Una mañana, a mediados de julio, te despertaste anunciando: «La Junta está a punto de caer». Luego me contaste el sueño que tuviste durante la noche, y del que extraías el vaticinio de que la Junta iba a caer. Te hallabas en el fondo de un pozo lleno de peces, y tan oscuro que el cielo, visto desde tal hondura, era una claridad remota. Te encontrabas allí abajo desde hacía una cantidad incalculable de tiempo, tal vez siglos y siglos, y sólo querías una cosa: escapar hacia arriba, en dirección al cielo. Pero la pared del pozo era lisa, sin un agujero siquiera, sin ningún saledizo para encaramarte, y no podías hacer nada salvo esperar un milagro. De pronto, el milagro se produjo, y en la pared aparecieron agujeros y saledizos, por los que empezaste a subir. Con un tremendo esfuerzo, pues a menudo resbalabas, volvías a caer entre los peces y debías empezar desde el principio. Un esfuerzo prolongadísimo. Acaso unos siglos más. Por fin llegaste al brocal del pozo, donde te asiste para recobrar el resuello y mirar lo que había fuera. Había un desierto de guijarros. En el centro del desierto, una montaña con una roca en equilibrio sobre la cima. Y, de improviso, de aquella montaña se alzó un fragor, el fragor sordo que anuncia el alud, la roca empezó a vibrar, se venció hacia delante y se desprendió de la montaña para rodar abajo y disgregarse en innumerables piedrecillas iguales a las que formaban el desierto. Te invadió una oleada de felicidad. Tan breve como un pestañeo, pues le siguió una cólera ciega porque, en la cima de la montaña, había aparecido de inmediato una segunda roca: idéntica a la primera, pero estable. Fue su estabilidad lo que te encolerizó, lo que te infundió la irresistible necesidad de derribarla, y en aquel punto hiciste el gesto para bajar del brocal, pero en vano. Una fuerza misteriosa transformaba tus piernas en bloques de plomo, y tus brazos en ríos de debilidad. Volviste a intentarlo una y otra vez, pero sólo sirvió para desmoralizarte, para dejarte allí, en el brocal del pozo. Sufrías de un modo atroz, pues comprendías que la nueva roca debía ser derribada, y que si tú no lo hacías nunca vibraría, nunca se despegaría de la cúspide para caer rodando y fragmentarse como la primera. No recordabas cuánto duró aquel sufrimiento. En el sueño te pareció larguísimo. Maduraban las estaciones, el calor se alternaba con el frío, el frío con el calor, el sol con la lluvia, la lluvia con el sol, y tú permanecías allí aferrado, con el cuerpo a medias fuera del pozo y los ojos fijos en la roca. Pero te parecía recordar que al comienzo era verano y que luego la nieve cayó dos veces, y que dos veces pasaron las golondrinas. Precisamente volvían a pasar cuando decidiste intentar algo, no limitarte a mirar. Y alargaste una mano para agarrar una piedra y arrojarla contra la roca, a fin de hacerle perder el equilibrio. Te dabas cuenta de que se trataba de una acción peligrosa, pues hacía tiempo comprendiste que los agujeros y los saledizos de la pared habían desaparecido: si caías nunca volverías a subir. Sin embargo, era preciso intentarlo, también sabías eso, y asomándote tomaste una piedra. La levantaste para arrojarla, pero en el mismo instante en que te disponías a hacerlo, en la roca se originó un viento terrible que te embistió con implacable violencia arrancándote del brocal y precipitándote de nuevo al fondo, entre los peces, para siempre.
«Qué sueño tan horrible, Alekos». «Sí, horrible. No consigo olvidarlo». «Y, sin embargo, un sueño que anuncia la caída de la Junta no debería ser horrible». «Es que no anunciaba el fin de la Junta solamente. Quien hacía que me precipitara de nuevo en el pozo y para siempre no era la Junta, sino los que van a heredarla». «¡Olvídalo! No te precipitarás en ningún pozo. Sueñas esas cosas porque las piensas durante el día: los sueños que tenemos durmiendo no son más que reflejos confusos de los pensamientos que tenemos despiertos. La ciencia demuestra que…». «La ciencia no existe, la ciencia es una opinión y si no demuestra la nada, tanto menos demuestra la vida y la muerte». Ninguna discusión, en cambio, acerca del significado que atribuías a lo demás: la montaña representaba el Poder, el eterno poder que amenaza sin posibilidad de salvación, y la roca en equilibrio sobre la montaña representaba el régimen del que el Poder se sirve hasta que decide librarse de él y sustituirlo por otro que, en las nuevas circunstancias, va a servirle más. Dictadura, democracia, revolución: todas rocas en equilibrio sobre la montaña. En resumidas cuentas, la misma roca, la misma maldición que los hombres llevan consigo desde el día en que se reunieron en una tribu. Pero si la roca caída y fragmentada en guijarros era la Junta, ¿quién era la surgida en su lugar? ¿Y por qué querías abatirla, dado que había sustituido a la Junta? ¿Por qué te mantenía pegado al brocal del pozo, con medio cuerpo dentro y medio fuera, impidiéndote franquearlo? Esto sí quería yo saberlo. «Pero la roca que sustituye a la Junta, ¿quién es?». «¿Quieres decir si tiene un nombre, si tiene un rostro? Desde luego que los tiene». «Dímelo». «No, pronto se verá». «¿Pronto?». «Sí, ya es cuestión de días, tal vez de horas». Y veinticuatro horas más tarde se produjo el golpe de Estado en Chipre, la tentativa de asesinar a Makarios, la invasión turca de la isla; una semana después, la Junta convocó a los dirigentes políticos que Papadopoulos había excluido y delegó en ellos la responsabilidad de formar un gobierno que salvara al país de la guerra con Turquía. Pero no te alegraste de ello. Te limitaste a murmurar: «La roca se ha desprendido de la montaña; la roca continúa sobre la montaña. ¿Cuándo sales para Atenas?». «¿Cuándo salgo o cuándo salimos?». «Cuándo sales; yo no voy». «¿Por qué? No comprendo». «Comprenderás cuando escuches una vocecita que te saluda: querida amiga, queridísima, qué placer conocerla, yo leo siempre sus libros, sus artículos, soy un admirador suyo, un colega suyo, yo también escribo».
Partí sin ti. Y si no a comprender, empecé a intuir en cuanto desembarqué en el aeropuerto de Atenas, donde fui inmediatamente detenida y encerrada en un cuchitril. Ahora pasaban todos —en aquel momento pasaba Theodorakis, que procedía de París—, pero mi nombre estaba en la lista negra, y para que lo tacharan y me dejaran salir del cuchitril hizo falta un buen rato. Un policía parecía favorable y otro contrario, y para llegar a un acuerdo disputaban entre sí y no sabían quién debía autorizar mi entrada: ¿el nuevo ministerio del Interior o la ESA? La noche anterior, Karamanlis regresó del exilio, juró el cargo de primer ministro y ahora el gobierno se componía de civiles, la mayoría de ellos perseguidos por la dictadura. Pero Ghizikis continuaba siendo presidente de la República, Ioannidis conservaba el control del ejército y de la ESA, ni un solo exponente del régimen había sido detenido, y los presos políticos continuaban en la cárcel: desde cualquier lado que se examinaran las cosas, el juicio se deslizaba al terreno de los enigmas de una comedia ambigua. Por lo demás, todos decían que nada estaba claro y que nada era seguro, excepto el detalle de que la Junta no había caído: había abdicado. Y no por su espontánea voluntad, sino por orden de los americanos, obviamente contrarios a una guerra entre Grecia y Turquía, o sea entre dos países pertenecientes a la NATO. Pero no siempre un régimen que abdica es un régimen muerto, y si abdica conservando los puestos clave, esto es, la presidencia y el ejército y la policía, incluso puede recuperar el poder de la noche a la mañana. Así, pues, la situación podía cambiar de nuevo e imprevistamente. Dependía de Ioannidis. Para nadie era un secreto que sólo cedió cuando el embajador de los Estados Unidos le transmitió el out-out de Washington, y aun así gritando traición, acusando a la CIA de haberle sugerido el error del golpe en Chipre, y silbando me-han-agarrado-por-los-fondillos, he-sido-un-ingenuo. Pero ahora no se consideraba precisamente vencido y no hacía más que aludir a las tropas con que defendería su honor, a los carros blindados con que reaccionaría a las ofensas, y la gente tenía miedo. Superado el entusiasmo del primer momento, los más permanecían encerrados en sus casas para evitar comprometerse, y nadie hablaba de libertad: todo lo más, de un perfume de libertad. El propio Karamanlis, siempre enojado o de mal humor, tenía el aspecto de esperar lo peor. La única persona que no parecía alimentar temores o preocupaciones era el nuevo ministro de Defensa, Evanghelis Tossitsas Averoff. El que ahora me saludaba con una vocecita aflautada: «¡Querida amiga, queridísima, qué placer conocerla, yo leo siempre sus libros, sus artículos, soy un admirador suyo, un colega suyo, yo también escribo!».
Se hallaba en el umbral de mi habitación, escoltado por un oficial de Marina, y sus, manos aprisionaban las mías como las valvas de un molusco que ningún cuchillo puede abrir. Pero blandas, como sin huesos. Lo observé curiosa. Bajo las cejas arqueadas, sus ojos negros y redondos penetraban los míos como los de un hipnotizador, pero inquietos y tan resbaladizos que parecían dos olivas sumergidas en aceite. Bajo el bigotillo con hebras grises, la boca, grotesca porque tenía la forma de las bocas desdentadas, y sin embargo estaba llena de dientes, sonreía con el éxtasis del enamorado que ha permanecido demasiado tiempo alejado de su bella y que, finalmente, se dispone a amarla sobre un lecho. Papel, éste, que no se conjugaba bien ni con su físico ni con su edad: era un hombrecillo de unos sesenta años, espaldas estrechas y arqueadas, anchas caderas y barriga prominente; una gran nariz torcida, jorobada en su raíz, coronaba un rostro no menos desprovisto de seducciones. Pero la frente era despejadísima e inteligente, notabas que era inteligente mucho antes de comprenderlo con la razón. Y si no era inteligente, era astuto con la astucia que no se distingue de la inteligencia. Además, era duro. También esto lo sentías. Y sintiéndolo te aturdías, te decías que nada en semejante aspecto ni en semejante comportamiento podía justificar la idea de la dureza, y sin embargo la dureza existía: escondida entre los pliegues de una untuosa flaccidez. Liberé las manos de las valvas del molusco, que por un instante se había aflojado: «Pase, señor ministro, siéntese». Entró, despidió al oficial con un gesto seco y severo, se sentó en la butaca y se reanudó el minué de cumplidos. «Pero, señor ministro, yo no pretendía que se molestara usted viniendo hasta aquí. A mí me correspondía ir a su encuentro». «¡Querida amiga, queridísima! Un caballero no puede permitir que una señora se moleste yendo a verle. ¡Y menos una señora tan fascinante, de tanta gracia y notoriedad! De no haber venido, hubiese cometido una descortesía en los límites de la más imperdonable zafiedad. ¿Entiende usted mi italiano?». Hablaba un italiano inmejorable, sin errores y sin acentos. «Su italiano es impecable, señor ministro, tanto en la elección de los vocablos como en la pronunciación. Ni siquiera Panagulis lo habla tan bien como usted». Mencioné tu nombre a propósito, para ver cómo reaccionaba, pero él no reaccionó en absoluto, como si no lo hubiera oído. «¡Querida, queridísima! Aprendí el italiano en Italia, ¿sabe usted? Cuando era prisionero de guerra en Rímini». «¿Rímini? También Zakarakis fue prisionero de guerra en Rímini». «¿Quién es Zakarakis?». «El director de Boiati, la cárcel de Panagulis». De nuevo hizo oídos sordos. «Rímini, Roma, qué tiempos aquéllos. Todos aprendimos italiano en aquellos años». «Zakarakis, no. A propósito, señor ministro, ¿qué hay de los diversos Zakarakis, Theofiloiannacos y Hazizikis? ¿O tendré que preguntar en primer lugar por Ioannidis? Todos se lo preguntaban. Si la Junta ya no está en el poder, se preguntan, ¿por qué Ioannidis continúa siendo el jefe de la ESA?». Suspiró. Se agitó dos veces en la butaca. Cerró los ojos, volvió a abrirlos y, por último, se lanzó a un apasionado preámbulo. Antes de contestar a la delicada pregunta debía explicarme algunos antecedentes, dijo, antecedentes de los que nadie tenía conocimiento: demasiada gente creía que la causa del cambio fue Chipre, el estúpido golpe de Estado en Chipre. «¡Pero no, querida amiga! No, eso fue sólo el principio. Lo que ha impulsado a los militares a abandonar el gobierno del país ha sido descubrir que la catástrofe vendría de Bulgaria.» «¿¡¿De Bulgaria?!?». «Sí, querida amiga, sí: de los comunistas. Siempre entrometiéndose, los comunistas. Pues ¿qué hicieron los comunistas búlgaros en cuanto tuvimos problemas con Turquía en Chipre? Concentraron decenas de miles de soldados en la frontera. Y quinientos aviones rusos de combate, he dicho quinientos, llegaron a los aeródromos militares búlgaros. Y dos mil técnicos rusos, he dicho dos mil, llegaron a Bulgaria a través de Rumania. Y los militares de la Junta se dejaron trastornar por el pánico. Un pánico que duró treinta y seis horas. Las treinta y seis horas más desesperadas de su vida porque… Bueno, porque son patriotas. Guste o no reconocerlo, verdaderos patriotas. Patriotas con mayúscula. Ioannidis incluido, Ioannidis el primero. Y Ghizikis reunió a sus jefes de estado mayor y les dijo: 'La patria está perdida, señores; para salvarla no hay más remedio que delegar el mando en los civiles’. Luego, nos llamó…».
Hablaba, hablaba, y un misterioso malestar me producía enojo, que se añadía al arrepentimiento por haber ido en su busca. ¿Por qué lo busqué? ¿Quién me lo sugirió? Tú no. Nunca pronunciaste su nombre, nunca aludiste al detalle de que fuera suya la vocecita del querida-amiga-queridísima. ¿Quién, entonces? ¡Ah, sí! Canellopoulos, el ex primer ministro que la noche del golpe fue detenido y que hoy hubiera debido ocupar el puesto de Karamanlis. Conocía a Canellopoulos, lo conocí en los días en que solicitabas el pasaporte, y del encuentro nació una hermosa amistad. Me gustaba su rostro ascético y cansado, su gracia de anciano gentilhombre desilusionado, y admiraba su valor y su cultura de gran liberal. Apenas salí del cuchitril del aeropuerto, corrí a verlo. Hablamos largamente, con toda franqueza, pero ante la inesperada mención de Karamanlis, pasó por encima del tema con mil apuros, no-puedo-responder-a-eso, no-quiero, debo-evitar-ese-tema. Y de pronto: «Pregúnteselo a Averoff. Interrogue a Averoff». Telefoneé a Averoff y se ofreció a acudir a mi hotel. Extraño asunto, en cualquier caso. ¿Era posible que fuera él la roca sobre la montaña? Pese a las hábiles chácharas sobre los búlgaros y los aún más hábiles elogios a los miembros de la Junta, así como el empeño casi impúdico que ponía en justificarlos, faltaba un eslabón a la cadena de las pruebas. Un eslabón que tal vez estaba allí, al alcance de la mano, pero que yo no conseguía localizar. Lo mismo que cuando se busca un par de gafas que llevamos sobre la nariz. Era preciso encontrarlo, era preciso seguir con mayor atención lo que iba diciendo. «Y ahora, querida amiga, permítame que le explique cómo se han comportado con nosotros Ghizikis y sus jefes de estado mayor: como verdaderos señores. Por lo demás, conmigo siempre se han comportado como verdaderos señores. Sin duda sabe usted que me vi envuelto en la fracasada rebelión de la Marina el verano pasado, y que me detuvieron. Pues bien; no me tocaron un pelo. Irreprochables. Ah, y tengo que subrayarlo: irreprochables. Y ayer… Piense, querida, que íbamos llegando separadamente, y Ghizikis nos recibía de pie, educado, jovial, y luego nos invitaba a sentarnos y nos ofrecía naranjada o café. Cuando estuvimos todos, se sentó a su vez y, con gran simplicidad, declaró que la patria estaba a punto de caer en la tragedia final, y que para salvar a la patria toda la Junta había decidido renunciar a cualquier mando que no fuera el militar. Luego, llamó a sus jefes de estado mayor y uno por uno repitieron lo mismo. Se pasó a la discusión. Se habló de responsabilidades. Y en este punto Ghizikis estuvo admirable. Honrado, humano, admirable. Se ofreció como chivo expiatorio. Comprendo que el final del régimen requiere un chivo expiatorio, dijo, y por tanto me ofrezco como tal. Yo no quería convertirme en presidente de la República, señores, pero acepté serlo y es justo que pague. Bueno; inútil añadir que no había siquiera lugar para considerar tal propuesta y que, más bien, era preciso comprometerse para evitar represalias populares y castigos. Y en tal sentido nos hemos comprometido. Por último, nos enfrentamos con el tema decisivo: la elección de quién iba a formar gobierno. Los más querían a Canellopoulos, pero yo quería a Karamanlis». «¿Por qué Karamanlis y no usted mismo, señor ministro?». Reapareció la sonrisa: «¡Muy sencillo, querida amiga, muy sencillo! ¡Porque yo no iba a prescindir del ministerio de Defensa! ¡Ah, en este punto siempre me mostré categórico! ¡Ca-te-gó-ri-co!». «Y lo ha conseguido». «Sí, querida amiga, sí. Cuando yo quiero una cosa la consigo. Y cuando quiero dos, consigo las dos».
¡El ministerio de Defensa, el ejército! Ese era el eslabón que faltaba en la cadena. ¿Qué decías tú a propósito del ejército? Esto: «En Grecia, quien manda en el ejército manda en Grecia». Busqué los ojos negros y redondos, las dos olivas sumergidas en aceite: «Señor ministro, ¿quién manda hoy en Grecia?». Las dos olivas se endurecieron y la vocecita se volvió helada: «¿Usted qué piensa, querida amiga?». «Hace una hora pensaba en Ioannidis, señor ministro». «¡Querida amiga! Yo soy el hombre al que obedece el general de brigada Ioannidis. Yo soy el hombre que manda el ejército». «Y en Grecia, quien manda en el ejército manda en Grecia. ¿Verdad, señor ministro?». «¿Quién lo dice?». «Panagulis». Se levantó de repente. «En verdad ha sido un placer conocerla, un placer exquisito. Lástima que ahora deba marcharme». Se encaminó a la salida, me tendió las manos sin huesos y me aprisionó de nuevo la derecha en las valvas de molusco. «Espero conocer también pronto a nuestro amigo; dígaselo. A propósito, ¿cuándo vuelve?». Y sin esperar la respuesta, se alejó, disipando en mí cualquier sombra de duda. Tan sólo dos días después volvió a barrenarme el cerebro, pues los presos políticos empezaban a abandonar las cárceles, la gente se mostraba de nuevo alegre, y el perfume de libertad adquiría poco a poco el perfil de una libertad. ¿Y si me hubiera equivocado?
Sonreíste, irónico. «Las rocas en la cima de la montaña no son necesariamente malévolas, y si las prisiones no se vaciaran de presos políticos, ¿qué sentido tendría hablar de libertad? Él no se comportaría nunca como un tirano: es inteligente. ¿Sabes cómo se las ha arreglado para liquidar a Canellopoulos? A cierto momento, en la reunión con naranjada y café, propone una pausa para meditar, y sale con los demás políticos. Luego, con la excusa de ir a los servicios, se queda en el palacio presidencial. Márchense-ya-nos-veremos-más-tarde. Regresa al despacho de Ghizikis y juntos llaman a Karamanlis a París. Salga-en-seguida-venga-a-formar-gobierno. Cuando los otros regresan con el resultado de sus meditaciones, Karamanlis ya ha aceptado el encargo y está volando a Atenas en el avión de Giscard d’Estaing. Una obra maestra. Me juego la cabeza a que esta obra maestra ya la preparó Averoff antes de que la Junta abdicara». «En cualquier caso, dijo que esperaba conocerte pronto». «¡Hijo de perra!». «Y luego me preguntó cuándo volvías. ¿Cuándo vuelves?». En lugar de responder, esta vez te aproximaste a la ventana y me señalaste a una pareja sentada en el bar frente al hotel: un joven con vaqueros y una mujer. Ella de unos treinta años, elegante y agradable. Busto generoso y cabellos rubios ceniza. «¿Quiénes son, Alekos?». «No lo sé. A él no lo he visto nunca, pero a ella sí. Ayer mismo, en Ginebra». Al día siguiente de mi partida para Atenas, fuiste a Ginebra para asistir a la conferencia sobre Chipre. «¿En Ginebra?». «Sí, al menos un par de veces. Y la primera no la reconocí. Experimenté una especie de inquietud y nada más. Pero la segunda…». «¿La reconociste?». «Sí, de Estocolmo. Adondequiera que fuese, en Estocolmo, aparecía ella. Al principio no hice caso, pues la creía una mitómana sueca. Pero luego hube de convencerme de que no era ni mitómana ni sueca». «¿Por qué?». «Porque no hablaba sueco». La observé de nuevo, con perplejidad. «¿Estás seguro?». «Segurísimo. Además, le gustaban las pelucas. En Estocolmo era rubia, como aquí, pero en Ginebra era trigueña. Por eso la primera vez no la reconocí». «Piénsalo bien, Alekos. Tal vez la mujer de Ginebra no es la misma que ahora está en la acera. A lo mejor sólo se le parece. Desde lejos, se aprecia mal». «No la aprecio de lejos: iba en mi avión. Tomó el avión. Tuve tiempo de observarla bien». «¿Se dio cuenta ella?». «Espero que no. Apártate de esa ventana; no quisiera que se percatara ahora». Me aparté. «¿Y el joven?». «No lo he visto nunca. De todos modos estoy seguro de que no cuenta. La que cuenta es ella, que me sigue. Y con mucha destreza. Es una profesional de alto nivel, una espía verdaderamente inteligente». «Espía ¿de quién?». «No lo sé. Para saberlo debería echarle el guante, y para echarle el guante debo dejarla que continúe un poco más. Podría trabajar para cualquiera: para el KYP o para el SID. Y si me sigue por orden del SID es para hacerle un favor al KYP. Que los servicios secretos italianos y los griegos intercambian favores lo sabe todo el mundo». «Pero, Alekos, ¡el KYP obedecía a la Junta!». «Y ahora obedece al nuevo gobierno. Los servicios secretos siempre están a disposición del Poder; no cambian porque cambie un régimen o una política. A veces, para salvar la cara, cambian a sus hombres, incluso a sus dirigentes, pero es como calzarse en la misma mano un guante nuevo e idéntico al viejo. Yo ni siquiera creo que Averoff se haya preocupado de calzar al KYP un guante nuevo». «Sí, pero ¡¿por qué motivo debería seguirte ahora el KYP o solicitar al SID que lo hiciera?! A un hombre con tu pasado, con…». «A cierta gente mi pasado no le interesa. Le interesa mi presente o, más bien, mi futuro». El futuro. Tu futuro. Este era el interrogante que me agobiaba desde que cayó la Junta. ¿Qué ibas a hacer ahora de tu futuro, de tu vida? Te busqué los ojos: «Así, pues, Alekos, ¿cuándo vuelves?». Pero de nuevo desviaste el tema señalando a la mujer y al muchacho de los vaqueros. «¡Hum! Apuesto a que esos dos también quisieran saberlo. Es más: apuesto a que a sus amos les gustaría mucho que volviera a Grecia dentro de un ataúd». Y por segunda vez te abstuviste de responder.
Al día siguiente, lo mismo. Y al otro día y al otro. Uno a uno iban regresando todos: políticos, actrices, estudiantes y escritores, y no era infrecuente que también lo hicieran farsantes que habían marchado al extranjero sólo para salvar la piel o para representar la cómoda comedia del perseguido político. «Soy una víctima de la Junta, ¡abajo la Junta!». Recibidos como héroes y heroínas por masas vociferantes y sudorosas, tal vez por las mismas personas que te dieron a ti con la puerta en las narices, desembarcaban en el aeropuerto de Atenas y, alzando el puño cerrado, y gritando viva-el-pueblo-viva-la-libertad, corrían a echar los cimientos de una carrera parlamentaria. Liberales, socialistas y antifascistas del oportunismo.
Tú callado, quieto. Aclamado como un guerrero antiguo, como un Agamenón que regresa de las llanuras de Troya, Papandreu informaba a la prensa que regresaría a la patria por vía marítima y que desembarcaría en Patrás, para marchar sobre la capital en un cortejo de automóviles y autobuses, en medio de una selva de banderas rojas. «Andreas-viva-Andreas». Y tú callado, quieto. Mientras tanto, mi perplejidad aumentaba. ¿Te demorabas porque no querías mezclarte con el retorno de los perros que ladran cuando el peligro ha pasado, de los chacales que engordan con los sufrimientos ajenos? Sin dictadura ¿te interesaba menos tu país? En definitiva, la idea de afrontar una existencia normal ¿te llenaba de tedio? Ese es el drama de muchos combatientes, pensaba yo: acabada la guerra no saben habituarse a la paz. Y frases a las que nunca otorgué importancia resonaban ahora en mis oídos para apoyar aquella tesis. «¡Qué bien comprendo a Guevara! ¡Antes que fastidiarme en Cuba, también yo hubiera ido a morir a Bolivia!». O bien: «Esta mañana me he encontrado con un griego que lucha de verdad, un trotskista. Lástima que lleve etiqueta y no podamos trabajar juntos. Me ha dicho: amigo, si cae la Junta ¡nosotros nos vamos a quedar en paro y la barba va a llegarnos a las rodillas!». En Italia la barba aún no te llegaba a las rodillas: estaban los jóvenes con la esvástica en el cinturón, las rubias con peluca, la sospecha de que a alguien le gustaría que regresaras a la patria dentro de un ataúd. En efecto, la misteriosa persecución continuaba, agravada por un episodio nada desdeñable. Una vez entregado mi reportaje, hacia el 23 de julio, nos dirigimos a Zurich, y mientras estábamos cenando en un restaurante próximo a la casa de Nicolaos: «¡Oh, no! Y sin embargo en el avión no la he visto». «Alekos, no me digas que está aquí». «Ya lo creo. A tu espalda. No te vuelvas». «¿Sola o acompañada?». «Sola». «¿Y de qué color, esta vez?». «Negro, tiene el cabello negro». «¿Qué hacemos?». «Una prueba. Salgamos y trasladémonos a otro restaurante. Si nos sigue también allí…». Interrumpida la cena de manera ostentosa, salimos y nos dirigimos a una taberna con jardín, en el extremo opuesto de la ciudad. Y hela aquí, pocos minutos más tarde, asomándose con expresión de buscar a alguien, mirándonos un instante como distraída, y luego marchándose como quien dice: «Paciencia, no está». «Corramos tras ella, Alekos, enfrentémonos a ella». «¿Y con qué pretexto? No es un crimen cambiar de pelucas y encontrarse en las mismas ciudades». «Y en las mismas calles, en los mismos restaurantes. Si no quieres enfrentarte a ella, dirijámonos a la policía». «¡Esa sí que es buena! ¿Y qué ibas a decirle a la policía? ¿Que una mujer rubia; no, morena; no, trigueña, aparece siempre donde estamos? Sin contar con que los servicios secretos se sirven precisamente de las policías. Démosle cuerda. Quiero tener el gustazo de cogerla con las manos en la masa». Sí, tal vez era esto lo que aplazaba tu retorno a Grecia, concluí. La oscura fascinación de saberte más en peligro en el extranjero que en la patria, el miedo de aburrirte en la normalidad y con los aplausos que, ciertamente, también a ti te hubieran tributado.
Pero de repente una noche: «Lo he decidido. Regreso el 13 de agosto, regreso en el aniversario de mi atentado a Papadopoulos». «Así, pues, ¡era eso lo que esperabas!». «No exactamente, si bien la idea de refrescar la memoria de alguien me divierte bastante. Y por alguien no entiendo sólo los Ioannidis o los Averoff. Entiendo también los compadres de la otra orilla, los que no han hecho nunca nada». «Alekos, ¿qué significa no-exactamente?». «Significa… ¿Recuerdas cuando me preguntaste si prefería a Garibaldi o a Cavour?». «Sí, y tú me respondiste que preferías a Cavour». «O sea la política. Bueno, después de haber meditado sobre algunas cosas, sobre la derecha, la izquierda y los hombres, no estoy tan seguro de amar aquella política». Luego, cambiando bruscamente de tema, como si hablar de ello te fastidiara, dijiste que, en cualquier caso, el problema inmediato era otro: llegar al 13 de agosto.
Para llegar al 13 de agosto era preciso tomar algunas precauciones. Y la primera precaución consistía en mantenerte alejado de los lugares donde los misteriosos perseguidores, tan interesados en tus desplazamientos, sabían que podían darte caza: la casa del bosque, la casa de Toscana, la propia ciudad de Roma. Decidimos por ello pasar unos días en el mar, procurándonos así un poco de descanso y de intimidad, y escogimos la isla de Ischia, donde un amigo hotelero nos recibiría como si llegáramos de improviso. «Lo importante es no decirlo, no reservar habitaciones, viajar casi sin maletas. Nadie se dará cuenta, nadie nos encontrará». Pero a las veinticuatro horas, ella ya nos había encontrado. Eso suponiendo que hubiera llegado a perdernos de vista. Con su aire falsamente distraído, su busto generoso y su cabello rubio ceniza, de nuevo rubio ceniza, se hallaba en la estación de Roma, y a unos diez metros de nosotros esperaba nuestro tren: el rápido de Nápoles. Pero no iba sola, sino con un muchacho de vaqueros, del mismo tipo que el que la acompañaba en el bar frente al hotel de Milán. «No comprendo, Alekos… Pero ¡¿por qué tienen tanto empeño en saber qué haces y dónde vas?!». «Tal vez no quieren sólo eso, sino algo más. Precisamente empiezo a creer que quieren algo más». «¿Nos vamos, de todas maneras?». «Desde luego. Ahora, ya, en cualquier parte sería lo mismo. Y a mí me interesa saber cuáles serán sus próximos movimientos». «Bien». Montamos en un vagón alejado del suyo, nos acomodamos en un departamento ocupado por un matrimonio anciano y, casi en seguida, allí estaba el muchacho de los vaqueros, con un paquete dentro de una bolsa de celofán. Coloca el paquete en el portaequipajes, se sienta junto a ti y se pone a hojear una revistilla de comics pornográficos. En la hebilla del cinturón luce una esvástica similar a la de los tipos que se paraban ante la cancela de la casa del bosque. Pero el detalle desagradable no era siquiera la esvástica, sino el nerviosismo que lo agitaba, como si le atormentara un grave problema o un temor. Habiendo dejado de lado la revistilla, suspiraba, resoplaba y lanzaba extrañas ojeadas al paquete. A cierto momento, se levantó, lo tomó, lo puso de nuevo y lo volvió a coger, asustando al matrimonio anciano; por último, se alejó blasfemando: Cristo por aquí, la Virgen por allá, carajo arriba, carajo abajo. «Vamos tras él, Alekos». «No, eso es lo que busca: una riña. Si reacciono, aparto mi atención de ella y luego no tendré forma de comprobar si toma el hidrodeslizador para Ischia. Porque lo tomará, ya lo verás. Y a mí me va bien: me sirve de confirmación y como pretexto para echarle el guante y saber quién es, quién la manda y con qué fin. Empiezo a estar harto de esta historia. Y como que me llamo Alekos que esta vez le echo el guante y se lo hago vomitar todo».
El hidrodeslizador iba atestado. Con dificultades logramos embarcarnos, y ahora, encerrados en una barrera de cuerpos, estrujados, estábamos en el puente, tratando en vano de abrirnos paso para encontrar un rincón cómodo. Era imposible moverse incluso medio metro. «La hemos perdido», murmuré. «Tal vez». «Era mejor enfrentarse a ella en cuanto nos apeamos del tren». «Tal vez». En efecto, en cuanto nos apeamos del tren, reapareció con el muchacho de los vaqueros. Se hallaban al fondo, bajo la marquesina, y el joven ya no llevaba el paquete dentro de la bolsa de celofán. Ella le hablaba animadamente, como si estuviera reconviniéndole. ¿Por qué? ¿Por no haberte provocado lo bastante? Sin descomponerte, y siempre fingiendo no haberla advertido, me empujaste fuera de la estación: «Ven, no te vuelvas». El trayecto entre la estación y el muelle era breve, y lo recorrimos a pie para percatarnos mejor de si nos seguía. Pero no nos siguió. «A menos que haya venido en taxi y haya llegado antes». «Tal vez». «En ese caso está abajo, entre los pasajeros sentados». «Tal vez». «O a lo mejor ya no nos sigue y se queda en Nápoles». «Tal vez». Los motores se pusieron en marcha y el hidrodeslizador se fue apartando del muelle. «Mejor así». Y precisamente mientras estaba diciendo mejor-así, hela aquí en el lado opuesto del puente, saludando a dos personas que se quedaban en tierra: el chico de los vaqueros y un joven carirredondo y pecoso. Agitaba la mano derecha, la llevaba a la oreja con el gesto de quien contesta al teléfono, y repetía: «¡A las ocho! ¡Os llamo esta noche a las ocho!». Una voz fresca, ostentosa, y un italiano perfecto. Los otros dos asentían con la expresión disciplinada de quien obedece a un jefe. Te vi palidecer y luego, con un seco arrebato, te zambulliste en la barrera de cuerpos, desoyendo las protestas. Qué-quiere, por-qué-empuja, dónde-cree-que-va. A los diez minutos volviste: «No está». «¿¡¿No está?!?». «No la he encontrado. He recorrido todo el hidrodeslizador. No está». «Voy yo». Fui, levantando más protestas, qué-quiere, por-qué-empuja, dónde-cree-que-va, y la busqué por todas partes, incluidos los servicios, pero no la encontré. «¡Y sin embargo, está a bordo!». «Desde luego que está a bordo». «Volvamos a probar juntos. No, la sorprenderemos a la llegada. Bajaremos los primeros y la sorprenderemos». Bajamos los primeros y nos situamos al pie de la pasarela, atentos a cada pasajero, decididos a no dejarla escapar. No nos distrajimos ni por un momento, excepto cuando un turista se puso a gritar que le habían robado la cartera, y estalló una pequeña riña que nos empujó atrás. Tal vez fue entonces cuando se deslizó fuera sin que la observáramos, pues poco después un automóvil se alejaba, y por la ventanilla posterior era más que visible su cabeza rubia.
El primer día no sucedió nada. Permanecimos casi tranquilos. El amigo hotelero nos proporcionó una agradable habitación con vistas al mar, y el establecimiento era inmejorable, con dos restaurantes, una playa privada, una hermosa piscina y una ensenada protegida por el cartel «Acceso prohibido». Nos animó llegar a la conclusión de que era inútil dejarnos vencer por las iras o las angustias: lo mejor era disfrutar de nuestras vacaciones. Como máximo, permaneceríamos atentos: nada de salir a la carretera, nada de alejarnos nadando hacia alta mar sino quedarnos siempre entre la gente, o sea entre posibles testigos. Pero a la mañana siguiente: «¡Despierta, despierta!». «¿Qué sucede?». «Mira». A quinientos o seiscientos metros de la orilla, en línea recta frente a nuestra habitación, se hallaba una gran motora cubierta. «Alekos, estamos junto al mar y en agosto. ¿No te parece normal ver una motora en el mar y en agosto?». «De día sí, pero de noche no. Y está ahí desde esta noche». «¿Y qué?». «Pues que las motoras no salen de paseo por la noche, y menos se quedan ahí paradas». «¿Cómo así? ¡A lo mejor están pescando!». «De que están pescando no cabe duda. Pero que estén pescando peces lo excluyo. Desde que llegó no se ha movido». «Se le habrá estropeado el motor». «Si se le hubiese estropeado el motor, ya habrían ido a repararlo o a remolcarla. El motor funciona pero que muy bien, ¿qué apuestas?». Aposté y perdí. Al cabo de unos minutos, la motora se puso en marcha y se alejó, para reaparecer muy pronto y detenerse en el punto anterior. Allí permaneció hasta el mediodía, en que de nuevo se puso en marcha y volvió a alejarse, para reaparecer una vez más y detenerse un centenar de metros más cerca de la orilla. A las tres de la tarde, lo mismo. Y también al atardecer. A intervalos de unas tres horas iba y venía, aproximándose cada vez unos cien metros. A bordo había cuatro personas: ¿era posible que ninguna bajara a tierra? Se lo preguntamos al bañero, quien murmuró que el verano está lleno de locos, que no se cuentan los locos que hay en verano, que el año anterior una pareja permaneció en alta mar casi una semana: se llamaban concursos de resistencia. La respuesta nos convenció hasta el punto de que a la hora de la cena, escoltados por el hotelero amigo, nos dirigimos a un restaurante del puerto, donde comiste con apetito y bebiste con alegría. Luego, por la noche, dormiste con un sueño sereno. Yo no. Ni por un instante tomé en serio la perorata del bañero y en el restaurante no hice más que mirar en derredor, de modo que ahora me levantaba continuamente e iba a la ventana para comprobar si la motora continuaba allí. Y, en efecto, continuaba, iluminada por la luna, meciéndose en el mar tranquilo: a cualquiera le hubiese parecido la embarcación más inocua del mundo. Al amanecer, igual, y seguía meciéndose. Durante la mañana, igual, y seguía meciéndose. Y tampoco se movió a las tres de la tarde, cuando en lugar de subir a la habitación bajamos a la ensenada protegida por el cartel «Acceso prohibido», y sin preocuparnos de que estuviera desierta nos tendimos a la sombra de una roca. Seguía allí, meciéndose, chapaleando ahora con fuerza, porque de tanto acercarse había llegado a menos de doscientos metros de la orilla. Te la señalé: «¿De veras ya no te preocupa?». Sonreíste con indiferencia: «Ayer por la tarde, en el restaurante, hubieran podido cascarme sin dificultad. Me equivoqué: no están aquí por mí, no son peligrosos». «Peligrosos tal vez no, pero sí extraños. ¿No padecen el calor, permaneciendo siempre bajo el sol?». «Es una motora cubierta». «¿Y no sienten deseos de zambullirse?». «Serán unos perezosos». «¿Y por qué no se les ve nunca?». «No lo sé». «Hay una cosa que me deja perpleja: se mece y se mece. Quiero decir que no parece anclada. ¿Por qué no echan el ancla?». De pronto tu sonrisa desapareció, como si te hubiera proporcionado Una idea que ni te hubiera pasado por las mientes. Te pusiste en pie de un salto y dijiste: «No te muevas; voy a echar un vistazo». Y antes de que pudiera detenerte ya te habías lanzado al agua y nadabas derecho hacia la motora.
Lo que sucedió después se desarrolló muy aprisa. Evocándolo, vuelvo a verlo todo como en una película proyectada a gran velocidad, en un tiempo que corre tras de sí mismo, precipitada y frenéticamente, lo que es extraño, pues nuestros gestos no eran precipitados ni frenéticos: te movías con calma, y yo también. La calma era indispensable si queríamos salimos con la nuestra, y debíamos mostrar una absoluta indiferencia: lo comprendí en cuanto oí ponerse en marcha la motora. Te habías aproximado mucho nadando; ahora estabas a unos cincuenta metros de ella, y de pronto, en una cabriola, te sumergiste y te volviste para retroceder con amplias y decididas brazadas, lentas pero decididas: cada brazada era un vigoroso empujón y un largo surco de espuma, mientras ella se movía, asimismo lenta pero no menos decidida, como si se divirtiera concediéndote una ventaja, retrasando el placer de echársete encima, consciente de su propia superioridad y segura de vencer. Por fin se habían hecho bien visibles los cuatro muchachos. El que iba al timón era muy joven y rubio, y los otros tres morenos, en torno a los treinta años. Te miraban hostiles, con el ceño fruncido, más hostiles y con el ceño más fruncido a medida que la distancia disminuía, y desde luego que tú notabas que disminuía. Sin embargo, continuabas nadando al mismo ritmo regular y preciso, sin volverte, sin mirarlos, sin exteriorizar ningún nerviosismo, dirigiéndote a la entrada de la ensenada, al estrechamiento donde estaba el cartel de «Acceso prohibido». En efecto, allí el paso era angosto, y la motora hubiera tenido dificultades para penetrar. Ganabas al menos dos metros con cada brazada: un poco más de esfuerzo y alcanzarías la roca del muellecito, pero ay de ti si te cansabas, si te descorazonabas. Sin embargo, no te cansaste ni te descorazonaste, y he aquí que te hallabas casi en el interior de la ensenada, que te agarrabas a la roca, que subías al muellecito, y que lo recorrías a paso regular, tranquilo, siempre sin volverte, sin mirarlos, como si no te importasen la motora, que se había detenido, ni los jóvenes que discutían, inseguros, si desembarcar o no. Mientras tanto, yo iba a tu encuentro, tratando de imitar tu flema, y de ignorar tu rostro contraído por la tensión, verdoso, y tus ojos muy abiertos e incrédulos. El corazón me latía agitado. Dejé el albornoz, mis zapatos, tus pantalones y tus sandalias —todo, en suma— junto a la roca, y sabía que todo debía continuar allí, como si nos alejáramos por un momento solamente; sabía que pronto me agarrarías por una muñeca y me empujarías al recinto de la piscina y luego a la terraza y al ascensor diciendo: «Sonríe». Te alargué el brazo y me tomaste por la muñeca: «¡Sonríe! ¡Sonríe!». Me empujaste al recinto de la piscina y luego a la terraza y al ascensor: «¿Tienes la llave de la habitación?». Una vez en la habitación, atisbaste entre las rendijas de las persianas. «Dos han desembarcado y nos esperan abajo. Has hecho bien dejándolo todo allí». «¿Y si vienen aquí?». «No vendrán. No tienen cojones. Esperan a que bajemos a coger nuestras cosas, te digo. Ahora vistámonos, rápido». «¿Y luego?». «Luego salimos y saltamos dentro de un taxi, nos vamos al puerto y tomamos el primer barco que zarpe. Nada de equipaje. Se queda aquí. Mañana por la mañana telefonearemos para que nos lo manden junto con la cuenta. Hasta mañana por la mañana, nadie debe saber que hemos partido. Nadie».
Tu voz era fría, pero tu rostro aún estaba contraído por la tensión, blanco, y tus manos temblaban mientras te vestías. Seguías temblando mientras pasabas con falsa desenvoltura ante el conserje, y mientras montábamos en el taxi, íbamos al puerto, embarcábamos en el barco de Nápoles, y una vez aquí corríamos a la estación central para mezclarnos con el hormiguero de un tren correo, en segunda clase. Nunca te había visto así. Sólo cuando estuvimos en el tren tus manos dejaron de temblar, a tus mejillas volvió un poco de color y rompiste el mutismo en que te habías encerrado: me contaste entonces por qué hiciste aquella cabriola en el agua y retrocediste. «Advertí lo que andaba buscando: el ancla estaba verdaderamente echada. No se echa si se necesita estar listo para zarpar. He dudado por un instante, y el rubio ha dicho: ¡aquí está! Los tres se han asomado. Me ha parecido que uno tenía revólver. Y, sin embargo, no creo que quisieran matarme. De haberlo querido, hubieran tenido tiempo. Estoy seguro de que se proponían raptarme». «Pueden hacerlo en las próximas horas, Alekos. Tu avión despega pasado mañana». «Lo sé, pero esta noche no harán nada, pues no nos han visto partir. ¿Quién nos ha visto partir? El equipaje está en la habitación, la cuenta está por pagar, ¡y nadie sospecha que hayamos regresado a Roma!». De esto parecías tan seguro como para no dejarme expresar dudas ni consejos, y en Roma quisiste ir en seguida al hotel y de allí al Trastevere, donde elegiste una trattoria con terraza al aire libre. Estábamos cenando allí cuando un profundo suspiro te vació los pulmones: «¿Es que hay un límite a partir del cual ya no se les puede dar esquinazo?». «¿Por qué dices eso?». «Porque han vuelto a encontrarnos. Mira aquel automóvil verde, allá». Miré. Era un Peugeot verde oscuro, aparcado al otro lado de la plaza, y dentro se divisaba a un tipo con gafas oscuras. «Tal vez espera a alguien, Alekos». «Así es. Me espera a mí». «A lo mejor dentro de poco se va». «No se va, no se va. Hace media hora que está ahí». «Podría tratarse de una casualidad». «Podría, pero no lo es». Pagaste. Llamaste a un taxi. Este se acercó, y apenas se puso en movimiento, el Peugeot hizo otro tanto para pegársenos atrás de manera tan imprudente, que el taxista se asomó dos veces por la ventanilla para gritar: «Imbécil, ¿qué quieres?». Y pronto lo supo, porque en la avenida que discurre paralela al río, el tipo de las gafas oscuras se colocó a nuestro lado y nos dejó ver, nítidas a la luz de los faros, su sonrisa sardónica, su cara bien afeitada, sus manos enguantadas, su chaqueta a cuadritos, elegante, y su corbata azul. Una vez se hubo situado junto a nosotros nos adelantó, disminuyó la marcha, se colocó de nuevo para volver a adelantarnos y frenar y, por último, repitiendo la maniobra de Creta, golpe con el morro y golpe con la cola, nos embistió y nos despidió sobre la acera. El conductor se portó bien. No sólo consiguió evitar el árbol contra el que, de otra forma, nos hubiéramos estrellado, sino que luego, incitado por ti, se lanzó a una persecución que permitió al menos tomar el número de la matrícula. Como de costumbre, falsa.
A causa de la matrícula falsa, siempre una matrícula falsa, estalló mi exasperación, y gritando que no iba a enviarte a tu patria dentro de un ataúd, solicité la intervención de la policía. Y la policía envió una escolta de tres agentes de paisano. Tú no los querías, naturalmente, y gritabas desdichada, inconsciente, ridiculizarme así, pegándome a los talones a los jornaleros del Poder, no comprendes que hacerse proteger por la policía es de ingenuos, que además significa renunciar a cualquier esperanza de saber quiénes son y quién los manda. Y tenías razón: después de tu muerte descubrí que la policía italiana estaba más interesada en vigilarte a ti que a quien quería raptarte o matarte; conocía incluso a la rubia de las pelucas, una croata llamada Jagoda, a quien se daba el sobrenombre de Salamandra, por su resistencia y su veneno. Estaba al servicio del SID y de la CIA, era amiga de un general misino y madre abadesa de grupos fascistas. No por azar los tres agentes que te designaron parecían enviados a propósito para advertir a los incautos: cuidado-muchachos-no-os-adelantéis-o-nos-veremos-obligados-a-deteneros. Se exhibían de manera grotesca, encerrándote en una especie de abrazo protector, como enfermeros que mantienen en pie a un enfermo, olisqueando y escrutando a los transeúntes como cazadores que avanzan por una jungla infestada de fieras, en ocasiones desabrochándose la chaqueta para que se viera que llevaban el revólver metido en el cinturón. Reñimos por ello, hasta el punto de que anulé mi viaje a Atenas y lo sustituí por uno a Nueva York. Pasamos las últimas veinticuatro horas como extraños que sólo están juntos para salvar la cara a los ojos de los demás. Y así quedó en un interrogante suspendido en el aire, la pregunta que desde hacía algunos días me quemaba los labios, y que en vano intenté replantear tras la mención bruscamente interrumpida; esto es, cómo ibas a volver a la política, a qué política, cómo harías fructificar las cosas que comprendiste cuando te pusiste a pensar.
Los aviones para Atenas y Nueva York despegaban casi a la vez, y la riña ya estaba superada: rompió el hielo una frase en broma de Sancho Panza, que deja a don Quijote para convertirse en gobernador de Barataria, pero que volverá feliz a hacerle de escudero. Me pediste perdón, yo te pedí perdón, y ahora estábamos sentados tranquilamente, esperando que anunciaran la partida de ambos vuelos, y diciéndonos algunas de las cosas que no nos dijimos durante aquellas veinticuatro horas. Que continuaríamos manteniendo nuestra casa del bosque, que al cabo de dos semanas yo me reuniría contigo o tú conmigo, que en ningún caso permaneceríamos por mucho tiempo lejos el uno de la otra, que vivir en lugares distintos en países distintos nos devolvería a la tranquilidad de las recíprocas libertades cotidianas, sin cambiar nada. Pero ambos sabíamos que un capítulo de nuestra existencia había concluido, y la tristeza nos atormentaba con mil arrepentimientos: el arrepentimiento de no habernos comprendido siempre o de haber rivalizado en asperezas superfluas; el arrepentimiento incurable de haber perdido un hijo que nunca más nacería. De vez en cuando se producían silencios dolorosos, y tu mano buscaba la mía y tus ojos mis ojos. También se intercalaban frases inútiles, las mismas con que se llenan los vacíos cuando el tren está a punto de partir y no parte, de tal modo que un minuto se hace larguísimo, no termina nunca. ¿Vas-a-Washington-o-te-detienes-en-Nueva-York? Te-telefonearé-en-cuanto-llegue. Sí-y-tú-escribe. De pronto: «¿Qué hay del padre Tito de Alencar Lima?». Te miré sorprendida. Hacía un año que te conté su historia, y en un año nunca pronunciaste su nombre ni me preguntaste qué fue de él. «Está en París. Te encontrabas aún en Boiati cuando el gobierno brasileño lo liberó junto con setenta presos políticos, a cambio de un embajador raptado. Se fue a Santiago de Chile, donde permaneció hasta la muerte de Allende. Luego, gracias a la intervención de la ONU, Pinochet le permitió abandonar el país. Eligió marchar a París y encerrarse en un convento de frailes dominicos. ¿Por qué, de improviso, te interesa el padre Tito de Alencar Lima?». Sonreíste, evasivo: «¿No me comparabas con el padre Tito de Alencar Lima?». También yo sonreí: «Sólo antes de conocerte. Te comparaba con mucha gente antes de conocerte. Pero ¿por qué, de improviso, te interesa el padre Tito de Alencar Lima?». «Caminaba sobre hojas y alzaba los brazos». «¿Qué significa eso?». «No lo sé, pero siento… siento que es muy desdichado. Tal vez ya no siente deseos de luchar. Y ay del que ya no siente deseos de luchar. Se alzan los brazos y se muere». El altavoz graznó y anunció tu vuelo. Nos levantamos para dirigirnos a la puerta de embarque. «Entonces, adiós». «Adiós». «Habrá mucha gente esperándote, ¿eh?». «¡Oh, Dios! Imagina qué multitud». «Entonces, cuidado». «No te preocupes. Aún tenemos un montón de tiempo para pasarlo juntos. Al menos dos años. Mientras estaba aferrado al brocal del pozo, en el sueño de la montaña, transcurría un verano, un otoño, un invierno, una primavera, y otro verano, otro otoño y otro invierno… Volaban las golondrinas cuando se desencadenó el viento: eso suma casi dos años». «¡No digas tonterías!». «No son tonterías. ¿Cuántas veces he de repetirte que los sueños no son tonterías?». Alrededor de una semana más tarde, cayó en mis manos un periódico con un titular que decía: «Un padre dominico se suicida en París». El suicida era el padre Tito de Alencar Lima. La noticia explicaba que su cuerpo fue hallado en un bosque, con las venas cortadas, y que resultó difícil identificarlo porque yacía allí al menos desde quince días antes. Con mucha probabilidad su muerte se remontaba al 13 de agosto.