En todas las leyendas hay una casa en el bosque, un refugio secreto donde el héroe se encierra para descansar o prepararse para el próximo desafío. Pues bien; también en tu leyenda hay una casa en el bosque, la de Florencia, a la que nos trasladamos clandestinamente al comenzar el nuevo año. Digo clandestinamente porque sólo unos pocos amigos de confianza conocían su existencia y poquísimos la dirección, por lo demás difícil de localizar: el lugar estaba muy apartado, y la placa con el número, tan desvaída por el tiempo, que casi no se leía. Las escasas personas que acudían a reunirse con nosotros se perdían aunque ya hubieran estado una vez. ¿Recuerdas? En la mitad de la avenida que, bordeada de plátanos y tilos, asciende hermoseando el barrio más elegante de la ciudad, había un recinto murado. En éste, y precisamente junto a la parada del autobús, se abría una cancela semiescondida por el verdor; una vez superada la verja se extendía un pasaje privado que, primero rectilíneo y luego describiendo curvas, se internaba en un parque de pinos, cipreses y castaños de Indias. Al final del tramo recto, al otro lado de un seto de laurel que la protegía exquisita y soberbiamente, estaba ella: una villa de cuatro plantas, estilo liberty, antaño morada exclusiva de una familia patricia y habitada ahora por tres o cuatro inquilinos. En efecto, muerto el propietario, la villa había sido dividida en apartamentos. Nosotros no disponíamos de un apartamento propiamente dicho, sino de una habitación en el tercer piso, en la esquina Norte, una especie de estudio al que se accedía por una entrada privada después de subir seis tramos de empinados peldaños, sin encontrarse nunca con nadie, aparte un basset histérico o un foxterrier irritado. Era un estudio muy amplio, habitable gracias a un baño y a una cocina, y lleno de luz gracias a las inmensas ventanas, una de las cuales se abría a una terraza con barandilla de hierro forjado, que daba a la parte donde el pasaje se bifurcaba en dos curvas, y el seto, de laurel se unía a la hilera de lilas. Otra ventana daba a la parte posterior del parque. Desde ella sólo se veían árboles espléndidos y espesos, algunos tan gigantescos que no podían tener menos de cien o doscientos años, y otros tan próximos que se podían tocar. Las ramas del castaño de Indias, por ejemplo, rozaban el alféizar, y sin extender el brazo se podían coger sus castañas o acariciar su piel brillante, como esmaltada. Pero lo más hermoso era que en la pared frente a aquella ventana, se alargaba un interminable armario con espejos en las puertas, donde el castaño de Indias se reflejaba junto con un ciprés, de tal manera que más que en una habitación parecía que se estaba en un bosque. Si se abrían las ventanas, también los pájaros tenían esa sensación, e ignorantes se lanzaban hacia los espejos para posarse en una enramada, y sólo cuando se percataban de que ésta no existía se detenían espantados, golpeando con las alas la invisible barrera engañosa, para luego alejarse como flechas y buscar entre el techo y la pared una hoja o un arbusto que debía estar allí y, sin embargo, no estaba. Por último, se encaramaban a la lámpara a lamentarse o a mover espasmódicamente la cabecita, contemplando ora la realidad ora el espejismo, incapaces de comprender cuál era una y cuál era el otro. Para que se fueran era menester ayudarlos agitando una toalla: «¡Por allí! ¡Fuera! Por allí!». Una mañana entró un petirrojo. Entró con tal entusiasmo que no tardó en golpearse contra sí mismo y caer al suelo, rompiéndose un ala. Era muy pequeño, tal vez se trataba de su primer vuelo, y tú lo recogiste con temblorosa delicadeza, le entablillaste el ala con palillos y esparadrapo y le hiciste un nido en un sombrero, donde permaneció dos días y dos noches lamentándose con un piar suave, suave, que sólo cesó al amanecer del tercer día. Entonces saltaste de la cama: «¡Está curado, está curado!». Pero no estaba curado, sino muerto, y acariciando el montoncito inerte de plumas murmuraste: «Te ha matado el espejismo; ¿ves lo que sucede cuando se corre tras de lo que no existe?». Luego lo metiste en una cajita de hojalata y lo enterraste bajo el ciprés: «Todo el que muere a causa de un espejismo merece un buen funeral».
La casa del bosque tenía también graves defectos. Por ejemplo, la avenida de plátanos y tilos no ofrecía protección, pues además de estar poco frecuentada, a ella daban sólo viviendas con las cancelas rigurosamente atrancadas: ni una tienda o un edificio público o un lugar de encuentro aparte la parada del autobús donde ni se apeaba ni montaba nadie. En cambio, nuestra cancela permanecía siempre abierta, no había ni siquiera un farol que iluminara nuestro pasaje. De noche quedaba sumido en la oscuridad, y para llegar hasta la villa había que recorrer un centenar de metros en aquella negrura: si alguien hubiera querido agredirte, raptarte o matarte, no hubiera tenido más que esperarte en la oscuridad, escondido tras un árbol o un seto de laurel. Por la noche, es cierto, nos imponíamos la precaución de ir y volver en taxi, pero raramente el conductor llegaba a la puerta de entrada, y cuando lo hacía era para abandonarnos antes de que introdujéramos la llave en la cerradura. Así pues, los eventuales agresores tenían tiempo de surgir de la sombra y asaltarte. Todo esto yo lo preví, y constituyó el motivo por el que no estaba segura de la oportunidad de alquilar la casa, pero tú respondiste que la belleza tiene sus riesgos, y que éstos merecían correrse por un lugar tan encantador. Por tanto, se firmó el contrato y se procedió a amueblar la casa. Cuadros en las paredes, libros en los anaqueles, el escritorio colocado en el rincón adecuado, la mecedora junto a la terraza, e incluso una preciosa lámpara Tiffany en la mesita. Y la promesa: «¡Me sentiré más sereno aquí, ya lo verás!». Al principio la mantuviste. En los primeros tiempos hubo momentos en que me pareció revivir la semana de felicidad. Por la noche nos amábamos con gozosa pasión y luego nos dormíamos fundidos en un abrazo que hacía demasiado grande la cama de dos plazas. Durante el día nos permitíamos pequeños lujos, como trabajar en la misma mesa sin estorbarnos mutuamente, pasear juntos por el parque, citarnos en los cafés del centro, y jugar a los enamorados que intercambian alegremente sus anillos. Una tarde volviste a casa con una pequeña alianza de brillantes para mí. Inmediatamente corrí a comprar otra de oro blanco para ti, pero me equivoqué de medida, y en lugar de ponértela en el anular tuviste que colocártela en el me ñique izquierdo, donde permaneció definitivamente para mi diversión, pues te lamentabas pronunciando agnello en lugar de anello[2].
Naturalmente, se producían paréntesis de mal humor. Por ejemplo, cuando retirabas la correspondencia de la oficina central, cuya lista de correos utilizabas para proteger el secreto de la casa en el bosque, y entre las cartas de Atenas encontrabas alguna que renovaba tus complejos de culpa, la sensación de hallarte en el exilio. Sin embargo, un inesperado equilibrio parecía haber sustituido la histeria de las semanas desperdiciadas en Alemania, en Suiza y en Francia, y lo que hacías ahora revelaba buen sentido: la columna que, con el título Resistencia griega, escribías para un periódico de Roma, tus poesías reunidas en un libro que contenía el texto en griego e italiano, por lo que podía difundirse también en Grecia, y los sellos de goma para improvisar pequeños manifiestos contra la Junta. Estos últimos eran geniales, porque en Atenas el problema consistía en disponer de una imprenta clandestina, y las imprentas clandestinas eran lujos que sólo los comunistas y los papandreístas podían permitirse: en cambio, con los sellos de goma, bastaba procurarse un poco de papel y unos cuantos tampones para imprimir las consignas que aquéllos llevaban grabadas. Entre ellas figuraba la que debía colocarse en el Partenón: Agonas kata tis tyrannías-Agonas dià tin elefthería, lucha contra la tiranía-lucha por la libertad. Habías encargado ciento cincuenta, del tamaño de dos paquetes de cigarros y por ello manejables, y luego los colocaste en bolsas de doble fondo para confiarlas poco a poco a alguien que se dirigiera a Atenas. Tres de esas bolsas habían llegado ya a su destino, y cuatro aguardaban en el armario de espejos. Además, bebías poquísimo, pues hasta la hora de la cena calmabas tu sed con naranjadas: en el transcurso de un mes sólo dos o tres cenas habían acabado en borrachera. Pero en la borrachera leve del primer estadio, o sea la que abriendo de par en par las puertas de la elocuencia dejaba rienda suelta a tu humorismo. «De acuerdo, esta noche no he sido abstemio, pero ¿imaginas a Sócrates disertando con Critón, Fedón o Simias y bebiendo naranjada?». El único motivo de inquietud fue el misterioso viaje que hiciste a Suecia. «Debo ir a Estocolmo». «¡¿En busca de otros emigrados?!». «No, no». «Entonces, ¿por qué debes ir a Estocolmo?». «¡Uf! ¿Es esto un interrogatorio?». De Estocolmo regresaste con un paquetito y un sobre que cerraste con llave en un cajón del escritorio. Luego te guardaste la llave en el bolsillo sin decirme por qué. «Alekos, ¿qué has escondido?». «Nada». «¿No será trilita?». «Pero ¡qué trilita!». No me gustó aquel asunto, y cada vez que miraba el cajón experimentaba una sensación de angustia. Pero de la lucha armada ya no hablabas, y ni siquiera de regresar a Atenas.
Muy pronto me di cuenta de que todo aquel equilibrio y aquel buen humor eran una comedia para inducirme a engaño.
«El arte nace de la necesidad y muere en la riqueza». «Eso es verdad sólo en algunos casos, Alekos: no puedes negar que las estatuas de Fidias eran arte, no puedes negar que la capilla Sixtina es arte, y ni unas ni otra nacieron de la necesidad. Nacieron de la riqueza». «Cierra el pico, que no hablo contigo sino con él». Estábamos cenando con el editor que iba a publicar tu libro de poesías, y que se había trasladado a Florencia para traernos las pruebas de imprenta. Por ello me encabrité más que si hubiéramos estado solos. «¡Cómo te permites, villano!». «Que cierres el pico, repito. ¿Qué sabes tú de Fidias si no eres capaz de fumar echando el humo por la nariz? Mira, no echa el humo por la nariz. ¿Qué sentido tiene fumar si no se echa el humo por la nariz?». «Cada cual fuma a su manera; a mí tampoco me gusta echar el humo por la nariz. En cualquier caso no veo qué tiene que ver Fidias con los cigarrillos y con la nariz», dijo el editor, sorprendido. Luego, con la evidente intención de frenar la cólera que crecía dentro de mí, se puso a fumar un cigarrillo echando el humo exclusivamente por la boca. Pero eso sirvió tan sólo para azuzar aquel ataque injustificado. «¿Hacemos pactos? ¿Defendemos a los débiles? Ella no es débil, ni hablar; es más fuerte que yo. Es de hierro. ¡También su corazón es de hierro! ¿La has visto nunca llorar, eh?». Extraño, en verdad extraño. Una cosa semejante jamás había sucedido. «No sólo no sabe fumar, sino tampoco usar el encendedor. Lo mantiene abierto al menos treinta segundos antes de accionar la ruedecilla, y así derrocha gas. Por lo demás, lo hace mal todo. ¿Sabes cómo pega los sellos? Con el dibujo hacia abajo; por ejemplo, la cabeza de Italia al revés. Y si se lo haces observar se encoge de hombros y responde que da lo mismo. Esta no respeta a nadie. No cree en nada ni en nadie». Si hubieras bebido, hubiera dicho que tu borrachera iba en aumento, pero sólo habías tomado una copa, pues esa noche el vino no te interesaba. Tampoco existían rencillas entre nosotros. En efecto, hasta el momento en que sacaste a relucir la historia de que el arte nace de la necesidad y muere en la riqueza, te habías mostrado afectuoso y gentil. ¿Te estabas volviendo loco? El editor parecía preguntárselo, como yo, si bien la incredulidad anterior se estaba transformando en hostilidad. «Desde luego que se necesita ser de hierro, Alekos, para soportar tus extravagancias. Incluso el corazón debe ser de hierro. En su lugar, yo ya hubiera sufrido un infarto». «¡Pactos! ¡Continúan los pactos!». «No se trata de pactos, Alekos; es…». «Es que no sabes quién pintó la capilla Sixtina. Animo, ¿quién pintó la capilla Sixtina?». «Winston Churchill, Alekos». «Bien. Bravo. ¿Y cuál era el verdadero oficio de Winston Churchill?». «Campeón de baloncesto». «Perfecto. ¿Y cuándo murió Winston Churchill?». «En 1965, a los noventa y un años». «¡Error, error! Winston Churchill murió en 1967, a los ochenta años». Bien; habías extendido tus tiros a él, pero bromeando: menos mal. Podía yo interrumpir ahora mi desdeñoso silencio y participar en el juego. «Él tiene razón, Alekos. Churchill murió en el sesenta y cinco a los noventa y un años». «He dicho en el sesenta y siete a los ochenta». «No, Alekos. Lamento llevarte la contraria, pero fue en el sesenta y cinco. El 24 de enero de 1965. Lo recuerdo bien porque aquel día estaba yo en Londres y al día siguiente nació mi hijo». La voz del editor sonaba seca, beligerante. Precisamente lo que necesitabas para cambiar de tono: «Mientes». «No miento, y cualquiera te confirmará que esa es la fecha exacta. Llama al archivo de un periódico». «Lo llamo yo», dije. Me levanté y cuando volví: «Han consultado incluso la enciclopedia. Churchill nació el 30 de noviembre de 1874 y murió el 24 de enero de 1965. Eso es historia». «Los archivos se equivocan. Las enciclopedias se equivocan. La historia se equivoca». «¡Y tú nos has tocado los cojones!». «Ah, ¿sí? Muy bien». Y después de arrojar un puñado de dinero en la mesa, saliste del restaurante sin terminar la cena y sin saludarnos siquiera.
Estaba segura de encontrarte en casa cuando regresé, a medianoche. Pero la casa estaba vacía, y en el cajón siempre cerrado con llave y ahora abierto sólo quedaba el paquetito. El sobre había desaparecido. Dios mío, ¿qué contenía…? Abrí el armario con las puertas de espejos: si las cuatro bolsas con los sellos de goma continuaban allí, la sospecha tenía menos probabilidades de subsistir. Pero faltaban dos bolsas, o sea que verdaderamente te habías ido a Atenas. Con pasaporte falso: el sobre contenía un pasaporte falso. ¿Y el paquetito? Lo abrí. Una peluca. Rubia castaña, de hombre. Entonces, tal vez no te habías ido a Atenas. ¿A Zurich? Llamé a Nicolaos: «¿Lo esperabas? ¿Debe ir a verte?». «No». «¿Puede darse el caso de que vaya sin avisarte?». «No, ¿por qué me lo preguntas?». «Porque…». «Voy en seguida». Y a la mañana siguiente llegó con su pañuelito blanco en el bolsillo y los ojos pacientes de siempre. «¿De qué humor estaba a la vuelta del viaje a Suecia?». «Inmejorable». «¿Qué sobre era ése?». «Normal». «¿Del tamaño de un pasaporte?». «Más o menos». «Entonces, sí, en este momento está viajando con un pasaporte sueco a nombre de cualquier señor Bersen o Eriksson». «Pero ¿por qué no me lo ha dicho?». «Por las mismas razones por las que en el campo callaba sobre lo que estaba planeando: para impedirte que lo retuvieras. Entra dentro de su estilo, ¿no? También el hecho de que te haya provocado y ofendido entra dentro de su estilo. Más bien de sus estratagemas. Si no te hubiera ofendido, tú no lo hubieras ofendido, con lo que le hubiera faltado el pretexto para irse con la seguridad de que no ibas a seguirlo: sólo la disputa hace admisible una partida imprevista, y anula la necesidad de justificarla con explicaciones o mentiras». «Hubiera debido darme cuenta». «Igualmente hubiera logrado exasperarte. Es un maestro en el arte de provocar, y quién sabe cuánto tiempo hace que meditaba esa comedia. Para ciertas cosas tiene una paciencia inhumana». «Me ha negado su confianza». «No, ha aplicado su razonamiento: el que no sabe no habla. Si ignoramos dónde está y qué hace, callar no nos cuesta ningún esfuerzo. Si lo sabemos, callar se convierte en una elección y en un riesgo de traicionarse. Además, hay otra regla a la que se atiene antes de lanzarse a una empresa en la que podría terminar mal: volar los puentes con las personas que ama y que lo aman. Generalmente los vuela mediante la brutalidad o el insulto, considerando que una persona víctima de la brutalidad o insultada sufre menos al enterarse de que lo han mandado a presidio o lo han matado. Y le cuesta esfuerzo, créeme; anoche debía de estar muy alterado, en efecto. Lo demuestra el cajón abierto y la peluca dejada ahí. Creo que la ha abandonado porque de otro modo hubiera debido decolorarse el bigote y las cejas. ¡Bah! Esperemos que no tenga entre ceja y ceja alguna bravata especial, algún nuevo desafío que lo compense de sus desilusiones. Pero no seamos optimistas: ahora que incluso los emigrados lo han rechazado, quiere demostrar más que nunca que puede hacerlo todo él solo. Yo-no-necesito-a-nadie, lo-hago-todo-solo, sin-los-comunistas, sin-los-papandreístas, sin-ni-Dios. No cambiará nunca». «¿Entonces, Nicolaos?». «Entonces, nada. Sólo nos queda aguardar. Y esperar que vuelva».
Volviste al cuarto día. Un timbrazo en el teléfono y: «¡Soy yo! ¡Estoy aquí!». «¿Dónde es aquí?». «¡En la estación de Roma! ¡Tomo el tren y voy!». Al cabo de tres horas estabas allí, con la barba crecida, sucio, ajado, más maltrecho que un mendigo que ha dormido tres noches en una alcantarilla. Pero tu sonrisa era la de un niño que ha vencido en una pelea o ha aprobado los exámenes. «¡He estado, he estado! ¡Me doy un baño y te lo cuento todo!». Llenaste la bañera y te sumergiste con chillidos de placer, y comenzó a fluir el loco relato, sin una palabra de excusa por la historia de Churchill o una explicación que justificara tus insultos. Habías estado en Grecia, naturalmente. Con tu bigote, tu pipa, tu koboloi, reconocible entre un millar, desembarcaste en el aeropuerto de Atenas en el primer vuelo de la mañana y, tranquilamente, exhibiendo el pasaporte sueco de un tal señor Bjorn Gustavsson, te presentaste a la policía de fronteras. Contabas con el hecho de que, a veces, los policías miran al pasajero sin verlo o confrontan las fotografías de los reclamados sólo con el retrato del pasaporte, y paciencia si esto sucede raramente: cuando no hay elección es preciso confiarse a la suerte, creer en la fortuna. Rouge ou noir, le jeu est fait, rien ne va plus. El policía hojeó el pasaporte con aire distraído, buscando en la lista de los indeseables el nombre de Bjorn Gustavsson, y luego te dio las gracias con un bostezo: «Thank you very much». En la mano izquierda llevabas la bolsa más grande, la del doble fondo tan espacioso que te habían cabido no menos de veintisiete sellos de goma, y en la mano derecha sostenías la bolsa más pequeña, con doce sellos. Dirigiéndote a la aduana no te sentías precisamente tranquilo, pues allí podrían controlar de nuevo el pasaporte y darse cuenta de que las bolsas pesaban un poco más de lo debido. Pero si uno piensa en estas cosas, no saca a una araña de su agujero, ¿verdad? Así, pues, a comportarse como si las bolsas fueran ligerísimas. Dirigirse a la salida, tratar al aduanero con el tono distraído de quien no tiene nada que declarar, no señor, nada de cigarrillos, ni licores, ni regalos; sólo unas docenas de sellos de goma para imprimir octavillas contra la Junta, pero esto no se lo digo yo, y ustedes son demasiado estúpidos, demasiado perezosos para encontrarlos. ¿Y si no hubieran tenido nada de estúpidos ni perezosos? De nuevo rouge ou noir, le jeu est fait, rien ne va plus. También esta vez resultó, y hete aquí en la ciudad con un gran deseo de correr a la casa del jardín con naranjos y limoneros y abrazar a tu madre, pero no lo hiciste, claro está, y durante veinticuatro horas permaneciste siempre escondido en casa de un amigo. Allí dejaste los sellos de goma y te reuniste con otros cuatro amigos a los que llamabas Ejército popular de Resistencia armada. Un nombre que te gustó porque las iniciales componían la palabra Laós, Pueblo. Laikós, popular. Antokhí, resistencia. Oploforí, armada. Stratós, ejército. En efecto, todos los sellos iban firmados por Laós. «Pero ¡¿qué vas a hacer con un ejército de cuatro soldados?!». «Ya lo verás. Lo he dividido en regimientos: Laós 1, Laós 2, Laós 3 y Laós 4. Un hombre por regimiento». «Nunca dejarás de tirarte faroles, ¿verdad?». «Nunca».
El día siguiente lo empleaste en hacer lo que en el fondo de tu alma te urgía más: humillar a Ioannidis. El sistema que elegiste era simple: mostrarte en varios puntos de la capital con apariciones fugaces e imprevistas, a lo Pimpinela Escarlata. Entrabas en un bar, te detenías en una acera, montabas en un taxi, te apeabas, te entretenías en el vestíbulo de un hotel, y apenas oías el gritito sofocado «¡Panagulis! ¿¡¿Es Panagulis?!?», desaparecías para reaparecer en otro lugar, tal vez en un barrio alejado, provocando estupores e incertidumbres. Ha vuelto Panagulis, lo han visto en la plaza de la Constitución. No, delante del Politécnico. No, en Kolonaki. No, en Kypseli. No, en Pagrati. No, en Plaka. No, en el Pireo. No, en Glyfada. No es posible, sí es posible, lo he estado observando bien, era él mismo, con su bigote, su pipa y su koboloi; incluso lo he saludado, lo he llamado. O bien: quería saludarlo, quería llamarlo, pero cuando he atravesado la calle, cuando he vuelto la mirada, ya no estaba. Pronto la voz se convirtió en noticia y la noticia llegó al cuartel general de la ESA, pero lo malo es que Ioannidis no la creyó. «Y tú ¿cómo lo sabes?». «Lo sé porque telefoneé dos veces a la ESA, y les dije: 'Cuidado que Panagulis está aquí, avisen al general de brigada’. Y el de la centralita: 'Ya nos han informado, pero no es verdad’. Poco después volví a telefonear y le dije: 'Cuidado, que es verdad; Panagulis soy yo’. ¿Y sabes lo que me contestó el idiota? Me contestó: 'Y yo Karamanlis’. Entonces se me ocurrió una idea, la idea de suministrarles una prueba indiscutible, y subí a la Acrópolis con un amigo y me hice fotografiar ante el Partenón teniendo en la mano un periódico abierto. Para que se leyeran claramente los titulares y la fecha, ¿me explico? Si no se leían los titulares y la fecha parecía una vieja instantánea. Por último, hice sacar una copia tamaño postal y se la mandé a Ioannidis con esta dedicatoria: 'De Alexandros Panagulis, que viene a Grecia cuando quiere, y quiere que tú te enteres’.» «No te creo». «¡Te lo juro!». Y salpicando saliste de la bañera y corriste a por las copias que te reservaste. Era tal como decías. «¿Y para regresar?». «¡Hum!. Eso ha sido difícil. No, ha sido un milagro. La tarjeta de embarque la retiró mi amigo, pero debía pasar de nuevo el control de pasaportes, y no veas qué miedo. Luego descubrí a una treintena de turistas que viajaban en grupo, y me mezclé con ellos. Originábamos tanta confusión, que aquel pobre policía perdió la cabeza. Ni siquiera comprendió quién de nosotros era Bjorn Gustavsson. Estampó el sello y basta. Mira».
Miré y casi se me doblaron las piernas. No por el sello, que era, desde luego, el del aeropuerto de Atenas, y del día, sino por el pasaporte del que te habías servido a la ida y a la vuelta. Bjorn Gustavsson era un muchacho que se te parecía como un pequinés blanco a un alano negro. Tenía un rostro delicado e imberbe, con unos rasgos tan finos que a primera vista lo hubieras creído un efebo o una chica. Sus cabellos eran tan rubios y sus ojos tan claros que parecía albino. Y por si ello no bastara, su fecha de nacimiento correspondía plenamente con su aspecto: dieciocho años. «Estás loco, Alekos». «Hum… Tal vez tengas razón. Es preciso que cambie la fotografía o que me afeite el bigote».
Nunca te afeitaste el bigote ni cambiaste la fotografía. Pero encontraste un pasaporte perteneciente a un italiano cuyo tipo físico correspondía un poco al tuyo. Los viajes continuaron, siempre con el prólogo de aquella absurda comedia. Raras veces me confiabas la verdad. Fiel a los principios que Nicolaos me explicó, el-que-no-sabe-no-se-angustia-ni-habla, y al mismo tiempo seducido por el gusto de la conspiración, cada vez que partías para Grecia conseguías engañarme, atraerme a cualquier disputa que justificara el me-voy. Y si bien yo conocía ya el truco, cada vez picaba. «No sabes ni siquiera telefonear. ¿Qué necesidad hay de mantener el índice metido en el agujero del disco al marcar y al soltar? El disco vuelve por sí solo, ¿no?». «Déjalo, Alekos. Yo telefoneo como me parece». «No lo dejo. Quita el dedo, que me pone nervioso». «Alekos, ¿quieres dejarme en paz, sí o no?». «Bien, te dejo en paz, me voy». O: «Venecia es una muñeca muerta». «Tal vez, pero de todos modos a mí me gusta». «Porque tienes mal gusto». «Puede decirse cualquier cosa menos que quien ama a Venecia tenga mal gusto». «Pues yo lo digo. Aspira este perfume: es de mal gusto; hiede. Apesta a muñeca muerta, por esto te gusta Venecia». «Tonto, villano». «¿Tonto? ¿Villano?». «Sí, y añado: tienes razón, tengo mal gusto puesto que vivo contigo». «A partir de hoy ya no vives: me voy». Te marchabas, y sólo al día siguiente comprendía yo que había picado de nuevo como una boba Luego, pasados tres o cuatro días regresabas: «¡Soy yo! ¡Soy yo! ¡Adivina dónde he estado!». O bien: «Hola, alitaki. Te he traído un perfume de Atenas. No apesta». Ya ni siquiera me ofendía. Mientras duraba el viaje, el enojo era sustituido por la angustia de saberte en peligro; después, quedaba superado por la tranquilidad de volverte a ver. De todas formas, me preguntaba qué sentido tenían aquellos viajes a lo Pimpinela Escarlata, para qué servían aparte de obligarte a hacer ejercicio y de practicar la escaramuza con la muerte. ¿Para establecer contactos con Laós 1, Laós 2, Laós 3 y Laós 4? ¿Para organizar empresas que, desde luego, no iban a realizarse? ¿Para intentar arrebatar algún soldado a los comunistas o a los papandreístas, para llenar una soledad que comenzaba a pesarte? A fin de no humillarte evitaba incluso formular preguntas: fingía creer que se trataba de expediciones utilísimas, que iban a resolverse en cosas memorables. Más tarde, una noche de febrero estábamos en casa y yo leía los periódicos. La mirada cayó sobre una noticia de Atenas: diez líneas, no más. La noche anterior, decía la noticia, cuatro bombas habían estallado en una fábrica sin causar víctimas. Una quinta, en cambio, hizo explosión mientras dos artificieros, uno civil y otro militar, la estaban desactivando. Ambos murieron. En el lugar de los hechos, la policía encontró las octavillas de un grupo que se titulaba Laós 8. Te busqué los ojos: «¿Cómo van tus cuatro regimientos?». «Ya no son cuatro, sino ocho —respondiste con una sonrisa feliz—. He reclutado el Laós 5, Laós 6, Laós 7 y Laós 8. ¡Dentro de unos días verás lo que sucede!». «Ya ha sucedido, Alekos. Esta noche». «¿El qué?». «Cinco bombas. Una ha estallado mientras trataban de desactivarla. Ha matado a un civil y a un militar». «¿Dónde?». «En una fábrica». «Yo no tengo nada que ver». «Sí que tienes. Había octavillas de Laós 8.» La sonrisa se desvaneció. Te pusiste en pie de un salto y me arrancaste de la mano el periódico: «Debo partir». «¡¿Partir?! ¿Por qué?». «Porque me han desobedecido, ¡desobedecido!». «¿En qué?». «¡En todo, en todo! ¡No debía estallar allí, no debía! ¡No debía matar a nadie, no debía! ¡Cretinos! ¡Imbéciles!». «Alekos, lo mínimo que puede suceder cuando se ponen bombas es que salte por el aire el que va a desactivarlas». «Lo sé. Debo partir». «Alekos, no es culpa suya si han muerto esos dos artificieros. Hace seis años pudo suceder lo mismo, pues una de tus minas estalló». «Lo sé. Debo partir». «La resistencia armada es una guerra, Alekos, y en la guerra no se disparan caramelos: si tu atentado a Papadopoulos hubiera tenido éxito, quién sabe cuántas personas hubieran muerto con él». «Lo sé. Debo partir». «¡No partirás! ¡Esta vez te lo impediré!».
No partiste. Y yo no te presioné: era una característica tuya hacer todo lo contrario de lo que anunciabas. Evidentemente, me dijiste, el trauma de los dos muertos te causó una crisis pasajera, e inmediatamente después comprendiste que sería mejor mantenerte alejado de Grecia por algún tiempo. Ni siquiera volviste a hablar de ello. Había transcurrido un mes desde aquel diálogo, y en ese lapso se consumaron los dramas que veremos. Fuimos a Roma, y apenas llegados comenzaste a decir que debías ir a Milán. Esto me hizo concebir sospechas, entre otras razones porque no aducías una excusa aceptable para dirigirte allí. «Mírame a la cara, Alekos: ¿Milán o Atenas?». «Pero ¿cómo Atenas, qué tiene que ver Atenas? Además, para convencerte de que voy a Milán, no tienes más que acompañarme». «De acuerdo». «¿Esta noche?». «Esta noche». «Reserva coche cama». «¿Coche cama? Pero ¡si no lo tomas nunca! Si dices siempre que es peligroso, que es una trampa, que cualquiera puede robar las llaves al mozo y entrar en la cabina, y que por eso el avión es mejor». «No, avión no. Hoy no». Reservé coche cama, y en el transcurso del día diste al asunto la mayor publicidad posible: telefoneando desde la suite con micrófonos escondidos, llamando varias veces al conserje para asegurarte de que se nos reservaba la cabina, e informándote en voz alta sobre el horario exacto. Cuando abandonamos el hotel, no había un perro que ignorase tu programa, y así, precedidos de aquella publicidad, henos aquí en la estación, en el tren y en la cabina, donde el mozo coloca las maletas y donde, inesperadamente, se alza el telón de la comedia. «Tú no quieres venir a Milán conmigo». «¡¿Que no quiero ir, Alekos?! ¡Pero si estoy aquí!». «Estás aquí con la cara larga, y yo no soporto a la gente con la cara larga». «Te equivocas». «No me equivoco, así es que yo no voy contigo a Milán. Yo no comparto una cabina con quien me mira de reojo». «Escúchame bien, Alekos: la idea de ir a Milán es tuya; yo no tengo ninguna necesidad de ir a Milán. No tengo la cara larga ni te miro de reojo, y tú estás buscando gresca. ¿No tendrás la intención de sostener que Churchill murió esta mañana a los veinte años?». Y mientras decía esto, comprendí que la historia de dirigirte a Milán en coche cama era una comedia para inducirnos a engaño a mí y a quienes controlaban tus movimientos. La montaste para volar a Atenas sin que te siguiera, y una vez más yo piqué de la manera más tonta. Lancé una mirada al reloj: faltaba un minuto para la salida. El jefe de estación silbaría pronto, y el tren se movería, por lo que no quedaba tiempo de descargar el equipaje. Además, esto hubiera suscitado atención, arruinando tus planes. Así, pues, no había nada que hacer, nada. Me dejé caer sentada en la litera y oí mi voz murmurar: «Podías evitarlo». Luego, la tuya responder: «No, no podía». El jefe de estación silbó. Te lanzaste al pasillo, alcanzaste la portezuela, la abriste y te apeaste. El tren se movió mientras te deslizabas fuera de él, bajo la marquesina, con la cabeza gacha, y sin mirar atrás.
Un día, dos días, tres días: creí que nunca sería capaz de perdonarte aquella enésima burla, y en efecto, a la casa del bosque sólo volví a recoger mis cosas y a dejarte una carta que explicase mi negativa a continuar una relación semejante. Yo no era una Penélope que espera a Ulises tejiendo, decía la carta; yo misma era un Ulises que siempre había vivido como Ulises, y el hecho de que por ti hubiera traicionado mi naturaleza convirtiéndome en un Sancho Panza no te autorizaba ciertas arrogancias. En cualquier caso, Sancho Panza sigue a don Quijote y goza de su confianza; no se ve abandonado en un tren como una maleta. Pero cuando, cuatro días después, te vi en aquellas condiciones, mi rebelión se esfumó. Parecías una máscara de carnaval: la mitad de tu rostro era rojo violeta y la otra mitad blanco exangüe. La línea que separaba ambos colores partía de la frente y, recorriendo la nariz, descendía hasta la barbilla y el cuello, y si en la parte blanca el ojo estaba normal, en la parte enrojecida aparecía monstruosamente hinchado. «¿¡¿Qué has hecho?!?». En lugar de responder, tomaste una botella de vino, la destapaste y te pusiste a beber. En silencio, con fría determinación, copa tras copa. Las únicas palabras que de vez en cuando salían de tu boca eran: «No consigo emborracharme, no consigo emborracharme». En verdad no lo conseguías, pues tu mirada continuaba límpida, tu voz, articulada y te mantenías muy bien en pie. Mediada la botella te dirigiste al mueble bar, donde guardábamos los licores que no te gustaban, sacaste todas las botellas que contenía, las alineaste en la mesa y volviste a beber, ora de una botella ora de otra. Mezclabas a propósito, a veces mezclando vodka, whisky y coñac, y luego tragabas el brebaje con el decidido arrebato de quien toma una medicina desagradable. Finalmente, te emborrachaste hasta el punto que deseabas: el tercer estadio, la muerte temporal. Pero esta vez no te condujo a las ilimitadas llanuras del ensueño, ni te precipitó en el dulce limbo del olvido ni en los suaves abismos de la nada. Pronto te recuperaste, y el despertar fue un llanto desgarrador, con lágrimas y sollozos que te sofocaban, palabras rotas que se filtraban por el pañuelo bañado en un estribillo monótono: «¡Fuera, me decían, fuera! ¡Fuera! ¡Vete, fuera!». «¿Quién te lo decía, quién?». «Ellos. ¡Fuera, me decían! ¡Fuera! ¡Vete, fuera!». Fue precisa toda la noche para que comprendiera qué había sucedido en Atenas, donde, tras las cinco bombas y la muerte de los dos artificieros, nadie se atrevía ya a acercársete ni permitía que tú te acercaras. Tan sólo dos aceptaron un encuentro en la playa, pero no para escuchar lo que querías decirles, sino para informarte de que aquello era un adiós: tu tipo de lucha no les interesaba, así que habían decidido ingresar en un partido e ingresarían. Buena suerte y adiós. Entonces te pregunté dónde habías dormido, e indicando la parte amoratada del rostro respondiste: «Donde duermen los mendigos y los perros vagabundos».
Luego me confiaste que, tras haber buscado en vano una yacija para descansar, hacia el amanecer regresaste a la playa. Te tendiste sobre un costado, con media cara apoyada en una almohada de arena y media expuesta al sol que estaba saliendo. De pronto, enfermaste. Así, permaneciste sin sentido hasta la tarde, en que abriste los ojos para hallarte rodeado de un grupo de muchachitos que se divertían pinchándote y salpicándote con agua. «¡Está muerto, está muerto!». Sin reaccionar, pues carecías de fuerzas, te levantaste y a pie llegaste al aeropuerto. «Me escocía una mejilla y un párpado, pues en esta estación, en Atenas, el sol quema casi tanto como en verano, y temía que se viera. Pero no se veía nada. Ha enrojecido después, en el tren». Te curé con pomada para las escoceduras y traté de consolarte: «En el próximo viaje, Alekos…». Me interrumpiste: «No habrá próximo viaje. A partir de hoy estoy verdaderamente en el exilio. Mejor así, porque ya no creo en las bombas, en las explosiones ni en las armas. Cualquier imbécil puede apretar un gatillo, encender una mecha o matar a dos artificieros e incluso a un tirano. ¿Y luego? ¿Qué cambia? Muerto un tirano ponen a otro, y a menudo los futuros tiranos son precisamente los que han disparado. No, sembrando cadáveres no es como se hace el mundo un poco más soportable. ¡Eso se logra con las ideas! ¡Las verdaderas bombas son las ideas! ¡Oh, Theós! Theós mou! ¡Cuántos años he desperdiciado! Ya es hora de que me ponga a pensar. Lo malo es que estoy cansado, tremendamente cansado».
Era la primera vez que me decías que las verdaderas bombas son las ideas, y que cualquier imbécil puede apretar un gatillo, encender una mecha o matar a dos artificieros e incluso a un tirano. Te miré aturdida. ¿Cuándo comenzaste a comprenderlo, qué hizo dispararse el muelle de una conclusión tan contraria a tu personaje? ¿Fue la muerte de los dos artificieros, fue el trauma de verte rechazado por tu exiguo ejército, o bien esos episodios hicieron brotar una semilla que desde siempre dormía en lo profundo de tu conciencia? ¡Qué victoria si de veras te hubieras puesto a reflexionar, a dar cuerpo a las intuiciones que hasta el momento habías expresado solamente a través de breves sentencias o de poesías! ¡Qué regalo si conseguías afrontar las verdades que no se afrontan nunca porque no conviene, porque nos falta valor o porque llevamos una venda en los ojos, la venda impuesta por las dictaduras intelectuales, que nos impide verlas! Por ejemplo, los motivos por los que estabas solo, e hicieras lo que hicieras te quedabas solo. Y los motivos por los que, lejos de ser eso un mal era un bien. Un dolor y un esfuerzo, sí, pero un bien: la única manera humana de batirse, de creer en la libertad, de hacer que el mundo sea un poco más limpio, un poco más inteligente, un poco más soportable. Porque el mundo no es un concepto abstracto: el mundo soy yo, eres tú, es él. Y si yo no cambio, si tú no cambias y si él no cambia, separada e individualmente, por propia iniciativa, no cambia nada y seguimos siendo esclavos. El hecho es que admitiste tu cansancio, y de que ese cansancio existía yo ya me había dado cuenta. Si miraba hacia atrás y reconstruía la historia de las últimas semanas, podía incluso señalar el episodio a raíz del cual eso se me hizo evidente. Ahora te lo cuento.
Al comienzo de la primavera, o sea mucho antes de que el trágico viaje a Atenas apagara toda esperanza de dar un sentido a tu exilio, fue descubierta la casa del bosque. Nos dimos cuenta al advertir a un grupo de jóvenes con vaqueros, que desde la mañana hasta el atardecer permanecían ante la cancela, junto a la parada del autobús. Eran unos jóvenes extraños. En primer lugar, porque mirándolos parecía que estuvieran allí precisamente esperando el autobús, pero cuando éste llegaba no montaban; y luego porque desde lejos los veías discutir con vivacidad, pero cuando te aproximabas, enmudecían. Como si no quisieran que se oyera en qué lengua hablaban. Su número variaba de tres a cinco, pero dos no faltaban nunca y eran los dos que en el cinturón llevaban una hebilla con la esvástica. ¿Italianos o griegos? Naturalmente, habíamos considerado la eventualidad de que no fueran más que ociosos a los que gustaba reunirse en aquel lugar, o que los dos de la esvástica vivieran en la villa, pero ni una vez los sorprendimos más acá de la cancela, y por último nos vimos obligados a admitir que el motivo de su presencia eras precisamente tú. ¿Los mandaba alguien interesado en conocer todos tus movimientos para controlar tus salidas del país, o bien alguien que se disponía a raptarte o a matarte? La primera semana quisiste enfrentarte a ellos, pero luego reflexionaste, observando que si no nos molestaban con gestos o palabras no podíamos tomar iniciativas; más bien era prudente fingir que no los habíamos advertido. El único acto de guerra que te permitías, tanto al salir como al entrar en casa, era blandir la pipa como una espada: o sea empuñarla por la parte de la cazoleta. «¿Sabes qué arma es ésta? Si alguien te agrede, no tienes más que metérsela en un ojo». «¿Y si no le aciertas en el ojo?». «Es lo mismo, dondequiera que golpees abres una brecha. Sólo se precisa, claro está, que la boquilla sea larga y no curva». Y nada de replicar que hubiera sido mejor disponer de un revólver, que lo compraría y lo llevaría en el bolso. «¡Nada de armas! ¡Te lo prohíbo!». Tu fe en el uso bélico de la pipa con boquilla larga y no curva, era tan ilimitada que te volvías sordo a cada una de las muestras de perplejidad que yo manifestaba; por lo demás, nunca te vi con un revólver en la mano. Tú, que pasabas por un dinamitero, por un amante de explosivos y armas, por un asaltacuarteles, por un partidario de la resistencia armada, sentías como una repugnancia física hacia las armas. Ni siquiera sabías usarlas, no eras capaz de empuñar correctamente una escopeta de caza: mantenías la culata baja, no apoyabas en ella la mejilla y fallabas siempre el objetivo aunque éste fuese un pájaro dormido en una rama a dos metros. Luego te consolabas diciendo: «¡Si vuelvo a ver a ése, le atizo un pipazo que lo tumbo!».
Pero volvamos a los jóvenes con vaqueros. La primavera se deslizaba llena de calideces hacia el verano, cuando la silenciosa persecución del grupo ante la cancela terminó, y en su lugar floreció otra, más refinada y cruel. Cada noche, apenas apagábamos las lámparas y nos acostábamos, por la ventana que daba a la terraza con barandilla de hierro forjado, irrumpía un resplandor redondo que nos daba encima como una pedrada de luz. Nunca comprendimos cómo conseguían dirigirlo dentro de la habitación con tanta exactitud. Escrutando la oscuridad del parque, en efecto, veíamos bien que el reflector estaba lejos, más allá de los pinos que bordeaban el recinto amurallado: para dar en nuestra ventana, la pedrada de luz debía, pues, pasar entre decenas de árboles y hallar un pasillo desprovisto de troncos y frondas. Sin embargo, lo conseguía perfectamente, y pese a la barrera de las persianas, el resplandor nos atormentaba sin fin, ora girando con lentitud por las paredes, el techo o la cama, ora deslizándose nerviosamente de arriba abajo y de derecha a izquierda, dibujando una cruz, o bien destellando maligno en zigzag para darnos en los ojos, caliente, impalpable. Y este era el momento en que perdías la cabeza. No soportabas aquel calor impalpable en los ojos, y puntualmente corrías a abrir las persianas, te arrojabas sobre la terraza y gritabas bellacos-salid-de-la-sombra-bellacos, si-no-salís-bajo-yo-a-buscaros. Y ni que decir tiene que no bajabas nunca: sabías muy bien que era precisamente esto lo que querían, exasperarte para hacerte bajar, tenerte a su merced, y luego decir que fuiste tú quien les agredió. Aquella vez fue distinto. En el mismo instante en que el resplandor nos dio en los ojos, te vi saltar de la cama, ponerte los pantalones, calzarte los zapatos, y antes de que me diera cuenta ya estabas en la terraza tronando: «¡Que voy!». Y luego corriste hacia la puerta. Apenas tuve tiempo de alcanzarte, retirar la llave y apoderarme de ella, y he aquí que con todo el ímpetu de tu rabia intentas abrirme la mano, reducir la presión de mis dedos, agarrarme el pulgar, luego el índice y después el medio, pero cuanto más palanca haces más aprieto yo. Entonces me tomas por la muñeca y me la retuerces cruelmente, me doblas el brazo y parece que quieras dislocármelo, me tiras al suelo y caes conmigo. Yo me defiendo mal porque sólo puedo oponerte un brazo, una mano, pero me defiendo y acepto la pelea. Una pelea sorda, muda, aviesa; una lucha de serpientes que se enroscan para destrozarse, decididas ambas a no ceder, y mientras tanto se golpean y se hacen daño sin que una palabra salga de su boca. El único sonido es una respiración afanosa, una especie de estertor, y de pronto un golpe me desgarra el vientre y me produce un dolor agudísimo. La llave está en tus manos. Mi voz rompe el silencio para decir lo que ignoras: «El niño».
Te quedaste pasmado, como alcanzado por un disparo en mitad de la frente. Permaneciste unos segundos mirándome con los ojos y los labios muy abiertos. Luego, exhalaste la invocación: «¡Oh, Theós! Theós moul ¡Oh, Dios! ¡Dios mío!». A continuación te levantaste, y olvidando el resplandor que continuaba girando y deslizándose implacable sobre nosotros, en torno a nosotros, olvidándote incluso de mí, que yacía en el suelo transida por aquel dolor en el vientre, insoportable ahora y exasperado por mil cuchilladas, prorrumpiste en una exaltación tan frenética que parecías haber perdido el juicio. Reías, llorabas, saltabas, bailabas, aplaudías. Ni siquiera te percatabas de mi sufrimiento; en efecto, al final me levantaste con delicadeza, pero no para aplacarlo, me depositaste en la cama con ternura y apoyaste la cabeza en mi cuerpo, murmurando buenos días, niño, ancla de las anclas, cadena de las cadenas, alegría de las alegrías, vino de todos los vinos, tú no sabes quién soy yo, yo soy tú, no sabes quién eres, eres yo, eres la vida que no muere. La vida, la vida, la vida. I zoí, i zoí, i zoí. Escapa de la oscuridad, niño, escapa en seguida y nos iremos lejos, a un lugar donde no puedan encontrarnos, donde podremos jugar. Basta de sufrir, basta de luchar. Aquel monólogo alocado, suave, maravilloso y desgarrador, mientras las cuchilladas aumentaban en número e intensidad. El arrepentimiento por no habértelo dicho antes me dejaba muda, por no haber comprendido antes que un hijo hubiera sido el único rival de tu destino. Porque si lo hubiera comprendido antes, no hubiera necesitado arrojarme sobre la puerta, retirar la llave y lanzarme a aquel combate bestial y sufrir aquel terrible puntapié que lo hirió de muerte. De que el golpe lo hiriera de muerte no quedaban dudas, pues los síntomas se anunciaban ya inequívocos: estaba segura de que ningún milagro podría resucitar a la inerte criatura sepultada dentro de mí. No obstante, callaba, incapaz de disipar tu inútil felicidad: mejor dejarte unas horas de ilusión, pensaba yo, y en ese lapso permanecer inmóvil y recuperar fuerzas para arrastrarme hasta un médico. Eso es lo que hice, y por la mañana, con mucho cuidado de no despertarte, me aparté suavemente de ti y me fui a escuchar la confirmación de lo que ya sabía. Pero hice mis cuentas sin calcular que decírtelo después sería mucho peor, porque aquello te trastornaría de forma mucho más violenta, hasta renovar el complejo de culpa en que te consumías, pensando cada vez en las personas a las que amaste y que perdiste: tu padre, tu hermano Giorgos, Policarpos Gheorgazis. «Yo soy la muerte. Llevo encima la muerte y la reparto», murmuraste cuando me viste y viste aquel inerte e informe bultito. Luego desapareciste durante cuatro días, y la noche que te volví a ver me costó reconocerte: ojeras lívidas, barba crecida, camisa sucia de carmín, aliento apestoso de alcohol. Caminabas tambaleándote y parecías la caricatura de un desdichado que ha pasado cuatro días y cuatro noches corriéndose juergas desenfrenadas. Dios sabe dónde y con quién. Y sin dar explicaciones, sin preguntarme siquiera cómo estaba, te derrumbaste en la mecedora e iniciaste una inconexa lamentación sobre el cansancio que te vaciaba el cuerpo y el alma, soy-viejo, ya-soy-viejo, mira-tengo-los-cabellos-blancos, también-tengo-lumbago, y-dolor-de-hígado-y-tos.
Los cabellos blancos eran un mechoncito plateado que ya tenías en Boiati, el lumbago era un reumatismo leve y pasajero, el dolor de hígado era la obvia consecuencia de haber bebido, y la tos, la no menos obvia de fumar. Pero en aquel momento te creías viejo de veras porque te sentías derrotado por la existencia.
Sin embargo, te dedicaste a pensar. Con esfuerzo unas veces, ingenuamente otras, despachando en ocasiones con ligereza conceptos que merecerían una profundización, presentando verdades obvias como si fueran descubrimientos novísimos, y en algunos casos repitiendo, sin más, principios enunciados ciento cincuenta años antes por un anarquismo individualista que en seguida había descubierto Nenni, tras sus gafas bifocales. Pero te dedicaste a pensar, maravillosamente liberado de los esquemas de las dictaduras intelectuales que sobre todo por aquellos años cegaban y hacían enmudecer. Leías y escribías. Billetitos, octavillas y apuntes que luego me traducías o me leías con el orgullo de un muchacho que ha hecho una buena redacción en clase. Escucha-lo-que-he-hecho-hoy, escucha-qué-he-decidido-hoy, te-lo-leo-ahora-mismo. «Esta es la época de los ismos —comunismo, capitalismo, marxismo, historicismo, progresismo, socialismo, desviacionismo, corporativismo, sindicalismo, fascismo—, pero nadie se percata de que todo ismo rima con fanatismo. Esta es la época de los anti —anticomunista, anticapitalista, antimarxista, antihistoricista, antiprogresista, antisocialista, antidesviacionista, anticorporativista, antisindicalista, antifascista—, pero nadie se percata de que todo ista rima con fascista. Nadie dice que el verdadero fascismo consiste en ser anti por principio, como quien agarra una rabieta, negando a priori que en cada corriente de pensamiento haya algo justo o algo susceptible de ser utilizado para buscar lo justo. El sentido e incluso el significado de la libertad se pierde al encasillarse en el dogma, en la ciega certeza de haber conquistado la verdad absoluta, sea ésta el dogma de la virginidad de María o el dogma de la dictadura del proletariado o el dogma del Orden y la Ley, cuando la libertad es el único concepto inapelable e indiscutible. Tanto es así, que la palabra libertad no tiene sinónimos, tan sólo extensiones o adjetivos: libertad individual, colectiva, personal, moral, física, natural, religiosa, política, cívica, comercial, jurídica, social, artística, de expresión, de opinión, de culto, de prensa, de huelga, de palabra, de fe, de conciencia. En última instancia, ella es el único ismo o sea el único fanatismo admisible, porque sin ella un hombre no es un hombre y el pensamiento no es pensamiento». «¡Bravo!?». «¿Te gusta? ¿De veras te gusta? Entonces, escucha esto otro, porque es más importante; habla de la derecha y la izquierda, de los intelectuales de mierda que con su falsa izquierda me han tocado bien los cojones». Agitabas una hoja llena de señales y tachaduras, y volvías a declamar.
«Muchos intelectuales creen que ser intelectuales significa enunciar ideologías, elaborarlas o manipularlas, y luego asumirlas para interpretar la vida según fórmulas y verdades absolutas. Esto sin tener en cuenta la realidad, al hombre, a ellos mismos, o sea sin querer admitir que ellos mismos no están hechos sólo de cerebro: tienen también un corazón o algo que se le parece, y un intestino y un esfínter; es decir, tienen sentimientos y necesidades extraños a la inteligencia y no controlables por ella. Estos intelectuales no son inteligentes, sino estúpidos, y en última instancia ni siquiera son intelectuales sino sacerdotes de una ideología. Con la mente obtusa de los sacerdotes, no reconocen que, una vez asumida la ideología, y peor aún, si la hacen suya en un maridaje que excluye el adulterio y el divorcio, ya no se es libre para pensar. Porque se pliega todo a aquella solución, se juzga todo según aquellos esquemas: por una parte el infierno y por la otra el paraíso, por una parte lo lícito y por la otra lo ilícito. Ergo, para presentarse como coherentes se tornan incoherentes e incluso deshonestos. Consideremos al intelectual de izquierdas, el intelectual que hoy está de moda o, mejor, el intelectual que sigue la moda por comodidad o por miedo o por falta de imaginación: siempre estará dispuesto a condenar las dictaduras de derechas, no faltaría más, pero nunca o casi nunca las dictaduras de izquierdas. Las primeras las disecciona, las estudia y las combate con los libros y con los manifiestos; las segundas las silencia, las arrincona o, todo lo más, las critica apurada y tímidamente. En ciertos casos, incluso recurre a Maquiavelo: el-fin-justifica-los-medios. ¿Qué fin? ¿El de una sociedad concebida sobre principios abstractos, cálculos matemáticos, dos y dos son cuatro, tesis y antítesis igual a síntesis, sin tener en cuenta que en la matemática moderna dos y dos no son necesariamente cuatro, que a lo mejor son treinta y seis, o sin tener en cuenta que en la filosofía más avanzada la tesis y la antítesis son lo mismo, que la materia y la antimateria son dos aspectos de la misma realidad? Gracias a sus cálculos, o sea al lúgubre fanatismo de las ideologías, a la ilusión o, mejor, a la presunción de que lo bueno y lo bello están sólo en un lado, un genocidio, un asesinato o un abuso se consideran ilegítimos si se producen en la derecha y se convierten en legítimos o al menos en justificables si ocurren a la izquierda. Conclusión, la gran enfermedad de nuestro tiempo se llama ideología, y los portadores de su contagio son los intelectuales estúpidos: los sacerdotes laicos que no están dispuestos a admitir que la vida (lo que ellos llaman la Historia) se encarga por sí sola de poner en su lugar sus masturbaciones mentales, y por tanto de demostrar lo artificioso del dogma, su fragilidad e irrealidad. Si no fuera así, ¿por qué los regímenes comunistas repiten las mismas infamias que los regímenes capitalistas? ¿Por qué tienen los mismos Ioannidis, Hazizikis, Theofiloiannacos o Zakarakis que los regímenes fascistas? ¿Y por qué se combaten entre sí, apoyados en sentimientos y necesidades como el amor a la patria y el nacionalismo egoísta? Es tiempo de denunciar la enfermedad sin timideces, sin sentirse cohibidos, sin miedo. Y para hacerlo no hay que pararse en Marx y en los marxistas, sino que es preciso volver atrás al menos dos mil años, remitirse a la ideología cristiana. Ella es la que ha concebido la división antinatural: por una parte lo lícito y por la otra lo ilícito, por un lado el Paraíso y por el otro el Infierno. Hoy día, los amos de nuestro cerebro, los teólogos de la izquierda, no hacen más que repetir los errores de aquellos maestros: quita la cruz del asta de la bandera y pon la hoz y el martillo, y verás que continúa lo mismo, un pingajo que ondea los privilegios de siempre, las ambiciones de siempre, las artimañas de siempre». Y después: «¿Te gusta? ¿De veras te gusta? Son apuntes, ¿sabes? Lástima que no los hiciera antes, en Boiati. ¡Eh! Lástima que no los hiciera en Boiati. Lo cierto es que en presidio no se consigue pensar. Se tiene mucho tiempo y, sin embargo, no se consigue pensar; ya es bastante que salga alguna poesía».
Estudiabas. Proudhon, por ejemplo, cuyo socialismo libertario y negador de la violencia se adaptaba a tu investigación. Y luego Platón, aunque no comprendía qué buscabas en Platón, y asimismo escritores como Albert Camus, a quien llamabas Camís, porque en griego la u se pronuncia i. No había modo de hacerte pronunciar Camus. «¡Camus!». «¡Camís!». Adorabas a Camus-Camís porque en tu segunda adolescencia tuviste ocasión de leer el texto de su polémica con Sartre. «Un idealista que sabe oponerse al mesianismo de los principios absolutos», decías de Camus-Camís. Y en ocasiones insertando algo de tu cosecha, una frase, una comparación o un razonamiento, alterando su forma según tu conveniencia, a menudo recitabas los fragmentos que resumían tus posiciones. «Escucha esto: 'Las religiones organizadas no corresponden a las necesidades del hombre moderno, las pantomimas religiosas carecen de sentido en nuestra época, tanto si vienen de las iglesias como si se presentan con los ropajes nuevos o seudonuevos del marxismo’. Ahora escucha esto: 'Un hombre inteligente no puede aceptar una ideología que lo entrega enteramente a la Historia, que lo considera un sujeto pasivo de ella. Resulta infame hablar de los hombres en términos de tareas históricas; es peligroso. Porque después de decirlo con los libros, se dice con la policía, determinando a qué hora debo o no debo irme a la cama, a qué hora puedo o no puedo beber una botella de vino, y por último colocándome en fila en la plaza Roja para ir a arrodillarme en el Santo Sepulcro de Lenin. No, no se puede justificar cualquier cosa en nombre de la lógica de la Historia. ¡No es la lógica la que hace la Historia!'.» «Camus no dice eso, Alekos. Dice que la historia no lo es todo. ¡Además no habla en absoluto de la botella de vino ni del Santo Sepulcro de Lenin!». «¿Y qué tiene que ver? Yo lo completo, lo perfecciono». A veces, en cambio, transcribías los fragmentos con el escrúpulo de un amanuense que copia el Nuevo Testamento en pergamino miniado, y me lo recitabas con fidelidad: «Hoy es preciso formular dos preguntas. ¿Aceptáis o no, directa o indirectamente, que os maten u os hagan objeto de violencia? ¿Sois capaces o no, directa o indirectamente, de matar y producir violencia? Quienes respondan a ambas preguntas se verán automáticamente afectados por una serie de consecuencias de las que resultará un nuevo modo de plantear el problema de la lucha». Y también: «Puesto que el hombre ha sido por entero entregado a la Historia, ya no puede volverse a aquella parte de sí mismo tan verdadera como su parte conectada con la Historia, y vivimos en el terror. Para escapar al terror es necesario reflexionar y actuar según esa reflexión. Está en juego la suerte de millones de europeos que, hartos de violencias y de mentiras, defraudados en sus mayores esperanzas, experimentan repugnancia ante la idea de matar a sus semejantes, aunque sea para convencerles, o ante la idea de ser convencidos por el mismo sistema». Páginas, éstas, en las que parecías buscar una confirmación a tu propio cambio: no creer más en las bombas, en las explosiones, en las armas, en la lucha a sangre.
Y, sin embargo, ese cambio era tan claro que llegué a dejar de preguntarme si floreció de una semilla sepultada en lo profundo de tu subconsciente o si dependía de una necesidad de paz cuyo detonante fue el niño perdido. No exteriorizabas el menor arrepentimiento, ninguna nostalgia por las empresas temerarias y los desafíos imposibles. Todo lo que hacías ahora parecía la quintaesencia del razonamiento y de lo razonable: participar en conferencias y mítines, difundir entre los emigrados el libro de poesías que mientras tanto se había publicado, y dirigirte a Bruselas para reunirte con los representantes del Mercado común europeo. Incluso tu nueva monomanía era de lo más pacífico que cabía imaginar: consistía, simplemente, en obtener de la radio italiana el espacio necesario para transmitir un programa bisemanal que pudiera captarse en Grecia. Programas de este tipo existían ya en Francia, Inglaterra y Alemania, pero resultaban poco audibles a causa de la distancia; la radio italiana, en cambio, poseía una longitud de onda capaz de alcanzar toda la región comprendida entre el Jónico y el Egeo. Así, pues, continuamente ibas a Roma a explicárselo a los ministros, subsecretarios y jefes de partidos: insistente, paciente, tenaz, decidido a no dejarte desmoralizar por la indiferencia, la hipocresía y el jesuitismo del veremos-intentaremos-reflexionaremos. Y ni siquiera modificaste tu conducta cuando estuvo claro que no ibas a obtener nada, que la indiferencia, la hipocresía y el jesuitismo triunfarían, como siempre. «Lástima —dijiste—. Otra amargura, otro precio que pagar». Ahora era tu frase preferida. Y cada vez que la oía no creía a mis oídos porque, y este es el detalle más extraordinario, las tentaciones de volver al camino de antes resonaban a tu alrededor como el canto de las sirenas que llaman a Ulises entre Escila y Caribdis. «¡Odiseo, Odiseo! ¡Ven, oh héroe Odiseo! ¡Escúchame, hijo de Laertes, ven!». En Europa, los palestinos continuaban sembrando matanzas por doquier; en Alemania la guerrilla urbana se había convertido en una constante; en Italia la filosofía de la violencia crecía de minuto en minuto. Secuestros, chantajes, tiroteos y muertes ya no eran patrimonio exclusivo de la derecha: constituían una lúgubre moda entre la extrema izquierda, y no costaba mucho comprender que lejos de extinguirse constituía un fermento y se transformaría en costumbre. ¿Y si esas sirenas desataran los cabos con que Ulises se ató al palo mayor de su barco? ¿Y si Ulises cedía a su llamada para olvidar su cambio, su nueva batalla contra los molinos de viento? Me respondió un grito salvaje: «¡No has entendido nada de mí, nadaaaa! ¿Cómo te atreves a insinuar que yo tenga algo en común con esa clerigalla del fanatismo, con esos burócratas del terrorismo, con esos irresponsables que andan a tiros a lo John Wayne en el cómodo terreno de la democracia —mala, sí, pero democracia; enferma, sí, pero democracia—, con esos sectarios que no se arriesgan a las torturas ni a los pelotones de ejecución de una dictadura? ¡Yo no soy un terrorista! ¡Nunca lo he sido! ¡Yo creo en la democracia! ¡¿Es que has olvidado que yo lucho contra los tiranos?! ¡Te prohíbo, te prohíbo que me confundas con esos desgraciados que vierten sangre para aplicar los esquemas ideológicos de sus abstracciones! ¡Con esos fascistas vestidos de rojo, con esos revolucionarios del carajo!». Y la etiqueta revolucionarios-del-carajo se convirtió desde aquel día en uno de tus eslóganes preferidos. Para condenar las timideces y las debilidades de las democracias que ceden, te aficionaste, en cambio, a este eslogan; «Esto no es libertad, es una fiesta de la libertad». Una noche que en Roma reinaba el desorden, con escaparates rotos, tiendas asaltadas y automóviles quemados, supe por qué junto a Proudhon y Camus tenías a Platón. En efecto, lo abriste por una página señalada y, transido de convicción, te pusiste a declamar: «Cuando un pueblo devorado por la sed de libertad tiene por jefes a imprudentes escanciadores que le sirven cuanto quiere, hasta embriagarlo, sucede que si los gobernantes se resisten a las demandas de los súbditos, cada vez más exigentes, acaban siendo declarados réprobos y acusados de querer arrebatar la libertad. Y llega a ocurrir que quien se muestra disciplinado hacia sus superiores es definido como un hombre sin carácter, un siervo; que el padre, temeroso, acaba por tratar a sus hijos como iguales; que el hijo ya no siente temor ni reverencia por sus progenitores; que el maestro no osa reconvenir a los alumnos y los adula aunque éstos se burlen de él y pretendan los mismos derechos e idéntica consideración que los ancianos. Y que los ancianos den la razón a los jóvenes para no parecer demasiado severos. El alma de los ciudadanos se torna entonces en extremo tolerante, y dondequiera que se den casos de sumisión los más los consideran con desdén y no admiten obedecer, de modo que terminan por no preocuparse por las leyes escritas ni por las no escritas, y ya no tienen consideración ni respeto por nadie. En medio de tanta licencia nace y se desarrolla la mala hierba: la tiranía. En efecto, todo exceso suele conducir al exceso opuesto, tanto en las estaciones, como en las plantas, como en los cuerpos, y con mayor razón en los asuntos políticos».
Pero qué obtuso es el poder constituido, el Poder en el poder que se sirve de todo, de todos y nunca muere. Qué ciego, sordo e ignorante es. Precisamente la misma noche, el Kissinger que confirmó la negativa a concederte el visado para los Estados Unidos, vino a Roma en visita oficial y, escoltado por ciento diez guardaespaldas, rodeado de honores como un sátrapa oriental, más grotesco que nunca, se instaló en nuestro hotel. Desde aquel momento, nadie en la ciudad estuvo más vigilado que tú, que predicabas contra la violencia y recitabas a Platón. No sólo las habitaciones adyacentes a la nuestra estaban ocupadas por agentes del FBI, sino que sus colegas nos espiaban sin cesar desde las ventanas entrecerradas del edificio frontero: inconfundibles con sus horrendas camisas hawaianas y con sus manazas peludas que aferraban latas de cerveza. Y por si esto no bastara, todo el pasillo de nuestro piso hormigueaba de agentes de paisano con revólver al cinto, encargados, entre otras funciones, de registrar nuestros cajones. Dos veces al regresar a la habitación encontramos objetos cambiados de sitio o maltratados. Pero esta vez me equivoqué al definir el Poder en el poder como ciego-sordo-obtuso-ignorante. El Poder lo ve todo, lo oye todo y lo sabe todo. Y en aquel caso sabía que el verdadero enemigo del deplorable personaje eras tú, y no los equívocos barricaderos que en los años siguientes dispararían siempre contra personas inocuas e inermes, pero nunca contra un fascista.