En la leyenda del héroe figura el regreso a la aldea, que justifica las penalidades sufridas y las empresas realizadas en el reino de lo imposible: sin el retorno, su prolongada ausencia perdería todo significado. Pero el retorno también constituye la experiencia más amarga con que debe enfrentarse, un dolor que lo desgarra más que las batallas que sostuvo en el período de las grandes pruebas, y no sólo porque hasta las puertas de la aldea se ve combatido por los dioses, que no se cansan de someterlo a pruebas y de atormentarlo, sino porque al regresar entre los comunes mortales debe padecer su ingratitud, su indiferencia y su ceguera. Sólo en una leyenda el héroe se ahorra esa amarga experiencia, ese dolor: la del guerrero hindú Muchukunda, que para no verse desilusionado por los hombres pide a los dioses que lo duerman con un sueño que dure milenios, y de ese sueño despierta convencido de que los hombres no merecían su sacrificio, por lo que, entonces, se recluye en una caverna, a fin de liberarse de sí mismo, durmiéndose en un sueño del que nunca despertará. Pues bien; todo esto no te era desconocido en el momento de montar en el avión que te devolvería a tu patria. Tu renuncia a los viajes clandestinos después de que fueras rechazado por todos y te encontraras en aquella playa con la mitad de la cara quemada por el sol de mediodía, nació de la definitiva confirmación de la ingratitud, la indiferencia y la ceguera ajenas. Tu permanencia en un exilio que, una vez caída la Junta, no tenía ya razón de ser, nació de la conciencia de la nueva soledad en que caerías a tu regreso. Derecha e izquierda, ideologías, partidos, conformismos, tarjetas para el ordenador. Lo que no sabías y ni siquiera sospechabas era la desilusión que se abatió sobre ti al desembarcar en Atenas. «¿Habrá mucha gente esperándote?». «¡Oh, Dios! Imagina qué multitud». Quiero decir que no te cabía la menor duda de que en el aeropuerto te dedicarían un recibimiento triunfal. Ni a mí. En los períodos que señalan la transición de un régimen a otro, cualquier pretexto es bueno para entonar himnos, me repetía mientras volaba hacia Nueva York, y vaya que sí: corrieron por millares a recibir un Karamanlis que durante once años vivió cómodamente en París, a un Papandreu que durante siete permaneció plácidamente en el Canadá. A millares se desgañitaron por las pequeñas víctimas de la dictadura o por los medrosos que en el extranjero no hicieron más que esperar tiempos mejores: quién sabe, pues, qué iba a suceder a tu llegada el 13 de agosto. Quién sabe con qué relieve los periódicos subrayarían la significación de aquella fecha, la elección de regresar en el aniversario del día en que trataste de devolver al país su dignidad y su libertad. Así, cuando te telefoneé desde Nueva York, tus palabras me cayeron encima con la pesadez de un bastonazo: sólo un par de periódicos publicaron la noticia, pero en dos líneas tan escondidas que pocos las advirtieron, y el que las advirtió se quedó tan fresco. En efecto, el exiguo grupito que esperaba al otro lado del recinto de la aduana estaba formado por amigos, conocidos, muchachas deseosas de llevarte a la cama, tíos, tías, sobrinos, primos en primer, segundo y tercer grado, personas todas ellas reunidas merced a frenéticas llamadas telefónicas, corre-ven-consigamos-que-se-encuentre-con-un-poco-de-gente. Tampoco faltaba alguien que levantaba una patética pancarta de viva-la-libertad, alguien que enarbolaba una bandera roja más patética todavía, y alguien que gritaba excitado dejen-paso, como si hubiera habido razón para ello. Estalló un aplauso como los que se oyen cuando se apagan las velitas sobre la tarta de cumpleaños, te dejaste zarandear y besuquear por bocas afanosas, palpar por manos sudorosas, y luego desapareciste dentro de un automóvil y hasta el día siguiente no volvió a verte nadie. «¿Por qué, Alekos, qué hiciste?». «Me emborraché peor que un cerdo. Y me fui con una puta. Gorda». «¿Por qué, Alekos, por qué?». «Porque me ganó como a un muñeco de pim-pam-pum».
No me afectó tanto la historia de la puta gorda cuanto el tono lúgubre de tu voz: mucho tiempo después, estudiando los cinismos e incoherencias con que a menudo envileciste tu hermoso personaje —mujeres tomadas y desechadas, amigos insultados, borracheras insensatas—, me pregunté si todo aquello no empezó la tarde y la noche del 13 de agosto de 1974, a raíz de la insignificancia de aquel retorno. Algo se rompió dentro de ti al descubrir que la fecha del 13 de agosto no significaba nada en el país por el que habías peleado, que por millares habían corrido a recibir a Karamanlis y al hijo de Papandreu y a las pequeñas víctimas de la dictadura, pero no al único que se atrevió a lo que nadie se atreviera y que fue condenado a muerte. Eso fue algo que te envenenó, que en un momento dado, incluso, te embruteció en una manía de degradación masoquista, y ello a pesar de una realidad que conocías muy bien: si tú hubieras estado de parte de Karamanlis o de Papandreu, es decir, inserto en los esquemas de la derecha y la izquierda, en uno de los dogmas que dividen el mundo y aborregan a los hombres como jugadores o simpatizantes de un equipo de fútbol, por muy inepto y holgazán que sea, entonces los periódicos hubieran dado la noticia de tu llegada con gran relieve, y todos hubieran recordado que el 13 de agosto era el aniversario del atentado a Papadopoulos, y también hubieran acudido a recibirte por millares. Porque los hubieran mandado, los hubieran puesto en fila y los hubieran mandado, lo mismo que los pusieron en fila y los mandaron a recibir a Karamanlis, a Papandreu y a los demás: «Pero un poco de gente, dime, ¿había o no?». Estallaste con el fragor de una bomba: «¡La gente, el pueblo! ¡El buen pueblo que nunca tiene la culpa de nada, y que siempre es absuelto porque se le explota, se le manipula y se le oprime! ¡Como si los ejércitos estuvieran compuestos sólo por generales y coroneles! ¡Como si los únicos que hicieran la guerra y disparasen sobre los inermes y destruyeran las ciudades fueran los jefes de estado mayor! ¡Como si los soldados del pelotón de ejecución que debía fusilarme no hubieran sido hijos del pueblo! ¡Como si los que me torturaban no fueran hijos del pueblo!». «¡Cálmate, Alekos!». «¡Como si el pueblo no aceptara a los reyes en su trono, como si el pueblo no se inclinara ante los tiranos, como si el pueblo no hubiera elegido a los Nixon, como si el pueblo no votara por sus amos!». «Cálmate, Alekos». «¡Como si la libertad se pudiera asesinar sin el consentimiento del pueblo, sin la bellaquería del pueblo, sin el silencio del pueblo! ¿¡¿Qué quiere decir el pueblo?!? ¿¡¿Quién es el pueblo?!? ¡Yo soy el pueblo! ¡El pueblo son los pocos que luchan y desobedecen! ¡Ellos no son pueblo! ¡Son borregos, borregos, borregos!». Y colgaste el auricular.
Entonces te escribí una carta, una de las pocas que en lo sucesivo íbamos a intercambiar. Estaba dolida, escribí, y no tanto por la puerca borrachera ni por la insignificante juerguecilla sexual con que estropeaste un retorno denso de significados. Por desgracia, habría otras borracheras en tu vida, y otras putas gordas, delgadas y ni gordas ni delgadas, por lo que oí antes de que interrumpieras la conferencia telefónica. En efecto, eso demostraba que tus reflexiones no habían servido para nada. ¿Es que no sabías ya ciertas cosas? ¿No se remontaba a Boiati tu poesía sobre el rebaño? «Sin pensar nunca, / sin una opinión propia. / Gritando una vez hosana / y otra a-muerte a-muerte». ¿Acaso no habíamos discutido hasta la saciedad sobre ese pueblo que va siempre a donde le dicen que vaya, que hace siempre lo que le dicen que haga, que piensa siempre lo que le dicen que piense, ciegos secuaces de toda autoridad constituida, de todo dogma, de toda iglesia, de todo ismo, de toda moda, y absuelto de toda su culpa y su vileza por los demagogos a los que no les importa nada, y al absolverlo sólo tratan de esclavizarlo mejor para servirse mejor de él? ¿No llegamos a la conclusión de que según esos demagogos el pueblo es una abstracción numérica, un concepto para sustraer al individuo a su identidad y a su responsabilidad, y que, por el contrario, el único hecho real es el individuo y cada individuo es responsable por sí mismo y por los demás? En un libro mío sobre la guerra del Vietnam, leíste el ejemplo de la bala del fusil M 16. Una bala que viaja casi a la velocidad del sonido y que, mientras viaja, gira sobre sí misma, y al penetrar en la carne continúa girando, y rompe, lacera y desangra, de tal modo que si a uno le alcanzan en un músculo muere al cabo de un cuarto de hora. Una bala atroz, y es atroz que alguien la haya inventado, que un gobierno la haya adoptado, que un industrial se haya enriquecido con ella. Pero no menos atroz es que los obreros de una fábrica la construyeran escrupulosa y concienzudamente, con el refrendo de sus sindicatos, de sus partidos socialistas y pacifistas, descartándola si un defectillo frenaba su trayectoria y le impedía romper, lacerar y desangrar. Y también era atroz que los soldados de un ejército la disparasen, esmerándose para que, por favor, no se desperdiciara, y sintiéndose absueltos por la asquerosa consigna yo-cumplo-órdenes. Ya estoy harta de la cantilena yo-cumplo-órdenes, cumplía-órdenes, he-cumplido-órdenes, te escribía; estoy harta de la responsabilidad que sólo se atribuye a los generales, a los ricos y a los poderosos: entonces, ¿qué somos nosotros? ¿Datos en el registro civil, números que se manipulan como a ellos les place en las guerras y en las elecciones, en la propaganda de sus jodidas ideologías, iglesias e ismos? También es culpa nuestra, mía, tuya, suya, de cualquiera que obedezca y sufra si aquella bala es inventada, fabricada y disparada. Decir que el pueblo es siempre víctima, siempre inocente, constituye una hipocresía, una mentira y un insulto a la dignidad de todo hombre, de toda mujer, de toda persona. Un pueblo se compone de hombres, mujeres, personas, y cada una de estas personas tiene el deber de elegir y decidir por sí misma; y no se deja de elegir y decidir porque no se sea general, ni rico, ni poderoso. Pero el motivo por el que te escribía, concluí, no era, desde luego, recordarte cosas que sabías, sino algo que te afectaba. Una historia ambientada en los comienzos del siglo XIX en Nueva Inglaterra, de la que fue protagonista un campesino llamado Rip Van Winkle. «Cuando Rip regresó, como tú, a su aldea, las cosas habían cambiado mucho: se disponían a celebrar elecciones. Y como habían transcurrido cien años nadie lo reconocía, ni él reconocía a nadie. Con su fusil de caza, seguido por un enjambre de mujeres y niños, Rip se puso a vagar por las calles y llegó a una taberna donde se celebraba un mitin. Entró para escuchar, y como era distinto de todos, atrajo la atención de los políticos, que en seguida lo rodearon, escrutándolo con interés. Concluido el mitin, incluso el orador se le acercó. Lo llevó aparte y le preguntó por cuál de los dos partidos votaría. Rip abrió mucho la boca, aterrado. Entonces se aproximó uno del público, y tirando a Rip de la barba repitió la pregunta: ¿era federalista o demócrata? De nuevo Rip abrió mucho la boca, aterrado, y se produjo un gran silencio. En medio de aquel silencio se abrió paso un señor de aspecto autoritario, tocado con bicornio. Con el brazo izquierdo apoyado en el costado y la mano derecha en el bastón, se plantó ante Rip y le pidió que explicara qué estaba haciendo en las elecciones con un fusil a la espalda y un grupo de desgraciados tras sus talones: ¿acaso se proponía provocar desórdenes en la aldea? Del terror pasó Rip a la consternación, y respondió que él era una persona como Dios manda, nativo del lugar: había regresado para ser útil, para asumir sus responsabilidades individuales, y el fusil lo llevaba porque los tipos como él a veces lo llevan, pero nunca había hecho mal uso de él. En cualquier caso, no votaba ni por los federalistas ni por los demócratas. Estalló entonces un gran tumulto. "¡Uno que no vota ni por los federalistas ni por los demócratas! ¡Es un prófugo!, ¡un hereje!" gritaban todos. "¡Expulsadlo! ¡Detenedlo!" Rip fue apresado y unos y otros le dieron de bastonazos. Así, pues, Alekos, para el rebaño y para los tipos con bicornio, o sea para la política de los políticos, tú eres el mismísimo Rip Van Winkle».
En realidad, la historia no era exactamente así; yo la alteré un poco a mi manera. Por ejemplo, para justificarse, Rip respondía: «¡Oh, señores! ¡Yo soy un pobre hombre, tranquilo, nativo del lugar, un fiel súbdito de Su Majestad, a quien Dios bendiga!». Además, Rip no era un verdadero héroe, ni había sufrido; simplemente, se había quedado dormido, y sus empresas con el fusil las realizó en sueños. Pero tú no lo sabías, y apenas recibida la carta me telefoneaste: «Buena historia la de Rip Van Winkle, pero entre él y yo hay una diferencia. A él le dieron en seguida de bastonazos, y a mí no. Pronto habrá elecciones y, ¿quieres creerlo?, todos me quieren: desde Karamanlis a Papandreu, de los comunistas a la Unión de Centro». «¡No es posible!». «Sí que lo es. En la política de los políticos todo es posible. La política de los políticos se sirve de cualquiera, a costa de ofrecerle un escañito en el Parlamento». La voz sonaba casi festiva: estaba claro que el trauma del primer día se había olvidado. «¿Y tú qué piensas hacer, Alekos?». «Me ha gustado, sobre todo, el detalle del tipo autoritario tocado con bicornio». «Alekos…». «¿Sí?». «Te he hecho una pregunta». «¿Qué pregunta?». «La has oído muy bien». «Sí, y yo te hago otra: ¿conoces una manera de hacer política sin entrar en la política de los políticos? Yo quiero hacer política. La política es para mí un deber, un instrumento de lucha. ¿Para qué sirve batirse por la libertad si cuando hay un poco de libertad no se utiliza para hacer política? Intenté matar a un hombre para que se pudiera hacer política, sufrí el dolor para que se pudiera hacer política, estuve en presidio y en el exilio para que se pudiera hacer política: ¿acaso debería retirarme a la vida privada ahora, que estamos a punto de tener un Parlamento? Debo entrar en ese Parlamento, debo entrar como Ulises entró en la ciudad de Troya en su caballo de madera. Así que necesito un caballo de madera». «Eso es lo mismo que ceder a un reclamo, Alekos». «No, si una vez haya penetrado en la ciudad de Troya me voy por mi cuenta. Además, te digo que no tengo elección. El único dilema ahora es… Adiós, cuesta demasiado hablar de esas cosas entre Atenas y Nueva York».
Durante algunos días no volví a llamarte, pues sabía muy bien cuál era el dilema. Era el acostumbrado dilema de los que no llevamos etiqueta y no tenemos ni iglesia ni patria, el acostumbrado dilema de alguien que quiere cambiar un poco este mundo sin alistarse en los códigos del ordenador: con quién presentarse, a qué reclamo ceder. Obviamente, no con el partido de Karamanlis, ni con el de Papandreu. Pero descartados esos dos polos de tu desprecio, no quedaban más que los comunistas y la Unión de Centro. Este último era una especie de club liberalsocialista que en los años sesenta se coaligó con los socialistas, los socialdemócratas y grupos errantes de izquierdas. Me parecía improbable que te presentaras con los comunistas: imagina qué divertido cuando te hubieran oído en una de tus boutades preferidas: que las dictaduras de derechas acaban tarde o temprano por caer, mientras que las de izquierdas no caen nunca. Que te ofrecieras como presente al equívoco club de la Unión de Centro me parecía una especie de burla hecha por masoquismo. Aparte su líder, Mavros, a quien considerabas un hombre de bien, lo componían profesionales de la política, desprovistos de ideas y de futuro. Sin embargo, no tenías elección: si querías convertirte en diputado y luchar en el Parlamento, a unos u otros debías agregarte, aunque fuera como independiente. Por último, picada por la curiosidad y, al mismo tiempo, alarmada por un silencio que no presagiaba nada bueno, te telefoneé. Pero en esta ocasión tu voz no sonaba festiva; era más bien un río de rabioso descontento. «¿Has decidido?». «Sí.» «¿Con quién?». «Con quien. ¡¿Qué significa con quién?!». «Con qué partido de izquierdas». «Izquierdas, izquierdas, ¿qué quiere decir izquierdas? La izquierda es una mentira, una coartada basada en la palabra Pueblo, un par de calzoncillos con la palabra Pueblo, esa es la bandera de la izquierda cataraméne Khristé! ¡Cristo maldito! ¡Un par de calzoncillos para jugar al ajedrez con la derecha, yo-te-como-la-torre-y-tú-me-comes-el-alfil, yo te como el-rey-y-tú-me-comes-la-reina! ¡Las fichas son iguales, sólo cambia el color, cataraméne Khristé! Y si no quieres permanecer mano sobre mano, debes ponerte esos calzoncillos, debes ondear esa bandera, debes presentarte con esa etiqueta que, tienes razón, es un reclamo. Un asqueroso reclamo. Sí, me he plegado al reclamo». «¿Con quién, Alekos? ¿Con quién?». «¿Con quién querías que me presentara? He escogido el reclamo que me parecía menos reclamo, el partido que me parecía menos partido: la Unión de Centro». «¡Ah!». «No es una gran elección, lo sé, pero allí no hay demiurgos, no hay engaña-pueblos, y menos aún sacerdotes que enciendan velas en el altar de la diosa Historia. Incluso puede darse el caso de que acabe por encontrarme bien». «¿Qué quieres decir? ¿No te presentas como independiente?». «No, me he inscrito». «¡¿Inscrito?!». Me quedé sin habla. Así, pues, capitulaste incondicionalmente. Había prevalecido, por tanto, la impotencia de los que no llevamos etiqueta, de los que no tenemos iglesia ni patria. ¿Qué otra alternativa había? ¿Ir predicando por las casas y las plazas, como Sócrates? ¿Volver a arrojar bombas, como los que llamabas revolucionarios del carajo? «¡Oiga, oiga! ¿Estás ahí?». «Estoy aquí, Alekos». «Creí que habías colgado». «Oh, no. Pensaba». «¿En qué?». «En nada importante, querido. En nada». «Entonces, ¿me envías tus buenos deseos?». «Sí, querido. Te envío mis buenos deseos». «¿Y cuándo vienes? ¿Eh? ¿Cuándo vienes?».
«¿Cuándo vienes?». Ahora, cada llamada terminaba con esta pregunta: «¿Cuándo vienes?». Y telefoneabas casi a diario, en llamada directa, con aviso de conferencia, de día, de noche, pagando desde Atenas o pagando desde Nueva York. No siempre porque me echaras de menos o porque tuvieras algo que decirme, sino porque el teléfono era tu juguete preferido, una de tus pasiones arrolladoras. Se remontaba a los años de la adolescencia, e ignoro qué la originó; pero me consta que nunca perdió vigor y que ni siquiera el control de los servicios secretos y de las policías llegó a conseguir extinguirla. Por teléfono conspirabas, flirteabas, predicabas, seducías, organizabas, hacías amistades y superabas los accesos de mal humor o de tedio: «¡Ah, si hubiera tenido un teléfono en mi celda de Boiati!». Lo primero que me preguntaste al llegar a Italia fue: «¿Cuántos teléfonos tienes?». Y te contrarió descubrir que los aparatos eran tres, pero el número era uno solo: en la casa con el jardín de naranjos y limoneros tenías dos aparatos y dos números, y en tu despacho de diputado tendrías seis aparatos y tres números. Aunque llamaran todos a la vez en habitaciones distintas no te inquietabas; al contrario, gozabas con ello. Aquel estrépito se convertía en música para tus oídos, en un concierto de arpas, violines, clarinetes y flautas, y mirarte saltar de uno a otro como un grillo feliz era un espectáculo inolvidable. Y oírte contestar resultaba verdaderamente increíble. Nunca rechazabas a nadie por teléfono ni te lamentabas de la molestia; te arrojabas sobre el auricular como un muerto de hambre sobre un panecillo relleno y: «¡Soy yo! ¡Soy yo!». Pero, sobre todo, te gustaba llamar. En el período de tu exilio en Italia había días en que no quitabas el dedo de los agujeros del disco, y a fin de mes llegaban facturas tan astronómicas que sólo echándoles un vistazo caíamos en crisis de desánimo tan profundas como tu culpabilidad. Luego, arrepentido, te exhortabas utilizando el plural: debemos-dejarlo, debemos-dejarlo, y durante unas horas mantenías este propósito. Pero inmediatamente después lo olvidabas y, habiendo marcado un número, siempre de una ciudad lejana, de un país lejano: «¡Soy yo! ¡Soy yo!». Las conferencias interurbanas te encantaban, las internacionales te extasiaban y las intercontinentales te transportaban al paraíso: decías que hablar con alguien en el extremo opuesto de la Tierra era algo fabuloso, en los límites de lo sobrenatural, especialmente si la comunicación era directa. Buscabas siempre gente que habitara en lugares remotos para llamarla directamente, y te contrarió mucho descubrir que al Japón podía llamarse así, pero no conocías a nadie en aquel país. Durante meses no dejabas de preguntarme: «¿Es que no vas a ir al Japón?». Y la noche en que te repliqué, llena de sospechas, para qué diablos querías mandarme precisamente al Japón, para qué te servía yo en el Japón, confesaste: «¡Para nada! ¡Pero si vas te telefoneo!». Las llamadas a Nueva York sustituían las que nunca hiciste al Japón, te suministraban el pretexto para gozar de la-cosa-fabulosa-en-los-límites-de-lo-sobrenatural, y por eso no captaba la dramaticidad del estribillo cuándo-vienes. Por eso, cuando fui a Atenas todo me cogió de improviso.
Parecía que hubieras estado un año enfermo. Tu rostro se había como encogido, como consumido, y desaparecida la turgencia de las mejillas redondas, se reducía a una despejadísima frente, dos ojeras lívidas, una nariz delgada y un bigote. Tu cuerpo se diría que se había vaciado y encorvado, y habiendo desaparecido la robustez de la espalda recta y del sólido tórax, se mecía con la atonía de una planta privada de agua y de sustento. Pero el detalle más impresionante no era siquiera esa decadencia física, sino el desaliño que te depauperaba, una especie de degradación voluntaria, como si a través de ella quisieras expresar quién sabe qué protestas o descontentos. Cabellos grasientos y enmarañados en una melena compuesta por vulgares ricitos, uñas negras, chaqueta deformada y llena de lamparones, pantalones sin raya y con bolsas en las rodillas, camisa sucia y desabotonada, corbata torcida. Y olías mal. Era el olor acre de quien no se lava desde hace tiempo y duerme vestido. Me escandalicé tanto, que en lugar de dejarme conducir a tu casa, te llevé al hotel para arrojarte a la bañera, dar aquella ropa a lavar y mandarte al peluquero. Pero incluso aseado y afeitado tenías un aspecto tan mísero que encogía el corazón. No lograba imaginar por qué. Finalmente, camino de la oficina que habías abierto en la calle Solonos, te interrogué. «Adelante, Alekos. ¿Qué pasa?». Comenzaste con rodeos: que te sentías molesto porque la familia es un gran peso; un gran consuelo, sí, pero también un gran peso, un reclamo que nos acompaña durante todo el ciclo de nuestra existencia, primero de recién nacido, luego de niños, de adolescentes y de adultos. Es una especie de partido al que te encuentras afiliado al venir al mundo, una dictadura que no te la quitas de encima por más que te empeñes, porque pese a todo la amas, maldita sea. Toma por ejemplo a la madre. Ella es la tierra, el sol, los planetas, las galaxias, el cosmos de todo cosmos, la ley de toda ley, el amor de todo amor. Es universal. En la India la representan con cuatro brazos y una guirnalda de cabezas humanas en su propia cabeza: las de los hijos que ha devorado, y la llaman Kali la Sanguinaria. En Occidente la representan con una aureola de luz y una sonrisa dulcísima, un rostro dolorido y suave, la llaman María Virgen, y aquel pobre Cristo tardó treinta años en irse a vivir su vida, pues ella lo retenía con su amor y pretendía que se dedicara a la carpintería. En la mitología griega, en cambio, están Tetis, la de los redondos hombros; Gea, la del ancho seno; Juno, la de las amplias caderas; Palas Atenea, la de los ojos de lechuza, rutilante y guerrera; y está Yocasta, la más tremenda de todas, porque se casa con su Edipo, lo concibe, se casa con él y hasta le arranca los ojos. Y comoquiera que la llames, es siempre ella, la gran generadora que nos crea y nos destruye, nos protege y nos castiga, castrándonos con su afecto y sus celos, cataraméne Khristé.
«No, Alekos, no es eso». Un suspiro resignado: «Tienes razón. Es eso pero no es eso». «Entonces, ¿de qué se trata?». Te lanzaste a otra perorata, esta vez contra las mujeres que te cortejaban, que no te dejaban en paz, más despiadadas y carnívoras que todas las Yocastas, las Vírgenes Marías y las diosas Kali, y la culpa la tenía yo porque en lugar de ir a Atenas me fui a Nueva York, dejándote a su disposición como un muñeco del pim-pam-pum, y un hombre está hecho de carne y la carne es débil, y es inútil que me mires de ese modo, me ponen cachondo y caigo; las hay que venderían su alma con tal de que les echaran un polvo de dos minutos en un ascensor, y si les haces ese favor no te libras más de ellas, pero la peor es la gorda que le pone cuernos a su marido, no me la quito de encima, a mí esa puta no me suelta; no me mires así, te digo, es culpa tuya, repito, cataraméne Khristé! «No, Alekos, tampoco es eso». Segundo suspiro: «No, tampoco es eso. También es eso pero no es eso». «Entonces, adelante, ¿de qué se trata?». Y he aquí la tercera filípica, esta vez contra tu ciudad, echa un vistazo, para comprenderlo no tienes más que echar un vistazo, esta plaza, por ejemplo, vivía en ella de niño y recuerdo que en aquel tiempo había casas llenas de gracia, con hermosos balcones de hierro, tejados rojos, fachadas con la pátina del tiempo, y ahora sólo hay caserones, símbolos de una ignorancia que no sabe ni cambiar ni conservar, no sabe más que destruir y olvidar; lo hemos olvidado todo, incluso a Sócrates y a Platón, no nos queda más que el mar, el cielo, el sol para que crezcan los tomates; se ha perdido el antiguo orgullo y han aguantado la dictadura siete años, y ha sido preciso que corriera sangre en Chipre para que recobraran un jirón de libertad con Evanghelis Tossitsas Averoff; con esa gente capaz de vivir tan sólo del chisme, de la intriga, del embrollo de vía estrecha. Nos llaman levantinos y tienen razón: traidores, indolentes, yo no me fío de nadie, no puedo fiarme de nadie, cataraméne Khristé! «No, Alekos, no es eso». «No, no es eso. También es eso, pero no es eso». «Así, pues, Alekos, ¿de qué se trata?». Alzaste un rostro cargado de zozobra: «Se trata… Se trata de que me he equivocado en todo». «¡¿Que te has equivocado en todo?!». «Sí. Porque estas elecciones son una farsa, una coartada de quien se pone los otros calzoncillos, los que llevan la palabra Libertad. Elecciones mientras Ioannidis es aún jefe de la ESA, cataraméne Khristé! ¡Mientras los Theofiloiannacos, los Hazizikis, los Malios, los Babalis se van de paseo impunes! ¡Mientras Papadopoulos permanece cómodamente en su villa de Lagonissi! ¡Mientras el único proceso que se celebra es contra su mujer, Despina, por diez mil miserables dracmas que el KYP le pasaba cada mes! Dicen que no hacía nada para ganárselas, que es un fraude al Estado. En cambio, el que se las ha ganado es un ciudadano benemérito. Y si gritas qué-asco, te responden: pero ¿cómo? Ahora hay democracia, libertad. Hay elecciones, incluso Panagulis se presenta a candidato. Bueno, pues ¡no quiero ser candidato! ¡No quiero ser cómplice de esta farsa! ¡Me he equivocado al decir que sí! ¡Me he equivocado al volver! ¡Me he equivocado en todo, sí, en todo! ¡Y me voy! ¡Me voy, me voy!». «Te vas… ¡¿a dónde?!». «¡Adonde hubiera debido irme cuando la Junta abdicó! A Chile, con los vascos, ¡al infierno! ¡A cualquier sitio donde luchar signifique luchar y no boxear con las sombras, con las coartadas!».
Eso era lo que te chupaba los carrillos, te azuleaba las ojeras y te vaciaba en una decadencia física voluntaria. Entonces no habías cambiado; cometí un error al creer que en los pocos meses que pasaste pensando hubiera madurado un personaje nuevo: las-verdaderas-bombas-son-las-ideas. Las ideas no te bastaban, ni tampoco los desafíos que debían hacerse con el intelecto, y acaso no habías olvidado siquiera la fascinación de la muerte, la misteriosa añoranza que vi en Egina. Te miré como se mira una puerta que nos esforzábamos en abrir sin darnos cuenta de que ya estaba abierta. ¿Qué replicar? ¿Con qué palabras ayudarte? ¿Con la vieja cantilena de que morir es fácil, de que lo difícil es vivir? ¿Con el viejo razonamiento de que en la guerra cualquiera consigue hacer de héroe, mientras que en la paz no lo consigue casi nadie? No habías cambiado nada, tanto más cuanto que las tuyas eran verdades sacrosantas: aquellas elecciones sólo servirían a los Karamanlis, a los Papandreu y a los Averoff, y con la palabra Libertad se engaña tan bien como con la palabra Pueblo. «No sé qué decirte, Alekos». «Te creo. Ven aquí». Habíamos llegado a la calle Solonos y estabas empujándome hacia el portal de la casa de vecindad donde estaba tu despacho. Entramos, subimos en el ascensor y llegamos a un rellano largo, frente a una puerta con tu nombre, y de pronto se me escapó un grito. Bajo tu nombre había una gran cruz y bajo ésta, dos fechas: 17 de noviembre de 1968-17 de noviembre de 1974. «¡Alekos! ¿Qué significa eso, Alekos?». «Significa lo que has entendido —murmuraste—. Significa que alguien a quien no gusta que saliera vivo hace seis años, quisiera verme muerto el próximo 17 de noviembre. —Y a continuación, con renovada vivacidad—: ¿Sabes a qué conclusión he llegado? Que no me voy, no. No renuncio a esa candidatura: me presento a las elecciones, vaya que sí. ¡Ah, cuánto me gustaría que fuera el 17 de noviembre!». Y como los autores de la lacónica amenaza sabían, se desarrollarían precisamente el 17 de noviembre. La noticia se dio poco tiempo después.
Fue como regar una planta enferma de sequía, en el lapso de una semana habías vuelto a florecer incluso físicamente. Se acabó el aspecto consumido, las ojeras lívidas, la espalda encorvada, el desaliño y la tristeza. Don Quijote se había reencontrado a sí mismo y su fantasma galopaba de nuevo por el reino de las locas extravagancias, de los entusiasmos sorprendentes. «¡Una idea! ¡Esas dos fechas bajo la cruz me han sugerido una idea! Imprimir diez mil octavillas con el eslogan 'El 17 de noviembre de 1968 la Junta condenó a muerte a Alexandros Panagulis, y el 17 de noviembre el pueblo lo elegirá diputado al Parlamento’. Así abofeteo también la palabra Pueblo, y los que llevan los calzoncillos me votan». «Sí, Alekos, pero…». «Mejor, la mitad octavillas y la mitad sellos, así se ahorra cola: un lengüetazo y listos. Y se pegan donde nos parezca: en las ventanillas de los taxis y de los autobuses, en los cristales de los bares, en las sillas, en las mesas y encima de la gente. Pasa uno y paf, se lo pegas en la espalda o en un brazo. O en el trasero. ¿Te imaginas a Averoff con mi sello en el trasero?». «Sí, Alekos, pero…». «Escucha esto: en lugar de las acostumbradas octavillas quiero distribuir mi libro de poesías. Digamos mil ejemplares. ¿No es un gesto simpático, chic? Además, contribuye a la difusión de la cultura». «Sí, Alekos, pero ¿quién se ocupa de tu campaña electoral, el partido?». «¿El partido? ¿Qué tiene que ver el partido?». «Tiene que ver, porque una campaña electoral cuesta dinero». «¿Dinero? ¿Qué dinero?». «Por ejemplo, el dinero para imprimir esas octavillas y esos sellos, y para comprar esos mil libros». «Los libros los compramos nosotros, con descuentos, y las octavillas y los sellos los imprimiremos nosotros, de cualquier manera. ¡Yo no acepto nada del partido!». «Alekos, ¡¿no irás a hacerte ilusiones de llevar a cabo una campaña electoral con un libro de poesías y unos cuantos sellos para pegarlos en el trasero de la gente?!». «No, además están los mítines». «Pero ¡también los mítines cuestan! Para organizarlos se requieren muchas personas y…». «Tengo mis amigos». «Necesitarás automóviles…». «Tengo los automóviles de mis amigos». «Necesitarás teléfonos y…». «Sí, ¡teléfonos sí!». «Y una oficina». «La oficina ya la tengo». «¿La de la calle Solonos? Pero ¡si es un agujero apenas mayor que tu celda de Boiati! Escúchame, Alekos…». «No, no te escucho. Porque si te escucho me sacas a relucir la lógica, y con la lógica yo me desanimo. Y si me desanimo no gano. Ya encontraremos el dinero, y si no lo encontramos, paciencia. Me pasaré sin oficinas, sin automóviles, sin teléfonos; compraré unos cuantos botes de pintura y unas brochas y escribiré mi nombre en las paredes. Y si no tengo dinero para comprar la pintura y las brochas, lo escribiré con carbón: Votad-por-mí». Ningún obstáculo te asustaba, antes bien, espoleaba tu orgullo y tu imaginación: si la manera de hacer democracia era equivocada, decías, ¿por qué no comenzar impugnándola al rechazar las inmoralidades de la máquina electoral? «¡Se gastan miles de millones para transformar los mítines en kermesses bullangueras! ¡Se talan bosques para fabricar el papel que se derrochará en octavillas! ¡Se queman ríos de gasolina para transportar a los candidatos en automóvil! Un candidato honrado debería arreglárselas con una bicicleta y un megáfono. Sin contar con que los llamados protectores no dan nada por nada: una financiación es siempre una corrupción ante litteram, o sea una deuda que antes o después se te presentará con solicitudes de favores o de embrollos». Que te habías recuperado, por lo demás, se hizo evidente el día en que contrabandeaste los cinco millones con que llevaste a cabo toda la campaña electoral.
Convencido finalmente de que con una bicicleta y un megáfono no llegarías lejos, ni tampoco con el votad-por-mí escrito con carbón en las paredes, y que eran precisas algunas octavillas e incluso un despacho menos incómodo que el agujero de la calle Solonos, y al mismo tiempo decidido a no aceptar una dracma de tus conciudadanos, me nombraste tu tesorera personal en el extranjero y me mandaste a Italia a pordiosear ayudas entre los que usaban calzoncillos con la palabra Pueblo. Error ingenuo, en vista de que el gran protegido de los socialistas italianos era Papandreu, y que sólo en él se concentraba su prodigalidad internacionalista. Pero una buena mañana: «¡Victoria! ¡Victoria!». Exhortado por Nenni, un grupo periférico desobedeció al Comité central y realizó una colecta que ahora te esperaba en Venecia. Y como la Bienal de Venecia te había invitado a la ceremonia de apertura, billete de avión incluido, pudiste acudir en seguida a retirar aquella suma sin distraer de ella un céntimo. «¿Qué suma, Alekos?». «Una suma enorme». «¿Cómo de enorme?». «Ya lo verás». Veinticuatro horas más tarde estabas en la plaza de San Marcos, donde dos tipos estupendos llegados de Módena te entregaron un envoltorio atado con un bramante. Se lo agradeces con besos y abrazos, corres al hotel, rompes el bramante con dedos temblorosos, y sobre la cama se abate un pedrisco de billetes de diez mil. «Alekos… ¿esta es la suma enorme?». «¡Sí! ¡Cinco millones, imagina! ¡Cinco millones! ¿A qué no sabes la de cosas que hago yo con cinco millones?». Y mientras tanto los contabas, extasiado, los palpabas, los acariciabas y los alineabas dentro de una maletita que desde aquel momento nos siguió a todas partes, en lancha, en góndola, a los restaurantes, a los museos e incluso a la inauguración en el palacio de los Dogos, donde pretendiste que la mantuviera sobre las rodillas para poderla vigilar mientras pronunciabas tu discurso, y asimismo al banquete, donde la escondiste bajo la mesa, bien apretada entre las piernas. «No la dejo en el hotel, no. De otra manera me la robarían y adiós campaña electoral». Dado que la única preocupación que manifestabas era la eventualidad de un hurto, creía que no habías considerado el problema de transferir aquel dinero a Grecia, detalle no desdeñable habida cuenta del rigor de la ley italiana en materia de contrabando de divisas. Pero sí lo habías considerado, ya lo creo: me di cuenta cuando te acompañé al aeropuerto y te encerraste con la maletita en los servicios, para salir al cabo de media hora con un paso que no me convencía. Caminabas de manera muy extraña. Parecía que tuvieras las piernas de palo, pues ni siquiera doblabas las rodillas. Peor: ni siquiera levantabas los pies del suelo; los arrastrabas, rígido como un autómata. «¡Alekos! ¿Qué has hecho?». «¡Eh! Medio millón en un zapato, medio millón en el otro zapato, un millón en la pierna izquierda, un millón en la pierna derecha, y el resto en los calzoncillos. Adiós». Y con una maravillosa sonrisa te presentaste en el control de la policía, donde un agente te cacheó desde las axilas hasta las caderas, en busca de armas, abrió la maletita, hurgó entre los papeles y examinó la cartera: «¿No lleva divisa italiana?». «Ni una sola lira». «Buen viaje, gracias». Gracias a usted, no faltaba más, y adelante, rígido como un autómata, sin levantar los pies ni doblar las rodillas, con tu tesoro que ningún banco de Atenas querría cambiarte, de tan sobado, rasgado y maloliente como estaba. «¿Esto es dinero o calcetines sucios?». Pero de todas formas conseguiste convertirlo en dracmas, y con una parte alquilaste lo que llamabas mi-cuartel general.
El cuartel general se componía de dos cuartuchos infectos y con desconchados en las paredes, con las vidrieras semicubiertas por un retrato que te hicieron durante el proceso y por el cartelón que escogiste como símbolo: un puño levantado que estrecha una ramita de olivo y una paloma blanca. «¿Qué tiene que ver la paloma? ¿Para qué es?». «No tiene nada que ver; me gusta». «¿Y la ramita de olivo?». «También me gusta». «Pero ¿qué significa?». «¡Bah!». El mobiliario consistía en un par de mesuchas, un escritorio prestado, ocho sillas desvencijadas y regaladas por ocho donantes distintos, una butaca coja, un búcaro, un hornillo eléctrico para el café y muchos teléfonos, entre ellos uno rojo de ficha. Las personas que allí se encontraban carecían de toda experiencia política; eran jóvenes cuyo único mérito consistía en que te profesaban una devoción ciega, muchachas cuya única ventaja radicaba en que estaban enamoradas de ti, parientes que te querían y una anciana con sombrerito y gafas bifocales de miope. De hecho, cualquiera que se ofreciese a trabajar gratis era acogido y utilizado sin límites de misericordia, incluida la pobrecilla a la que, cínico, llamabas esa-puta-gorda. Doctores en medicina se empleaban en pegar carteles, arquitectos en escribir tu nombre en las paredes, y tías viejas y paralíticos en contestar al teléfono o hacer café. Pero por más que todos agotaran sus fuerzas con la mejor voluntad, la campaña avanzaba desastrosamente. Ante todo, el material de propaganda era escaso. Aparte los sellos con las fechas 17 de noviembre de 1968-17 de noviembre de 1974 y unas docenas de carteles con la ramita de olivo y la paloma, se reducía a un centenar de octavillas con tu fotografía del pasaporte. En cuanto a los mil ejemplares del libro de poesías, yacían en un almacén de la aduana, bloqueados por un elevadísimo arancel que tú te negabas a pagar. Además, la prensa no se ocupaba en absoluto de ti. Empeñados en dar publicidad a sus clientelas de derechas e izquierdas, los periódicos ni siquiera decían que eras candidato. Finalmente, no hacías nada para seducir a los electores, para solicitarles el voto. Te limitabas a hablar en los mítines, y éstos eran tu talón de Aquiles. Tan sólo en el proceso, frente a la muerte, conseguiste expresarte con eficacia: en circunstancias normales no poseías la menor aptitud para el arte de la oratoria. No sabías construir un discurso fluido, te faltaba por completo el brío, te dejabas invadir por la timidez, y para aparentar gravedad te permitías gestos equivocados, como meter las manos en los bolsillos o blandir amenazadoramente la pipa. En medio de tanta catástrofe, incluso la fascinación de tu hermosa voz se desvanecía y se tornaba débil, gris, empobrecida por los fallos con que tropezabas o distorsionada por unos gritos exagerados. Por si eso no bastara, detestabas por principio los mítines. Sostenías que no son más que ejercicios de retórica, embustes, espectáculos para enredar a la gente, para manipularla y embriagarla con promesas que nunca serán mantenidas. Y para no hacerte culpable de esos delitos, caías en el exceso contrario, subrayando verdades brutales y exponiendo conceptos impopulares: el veneno de las ideologías, lo obtuso de los dogmas, la falta de honradez de las coartadas, la falsedad del progreso, la vileza de las masas que obedecen. A veces lo resumías todo en consignas y cantilenas esquemáticas. Escucharte resultaba tan angustioso, que cada vez asistía yo con el corazón en suspenso y preguntándome: Oh, Dios, ¿qué maquinará hoy?
No es que acudiera a menudo; por lo general, prefería evitarme el tormento, y no es que comprendiera bien lo que decías en tu lengua. Pero si iba, me bastaba prestar oídos a los vocablos sosialismós, socialismo; fasismós, fascismo; epanástasis, revolución; laós, pueblo; sovraca, calzoncillos; o giós tou Papandreu, el hijo de Papandreu, para reconstruir tu discurso, que ya me sabía de memoria y que sonaba, más o menos, así: «Socialismo, ¿qué socialismo? Hoy todo el mundo habla de socialismo; la palabra socialismo se ha convertido en la salsa de todos los platos, en la flor en el ojal de toda mentira, en una moda. ¿Hemos olvidado acaso que también Mussolini chachareaba sobre el socialismo, que incluso procedía de él, y también Hitler? Nazismo ¿no es tal vez la abreviatura de nacionalsocialismo? Alguien dice socialismo, y vosotros detrás, sin preguntaros qué socialismo, sin mirar a la cara a quien dice socialismo. El hijo de Papandreu, por ejemplo, lleva la palabra socialismo escrita en los calzoncillos, así como la palabra revolución y la palabra Resistencia. ¿Qué resistencia, qué revolución? Incluso Papadopoulos llamó a su golpe de Estado revolución, lo mismo que Pinochet: en la misma derecha no hay dictador que no recurra a la palabra revolución. Todos quieren hacer esa revolución y luego no la hace nadie, y menos que nadie los que se definen como revolucionarios, porque con sus revoluciones sólo cambia el amo, el régimen. La revolución no se manda. Existe una única revolución posible, y es la que hacemos solos, la que se produce en el individuo, que se desarrolla en él con lentitud, con paciencia, ¡con desobediencia! La revolución es paciencia y desobediencia, no es prisa, no es caos, no es lo que os cuentan los demagogos de varita mágica. No prestéis oídos a quien promete milagros ni a quien se compromete a cambiar las cosas en cuarenta y ocho horas, como un mago. Los magos no existen, ni tampoco los milagros. Los demiurgos se burlan de vosotros, bobos, que estáis acostumbrados a que todos os agarren por las narices, a padecer. ¡Esta fachada de democracia puede ser abatida de un soplo, si seguís las chácharas de los falsos revolucionarios! Tengamos bien sujeto este jirón de libertad que nos han regalado gracias a la sangre de Chipre. Regalado, sí, y la libertad regalada siempre da frutos amargos: si no permanecéis atentos, estas elecciones beneficiarán solamente a los herederos de la Junta. Porque la Junta no ha caído, simplemente ha cambiado de táctica, ha delegado su poder en tunantes vestidos de liberales, en cerdos asquerosos como Evanghelis Tossitsas Averoff, en la más que repugnante derecha que mangonea desde hace siglos, que hasta ayer bailaba el minué con Papadopoulos y Ioannidis, y que hoy lo baila con los barricadistas, con quienes cultivan otros totalitarismos. Y vosotros no os dais cuenta. Porque no pensáis. Por eso siempre hay alguien que piensa por vosotros, que decide por vosotros: amo-dime-qué-debo-hacer, compañero-dime-qué-debo-pensar».
La gente escuchaba ora defraudada ora ofendida o extraviada: pero ¿qué decía aquel tipo, por qué los maltrataba y frustraba sus esperanzas? ¿Qué se proponía con la historia de los calzoncillos, de la paciencia, de la libertad regalada, de que el socialismo es una palabra, una salsa, una moda; a qué aludía con la coletilla del pensar y no pensar, compañero-dime-qué-debo-pensar? Ellos siempre creyeron que el bien era el bien y el mal, el mal; que los malos estaban a un lado y los buenos al otro, y nunca oyeron decir que eran una misma cosa y que para mejorar había que hacer las revoluciones solos: ¿cómo se hacen las revoluciones solos? La mayoría eran pobres tipos de manos callosas, con el rostro del que obedece desde que el mundo es mundo, alfombras de cualquier poder, instrumentos de toda ambición, auténtica mercancía de intercambio entre los Brezhnev y los Pinochet, los Averoff y los hijos de Papandreu: bastaba mirarlos para darse cuenta de que acudían al mitin para recibir un poco de esperanza y no para ser reprendidos. No, a ese joven que hablaba humildemente, a tropezones, monótono, y que de pronto se lanzaba a chillar locuras, ni siquiera lo comprendían. Así el mitin terminaba fríamente, todo lo más con breves aplausos corteses, más inseguros y ligeros que una llovizna de verano, y tú te marchabas enojado a bordo de una camioneta, lo que ciertamente no contribuía a investirte de autoridad. Era una camioneta prestada no sé por quién, tapizada de sellos y octavillas con la horrible fotografía del pasaporte, tan vieja que si no la empujabas el motor no se ponía en marcha. Verte empujándola, resollando, era un espectáculo que pocos apreciaban y que muchos juzgaban desolador. Añade a eso que a menudo tus adversarios se vengaban sin piedad, especialmente los intelectuales, y con la prosopopeya de quien ha leído o finge haber leído los cuarenta volúmenes de Marx y Engels, así como los cuarenta y cinco de Lenin y la Ciencia de la lógica de Hegel, se exclamaban de la ignorancia, la superficialidad o la fragilidad de tu pensamiento. O bien se limitaban al sarcasmo: «Dejadle que diga, que no sabe lo que quiere; es tosco, es un romántico, un dinamitero fracasado. En el fondo, ¿qué méritos tiene? Puso dos bombas. Una ni siquiera llegó a estallar, y la otra tan sólo abrió un agujero en el asfalto». Palabras éstas que te herían mortalmente aunque no lo dieras a entender y continuaras impertérrito con tus verdades despiadadas, tus camionetas traqueteadas, tus escritorios de prestado, tus sillas regaladas, tus miserables cinco millones de liras, reducidos ya a unas pocas dracmas, y la inquebrantable certeza de vencer en la gran apuesta: «En el fondo, la gente me comprende. La gente me votará». Hasta que llegó el día de las elecciones.
Como cuando se espera el veredicto de un jurado que decide nuestro futuro o el resultado de un examen médico del que depende nuestra salud, y que cuanto más tarda más nos asalta el temor de que anuncie una enfermedad sin remedio o una condena inapelable, así esperaba yo tu llamada de Atenas, caminando arriba y abajo por la habitación de un insignificante hotel en Jordania. No quise asistir a tu último mitin; me faltó el valor. Pero desde un balcón del hotel Grande Bretagne presencié el mitin de Karamanlis, que se desarrollaba a la misma hora la misma noche, y vi a la gente que tú creías que te comprendía y que te iba a elegir. La vi llegar: ordenada, disciplinada, aborregada, como un auténtico rebaño que va donde quiere el que manda, promete y asusta, con los ojos cerrados porque no hay necesidad ni de ver el camino; el camino es un río compacto de lana que desembocará en la plaza elegida por el poder correspondiente, en este caso la plaza Syntagma de Atenas, y viva Karamanlis. En otros casos es la plaza Venecia de Roma, y viva Mussolini; la plaza de San Pedro del Vaticano, y viva el papa; la Alexanderplatz de Berlín, y viva Hitler; Trafalgar Square en Londres, y viva Su Majestad la reina; la plaza de la Concordia de París, y viva De Gaulle; la plaza de la Paz celestial de Pekín, y viva Mao Tse-tung; la plaza Roja de Moscú, y viva Stalin o, mejor, viva Jruschov o, mejor, viva Brezhnev, viva quien corresponda, o sea viva el que está en la cúspide de la montaña, nunca vivan los desgraciados que mueren para que los borregos se conviertan en hombres y mujeres. A esos desgraciados se les aplaude sólo en sus funerales, cuando ya no estorban. Vi a la masa llenar la plaza, hacerse compacta, convertirse en un ejército de ochocientos mil hombres, y tuve miedo de ella. No tanto por el número cuanto por el rigor geométrico con que la alinearon en escuadras y centurias, el método con que ondeaban las banderas, agitaban las pancartas y alzaban las antorchas, y por la regularidad con que escandían los vivas obedeciendo a los coordinadores provistos de walkie-talkies. Uno, dos, tres: «¡Ka-ra-man-lis!». Uno, dos, tres: «¡Ka-ra-man-lis!». Y cada Karamanlis eran cuatro cañonazos disparados a la distancia precisa entre sí, un adensamiento del bombardeo ya tan intenso y espantoso como para dominar por completo sobre el discurso del viejo politicastro que, iluminado por los focos y escoltado por Evanghelis Tossitsas Averoff, se desgañitaba diciendo sabe Dios qué: la única palabra que se distinguía era el nombre de su partido, Nueva Democracia. A lo mejor explicaba en qué consistía esa nueva democracia, cómo se disponía a joderlos, pero ellos no querían saberlo, querían vitorearlo y basta, de modo que si él hubiera gritado el resultado de un partido de fútbol, Real Madrid-Manchester-dos-a-uno, o si hubiese chillado una receta de cocina, tómese-la-chuleta-enharínese-sálese-y-fríase, hubiera sido exactamente lo mismo; igual hubieran continuado disparando el cuádruple cañonazo, ondeando banderas, agitando pancartas, obedeciendo a los jefes de escuadra, los cuales obedecían a los jefes de centuria, los cuales a su vez obedecían a los coordinadores con sus walkie-talkies, los cuales obedecían por su parte al gran regidor de aquella apoteosis. ¿Quién era el regidor? Incluso pensó en los fuegos artificiales y en las palomas, si bien no previo el incidente de estas ultimas. A cierto momento la noche se encendió con luces rojas, verdes, violetas, doradas y fuentes de estrellas, y de las jaulas escondidas tras el tejado del palacio presidencial, se soltaron centenares y centenares de palomas en dirección a la plaza. Pero en lugar de volar armoniosamente, se pusieron a aletear como mariposas borrachas, y de pronto, aterrorizadas por el fragor, por los focos, las banderas y la imbecilidad humana, perdieron el control del intestino y dejaron caer sobre la multitud una lluvia de líquidos y cálidos excrementos. Luego, Karamanlis y Averoff se marcharon, ambos sacudiéndose las americanas, sobre las que las palomas defecaron según los indiscriminados criterios de igualdad que sólo los animales respetan, y sobre el ritmo del himno nacional que salía en ecos de los altavoces, los ochocientos mil evacuaron la plaza, siempre ordenados, disciplinados y aborregados. ¡Derecha, de frente, ar! En la plaza quedó un basurero de octavillas, pasquines, zapatos perdidos, botellas vacías y cáscaras de pistachos que las barredoras automáticas se apresuraron a recoger. Y allí sucedió algo. Sucedió que, tal vez por casualidad, uno de los técnicos encargados del funcionamiento de los altavoces puso un disco de Theodorakis: la canción escrita por Theodorakis tras tu condena a muerte. Y en lugar del himno nacional se difundió aquella música triste y la letra: «Otan ktipísis dio forés, k’hystéra trís ke pali dio, Alexandré mou… Cuando golpees dos veces, y luego tres y otras dos, Alexandros mío…». Turbada e incrédula bajé para ver cómo reaccionaba la gente, pero en la plaza ya desierta no había más que dos jóvenes, dos hijos del pueblo, dos corderitos del rebaño, y uno decía: «Tí ania! Piòs ine aftos Alexandros? ¡Vaya lata! ¿Quién es ese Alexandros?». El otro contestaba, encogiéndose de hombros: «Den xero, no lo sé».
Ni siquiera quise esperar el resultado de las votaciones; también en este caso me faltó valor. Pero pasé por tu cuartel general la noche del escrutinio, y me bastó para comprender cómo se ponían las cosas. Todos presentaban el aspecto de quien no se hace ilusiones, los teléfonos llamaban sólo para dar malas noticias, y de hora en hora el partido de Karamanlis ascendía en la clasificación, mientras que tu partido bajaba. En cuanto a las preferencias a las que aludiste, eran tan escasas que las agencias de prensa daban ya por segura tu derrota. Cinco votos en la circunscripción tal, diez en la circunscripción cual, quince como máximo y, en muchos casos, ninguno. Inútilmente, rodeado por los jóvenes y las muchachas que durante mes y medio trabajaron para ti, repasabas una y otra vez las sumas con la esperanza de alcanzar el número de votos necesario para resultar elegido. Inútilmente la viejecita del sombrerito llamaba y volvía a llamar para conocer las cifras definitivas, repetía las sumas y descubría que te habías equivocado en tres votos; no, en cinco; no, en seis: sustancialmente, la amarga realidad no cambiaba, y tu rostro iba tornándose más y más chupado y pálido. Al amanecer, incapaz de asistir hasta el final a aquella agonía, me fui y no volví a verte hasta la mañana siguiente. Dormías, agotado. Pero apenas te rocé el cabello despertaste y prorrumpiste en un llanto rabioso: «¡El pueblo vota a quien le miente! ¡El pueblo vota a quien le toma el pelo! ¡El pueblo vota a quien gasta miles de millones para obtener sus votos, con fuegos artificiales y palomas! ¡El pueblo quiere ser esclavo, le gusta!». Luego recaíste en tu sueño, agotado, y yo me separé de ti para partir, para evitar hallarme en Atenas en el momento en que tu derrota se hiciera oficial. Tres días más tarde debía ir a Jordania a fin de entrevistar al rey Hussein, y lo aproveché: mintiendo, te dejé en la almohada una nota en la que te decía que el encuentro con Hussein había sido anticipado, y que por tanto era preciso que me dirigiera inmediatamente a Ammán. Luego, me marché de veras a Ammán. Desde allí te busqué un par de veces y recibí respuestas vagas, lo que me convenció de que, en el mejor de los casos, entrarías en el Parlamento por los pelos, o sea con el resto de los votos transferidos a la lista nacional, y luego incluso desistí de llamarte: «Llámame tú en cuanto sepas algo concreto». Por esta razón esperaba ahora como cuando se espera el veredicto de un jurado que decidirá sobre nuestro futuro o el resultado de un examen médico del que dependerá nuestra salud. ¿Y si el partido no hubiera conseguido siquiera que resultaras elegido por los pelos? ¿Para qué habría servido el sacrificio de entrar como un huésped indeseado en la política de los políticos? ¿Con qué otros medios arrojarías la simiente que te urgía lanzar sobre el río de lana, entre los inmóviles guijarros que duermen al pie de la montaña? Sin contar con que un escaño en el Parlamento podría protegerte un poco. ¿O más bien al contrario? Miré el reloj. Las once, y la entrevista con Hussein era a mediodía. Me encaminé a la puerta. Sonó el teléfono. Retrocedí. Tu voz festiva me llovió dentro de los oídos: «¡Soy yo! ¡Soy yo! ¡Soy diputado! ¡Soy deshonorable!»[3].
¿Qué sucedió para que se apagara tan pronto mi alivio? ¿La amargura de saber que eras diputado gracias a los votos adelantados a los demás, gracias a las migajas que quedaron en el mantel? ¿La conciencia de las nuevas desilusiones a las que no sabrías resistir? ¿O bien fue la leyenda que me contó Hussein? Su Majestad aparecía más triste que de costumbre aquella mañana, y en un momento dado, hablando de su fatalismo, me preguntó: «¿Conoce usted la leyenda de Samarcanda?». Y me la contó. Había una vez un hombre que no quería morir. Era un hombre de Isfahán. Y una noche aquel hombre vio que la Muerte lo esperaba sentada en el umbral de su casa. «¿Qué quieres de mí?», gritó el hombre. Y la Muerte: «He venido a…». El hombre no le dejó completar la frase, saltó a un caballo veloz y a rienda suelta huyó en dirección a Samarcanda. Galopó dos días y tres noches sin detenerse nunca, y al amanecer del tercer día llegó a Samarcanda. Seguro que allí la Muerte había perdido sus huellas. Descabalgó y se puso a buscar albergue. Pero al entrar en su habitación se encontró a la Muerte esperándole, sentada en la cama. La Muerte se levantó, fue a su encuentro y le dijo: «Me alegra que hayas llegado a tiempo. Temía que nos perdiéramos, que fueras a otro lugar o que te presentaras con retraso. En Isfahán no me dejaste hablar. Fui a avisarte a Isfahán de que te citaba al amanecer del tercer día en la habitación de esta posada, aquí, en Samarcanda».
«¡Verás cuánto me divierto con la política de los políticos! ¡Ya lo verás! Y ahora que puedo ir a la caza de aquellas pruebas…». «¿Qué pruebas?». «Los documentos de la ESA, ¡las pruebas que afectan a los hombres indignos! Me llevará tiempo, pero lo conseguiré. Lo importante es que no me mezcle con nadie. Como hoy.» «¿¡¿Como hoy?!?». «Sí, como hoy». «¿Y te parece justo no mezclarte hoy con nadie?». «Justísimo». En Atenas se celebraba una gran manifestación para conmemorar la matanza del Politécnico. Sin saberlo, regresé de Ammán a tiempo para participar, y mientras nos dirigíamos a tu oficina, situada precisamente junto a la calle donde iba a formarse el cortejo, hete aquí que anuncias que no quieres mezclarte con nadie. «Alekos, explícame bien por qué». «Ya te lo he dicho: para poner cuanto antes las cosas en claro, para demostrar desde buen principio que yo no estoy con los embusteros ni con los oportunistas, que yo no camino con sus banderas ni con sus pancartas. Estarán todos los partidos, y cada partido ha reclutado sus comparsas y los arrojará a ese cortejo con una única finalidad: dar una prueba de fuerza, rivalizar en vanidad. Mira-cuántos-tengo-yo, tengo-más-que-tú, también-tengo-más-banderas-y-más-pancartas. A los partidos no les importan nada los muertos del Politécnico. A los partidos nunca les importan los muertos. Y cuando pienso que en ese juego desfilarán también los siervos que callaban, que se cagaban encima de miedo, que ni siquiera querían oír la palabra Resistencia, ¿sabes qué te digo? Preferiría desfilar con Theofiloiannacos». «También acudirán los que sí han estado en la Resistencia, Alekos». «Cierto. Requeridos por los partidos, utilizados por los partidos como claveles que lucir en el ojal, abrumados por los siervos que callaban y se cagaban encima de miedo. Siempre es así. No, gracias: repito que no estoy con ellos». «Con alguien deberías estar, Alekos. No querrás desfilar solo o conmigo nada más». «No desfilaré ni solo ni contigo nada más. Desfilaré con los que están solos como yo. Existen. Son pocos, pero existen. Los encontraré». «¿Dónde?». «En las aceras. Algunos están ya. Mis amigos, ¡mira!». Habíamos llegado a tu oficina. Entraste y, con un amplio gesto de la mano, señalaste el grupito que había trabajado para ti en la campaña electoral. Estaban la anciana del sombrerito y gafas de miope; una enana de un metro cuarenta con un bolso más grande que ella; una docena de jóvenes, otras tantas muchachas y un cojo. «¡Mis amigos! Constituiremos un islote que acude por cuenta propia». «Ni siquiera tienes una bandera ni una pancarta». «¿Quieres la bandera? ¿La quieres roja?». Con una pirueta arrebataste a la anciana del sombrerito un hermoso foulard rojo llama, perdona-te-lo-vuelvo-a-comprar, y luego con un bolígrafo escribiste encima Elefthería ke Alithía. Libertad y Verdad. «Ya está hecho. Ahora tenemos bandera, y roja. No falta más que el asta. ¡Buscad un asta! ¡Unos clavos! ¡Un martillo!». Martillo había, pero no clavos y mucho menos asta. «¡Desclavad las sillas, desenroscad las manijas, romped la mesita!». «Alekos, ¿qué haces?». «La bandera. Las pancartas. ¿No has dicho que se precisan también pancartas?». Pero ya estaban desclavando, desenroscando, aprovechando patas de sillas y tachuelas, fabricando carteles, diligentes y veloces, y media hora después ya estábamos en la calle para constituir el islote. En cabeza, la anciana del sombrerito y la enana con el gran bolso: la primera alzando su foulard garabateado y clavado a la pata de una silla, y la segunda levantando una pancarta ilegible hecha quién sabe con qué. En primera fila, yo, tú, el cojo y dos de los jóvenes; detrás, los otros. «Y ahora ¿qué hacemos?». «Ahora desfilamos. Por nuestra cuenta. Cantando. Por nuestra cuenta». «¿Qué cantamos?». «Adelante los muertos, ¿no?». Nos pusimos en movimiento, cantando. «¡Adelante los muertooos! ¡Abanderados sin fin de la luchaaa! ¡Y después nosotrooos! ¡Ansiosos de enarbolar los estandarteees!». Parecíamos un tropel de mendigos. No había esperanza de pasar inadvertidos: para permanecer apartado del resto del cortejo que nos precedía y que nos seguía, interrumpiste la canción y: «Pente metra! ¡Cinco metros! ¡Distanciaos cinco metros!». Y en vano un tipo con brazal, encargado del servicio de orden, se aproximaba para rogarte que acortaras las distancias, repitiéndote que el resto del cortejo iba unido y que era preciso que tú te adecuaras: le respondías con tales rugidos que el pobrecillo se apresuró a batirse en retirada. «Pente metra! ¡Cinco metros!». Desde las aceras, la gente miraba perpleja: pero ¿quiénes eran aquellos desgraciados que iban por su cuenta guiados por una enana y una vieja con sombrerito? ¿Por qué no estaban con los demás? ¿Por qué no cantaban lo que cantaban los otros? ¿Por qué no agitaban las mismas pancartas, las mismas banderas, y llevaban aquellos andrajos arrugados y aquellos carteles ilegibles? ¿Y quién era aquel que ordenaba pente-metra y luego echaba a cualquiera que intentase unirse al cortejo? A veces se oía tu nombre: «Te digo que es Panagulis, ¿no reconoces el bigote y la pipa?». Y tú, complacido, respondías con amplios gestos de bendición, propios de un pastor de almas: «¡Venid, venid!».
Marchábamos así, haciendo de cada fila un cordón, cuando sentí que te recorría un escalofrío seco, y doblaste la cabeza para señalarme a dos jóvenes, uno casi rubio y otro moreno, que permanecían parados en un cruce. Ambos iban bien vestidos, y exteriorizaban una especie de severa hostilidad. «¿Los ves?». «Los veo. ¿Quiénes son?». «Dos antiguos guardias de la ESA, de los que me daban de bastonazos». Luego rompiste el cordón y levantaste los brazos: «¡Alto!». Entre choques y empujones, la segunda fila se dio contra la primera, la tercera contra la segunda, y la cuarta con la tercera. El tropel se detuvo, bloqueando todo el cortejo; tan sólo la ancianita del sombrero y la enana con el gran bolso continuaron algunos pasos, pero de pronto se dieron cuenta de que no las seguían y retrocedieron, sorprendidas y confusas. Por lo demás, todos parecían sorprendidos y confusos; nadie había comprendido el motivo por el que estalló tu grito de alto, y de la última fila llegaban preguntas y protestas: «¿Quién ha mandado pararse? ¡Adelante, moveos! ¡Adelante, emprós!». Te di en un codo: «Vamos, Alekos». No respondiste. «Estamos bloqueándolo todo, Alekos». De nuevo te abstuviste de responder. «Pero ¿qué quieres hacer?». Otra vez silencio. Aislado en un dilema que, me confesaste más tarde, consistía en cómo-reacciono, les-pego-o-los-utilizo, los-trato-como-enemigos-o-como-amigos. Una incertidumbre que, como de costumbre, se resolvió de manera imprevista, con la irracionalidad del jugador que calcula, piensa y luego deja de calcular y de pensar, y actúa según su impulso, rouge-ou-noir-le-jeu-est-fait-rien-ne-va-plus. Mirabas a los dos individuos igual que se mira la mesa de la ruleta antes de apostar a la buena de Dios al rojo o al negro, al par o al impar, a un número u otro, pues uno u otro da lo mismo; lo que cuenta es actuar, arriesgarse, desafiar la suerte, no mantenerse neutrales. Y he aquí que la decisión estaba tomada, el impulso se desató, y te apartabas del islote con tu paso grave y lento y tu flemática insolencia, como si la calle te perteneciera y nadie tuviera derecho a protestar contra ello. Llegaste donde estaban los dos sujetos, que te contemplaban con el rostro ceniciento, aterrorizados, y llevándote la pipa a la boca insinuaste una sonrisa; luego te quitaste la pipa de la boca y dirigiéndola hacia el cortejo les indicaste tu grupo: «Venid. Os espero». Luego, les volviste la espalda y, con el paso de antes, con la flemática insolencia de antes, desanduviste lo andado en espera de que la bolita acabara de girar, alojada en el rojo o en el negro, en par o impar. Rouge ou noir, le jeu est fait, rien ne va plus.
No sabría decir cuánto duró la espera. Meses más tarde, hablando de ello, sostuviste que duró poquísimo, que toda la escena se desarrolló en un par de minutos o, como máximo, tres. Pero a mí y a quienes comprendieron nos pareció un lapso insoportable, horas, antes de que la bolita se detuviera y los dos hombres bajaran de la acera, se te acercaran, los acogieras con las manos tendidas, ignorando las advertencias del tipo del brazal, ahora airado y muy impaciente, moveos-nos-movemos-o-no-de-una-vez. Los tomaste del brazo. Los separaste y los tomaste del brazo: uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Manteniéndolos así rehiciste el cordón, reanudaste el camino, y vaya mirada feroz cuando te percataste de mi duda. Hubiera bastado esa mirada para darse cuenta de que el tuyo no había sido un gesto de perdón o de misericordia, sino un gesto de orgullo o, más bien, de desprecio. Pero no desprecio por los dos guardias de la ESA, sino por las leyes hipócritas de la comunidad, por los políticos que ahora fingían lamentos muy rentables sobre la matanza del Politécnico, por la gente que ahora participaba en la manifestación, pero que durante la tiranía había callado o colaborado; en una palabra, por las banderas del oportunismo o las pancartas de la conveniencia con las que te negaste a mezclarte. Y paciencia si nadie lo comprendió así, si ni tan siquiera lo intuyó. En efecto, no se comprendió ni se intuyó, y pronto se esparció el rumor de que Panagulis había perdonado a dos-de-sus-más-feroces-torturadores, pues con ellos avanzaba del brazo por las calles de la ciudad, uno a su derecha y otro a su izquierda, como los ladrones crucificados a la derecha y a la izquierda de Jesucristo, sí, señores, de Jesucristo, y no era una leyenda, pues cualquiera podía verlos: avanzaban a lo largo de la calle Stadiou, guiando el grupito que desfilaba por cuenta propia. Y el rumor despertó a quienes asistían distanciados a aquella manifestación tan bien organizada, demasiado bien organizada para que pareciese sincera, y a quienes no asistían porque no les importaba o porque se sentían excluidos de ella; y unos y otros se agolparon para ver a Jesucristo avanzar entre los ladrones, y cuando Jesucristo aparecía, con su bigote, su pipa y su insolencia, aplaudían convencidos, conmovidos, alguno gritaba tu nombre, y algún otro respondía a tu invitación de venid-venid. Pero, poco a poco, sucedió lo que no habías previsto: el juego dejó de ser un juego, y siguiendo la estela de una ilusión, el orgullo se transformó en humildad y el desprecio en gratitud e incluso en amor hacia quienes, desde aquellas aceras, aplaudían sin haber comprendido nada. Los independientes, concluiste, que se mantienen fuera de las manifestaciones no por indiferencia o por inercia, sino como protesta, como negativa a agregarse al río de lana. Te convenciste de que se trataba de los rebeldes que se oponen a la liturgia de las ceremonias conmemorativas no por frialdad o por indiferencia, sino porque buscan algo distinto, algo. Quién sabe qué, pero algo. Tal vez a sí mismos, su individualidad pisoteada, su unicidad ofendida por las masas, por el concepto de hombre masa. Y te metiste de hoz y coz en el papel que te asignaron. Cambiaste expresión, mirada y paso, y comenzaste a dar las gracias a quien se agregaba, a menudo con los ojos brillantes, y entonces sí que se añadieron. Hombres y mujeres, muchísimas mujeres con los niños de la mano o sobre sus hombros; jóvenes y viejos, muchísimos viejos animados por la ancianita del sombrero, supongo; y muchachos, atraídos por la enana del gran bolso, supongo; y cojos, estimulados por el cojo de la primera fila, supongo. Al cabo de un centenar de metros conté cinco cojos, tres con bastón y dos sin él. En este sentido, el episodio cumbre lo protagonizó un joven gordo y renqueante, un poliomielítico que no atreviéndose a penetrar en el islote, vasto ahora como una isla, nos seguía a un lado, agarrado a dos enormes muletas de aluminio. Cómo se las arreglaba para seguirnos sin quedarse atrás, es un misterio. Pero lo conseguía, afanándose A cierto momento volviste a detener el cortejo, y fuiste a su encuentro para besarlo y meterlo en la manifestación, colocándolo en el centro de la primera fila, que volvió a ponerse en marcha al ritmo de su paso vacilante e inestable. Y después de esto ya no hubo necesidad de que dijeras venid-venid: acudió tanta gente que en la plaza Syntagma éramos casi un millar. De treinta aumentamos a casi un millar.
Así debutaste en la política de los políticos. Comenzaste de este modo la serie de tus poéticos y trágicos errores en la política de los políticos. Porque maduró en ti la ilusión de no estar ya solo, en medio de aquel ejército desaliñado e improvisado, incapaz de luchar, que acudió a ti en virtud del equívoco de otros esquemas, los esquemas del perdón, de la misericordia, del amor cristiano; en suma, de Jesucristo. En busca de algo, tal vez, pero sin saber qué. Y desgraciadamente, basándote en aquella ilusión, te lanzaste contra los molinos de viento del dragón que elegiste.