque, comprando los elementos en Italia, y por aquellos días fui precisamente a ayudarte a distribuir de manera idéntica los muebles, las alfombras, los cuadros, las cortinas y las lámparas. En el dormitorio-sala instalamos la gran cama-diván, la librería ochocentista, el trumeau del siglo XVIII, la mesita redonda, la butaca liberty y el tapiz francés; en el estudio, la mesa larga y maciza de estilo florentino, el sillón cardenalicio, las sillas cómodas para los visitantes de nuestro agrado y las incómodas para los que no lo eran, y el bargueño con cajones secretos para esconder los documentos que algún-día-encontrarías-para-putear-a-Averoff. En las paredes, un muestrario de tu independencia política: una reproducción del cuadro de Pelizza da Volpedo representando a los campesinos del Cuarto estado; una copia de la primera página de la Constitución americana; una placa de bronce con la reproducción de la lápida escrita por Piero Calamandrei sobre la matanza de Marzabotto, «Ahora y siempre Resistencia»; un pergamino con los primeros versos de la Divina Comedia; y un retrato de Sun Yatsen. Trabajamos hasta que anocheció para ordenar esos objetos, luego nos fuimos a cenar a casa Tsaropoulos, y ahora regresábamos a casa abrazados, riendo porque el ascensor no se había detenido entre dos pisos. «¡Lo ha conseguido, lo ha conseguido!». Sin dejar de reír salimos al rellano, encendimos la lámpara de luz intermitente y nos aproximamos a la puerta. Entonces la vimos: una calavera, esta vez. Una gran calavera negra, dibujada en un papel color tabaco pegado con cinta adhesiva bajo tu nombre.

Recuerdo bien tus movimientos. Primero tensaste el brazo en torno a mis hombros, y durante unos segundos permaneciste petrificado, mirando. Luego, con exasperada lentitud, te alejaste de mí y arrancaste la cinta adhesiva, despegaste la hoja y la introdujiste en el bolsillo de tu chaqueta. Luego metiste la llave en la cerradura y, de puntillas, con los oídos atentos a cualquier roce, entraste a inspeccionar las habitaciones, a fin de cerciorarte de que nadie se escondía allí. Por último, volviste atrás para atrancar la puerta, y sordo a mis protestas, ahora-descansa, te abandonaste a un interminable monólogo compuesto por cálculos, temores y razonamientos. «¡Hum! Extraño asunto. Veamos. Hemos salido a las diez, y a esa hora el portal está cerrado. Así, pues, ha sido alguien que se ha metido con anterioridad y ha esperado a que saliéramos. O tal vez alguien que tiene la llave del portal. En ambos casos, alguien que va en serio. ¡Hum! Debo cambiar la cerradura y también evitar que me sorprendan solo, especialmente a oscuras. Mañana por la noche deberemos reunirnos con tres o cuatro personas que nos acompañen a cenar. Es necesario que siempre haya testigos a mi lado. Y no sólo uno: al menos tres o cuatro». «¿Testigos de qué?». «De un accidente, de una provocación. Supongamos que un borracho o un falso borracho me agrede mientras camino por una calle desierta o que alguien intenta embestirme con un automóvil. ¿Quién demuestra que he sido provocado o agredido? Pueden decir que fue una desgracia. ¿Y si tengo un solo testigo, tú, por ejemplo, y ese testigo muere conmigo? También es preciso que regrese a casa tarde. Nada de entrar entre medianoche y las dos, que son las horas más peligrosas. Después de las dos de la madrugada se cansan, piensan que no volveré y se van. ¡Hum! Al salir hay que dejar siempre las luces encendidas, para que crean que hay alguien en la casa. Y cuidado con la escalera. La escalera es el peor lugar. Sin vigilancia, y con la maldita luz intermitente…». Te escuchaba incrédula: ni siquiera en la época de la casa del bosque reaccionaste nunca de aquella manera, o sea planificando con tal minucia las precauciones que debían tomarse, considerando todas las posibilidades de un ataque. ¿Acaso de repente el peligro ya no te seducía, ya no era tu lluvia restauradora, la linfa vital sin la que te agotabas? ¿Se trataba de una crisis pasajera? Sí, debía de tratarse de una crisis pasajera, concluí. Pero al día siguiente tomaste de veras las precauciones que enumeraste, de las cuales no prescindiste hasta pocos días antes de que te mataran.

Lo más sorprendente era la cautela con que regresabas después de cenar. En efecto, si ningún «testigo» te acompañaba, no entrabas en seguida en casa: te detenías en la acera de enfrente, mirabas durante un par de minutos, y sólo después de haberte cerciorado de que no corrías riesgos de emboscadas, atravesabas rápidamente la calle y abrías a toda prisa el portal para cerrarlo de inmediato. Por el vestíbulo avanzabas de puntillas, fulminándome con tus miradas si con los tacones producía el mínimo roce, como si en la oscuridad se ocultaran hordas de asaltantes, y eso duraba hasta el rincón donde estaba el interruptor de la luz intermitente, que encendías exhalando un imperceptible suspiro de alivio. Pero ay si tras ese rincón no encontrabas el viejo ascensor. Habiendo olvidado aquel alivio, fruncías la frente, maldecías y te ponías a refunfuñar vaya-han-subido-me-esperan-arriba, y para asegurarte, llamabas el ascensor cronometrando con el reloj el tiempo que tardaba en bajar. Sabías exactamente cuánto empleaba del tercer piso a la planta baja —cincuenta y ocho segundos—, y si por azar cronometrabas precisamente cincuenta y ocho segundos palidecías, te llevabas el índice a los labios y me imponías un silencio absoluto. «¡Sst! ¡Sst!». Conteniendo la respiración nos aventurábamos en la cabina, subíamos, salíamos con cautela, más atentos que nunca a no hacer ruido, e introducías con gran circunspección la llave en la cerradura, empujabas el batiente y silbabas de nuevo aquel imperceptible «¡Sst! ¡Sst!». Luego, de golpe, la escena cambiaba. Con el ímpetu de un gato enfurecido te lanzabas a la primera habitación, a la segunda, a la tercera y a la cuarta, abriendo las puertas, mirando detrás de las mesas de despacho, e inspeccionando el baño, la cocina y el trastero: así hasta el dormitorio, cerrado siempre con dos vueltas de llave. Pero ni en el dormitorio se calmaba ese ímpetu, porque allí te dedicabas a buscar intrusos bajo la cama, te ponías a registrar los cajones, entre los libros y entre las hojas dejadas en un lugar determinado para poder comprobar luego si habían sido movidas de sitio. Y cada vez te seguía yo escéptica y resignada, diciendo en vano no-ves-que-no hay-nadie, no-ha-estado-nadie, o preguntándome si lo tuyo no era una psicosis, una manía persecutoria. También volviste a utilizar el truco del cabello: se deja un cabello aquí y otro allá, y si no se encuentra significa que alguien ha entrado y ha estado revolviendo. Una noche, el cabello pegado a la manija de la puerta del dormitorio faltó, y durante horas continuaste buscándolo: «Un cabello es una prueba. Si no más, significa que alguien ha entrado y ha estado revolviendo». «Pero ¿quién, Alekos, quién?». «Yo ya sé quién». La pregunta sobre los posibles intrusos quedaba siempre sin respuesta. Y pronto el asunto perdió importancia para mí: otros interrogantes estaban ocupando su lugar.

Después de lo de la calavera, en efecto, cambiaste en todos los sentidos: la realidad te hería incluso en sus aspectos más evidentes y obvios. De forma que reaccionabas de modo casi histérico, encolerizándote más de lo necesario, sufriendo más de lo necesario, y cediendo a impulsos que me dejaban desorientada. El impulso que te llevó a interrumpir aquel viaje a Moscú, por ejemplo.

«Hola, soy yo, soy yo, me voy a Moscú». «¿A Moscú?». «Sí, me han invitado a una convención internacional de la juventud, y voy a echar un vistazo». «Alekos, no es lugar para ti». «Lo sé, pero quiero satisfacer esta curiosidad». «¿Cuándo te marchas?». «Ahora, en seguida». «¿Y cuándo vuelves?». «Dentro de dos semanas; me han invitado para dos semanas». Pero al cabo de tres días: «Oye… Soy yo… Soy yo…». Una voz mortificada, aburrida. «Me telefoneas desde Moscú, ¿eh?». «No, te llamo desde Atenas». «¡Ah! ¡Entonces no has ido!». «Sí, he ido». «Pero ¡¿cómo has ido?! ¡Si hablamos hace menos de tres días! No es posible». «Ya lo creo que es posible. Mañana estaré en Roma y verás». Al día siguiente hete aquí en Roma, pasaporte en mano, y de los sellos resultaba que habías estado de veras en Moscú. Tres días. «¡Alekos! ¡Tres días!». «No, dos y medio». «¿Te han expulsado?». «No, de veras. Me he escapado». «¿Escapado? ¿Sin ver nada?». «Lo he visto todo». «Adelante, ¿qué has visto?». «He visto la plaza Roja, cuyas agujas tienen estrellas rojas en lugar de cruces, que viene a ser lo mismo. He visto el Santo Sepulcro, o sea el mausoleo de Lenin. He visto a los fieles que guardan cola para orar junto a la Sábana santa, o sea junto a la momia de Lenin. En cola como ocas amaestradas, los muy bobos. He visto el palacio de Congresos. También he visto… he visto…». «¿Qué has visto?». «He visto a tres policías pegar a un hombre igual que Theofiloiannacos y Babalis me pegaban a mí. Y no precisamente en la Lubianka en un interrogatorio, ¿sabes?, sino en el bar de un hotel. El hotel de los ricos y de los extranjeros con divisa extranjera, el Rossía. Le pegaban porque quería entrar sin ser rico ni extranjero, o sea un ciudadano cualquiera que deseaba beber como un rico, como un extranjero con divisa extranjera. Puntapiés en la cara, en la cabeza y en los genitales. Lo estaban tundiendo. Y él gritaba: 'Svobodu! Svobodu!'. Yo no sabía qué quería decir, pero el griego que me hacía de intérprete me lo explicó en seguida. Significa: '¡Dadnos la libertad, dadnos la libertad!'. Se me atragantó el vino que estaba bebiendo y lo escupí todo por los ojos: me dio por llorar. Salí, regresé al hotel, hice las maletas y a la mañana siguiente volví a Atenas». «¡¿Por eso?!». «Por eso, cataraméne Khristé! En mi país la dictadura ha durado ocho años, pero ellos la aguantan desde hace cincuenta y ocho, cataraméne Khristé!». «Bueno, ¿es que no lo sabías?». «Desde luego que lo sabía, pero he llorado igual». «¿Y si en vez de llorar te hubieras quedado unos días más?». «No lo soportaba, no lo soportaba, de veras. Svobodu, svobodu! Y venga puntapiés. No he retenido más que ese grito: svobodu, svobodu! Y luego una cancioncilla que alguien canta, pero a media voz, porque casi todos se desvanecen en el silencio y en el miedo. Mira, me la he hecho traducir». Era la irónica cancioncilla sobre los pasajeros del metro, que en Moscú deben colocarse a la izquierda para llegar a la puerta y apearse: «En mi metro no estoy nunca incómodo / porque desde la infancia / es como una canción / que en lugar del estribillo / tiene una cantilena: / Alto a la derecha, adelante a la izquierda. / Orden eterno, orden sagrado, / quien permanece quieto a la derecha está quieto, / pero quien avanza para apearse debe siempre mantenerse a la izquierda». No hubo modo de que contaras otra cosa aquel día. En contrapartida, no hacías más que repetir, sacudiendo la cabeza: «Ha sido un viaje equivocado, inútil, no quiero pensar más en él».

Por esta razón empleaste mucho tiempo en reconstruir lo que te sucedió en aquel viaje equivocado e inútil, gracias al cual una verdad obvia y evidente te hirió hasta hacerte llorar y obligarte a escapar. Sucedió lo siguiente. Un general de setenta y cuatro años cubierto de medallas desde la barriga hasta el cuello, te recibió en el aeropuerto diciendo ser el jefe de la Juventud soviética. Luego te condujo en una limusina negra al palacio de Congresos, en cuyo palco de autoridades no había un solo joven: sólo había viejos generales, como el general del aeropuerto, cubiertos de medallas desde la barriga hasta el cuello, como el general del aeropuerto. Sin que los jóvenes osaran oponerse, los viejos se aproximaban sombríos al micrófono y hablaban exclusivamente de Lenin, de Marx y de la batalla de Stalingrado, nunca de otras cosas. El asunto te inspiró una rabia impotente, como un sentimiento de culpa por haber aceptado la invitación, y cuando se levantó la sesión incluso rechazaste la entrada para el Bolshoi. No te importaba nada del jodido Bolshoi, del ballet ni del Lago de los cisnes; querías estar solo, y librándote del griego que te hacía de intérprete, diciéndole quiero-echar-un-sueñecito, te fuiste a callejear por la ciudad. Querías ver la plaza Maiakovski, donde, en los años sesenta, Vladimir Bukovski y el grupo del Faro leían las poesías de Yurka: «Soy yo / quien invita a la verdad y a la rebelión, / quien no quiere servir más / y despedazo vuestras cadenas / tejidas de mentira». Y mientras andabas, pensabas, sobre todo, en él, porque entre los disidentes era el que sentías más próximo a ti, pero pensabas también en Pliusch, en Grigorenko, en Amalrik, en los obreros, en los estudiantes, en los ciudadanos desconocidos, o sea en las criaturas desconocidas, en los millares de ti mismo que por haber pedido un poco de libertad de pensamiento y de acción, por haberse rebelado contra el dogma, languidecían en sus celdas de la ESA y de Boiati, crucificados por sus Malios, sus Babalis, sus Theofiloiannacos, sus Hazizikis, sus Zakarakis, ignorados o traicionados por el miedo y la indiferencia del pueblo que calla, sufre o colabora. De pronto, cuando hacía unos quince minutos que caminabas, te diste cuenta que habías equivocado la calle; te encontraste en una plaza redonda, con una estatua en medio y un edificio enfrente. Y allí te paraste, mirando ora una ora otro, poseído por una desazón inexplicable, una especie de frío que te helaba los huesos. La estatua, alta sobre el pedestal, inaccesible a causa del tránsito que la rodeaba, correspondía a un hombre con un abrigo largo hasta los tobillos, en pie o, más bien, en posición de firmes. Largo, seco, severo como un monje. El edificio era monumental, gris, de estilo tal vez ochocentista o de principios de este siglo, y carecía de ventanas en el primer piso y en el último: a primera vista hubiera podido ser la sede de un museo, de una academia o de un ministerio. Pero el instinto te decía que no era nada de todo eso, que era algo tremendo, familiar y estrechamente conectado con la estatua del monje con el abrigo hasta los tobillos. Retrocediste. Regresaste al hotel, donde te apresuraste a preguntar qué plaza era aquella, qué edificio y qué estatua, y así supiste que la estatua era la de Felix Dzerzhinski, el creador de la Cheka, luego GPU y más tarde KGB. La plaza se llamaba de Dzerzhinski y el edificio era la Lubianka: catedral de todas las ESA, de todos los tormentos, de todos los castigos para quien desobedece y busca un poco de libertad. Entonces empezó el deseo de escapar.

Querías escapar por la mañana, pero por la mañana la limusina negra te capturó de nuevo para volverte a llevar al palacio de Congresos, entre los viejos generales que hablaban exclusivamente de Lenin, de Marx y de la batalla de Stalingrado, y allí permaneciste hasta la tarde, en que, con la excusa de salir a tomar un poco el aire, saltaste a un taxi y te hiciste conducir a la calle Shklova, 48b, donde vivía Andrei Sajarov. Esperemos que no haya portero, te dijiste al apearte del taxi; los porteros son casi siempre espías de la policía. No había portero, pero el 48b de la calle Shklova era una colmena de doce pisos, ¿y en qué piso estaba Sajarov? En esto no habías pensado, y el error inició una cadena de errores. En busca de la placa con los nombres de los inquilinos entraste, luego saliste y volviste a entrar. Fuiste a un piso, a la buena de Dios, y pulsaste un timbre también a la buena de Dios: «¿Sajarov?». «Niet!». Y lo mismo en el segundo timbre: «¿Sajarov?». «Niet!». Y en el tercero: «¿Sajarov?». «Niet!». Desconcertado también por una lengua de la que sólo comprendías aquel no, aquel niet brutal como una bofetada, saliste por enésima vez a la acera y allí te pusiste a reflexionar sobre la oportunidad de insistir o no. Mejor no, concluiste; ya había sido una estupidez ir hasta allí de aquel modo, llevado de un impulso, y dejarte ver por los tres inquilinos que te respondieron «Niet». Y dar gracias a Dios de que nadie te hubiera seguido. Pero mientras decías y-dar-gracias-a-Dios-de-que-nadie-me-haya-seguido, un hombre surgió de la nada. Un hombre cigarrillo en mano. Y apuntando con el cigarrillo con el gesto de quien pide un fósforo, se te acercó mirándote fijamente: «Spichka. Fuego, por favor». Se lo encendiste mirándolo de la misma manera, estudiándolo bien, incluso, y diciéndote que no se trataba en absoluto de un policía. Todo en él, las palmas callosas, las uñas sucias y la ropa raída, daban testimonio de la miseria de un pobre mercenario vendido al KGB por unos copecs o por cualquier chantaje. Entonces, la cólera que te invadió en el palacio de Congresos se transformó en una gran tristeza. Con esa tristeza caminaste hasta la estación del metro, la estación de Kursk, y a fuerza de medias frases en francés conseguiste tomar el tren correspondiente para apearte en la parada correspondiente, llegar a tu hotel, arrojarte agotado sobre la cama y sumirte en un sueño poblado de pesadillas. Ioannidis, Hazizikis y Theofiloiannacos, en el palacio de Congresos, con el pecho lleno de medallas, evocaban a Lenin, a Marx y la batalla de Stalingrado. Averoff se reunía en una estancia del Kremlin con Jackson, el asesino de Trotski, y le murmuraba querido-debes-prestarme-otro-servicio. Malios y Babalis salían de la Lubianka para perseguirte por las calles de Chipre y por las calles de Atenas, y te echaban el guante precisamente en la calle Shklova, 48b, después de haber detenido a Sajarov, el cual, sin embargo, no tenía el rostro de Sajarov, sino el de Canellopoulos el amanecer en que lo detuvieron en pijama. Y no te llevaban a la ESA sino al instituto Sierbski, donde te ponían la camisa de fuerza y te inyectaban amenzoína. «¡Está-loco, se-atreve-a-ir-contra-el-régimen, está-loco!». Luego te conducían en camioneta a Boiati para recluirte en una celda junto a las de Bukovski y de Pliusch, y tú los llamabas: «¡Vladimir! ¡Leonid! ¡Ime edó! ¡Estoy aquí! ¡Imaste mazi! ¡Estamos juntos!». Pero ellos no te comprendían porque no entendían el griego, y Zakarakis reía: «Ya te decía yo que no sirve estudiar italiano. ¿Por qué no has aprendido el ruso, que es una lengua de las Grandes Potencias? O el ruso o el inglés, ¿no?». Despertaste bañado en sudor, era ya de noche y te apresuraste a llamar al griego que te hacía de intérprete: «Quiero emborracharme; llévame a beber». Te parecía no haber sentido nunca tantos deseos de beber, de emborracharte, de olvidar que adonde quiera que vayas hay la misma mierda, una mierda que excluye cualquier esperanza. El griego acudió, pero eran casi las once, el bar del hotel estaba a punto de cerrar, y en Moscú no existía ningún otro lugar donde beber, aparte el bar de un hotel. En ese punto comenzó la búsqueda de un hotel cuyo bar no cerrase a las once, y el absurdo peregrinar concluyó en el Rossía, donde no pudiste emborracharte porque, apenas pedida la botella de vino, entraron los tres policías a pegar al ciudadano que pretendía beber como los ricos y como los extranjeros con divisa extranjera. «Svobodu! Svobodu! Svobodu!».

Las reacciones como ésta, tan intensas, exageradas y desesperadas, me indujeron a concluir que habías cambiado en todos los sentidos. Y esto no es todo, pues a raíz del episodio de la calavera se desencadenó en ti algo distinto. Una exuberancia excesiva, rabiosa, una especie de alegría desprovista de felicidad. ¿Sabes? La exuberancia y la alegría de Dionisos que corre por los bosques riéndose como un descosido, silbando y retozando con los faunos y las ménades, la cabeza ceñida de hiedra, el pene erecto y ansioso y los ojos llenos de lágrimas.

Dionisos no es un dios feliz; antes bien, es el más trágico de los dioses porque es el que expresa la angustia de la vida y la inevitabilidad dé la muerte. Dionisos es un dios que muere, un dios que nace y renace para que lo maten. Para que su cuerpo pueda modelar al Hombre, es necesario que los Titanes lo despedacen y lo cuezan; para que de él surja la planta que dé el vino al Hombre es necesario que Deméter sepulte sus carnes desgarradas. Dionisos es la vida que no existe sin la muerte, la maldición de nacer, el rechazo inconsciente de morir. No por casualidad su culto es una orgía ávida y desesperada, y su alegría está penetrada de sufrimiento, y su brío, de dolor. Pues bien; entre tus mil rostros estuvo siempre el de Dionisos, que corre por los bosques riéndose como un descosido, silbando y retozando con los faunos y las ménades: «¿Jugamos?». Siempre tuviste aquel ímpetu vital. Pero de improviso adquirió un matiz de exasperación, de frenesí, como si fuera una comedia para engañarte a ti mismo y soportar la idea de la muerte. Ya no te parabas, tranquilo, a reflexionar. Tampoco lograbas ya mantenerte alejado de la muchedumbre y del bullicio. Incluso los días que no ibas al Parlamento te mezclabas con la gente que desde la mañana a la noche abarrotaba tu despacho como el gabinete de un dentista de moda. Tal vez se trataba de aduladores en busca de recomendaciones, inútiles en procura de protecciones, símbolos de la política clientelar que despreciabas. Personas, en suma, a las que ni siquiera hubieses debido recibir, pero con las que adorabas entretenerte tomando cervezas, naranjadas y cafés: por favor, otra cerveza, otra naranjada, otro café. Veinte, treinta personas al día. Y si te preguntaba amargada para-qué-sirve, respondías, fatuo: «¡Para nada! Para vivir. Me divierte». Luego, cuando el último visitante se alejaba dejándote exhausto porque ya eran las diez de la noche, se iniciaba la primera parte del rito. Con el pretexto de los «testigos», echabas mano de quien estaba presente o de quien fuera, a veces parásitos a los que sólo interesaba aprovecharse de tu prodigalidad, y reunías una comitiva, la llevabas a comer a una taberna, y cuanto más numerosa era la comitiva, más contento aparecías y comías con ansia y bebías con avidez. Litros y litros de vino, platos y platos de comida, mientras predicabas, catequizabas, fanfarroneabas, chispeante, bullicioso, voluble e inasequible al cansancio: si un comensal, vencido por el sueño, se aventuraba a preguntarte pero-tú-no-duermes, lo tratabas mal. O bien respondías secamente: «Una vez muerto, tendré la eternidad para dormir». Y esto duraba hasta las dos o las tres de la madrugada, o sea hasta el momento en que los camareros ponían boca abajo las sillas sobre las mesas para recordarte que los demás se habían marchado. Sólo entonces te levantabas, y pagando por todos, dejando propinas de millonario, te decías al salir: «¡Bueno, despejemos!». Pero apenas fuera, la sensatez se desvanecía, y revigorizado, recurrías a mil astucias para alargar la noche, para arrastrar a cualquier lugar a tu séquito entontecido por el sueño: «¡Música! Bouzouki!».

El local que preferías era un night club en la periferia de la ciudad, enorme y odioso. Yo lo odiaba, ante todo, porque tocaban el bouzouki de manera tan ensordecedora que nada más entrar se quedaba uno aturdido, con los tímpanos hechos trizas, y también porque su bullicio tenía algo de macabro, de fúnebre, incluso en el aspecto visual. Por ejemplo, aquel juego de reflectores que desgarraba el escenario en relámpagos rojos, amarillos, verdes y violetas, hasta quemar los ojos, aquel centelleo en los telones de fondo que cambiaba continua y obsesivamente, de manera que mirándolos le parecía a uno estar en un tiovivo que giraba hasta revolver el estómago. Pero ay si no te daban un sitio próximo a la orquesta, donde la orgía infernal de tañidos, estruendos y golpeteos ensordecía más, y la perversa tempestad de resplandores y relámpagos cegaba más. Ese caos era precisamente lo que buscabas, lo que necesitabas para sentirte vivo, y pidiendo en seguida más vino, te abandonabas a la voluptuosidad de gozar sensaciones morbosas. Quien no te conocía no sospechaba siquiera el efecto que aquel lugar horrendo ejercía sobre ti, porque el efecto no se traslucía de tu comportamiento. Silencioso, sin perder la compostura, el único exceso que te permitías era llamar a la florista y comprarle todas las gardenias del cesto, y luego lanzarlas a los cantantes con amplios gestos regios. Pero se trataba de un efecto salvaje, lúgubre; era como si una fiebre sexual, un orgasmo, embistiera tu cuerpo y tu fantasía, desencadenando deseos inconfesados y reprimidos, los mismos que soñaras en Egina el amanecer en que debían fusilarte y te parecía ser una semilla, y la semilla se duplicaba, se triplicaba, se decuplicaba, hinchándose tanto que la piel no lo resistía, estallaba con estruendo e inundaba la tierra con mil semillas, cada una de las cuales se transformaba en una flor, luego en un fruto y más tarde otra vez en una semilla que, a su vez, se duplicaba, triplicaba y decuplicaba en un proceso inagotable. Y como querías poseer a todas las mujeres que brotaban de aquellas flores y sabías que no ibas a tener tiempo, echabas mano al azar de la más próxima, te apresurabas a penetrarla, famélico, y la apartabas para agarrar a la segunda, la tercera, la cuarta, la quinta. Yo lo sabía y sabiéndolo, sufría por ello, y sufriendo evitaba mirarte; pero siempre había un momento en que la curiosidad me impulsaba a buscar tu rostro. Y lo que veía tenía algo de bestial: pese al autocontrol que te imponías, incluso cambiabas de fisonomía. Se te achicaban los ojos, se te enrojecían los labios, se te dilataban los orificios de la nariz, palpitantes, y la respiración se te tornaba pesada. Una noche, saltaron a la pista una especie de elefanta y un efebo. Ella gorda, gelatinosa y grasienta dentro de su vestido rojo. Él seco, grácil, a punto de estallarle los vaqueros demasiado estrechos. Se pusieron a bailar un ritmo a la vez lascivo e histérico: la elefanta contoneando blandamente la masa de sus nalgas fofas e inmensas, y haciendo temblar sus senos exagerados; y el efebo meneando con torpeza su frágil cuerpo femenino, y exteriorizando su impaciencia por ser poseído. Un espectáculo en mi opinión impúdico, y me disponía a decírtelo cuando oí un pequeño crujido: ¡zac! Me volví, y entre los dientes apretabas la boquilla de la pipa rota, mientras que en la mano se te había quedado la cazoleta. «¡Alekos!». Me respondió una voz torva y anhelosa: «No me distraigas. Me estoy tirando a esos dos».

La noche en que el demonio te poseía de esa manera, resultaba una empresa casi irrealizable arrancarte de aquel maldito local. Para conseguirlo había que esperar a las cinco o las seis de la madrugada y a que hubiera muchas botellas vacías en la mesa. En virtud de quién sabe qué fenómeno fisiológico o psicológico, soportabas allí el vino con una resistencia alucinante, no superando nunca la invisible ebriedad del primer estadio, no cayendo jamás en los excesos del segundo o en las catalepsias del tercero; antes bien, manteniéndote cargado de energía. Y esto era lo peor, porque una vez llegados a casa, superados el tormento del pasillo que había que recorrer de puntillas, la agonía del ascensor que a lo mejor estaba en otro piso, y entonces ojo a los cincuenta y ocho segundos, y tras el suplicio de las comprobaciones en las diversas estancias y la búsqueda del cabello eventualmente desaparecido, era menester celebrar la última parte del rito: Dionisos exorciza la muerte con el falo y canta a la vida descargando tétricamente su orgasmo. Sólo después de aquellos abrazos furibundos y siniestros, desprovistos de amor, escandidos por la invocación i zoí-i zoí-i zoí —la vida, la vida, la vida—, te entregabas al sueño. Yo, en cambio, permanecía con los ojos abiertos y los oídos atentos, pensando, escuchando a los barrenderos que al amanecer recogían las inmundicias de la calle Kolokotroni blasfemando y golpeando. Me hallaba prendida en la red de los acostumbrados esquemas con los que se trata de explicar la existencia, los arbitrarios conceptos del bien y del mal, y veía en aquello un simbolismo: echarse a perder así, ¿para qué? ¿Qué sentido tenía aquel vagabundear por las tabernas y los night clubs, aquel envilecerse en emociones degradantes, en fantasías malsanas, aquel inflamarse por una elefanta gorda y un efebo reseco? ¿Dónde había acabado el héroe, dónde la leyenda? ¿Acaso habías arrojado el ancla y conducido tu nave al cómodo puerto de la renuncia? ¿O tal vez estaba equivocada, y había confundido a don Quijote con el más fatuo de los Peer Gynt? En esos interrogantes me perdía, y me convencía cada vez más de haberte atribuido virtudes inexistentes o que existieron y se habían extinguido. Por lo demás, fue en aquel período cuando te amé menos, y abjurando de mi papel de Sancho Panza, inútil ya y desprovisto de significado, reanudé mi trabajo y mis viajes, y volví a la existencia que una fatal tarde de agosto tú perturbaste. Siempre se olvida que un héroe es un hombre, sólo un hombre, y que resistir a una tiranía, padecer sevicias y languidecer durante años en una celda sin aire ni luz es a veces más fácil que debatirse en el equívoco y en las lisonjas de la normalidad. Empleé mucho tiempo en comprender que tu dionisíaca locura era simple desesperación, sentimiento de inadaptación, nacido del descubrimiento de haberte embarcado en una empresa superior a tus fuerzas y, en cualquier caso, imposible. Y sólo después de tu muerte comprendí que a raíz de aquella calavera sabías que estabas viviendo tu último verano.

«¿Cómo se llama la ballena de aquel libro, la ballena blanca que nunca muere?». «Moby Dick». «¿Y el capitán del barco, el que muere persiguiéndola?». «Achab». «¿Y el marinero, el que se salva del naufragio para contar la historia de Moby Dick y de Achab?». «Ismael». «Te llamaré Ismael y me firmaré Achab. Dame la dirección». «Alekos, ¿qué necesidad hay de jugar a los conspiradores?». «Dame la dirección, te digo». Te di la dirección. Me disponía a marchar a Arabia Saudita; volvería el jueves dos semanas más tarde, y querías unas señas para avisarme si nos íbamos a reunir en Roma o en Atenas. Pero el télex que me llegó a Jedda no decía ni Roma ni Atenas, sino Larnaka. O sea Chipre. «Ismael mediodía Larnaka stop sin confirmación repito sin confirmación stop prepárate stop Achab». Extraño. Pero no por la cita en Chipre, donde hacía siete años que no ponías pie, y donde me parecía normal que quisieras volver a ver lugares o personas que influyeron profundamente en tu vida, sino por la puesta en escena, por el hecho de que hubieras utilizado de veras los nombres de Ismael y Achab, de que hubieras recurrido a tales subterfugios, evitando repetir la fecha o escribir la palabra Chipre. La única indicación concreta era la hora. Y que no enviara confirmación: «Prepárate». ¿Se trataba de una de tus bromas, de una de tus extravagancias, o bien había un motivo grave? Consulté el horario de los aviones. Lo había estudiado incluso mucho antes de que me mandaras el télex: desde Jedda se podía ir a Chipre sólo vía Beirut, y el vuelo de Beirut aterrizaba precisamente a mediodía. Luego me encogí de hombros y me limité a seguir tus órdenes, y hete aquí en Larnaka, al borde de la pista, escoltado por tres desconocidos y triunfal: «¡Estupenda chica! ¡Lo has conseguido!». «Sí, pero ¿no era mejor mandarme un télex menos sibilino?». «No, hubieran comprendido que me encontraba en Chipre». «¿Quién lo hubiera comprendido, quién no debía comprenderlo?». «Alguien a quien quería yo dar una pista falsa. Abandoné Atenas diciendo que me iba a Italia, a Florencia». «¿Cuándo?». «Hace una semana». «¿Y has estado escondido una semana aquí, en Chipre?». «No, sólo tres días. Los que me bastaban para despistar a alguien en Italia. Ahora todos saben que estoy aquí. Mañana, Makarios celebra un mitin y yo participaré en él junto con otros diputados». «Explícate mejor». «Hay poco que explicar. Llegó a mis oídos algo y tomé mis precauciones. Anda, ven». Montamos en el automóvil que nos condujo a Nicosia, y bajo el asiento delantero mis pies tropezaron en seguida con una metralleta. «¡¿Y esto?! ¡¿También forma parte de tus precauciones?!». Te encogiste de hombros: «Qué va. Es que aquí las armas se derrochan. Aquí, en Chipre, están locos por las armas. Se forjan la ilusión de que para defender a un hombre basta con tener una metralleta. ¡Déjalo correr, mira qué hermoso día!».

Exteriorizabas un sincero buen humor. Habríase dicho que, de nuevo, el saberte en peligro te gustaba y te reanimaba. Tal vez por eso no di importancia a todo aquel asunto, ni tan siquiera traté de profundizar en él, preguntando quién era aquel misterioso alguien. Más bien me fui abandonando a la sospecha de que montaste una comedia para no aburrirte. Moby Dick, Achab, Ismael: si de veras llegó a tus oídos el rumor de que estaban preparando algo contra ti, y si lo creíste hasta el punto de despistarlos en Italia, ¿por qué elegiste precisamente Chipre, donde matar a la gente era más fácil que en cualquier otro sitio? Además, ¿no te vio nadie cuando te embarcaste para Chipre diciendo que ibas a Italia? Los empleados de la línea aérea, los funcionarios de la policía de fronteras y todas las personas que intervienen en una salida, ¿no se dieron cuenta? ¿Viajaste con tu nombre, con tu pasaporte, sí o no? ¡Historias! Probablemente ni siquiera llegaste una semana antes, sino junto con los parlamentarios invitados al mitin de Makarios. «Déjame ver el pasaporte». «No me crees como no me creíste lo de los tres días en Moscú, ¿eh?». «No.» «Pues aquí está». En realidad el sello se remontaba a siete días antes, pero mi escepticismo no cedió. Ni siquiera se atenuó ante el hecho de que los demás diputados ocuparan un cómodo hotel, mientras que tú te alojabas en una especie de fonda cerca de la zona de demarcación. «Alekos, ¿por qué no paramos también nosotros en un hotel decente?». «Porque éste pertenece a un amigo del que me fío. Me siento seguro». En efecto, había una sola entrada, y los tres jóvenes de la metralleta bajo el asiento la vigilaban incluso de noche, turnándose. En cuanto al detalle de que un guardaespaldas te siguiera a donde fueses, si bien manteniéndose a cierta distancia para no ser advertido, ¿no dijiste que en Chipre las armas se derrochan? Sólo una noche me alarmé. Habíamos ido a saludar a Makarios, y la conversación versó acerca de los documentos de la ESA: los que durante la escena con Averoff anunciaste querer buscar para-putearlo-a-él-y-a-su-gobierno. «Eminencia, hay mucho que descubrir acerca del golpe de estado en Chipre. Entiendo que Ioannidis cayó en una trampa que le tendieron la CIA y algunos políticos griegos. Las pruebas están en esos documentos». Makarios te repuso que buscando tales documentos arriesgabas la piel, y me lo repitió también a mí: «Very risky! very! ¡Muy arriesgado! ¡Mucho!». De regreso en la fonda, discutimos sobre ello: «Alekos, ¿has oído lo que piensa Makarios?». Y tú: «No lo olvides en el libro». «¿Qué libro?». «El libro que escribirás después de mi muerte». «¿Qué muerte? Ni te morirás ni escribiré ningún libro». «Moriré y escribirás un libro». «¿Y si muriese yo antes o contigo?». «No morirás conmigo ni antes que yo. Ismael no muere antes de Achab ni con Achab, porque debe contar su historia».

Pero al decirlo reías, y pronto reí también yo. Sólo un año más tarde, recorriendo los senderos de tus asesinos, descubrí una coincidencia heladora. Precisamente la semana en que partiste para Chipre y en Atenas todos creían que estabas en Florencia, llegaron a Italia dos griegos. Se detuvieron en Florencia, como huéspedes de sus compatriotas Khristos Grispos y Notis Panaiotis, estudiantes de arquitectura. Ambos decían haber ido de vacaciones y haber entablado amistad por azar en el barco que desde Patrás los conducía a Ancona. Curiosa amistad, dado que uno se definía como papandreísta, ex filocomunista, y el otro se decía nazi. Y curiosas vacaciones, puesto que escogieron Florencia y no se preocuparon de visitarla. De día permanecían casi siempre encerrados en casa, esperando una llamada telefónica que no se producía, y de noche salían siempre con aire de dirigirse en busca de algo y de alguien que no conseguían hallar. Al séptimo día regresaron con expresión desilusionada. Desilusionada ¿de qué? El nazi era un rubio de pupilas azules y frías, con el rostro obtuso y henchido de odio. Hablaba poquísimo y saludaba dando un taconazo al estilo militar y silbando «Heil, Hitler!». Se hacía llamar Takis y poseía en Atenas algunos establecimientos de fotocopias. Por el retrato que me suministraron Grispos y Panaiotis, me parece poder concluir que lo conocía. En efecto, a un tipo así lo entrevisté meses antes para una encuesta sobre los vínculos entre los fascistas griegos e italianos. En cualquier caso, era el mismo que en primavera intervino en la paliza al diputado comunista Florakis. En cuanto al papandreísta, era un joven gordo y vulgar, carirredondo como el joven que distinguí desde el hidrodeslizador el día en que fuimos a Ischia con la Salamandra pisándonos los talones. Usaba vaqueros con cinturón de adornos claveteados y charlaba mucho, sobre todo de su automóvil, un Peugeot blanco plateado, de cuya velocidad y manejabilidad se hacía lenguas. Afirmaba ser un gran piloto, insuperable en las maniobras de persecución y de morro-cola, y se explayaba acerca de sus viajes. En los tiempos de la Junta estuvo incluso en el Canadá, donde trabajó en un garaje de Toronto y participó en carreras automovilísticas. Ni Grispos ni Panaiotis recordaban de qué carreras se trataba, o decían no recordarlo, pese a que sabían mucho de él, pues los tres eran de Corinto. Pero no me resultó muy difícil enterarme de que se trataba de carreras a circuito abierto, en las que los contendientes se arrojan unos contra otros en choques frontales o maniobras morro-cola. Tampoco me fue difícil relacionar este detalle con algo de lo que los periódicos ya hablaron: el hecho de que hubiera estado en Italia en el otoño del setenta y tres y en la primavera del setenta y cuatro: Milán, Roma y Florencia. En cuanto a su camaleónica afiliación política, como atestiguaban su amistad con el nazi Takis y su definición como seguidor de Papandreu después de haber sido filocomunista, había precedentes muy interesantes: en los primeros años de la dictadura trabajó como figurinista en el taller de Despina Papadopoulos. Un eslabón, en definitiva, entre la extrema derecha y la extrema izquierda, otro hijo del horrendo maridaje que produce los mejores mercenarios.

Estoy refiriéndome a Mikhail Steffas, el mismo Mikhail Steffas que la noche del 1.º de mayo de 1976 conducía uno de sus automóviles, que te mataría. Precisamente el Peugeot blanco plateado. Y era él quien, hallándote en Chipre, callejeaba por Florencia, adonde hiciste creer que habías ido por aquellos días.