La tragedia de un hombre condenado a ser un poeta, un héroe y, como tal, a ser crucificado, se mide también por la incomprensión de quien, por amor, quisiera sustraerlo a su destino y a su papel, por ejemplo distrayéndolo con las insidias de la ternura, las lisonjas del bienestar y el espejismo de una victoria que puede alcanzarse con un merecido reposo. Quien lo ama, en efecto, no está dispuesto a regalárselo a la muerte, y con tal de salvarle la vida, de alargársela un poco, recurre a cualquier arma, a cualquier estratagema. En ese sentido nadie te comprendió nunca menos que yo, y nadie más que yo intentó sustraerte a tu destino y a tu papel. Esto, sobre todo, a nuestra llegada a Italia, cuando aún no me había resignado al hecho de que el desafío perpetuo fuera tu pan y el peligro físico tu bebida, de tal manera que privado de aquel pan y de aquella bebida te marchitabas como un árbol sin agua y sin luz. Tú lo comprendiste en cuanto estuvimos en la suite del hotel que escogí en Roma, y no hiciste nada por esconderme que lo habías comprendido. Entraste, examinaste atentamente las estancias y la terraza abierta a via Veneto, los muebles de estilo, las alfombras preciosas y las lámparas de cristal, luego te detuviste ante la hermosa cesta de flores sobre la mesa, junto a un frutero y un cubo con vino puesto en hielo, y: «Las flores ¿son para ti o para mí?». «Para ti». «La fruta ¿es para ti o para mí?». «Para ti». «El vino ¿es para ti o para mí?». «Para ti. Todo es para ti, Alekos». «Hum, ya veo». Siguió un largo silencio, pesado e inmóvil. Y en medio de ese silencio te sentaste, cargaste la pipa, la encendiste y, por último, elevaste una voz henchida de tristeza: «¿Sabes? Una noche, en Boiati, tuve un sueño. Soñé que me encontraba en un hotel parecido a éste. No, parecido no, igual. Eran iguales los muebles, las alfombras, las lámparas y la terraza. Y la cesta de flores, el frutero y la botella de vino. Y la mujer que me había llevado allí decía: 'Para ti. Todo es para ti, Alekos’. Pero yo me sentía desdichado. Al principio no estaba muy claro por qué, pues el hotel era hermoso y me gustaba mucho. Pero pronto se aclaró: me sentía desdichado porque llevaba puestas las esposas. Extraño. Al irme a dormir, Zakarakis me las había quitado. En el sueño, en cambio, las seguía llevando, y apretaban. Apretaban tanto que no lograba descorchar la botella. A cierto momento caía al suelo y se rompía. Entonces escapaba del hotel gritando: skatá, mierda, skatá. Y volvía a mi celda, donde no llevaba esposas». Sonreí y te alargué la botella, tomándola del cubo: «Ábrela; hoy no se caerá». La tomaste, la levantaste hasta la altura de tu cabeza y luego la dejaste caer sobre el parqué de madera, donde se rompió de un golpe. «Skatá! ¡Mierda! Skatá!».
La tragedia de un hombre condenado a ser una criatura incatalogable y, por tanto, extraña a la fenomenología del tiempo en que vive, se mide además por la crueldad involuntaria de quien le atribuye un personaje que no es el suyo y, en consecuencia, lo gratifica con consejos, críticas, admoniciones y preguntas apremiantes que lo hacen sufrir. Quien lo mira, en efecto, ni siquiera sospecha su verdadera naturaleza, y lo ve a través de los anteojos de fórmulas homologadas: los clisés que por conveniencia, mala fe o pereza se usaron para hacer su retrato. Unas veces el retrato del dinamitero, y otras del mártir, del revolucionario, del líder. En este sentido, nadie fue nunca tan cruel como aquellos que en las primeras horas de tu llegada a Roma cayeron sobre ti con besos, abrazos y exclamaciones de bien-venido-entre-nosotros-bien-venido, gloria, aleluya. A menudo curiosos, gente a quien no importaba nada de ti y que sólo te buscaba porque eras un conocido al que utilizar, o bien demagogos que se consideraban tus acreedores porque en la época del proceso organizaron un mitin o participaron en una manifestación de protesta. Pocas eran las personas que de veras te querían, amigos del período transcurrido en Italia, compañeros. Pero incluso estos últimos continuaban viéndote a través de los anteojos de aquellas fórmulas, de aquellos clisés. Consejos al mártir: «Basta de sacrificios, de vida aperreada. Debes tomarte un largo descanso, unas verdaderas vacaciones, y no pensar en nada: tú ya has cumplido. Come, bebe, duerme y diviértete. Al infierno con la política; ¿no habrás venido aquí a complicarte la existencia con la política? Mañana por la noche organizaremos una cena de aúpa». Advertencias al dinamitero: «Cuidado con quién te ves, cuidado a quién hablas y nada de vincularte al grupo equivocado. En el próximo golpe, ni hablar de usar minas, que las minas gastan malas bromas. Además son pesadas e incómodas. Es mejor el plástico, como los palestinos. Deberías ir al Líbano y entrenarte con los palestinos». Críticas al revolucionario: «Bonita corbata, bonita camisa. Te tratan bien, ¿eh? A propósito, ¿por qué te has alojado en este hotel? No te va; aquí se alojan los grandes, como Kissinger y el sha de Persia. ¿Qué pensarán las clases trabajadoras, qué pensará el pueblo? Debes abandonarlo inmediatamente. Ven a mi casa; pondremos un diván en el pasillo». Preguntas al líder: «¿Qué piensas hacer, qué programa tienes, cómo vas a dirigirte a las masas? Es menester que aclares tu opción ideológica; debes comprender que combatir a una dictadura no basta y remitirse al problema de la libertad no es suficiente. ¿Por qué no convocas una conferencia de prensa? ¿Por qué no escribes un ensayo?». Pero ni un perro que se preocupara de preguntarte qué habías ido a hacer, a buscar. De pronto, perdiste el control. Estabas escuchando a uno de los que exhibían el retrato del revolucionario que debe dormir en un diván en el pasillo, esta-es-una-suite-regia, no-puedes-estar-en-una-suite-regia-semejante, estás-olvidando-quién-eres-qué-representas, y la paciencia con que lo habías aguantado, ora callando, ora mascullando monosílabos a regañadientes, se esfumó y organizaste una escena. Que se largaran todos, que dejaran de tocarte los cojones, que en tu suite regia permanecerías el tiempo que quisieras, que te comprarías dos docenas de camisas de seda, dos docenas de impermeables ingleses y dos docenas de pares de zapatos de hebilla. ¡Fuera! Pero inmediatamente después prorrumpiste en un llanto tan desesperado que llegué a olvidar la botella rota a propósito y el grito de skatá, mierda, skatá. «Yo me voy —sollozabas—, me voy, vuelvo a Atenas, volvamos a Atenas».
La tragedia de un hombre condenado a estar solo porque resulta incómodo a todos y no sirve a nadie, se mide por el desierto que debe afrontar cuando sale de su ambiente natural, la política vista como sueño, y entra en el para él antinatural de la política entendida como profesión o secta religiosa. Esto lo comprendiste profundamente once meses más tarde, al regresar a tu país, pero el aprendizaje lo hiciste a tu llegada a Italia. Vanidosos guiados sólo por la búsqueda de su triunfo personal, escaladores interesados sólo por las ventajas particulares de un escaño en el Parlamento, tenderos preocupados sólo por llenarse los bolsillos con los sobornos, decrépitos despojos herméticamente encerrados en el sarcófago de sus extinguidas virtudes, y en el mejor de los casos, santones intratables guarecidos en la oscura torre del dogma. Y, por otra parte, los aventureros de la desobediencia fácil, los cultivadores del fanatismo sanguinario, los patibularios para quienes la palabra revolución es un chiclé que mantener en la boca, un pretexto para combatir el tedio, un sustitutivo de la Legión extranjera. Tal es el panorama político que se presentó a tus ojos cuando, superado el choque de sentirte esposado por mí y falsificado por los demás, fuiste en busca de ayudas para continuar la resistencia contra la Junta: lo mismo que querer discutir la inmortalidad del alma con un grupo de sordomudos. Sin embargo, lo probaste. Te pusiste al teléfono y empezaste a llamar a los jefes de los partidos que te inspiraban alguna esperanza: socialistas, comunistas, republicanos, católicos de izquierdas. «¿Oiga? Soy Panagulis». «¿Quién?». «Panagulis, Alexandros Panagulis. Alekos. Quisiera hablar con el compañero Fulano de Tal». «¿Con qué objeto?». «Bueno… yo… quisiera saludarlo». «No está, se encuentra reunido. Pruebe mañana. No, mañana, no; es fiesta, hay puente. Dentro de unos días». «¿Oiga? Soy Panagulis». «¿Taraguli?». «No, Panagulis. Panagulis, Alexandros. Alekos. Quisiera hablar con el honorable Fulano de Tal». «¡Querrá usted decir con el señor ministro!». «¡Ah! No lo sabía. Sí, con el señor ministro». «El señor ministro no puede ser molestado». «Entonces le dejo un mensaje, así me llamará cuando pueda». «Piense usted que el señor ministro tiene cosas importantes que hacer, problemas gravísimos. ¡Si tuviera que llamar a todos los que lo andan buscando!». «¿Oiga? Soy Panagulis». «Habla más fuerte, que no se oye nada. ¿Quién eres?». «Panagulis, Alexandros Panagulis». «¿Eres un compañero?». «Sí…». «¿Eres ruso? Noto un acento…». «No, soy griego». «¿Y qué quieres?». «Quisiera hablar con el secretario general». «Ah, pero como eres griego debo ponerte con la oficina de asuntos exteriores». O no había manera de encontrarlos, o te informaban de que estaban muy ocupados en resolver los problemas del género humano, o te mandaban a los lugartenientes de sus lugartenientes. Lo cual no servía para nada, aparte recibir afectuosísimos golpecitos en la espalda. Querido Alekos, querido Alexandros, qué alegría volverte a ver, qué honor conocerte. Pero en el fondo de sus pupilas temblaba una especie de interrogante: ¿qué hago yo con éste? ¿Cómo me lo sacudo? Mientras estaban a punto de fusilarte, mientras eras un presidiario, un hombre encadenado, les ibas muy bien, claro. Les suministrabas un pretexto para representar la comedia de la campaña internacional y provocar un poco de follón. Ahora que estabas libre, en cambio, bien cebado y bien alojado, ¿qué hacer contigo? Y, además, ¿qué querías? ¿Por qué tratabas de localizar a los responsables? Mejor evitarles aquel fastidio, darte largas y cansarte en la espera de ser recibido. Por aquellos días sólo te escucharon tres viejos.
El primero fue Ferruccio Parri, el hombre que condujo la Resistencia en la Italia septentrional. Hablar con él te hizo bien, te elevó en una marea alta que sumergió tus desilusiones y el estribillo mañana-vuelvo-a-Atenas, quiero-volver-a-Atenas, volvamos-a-Atenas. En efecto, con él nació un entendimiento profundo, incluso extraño dada la diferencia de edad, y nunca te hubieras cansado de explicar cómo fue el día en que lo conociste, asustado al principio porque no le veías el rostro. Parri contaba ochenta y tres años por entonces, y los achaques y no sé qué enfermedad de la espina dorsal lo mantenían doblado en dos, como un pino torcido por el viento, y aunque estuviera de pie sólo se distinguía de él un par de pantalones negros, una chaqueta negra y una mata de cabellos ondulados de color marfil. Sin rostro. No satisfecho con eso, y con el humorismo de los ancianos que se divierten tomándose el pelo a sí mismos, exasperaba su deficiencia encorvándose más de lo necesario y retrasando más de lo necesario el instante de alzar finalmente la cabeza, de mostrar al cabo su rostro. Blanco, seco, extravagante, a causa de un bigote y unas cejas de un absurdo color marrón, e iluminado por unos ojos que eran llamaradas de sarcasmo, punzadas de duendecillo desdeñoso. Aquel día sucedió lo mismo. Pero en seguida el sarcasmo se resolvió en dulzura, y mientras las manos descarnadas se elevaban para acariciarte las mejillas, el mentón y la boca, Parri exclamó: «Muchacho, muchacho, has hecho bien en abandonar Grecia; has hecho pero que muy bien. Ahora sí que podrás organizar la lucha, volver a empezar desde el principio. Siéntate, muchacho, siéntate aquí, a mi lado: ¡tengo tantas cosas que preguntarte! La primera es: ¿qué puedo hacer por ti? Es necesario ayudarte; ¡estás tan solo!». Te hizo bien asimismo hablar con el segundo anciano, Sandro Pertini, por entonces presidente del Parlamento. También con él llegaste a un entendimiento que duró hasta tu muerte, y a menudo contabas el peso que se te quitó de encima cuando hizo el gesto de ponerse de pie para ir a tu encuentro: pequeño y seco, nervioso, extrañamente parecido a ti en las imprevistas explosiones de alegría y malhumor, e idéntico también en el modo de agarrar y fumar la pipa. «Bravo, Alekos, bravo. Has tomado una decisión inteligente al establecerte en Italia; ya encontraremos el modo de echarte una mano para llevar a cabo la resistencia armada. Yo, después de permanecer muchos años en presidio, hice lo mismo. Resistencia armada, sí; no existe otro camino». Hablaba, hablaba. Te animaba, te animaba. Y la marea alta subía y subía. Pero luego se produjo el encuentro con el tercer anciano, Pietro Nenni. Fuimos a conocerlo a su casa de Formia, y la marea descendió de golpe, despertándote, dejando en la playa de tu conciencia peces muertos, algas secas y alquitrán. Los detritos, la realidad.
Aún lo estoy viendo mientras te escruta tras sus gafas bifocales de miope, sin que se mueva un músculo que modifique la telaraña de arrugas que, del rostro coriáceo, se extiende hasta la gran cabeza calva, inmóvil e inaccesible como la momia de un faraón, desencantado como un sabio muy antiguo que ya no se maravilla de nada porque lo ha visto todo, ya lo conoce todo y tal vez no cree ya en nada. Te ha recibido con un abrazo prolongado y un sonido ronco: «Alexandros». Te ha besado dos veces, conmovido, pero inmediatamente después se ha sentado en la butaca de alto respaldo, una especie de trono, y ha comenzado a estudiarte con la frialdad del científico que, al microscopio, analiza un ejemplar de gran interés. No alude al pasado, a lo que has sufrido; no dice si está bien o mal que hayas abandonado Grecia, sino que te formula preguntas prácticas y concretas. ¿Cuánto durara Papadopoulos? ¿Cuánto tiempo empleará Ioannidis en defenestrarlo? ¿Será mejor o peor un relevo en la guardia? ¿Sobre qué porcentaje de oficiales se apoya la Junta? Tú permaneces frente a él, hundido en un diván demasiado blando que te quita libertad de movimientos, y le respondes sopesando cada palabra, aunque sin entusiasmo. No te apetece dar noticias, quieres llevar la conversación a lo que te urge, y al final lo consigues: «Sólo con la resistencia armada se puede vencer a la Junta». «¿Resistencia armada?», repite Nenni. Él sabe que la resistencia armada es imposible, pero sabe también que decírtelo no serviría de nada, así que calla y te escucha, mientras continúa estudiándote. Parece que vaya tras de un pensamiento, de una idea que se le escapa, y luego, de pronto, se inflama y exclama, dirigiéndose a mí: «Me recuerda a un muchacho de Turín al que yo quería mucho, un socialista que murió en la guerra civil española. Se llamaba Ferdinando De Rosa. Verdaderamente, más que socialista era anarquista. Lo mismo que él. Como él, llevó a cabo un atentado que fracasó, contra el príncipe Humberto de Saboya, cuando Humberto fue a Bruselas a prometerse con María José. Le disparó y falló. Luego fue a España, se alistó en los ejércitos combatientes y salió derecho para el frente. Murió casi en seguida, de un balazo en la cabeza. Era en 1936. Sí, se parece a De Rosa, aunque De Rosa era rubio y tenía los ojos azules. El mismo aspecto soñador y sombrío, la misma impaciencia. Y el mismo valor, la misma pureza». Un susurro, mientras la cereza del pómulo izquierdo se inflama y un rubor congestionado te abrasa las orejas: «¡¿Qué dice?!». «Dice que te pareces a Ferdinando De Rosa, un socialista que era más bien anarquista y que murió en la guerra de España. Él lo quería mucho». «¿Anarquista?». Advierto que quisieras replicar algo, pero el gran anciano continúa hablando de utopía, de realismo y de duda. La duda que asalta, por ejemplo, cuando uno se pregunta si los hombres como tú y De Rosa tienen razón, o la tienen los que, como él, actúan en nombre del buen sentido y del raciocinio; la duda que atormenta cuando la inteligencia envenena el optimismo de la voluntad, y nos damos cuenta de que los hombres no corresponden a la idea del Hombre, que el pueblo no corresponde a la idea del Pueblo, que el socialismo no corresponde a la idea del Socialismo, y se descubre que ser lúcidos significa ser pesimistas. Aquí se detiene y: «Pero sobre estas cosas también tendrás tiempo de meditar, ahora que estás en el exilio. A propósito: también yo, ¿sabes?, he estado en el exilio durante el fascismo. ¡Trece años! En el exilio en París y en el sur de Francia, en Auvernia».
Era la primera vez que alguien, refiriéndose a ti, usaba la palabra exilio. Nadie la había pronunciado en aquellos días. Exilio. Nadie había resumido con tanta claridad y con tanto candor la realidad de tu presencia en Italia. Exilio. Y no existía concepto o vocablo que tú aborrecieras más. Busqué tus ojos a escondidas. Estaban velados por el dolor, la humillación y la rabia: aislado en ti mismo, herido de muerte, no escuchabas siquiera los nombres y las direcciones que te daba Nenni. Gente que te ayudaría o, al menos, eso esperaba él. Y casi en seguida murmuraste que era tarde, que había que irse. Nos fuimos. Durante todo el viaje de regreso a Roma dormiste. ¿O fingiste dormir? Porque cuando llegamos al hotel, abriste de golpe los párpados, te apeaste con rapidez del automóvil, corriste al ascensor, y cinco minutos más tarde un grito estremecía las tres habitaciones: «¡Mi billete!». Corrí al dormitorio, y toda nuestra ropa estaba tirada por el suelo, sobre las sillas, encima de la cama: todas las chaquetas y los pantalones tenían los bolsillos vueltos. También estaban abiertos mis bolsos, y mis papeles aparecían desparramados por doquier: parecía que hubiera pasado por allí un ciclón. Te miré aturdida: «¿El billete? ¿Qué billete?». «¡Mi billete de vuelta! ¿Había ida y vuelta, sí o no?». «Sí, había ida y vuelta. ¿Por qué?». «¡Porque he perdido el billete de vuelta! ¿¡¿Dónde está?!?». «Cálmate, no puedes haberlo perdido. Lo llevabas en la cartera, y tan metido que no podía deslizarse fuera. Búscalo mejor; busquémoslo de nuevo». «¡Lo he buscado y rebuscado! ¡No está!». «No te preocupes; ya lo encontrarás. De todas formas, por ahora no te sirve, pues no debes ir de ninguna manera a Atenas». «¿Qué has dicho?». «He dicho que por ahora no te sirve, pues no debes ir a Atenas». «¡Ya lo comprendo! ¡Lo has cogido tú! ¡Me lo has robado! ¡Has robado mi billete de vuelta! ¡Para impedirme partir! ¡Para mantenerme aquí, en el exilio! ¡Tú quieres que esté en el exilio! ¡En el exilio!». «Yo no te he robado nada. Si has perdido el billete no tienes más que informar de ello a la compañía aérea y pedir un duplicado. Yo no te mantengo en el exilio; eres muy dueño de marcharte ahora mismo». Luego, indignada, me encerré en la otra habitación, y sólo por la mañana me di cuenta de que no te habías metido en la cama. Dormiste en el suelo, vestido. «Porque así es cómo duerme un hombre que está en el exilio y no de vacaciones. También duerme así un hombre cansado de sí mismo, que necesita encontrarse a sí mismo». Parecías arrepentido, abatido. Te perdoné. Pero aquel billete no se encontró nunca, y nunca supe si de veras lo perdiste o montaste una comedia histriónica, acaso después de haberlo destruido, para neutralizar el impulso de correr al aeropuerto y regresar inmediatamente a Atenas. Algo que, como de costumbre, por una parte querías y por otra no.
Toscana es hermosa en otoño. Puedes caminar a lo largo de senderos que despiden perfume de setas y de retama, escuchar las voces del viento que clama desde las colinas orladas de cipreses y de abetos, pescar anguilas en torrentes que caracolean sobre piedras resbaladizas de musgo, ir a la caza de liebres y faisanes a las extensiones de brezos rojos; además, es tiempo de vendimia, la uva color violeta se hincha entre los espesos pámpanos, y los higos penden dulces de las ramas que llenan los cantos de pinzones y alondras. En los bosques las hojas se tiñen de amarillo y de anaranjado, quemando el verde monótono del verano. Si te sientes cansado de ti mismo y tienes necesidad de reencontrarte y despojarte de las dudas, no hay lugar mejor que Toscana en otoño: vamos a Toscana, te dije. Fuiste, y la vieja casa de la colina no había sido nunca tan encantadora como aquel otoño. La hiedra la había envuelto de llamaradas rojas que se encaramaban hasta las ventanas del segundo piso y las almenas de la torrecilla. Los rosales habían florecido inesperadamente en una exaltación primaveral, y la glicina de la barandilla de la terraza se derramaba en cascadas de suave azul. También estaba florecido el madroño situado ante la capilla —bayas de púrpura sobre las cuales los mirlos se lanzaban ávidos—, y en el aljibe los nenúfares flotaban blancos, soberbios. Sin embargo, tú lanzaste una ojeada indiferente y luego te confinaste en una reclusión que excluía todo interés o curiosidad. Durante días y días casi no saliste. Nunca te internaste entre las hileras de vides para coger un grano de uva, ni fuiste al bosque para respirar el aire perfumado por la retama y admirar el paisaje desde la cima de la serranía. Sólo una vez te alejaste treinta metros de la cancela para descubrir, sorprendido, que las castañas maduran dentro de un envoltorio híspido de espinas, y las nueces dentro de una cáscara coriácea de color verde, y en otra ocasión descendiste al jardín para observar con turbación que en el aljibe de los nenúfares había peces, y para preguntar si en la capilla había muertos. Pero el detalle que más me desconcertaba era otro: aunque la casa era enorme, llena de escaleras, de puertas que abrir, habitaciones que descubrir, objetos que contemplar y libros que leer, permanecías siempre en la misma estancia, soñoliento, con las persianas cerradas y la luz eléctrica encendida. Cuando no estabas adormilado, caminabas de un lado a otro, los acostumbrados tres pasos adelante y tres pasos atrás, o bien jugueteabas con el koboloi o escuchabas música, fluctuando en un letargo. «¿Te encuentras mal, Alekos?». «¿Yo? No». «Entonces, ¿por qué no sales, por qué estás siempre con las persianas cerradas y la luz eléctrica encendida?. Apaga las lámparas, deja entrar el sol». «No, el sol no. Me perturba, me distrae». «Pero ¡precisamente tienes necesidad de distraerte! Anda, demos un paseo». «No, un paseo no; me cansa. Quedémonos, ven aquí, junto a mí». «Pero, Alekos, ¡vivir así es como estar en presidio!». «Por eso me gusta. ¿No te he dicho nunca cuan libre es un hombre en presidio? El ocio le permite reflexionar todo lo que quiere, el aislamiento le permite llorar, eructar o rascarse hasta que le dé la gana. En el mundo abierto, en cambio, sólo puede reflexionar en las pausas que le permiten los demás. Y llorar es una debilidad, eructar una ordinariez y rascarse una inconveniencia». «De modo que eso es lo que haces aquí dentro: llorar, eructar y rascarte». «No. Yo aquí trabajo». «¡¿Trabajas?! ¿Qué clase de trabajo haces?». «Pienso». «Tú no piensas, duermes». «Te equivocas».
No conseguía ni siquiera hacerte rabiar. Como nubes barridas por un imprevisto viento de Levante, había desaparecido tu irritabilidad. Y asimismo las crisis de angustia y los accesos de cólera. En su lugar se estancaba una especie de abulia o una tranquila pereza que a mí me parecía abulia, y emergías de ella tan sólo a intervalos concretos y por estímulos concretos. Por ejemplo, a la hora del almuerzo y de la cena, cuando te sentabas a la mesa y comías con apetito, bebías a gusto e incluso bromeabas: «Cantemos juntos: '¡Ah, si el mar fuera vino y las montañas, queso de oveja!'». O bien cuando escrutabas entre las rendijas de las ventanas en busca de Lillo, un perro mestizo, negro y rebelde, y descubrías que estaba atado. Entonces te precipitabas a desatarlo: «¡Ni siquiera a un perro se le humilla con cadenas! ¡Anda, Lillo, escapa!». O después de cenar, cuando tratabas de recordar las poesías que salvaste en Boiati amontonándolas en el almacén de la memoria, y tenso a causa del esfuerzo, con los ojos semicerrados y la frente fruncida, las seguías como luciérnagas palpitantes en la oscuridad. En efecto, apenas un verso volvía a tu mente, prorrumpías en la misma alegría de un niño que ha atrapado una luciérnaga en la oscuridad: «¡Ya la tengo, ya la tengo!». Luego, traducíamos las poesías, disputando porque pretendías utilizar en italiano vocablos inexistentes, esta-palabra-no-existe, pues-si-no-existe-me-la-invento, y la discusión degeneraba en pequeñas riñas que se aplacaban por la noche, cuando me buscabas bajo la colcha bordada. Pero éstas eran chispas robadas a la ceniza de la inercia, y por la mañana se reanudaba la apatía y la pereza en la calma, el indolente vagar por la habitación con las persianas cerradas y la luz eléctrica encendida. «¡Abre al menos las hojas, deja que entre la luz del sol!». «No.» «¡Sal de casa, muévete un poco!». «No.» «¿Quieres un libro, quieres leer?». «No.» «Pero ¿qué estás haciendo aquí, a oscuras?». «Trabajo». «¿En qué trabajas?». «Pienso». «¡Tú no piensas, duermes!». «Te equivocas». De modo que al final mi perplejidad naufragaba en la despreocupación, y me alejaba diciendo que no podía consagrar todos los minutos de mi existencia al análisis de tus metamorfosis y de tus extravagancias; además, yo trabajaba verdaderamente, pues con una prisa frenética completaba un libro que interrumpí para ir a Atenas, y me resultaba difícil aceptar la tesis de que el ocio nutre el ingenio. Otras veces, en cambio, me preocupaba porque advertía cosas alarmantes: las poesías que pescabas en el pozo de la memoria, por ejemplo, eran casi todas sobre la muerte: «Cuando hagas revivir en el pensamiento a los muertos, / no olvides que ellos también vivieron / llenos de sueños y de esperanzas, / igual que los vivos de ahora. / Por el mismo camino que recorres ellos pasaron, / y mientras andaban no pensaban en la tumba…». O bien: «Todo está muerto, / y lo que ves agitarse / no creas que está vivo. / El viento arrastra la inmundicia, / la mueve, / pero sólo la mueve, / no la hace vivir. / Todo cuanto ves agitarse / está muerto. / Son cosas muertas, / muertas y aún sufren…». Por si lo anterior no bastara, estaba aquella canción que te obsesionaba, una canción llena de brío y, sin embargo, triste, con un estribillo que parecía un sollozo, y tú la escuchabas sin cansarte nunca de ella, con los labios fruncidos en una mueca que no se sabía si era irónica o dolorosa. Cuando te pregunté por qué te gustaba tanto, me respondiste: «Porque dice algo que no debo olvidar». «¿El qué?». «I zoì ine mikrí. Polì, polì, polì mikrí. La vida es breve. Muy, muy, muy breve». Por lo demás, incluso tu amistad con Lillo era una amistad de muerte. Me convencí el día en que estuvo a punto de acabar bajo un automóvil porque lo habías desatado, y entre nosotros se suscitó aquella disputa: «¡¿Por qué lo has desatado?! ¡Yo no lo mantengo atado por maldad! ¿No ves que odia los automóviles y cuando está desatado corre a su encuentro para morderles? ¡¿Quieres que muera aplastado por un automóvil?!». Respuesta: «Si quiere morir aplastado por un automóvil está en su derecho. No puedes negarle ese derecho. El amor no consiste en encadenar a la gente que quiere batirse y está dispuesta a morir por ello; el amor es dejarla morir de la manera que ha elegido. Esta es otra verdad que no logras comprender». Luego diste media vuelta sobre tus talones y con pasos graves y lentos te fuiste a la torrecilla, donde permaneciste hasta tarde, escuchando el silencio cantado por los grillos. Como un místico arrebatado en la contemplación de su propio yo.
Y, sin embargo, Atenas ardía por aquellos días. Y lo sabías. Precisamente la semana en que nos fuimos al campo, millares de manifestantes desfilaron por las calles y las plazas de la ciudad gritando abajo-los-tiranos, abajo-Papadopoulos. Junto al templo de Zeus los enfrentamientos con la policía fueron violentísimos: piedras y cócteles Molotov. La policía disparó y decenas de manifestantes fueron heridos, y decenas y decenas, detenidos. Estaban a la vista nuevos procesos y nuevas condenas. Sabías incluso que los manifestantes gritaron tu nombre, usándolo finalmente sin miedo. Entonces, ¿por qué permanecías como una esfinge, inmóvil, escuchando el silencio cantado por los grillos como un místico arrebatado en la contemplación de su propio yo? ¿Por qué te encerrabas en aquel aislamiento tenebroso, del que salías tan sólo para amarme bajo la colcha bordada, o para recordarme que la vida es breve, muy-muy-muy-breve? ¿Te disponías a desgarrar la correa con que te había atado para impedirte que acabaras bajo las ruedas de un automóvil, o bien tu alma estaba tan cansada que aceptabas las cadenas y no reaccionabas siquiera a la llamada de quienes se batían invocando tu nombre? Era menester hallar la respuesta o, más bien, a alguien a quien se la confiaras. Y precisamente entonces, con la inexplicable lógica que a menudo desata los nudos de la vida, a la casa edificada en lo alto de la colina llegó un hombre de cincuenta años, de rostro dócil y cauto, aspecto educado y lento, con algo que inspiraba confianza en sus ojos, rebosantes de paciencia y acaso de bondad. Se llamaba Nicolaos, y era el primero que, en los tiempos del Politécnico, o sea cuando hizo presa en ti la pasión política, sufrió la seducción de tu personaje, confiándote cargos en el frente de la juventud socialista que él presidía. Era también la persona a quien viniste a buscar en Italia tras abandonar Chipre con el pasaporte falso de Gheorgazis, y quien más creyó en ti en el período en que preparabas el atentado, convirtiéndose en tu consejero y protector, compartiendo contigo el hambre, las amarguras y la espera del día en que montaras las minas en la carretera de Sunion. Me hablaste de él muchas veces, siempre con un respeto que frisaba en la deferencia, por más que te divirtieras subrayando su aversión al riesgo y su meticulosidad excesiva, con su pañuelito blanco que doblado en tres puntas, asomaba del bolsillo superior de su chaqueta azul. No dejabas de lamentarte por no haber vuelto a verlo, pues vivía en Zurich. «Nicolaos es el único del que me fío porque es el único que me conoce». Así, pues, llegó, y su llegada abrió de par en par las puertas de tu reclusión, rompió los diques de tu abulia. De golpe, saliste a caminar por campos y bosques, descubriste el deseo de sol y te revitalizaste con una locuacidad tan torrencial, que se fue la pesadilla que me afligía. Pero apenas le pregunté de qué le hablabas, se me doblaron las piernas de espanto.
«Locuras. Puras, simples y auténticas locuras. Entradas clandestinas, ataques a los cuarteles, resistencia armada él solo. Dice que aquí tampoco lo escucha ni lo ayuda nadie; que sólo tres viejos lo han recibido, así que lo hará todo él solo y si lo matan, en paz. ¡Pero qué planes tan concretos, cuidados hasta los mínimos detalles!». «Pero ¿cuándo los ha elaborado, Nicolaos? ¿Dónde?». «¿Dónde? En esta casa, estos días, cuando usted creía que dormitaba o jugueteaba con el koboloi. En cambio, estaba trabajando en serio, programaba sus locuras con el rigor de un matemático. Es su sistema, siempre lo ha sido». «Yo creía que pensaba en la muerte; siempre hablaba de la muerte». «Ciertamente: cada uno de esos planes, llevado a cabo sin un partido, sin una organización que respalde, es un suicidio. Él lo sabe. El simple hecho de retornar ahora a Grecia constituiría un suicidio. Lo consideran el instigador de los disturbios y… lo matarían como a un perro». «¿Retornar a Grecia ahora?». «Sí, se le ha metido en la cabeza regresar el 17 de noviembre: el aniversario de su condena a muerte». «¡Sin decírmelo!». «Así es». «En Atenas no tenía secretos para mí». «En Atenas no había comprendido que usted sólo procura mantenerlo vivo, en lugar seguro. Ahora sí lo ha comprendido, y el día que se vaya la cogerá de sorpresa. Saldrá diciendo que va a comprar un paquete de cigarrillos, pero se irá a Grecia. O provocará una disputa para sentirse ofendido, dar un sentido a su fuga y… a las pocas horas desembarcará en Atenas con un pasaporte falso». «No lo tiene». «Ya lo encontrará, ya». «¿Ha tratado usted de disuadirlo?». «Desde luego. Le he recordado que no basta un cordero dispuesto a inmolarse, y le he informado de los motivos por los que los actuales disturbios no se resolverán en nada y serán ahogados en sangre; le he dicho que la historia no se repite, y que su papel hoy ha cambiado: consiste en aprovechar la popularidad conseguida para actuar en el extranjero. Pero basta que se le aconseje una cosa para que no la haga, y viceversa, así que disuadirlo sólo sirve para que se empecine más. Sólo existe un medio para apartarlo de una idea: insinuarle otra que él considere suya y que lo invite al desafío. ¿Cómo se las ha arreglado usted para traérselo a Italia?». «Más o menos así». «Vuelva a probar, despiértele cualquier otro prurito y lléveselo lejos».
Apartarte de una idea, despertarte cualquier otro prurito, llevarte lejos, lo más lejos posible. ¿A dónde? ¡Al otro lado del globo terrestre, a América! Le dije que lo haría. Pero mientras se lo decía, no tomé en cuenta una realidad. Hay una cosa que el tremendo Leviatán, el gran monstruo que se ha autoelegido campeón de la democracia, América, tiene en común con las tiranías de derecha e izquierda. Y esa cosa es el Estado fuerte, arrogante, despiadado, regido por sus leyes maniqueas, por sus reglas mutiladoras, por sus intereses desconsiderados, por su temor o, más bien, su odio por las personas que no representan a una masa, por los individuos que en su ordenador no corresponden a una clasificación precisa, a un código de conformismo, a una religión. Los réprobos solos. El réprobo solo no sale ni entra, ni se le da el pasaporte para salir de las fronteras de la tiranía, ni el visado para trasponer las fronteras del gran monstruo que se ha autoelegido campeón de la democracia. Precisamente porque está solo, porque no tiene un partido que lo respalde, ni una ideología, o sea ningún poder que salga fiador por él. Paradójicamente, los disidentes que abandonan la Unión Soviética no son réprobos solos: tras ellos hay una casuística, la doctrina de la barricada de enfrente, el provecho del Leviatán, para el que ellos son mercancías de intercambio, moneda que expender en nombre de los equilibrios mundiales. Yo te doy un Corvalán y tú me das un Bukovski. Yo te devuelvo al espía X o Y, y tú dejas que se vaya un Solzhenitsin. No porque me urja poner a salvo su persona, sino porque su cerebro me sirve para demostrar que tú eres malo y que su caso es significativo. Tras un don Quijote que no sirve a ningún poder, en cambio, que no resulta útil a ninguna barricada, que a todos les fastidia, que no pertenece a ningún conformismo ni organización, que va a colocar la bomba en el taxi conducido por su primo y que, en consecuencia, actúa tan sólo según su moral, su fantasía y sus sueños locos, ¿quién está? ¿Qué Estado o qué política sale fiador por él e interviene en su favor? ¿Entra acaso en la casuística, puede utilizársele como mercancía de intercambio, como moneda que expender en nombre de los equilibrios mundiales? A falta de intercambio, ¿comprendes?, el Leviatán debería tratar con él. Pero el Leviatán no trata con los individuos y menos aún con los individuos desprovistos de etiqueta. Trata con los otros Estados, con las otras doctrinas, con las otras religiones, todo lo más con los partidos que son un Estado dentro del Estado. Y mejor si se trata de partidos de la barricada de enfrente. Si no eres por lo menos comunista, querido, América no te quiere. Comunista, fascista, socialista o budista; en definitiva, un ista que obedezca a una autoridad constituida, un hombre masa que sea catalogable, encasillable, previsible, comerciable, no una partícula aberrante que sólo se representa a sí misma, que en el ordenador no corresponde a una clasificación precisa, de tal manera que al interrogarlo sus engranajes se atascan. Theodorakis entraba en América: como era comunista, o sea que estaba catalogado, encasillado y garantizado, y además era un músico famoso entre las multitudes, o sea un peso que colocar en el plato de la balanza, le dieron permiso para entrar en América… Y sin recordar todo esto, sin tomar en cuenta esta realidad, distraída además por la eterna ilusión de que el Leviatán sea, en el fondo, un monstruo bondadoso, que no haya llegado a olvidar que nació a partir de rechazados, de réprobos solos, ni siquiera pensé que te negaran el visado: me planteé únicamente el problema de empujarte a solicitarlo.
«Alekos, tengo que ir a América. Estaré fuera dos o tres semanas». «¡¿A América?! ¿Dos o tres semanas?». «Sí, por desgracia. Lástima que no puedas venir conmigo. No quiero decir en absoluto de vacaciones, sino a establecer contactos, a buscar apoyos». «¿Apoyos en América? ¿Con un presidente que se llama Nixon, un secretario de Estado que se llama Kissinger y una CIA que entrega Chile a Pinochet y que manda asesinar a Allende? ¿Acaso olvidas quién ayudó a Papadopoulos, quién lo protege, quién tiene el mayor interés en verlo donde está?». «No, Alekos, no, pero América no es sólo Nixon o Kissinger o la CIA; yo conozco a más disidentes en América que en Europa. Y te guste o no, debes admitirlo: un montón de ideas nuevas está naciendo allí». «Y mueren allí antes que en cualquier otro sitio. Aquellos disidentes no cuentan para nada, no consiguen nada, no influyen lo más mínimo en las decisiones de los Nixon, los Kissinger y la CIA. No impiden guerras injustas, alianzas repulsivas, purgas y cazas de brujas». «De acuerdo, pero algunos miembros del Congreso se comportaron bien cuando te condenaron, y presionaron a Johnson para que interviniera cerca de Papadopoulos a fin de que no te fusilara». «¡Hum!». «Sin contar con que en América está la ONU, que en la ONU está U Thant, y que U Thant intervino con más energía que nadie». «¡Hum!». «También hay muchos griegos en América. Piensa que hay setecientos mil en Nueva York, setecientos mil en Chicago, trescientos mil en San Francisco, al menos doscientos mil en Washington. Por no hablar de otras ciudades. Hay más griegos en América que en Italia, Alemania y Suiza juntas». «¿Y qué? Los griegos de Italia, Alemania y Suiza todavía son griegos, hablan griego, les importa Grecia. Los griegos de América ya son americanos, no hablan griego y no les importa nada Grecia». «Te equivocas. El griego lo hablan, ya lo creo. Incluso los jóvenes. Mi florista de Nueva York es un griego que habla griego. Los camareros del restaurante que está al lado del florista son griegos que hablan griego. Y si vinieras a América te presentaría a un montón de estudiantes griegos que hablan griego y son enemigos de la Junta. Luego, te presentaría a los senadores y a los representantes que lucharon por ti. Y a U Thant y a otros amigos de la ONU. Hablarías en las universidades, en la televisión, y…». «Como que en la televisión van a dejar hablar a un tipo como yo». «¿Por qué no? América es un país que acoge a todo el mundo, incluido quien la critica». «América es un elefante que puede permitirse cualquier lujo, hasta el de la tolerancia. Y si la criticas no siente siquiera el cosquilleo, y si lo siente se ríe a causa de él como si se tratara de un pellizquito en el sobaco. Aparte que para América yo no soy una crítica, sino un obstáculo. Traté de matar a uno de sus protegidos, ¿recuerdas? Cuando se trata de obstáculos, el elefante no representa comedias: arrolla, aplasta». Bueno, te había llevado hasta allí; ahora sólo quedaba lanzar el cebo propiamente dicho. Y lo lancé: «Pero ¿tú irías a América?». «¿Para qué?». «Porque son muchos los que ni siquiera conciben la idea de ir, de conocer su cultura, a su gente. Les parece que yendo cometerían una traición, que incurrirían en maniqueísmo…». Sentí vibrar una cuerda. Frunciste la frente: «¿Qué quiere decir maniqueísmo?». «Quiere decir dividir el mundo en dos, la vida en dos: por una parte el bien y por otra el mal, por una lo bello y por otra lo feo. En una palabra, blanco y negro». «¡Hum! Fanatismo». «Sí.» «Dogmatismo». «Sí.» «¿No se te ocurrirá insinuar que yo me cuento entre ellos?». «No, pero…». «Pero ¡¿qué?! ¿Te atreves acaso a pensar que en mí haya telones de acero? ¿Y quién ha dicho que yo no iría a América? Yo voy a América, a Rusia, a China, al Polo Norte, ¡dondequiera que haya algo que conocer! ¡Dondequiera que haya alguien que me escuche! ¿¡¿Y quién ha dicho que no puedo ir?!?». Funcionaba. Vaya si funcionaba. «Nadie lo ha dicho, Alekos, pero no tienes el visado y…». «El visado se solicita y se recoge. ¿Dónde se solicita? ¿Dónde se recoge?». «Pues… no sé… Por lo general, en el consulado de Milán no se precisan más de diez minutos». «Bien. Haz las maletas». «¿Las maletas?». «Sí, vamos a Milán». «¿A Milán?». «Sí, y luego a América. Quiero ver el elefante. Quiero conocer a esos senadores, a esos representantes, a esos camareros, a esos jóvenes que hablan griego. Y a U Thant, y a ese florista y a cualquiera que esté dispuesto a ayudarme un poco. Será un viaje utilísimo, ¿cómo no lo he pensado antes?».
En Milán ni siquiera quisiste parar en el hotel, tal era la impaciencia que te consumía. Como pronto iban a ser las cinco de la tarde, hora en que las oficinas cerraban, dejamos el equipaje en conserjería y corrimos en seguida al consulado, donde el funcionario de turno nos recibió ante la bandera del Leviatán que nació de los rechazados y de los réprobos solos, si bien olvida siempre que hoy es otra cosa, etcétera. El funcionario de turno era un rubito de caruca pecosa y naricilla delicada, con la tarja de vicecónsul sobre el escritorio. Se llamaba Carl Mac Cullum y presentaba el aspecto aburrido de quien se ve interrumpido en el preciso momento en que debería correr a casa para descansar de una jornada pasada sin hacer nada. Para no perder tiempo, te hizo llenar a toda prisa el formulario en el que se te preguntaba si eras comunista y si creías en Dios, y luego selló el pasaporte con el visado y escribió en él tus datos, y las fechas de emisión y caducidad. Estaba a punto de firmar cuando su secretaria exclamó, mirándote afectuosa y maternal: «¡Pobrecillo, cómo se ve lo que ha sufrido en estos años!». Inmediatamente, él levantó la pluma, te examinó con expresión de sospecha y: «Why? Where have you been in these years?». «Quiere saber dónde has estado en estos años», traduje un poco sorprendida. De hecho ya lo habíamos escrito en el formulario. «¡Díselo!». Se lo dije, pero no comprendió. «Boiati? What is Boiati? Is it a clinic, an hospital?». «Quiere saber si Boiati es una clínica o un hospital», traduje con el vago presentimiento de que mi confianza en el Leviatán estaba a punto de ser defraudada una vez más, y esta vez a tus expensas. En cambio, tú sonreíste divertido, ignorante. La duda de que las cosas se ponían feas ni siquiera te rozaba: debí de haberme mostrado muy convincente al exponerte las virtudes del gran Leviatán que-acoge-a-todo-el-mundo-incluido-quien-lo-critica. «¿Hospital? No, yo no diría un hospital, no se trata exactamente de un hospital». Comprendió. «Not exactly? What do you mean by saying not exactly?». «Quiere saber qué significa no exactamente», traduje mientras el presentimiento crecía. «Significa que Boiati era una prisión, una prisión militar. Una fea prisión militar», respondiste con otra sonrisa divertida, ignorante. La pluma del rubito cayó y golpeó levemente: «A prison?! A military prison?! Why have you been in a prison, a military prison?!». «Quiere saber por qué estabas en prisión, en una prisión militar». Tu sonrisa se apagó y tu voz se tornó ronca. «Díselo». Se lo dije: «Señor vicecónsul, él es Alexandros Panagulis, el héroe de la resistencia griega». «Greek Resistance?! What resistance? Resistance for what? Against whom?». «Quiere saber qué resistencia, resistencia para qué, contra quién». Tu voz enronqueció aún más. «Dile que me devuelva el pasaporte». «¿Sin visado?». «Sin visado». «Bien. Will you please…». Pero antes de que yo pudiera completar la frase, el pasaporte había desaparecido dentro de un cajón. «Sorry, I cannot sign it. Nor I can give it back to you.».
Te miré. Pálido el rostro, lo mirabas con unos ojos tan petrificados a causa del estupor, que las pupilas parecían las de un ciego. «¿Qué ha dicho?». «Ha dicho que no puede firmarlo ni tampoco devolvértelo». «Respóndele que él, americano, no tiene derecho a secuestrar un pasaporte griego y en Italia. Respóndele que si no me lo devuelve lo cojo». Traduje, añadiendo algo por mi cuenta, en el sentido de que estaba cometiendo una apropiación indebida, que se castiga con la cárcel, y que en seguida llamaría a mis abogados, a su embajada y a la policía, y que acabaría en presidio sin inmunidad diplomática, pero esto tuvo como único efecto provocarle un pánico indescriptible. No, balbucía, no podía, no debía, ya estaba sellado, no, qué equivocación tan espantosa. Dios mío, qué imperdonable error, qué tremenda desgracia, la culpa era suya, pero cómo remediarlo. Dios mío, no, no, no. Mientras tanto temblaba. Le acometió el temblor convulso que sacude a los conejos cuando uno se aproxima a la jaula y, como deshuesados por el miedo, con el corazón batiéndoles bajo la piel, no saben qué hacer, dónde ir, cómo defenderse, y enloquecidos saltan de un lado a otro de la jaula, y con las patitas tiesas se aferran a las rejas, emitiendo chillidos. Exactamente igual, ora cerraba con llave el cajón, y se escondía la llave en el bolsillo interior de la chaqueta, para que no intentáramos quitársela, ora agarraba el teléfono y se lo ponía en las rodillas para que no llamáramos de veras a los abogados, a la embajada y a la policía, ora de las rodillas lo pasaba a la mesita, y de la mesita a otro cajón para meterlo dentro, pero no cabía, de modo que se lo confiaba a la secretaria, que en vano trataba de calmarlo, señor vicecónsul no se lo tome así, que el sello sin firma carece de todo valor. Pero no servía para nada, y la grotesca agitación continuaba, enriquecida por súplicas al Señor misericordioso y omnipotente: oh, mercyful Lord; oh, mighty Lord. De pronto, se levantó para ir en busca de su superior, confesarle su crimen y pedirle consejo, y cuando volvió estaba casi aplacado. «Are you a communist?». «No, no soy comunista», respondiste. «Do you belong to any party?». «No, no pertenezco a ningún partido», contestaste. Nada de mercancía de intercambio, nada de moneda que expender en nombre del equilibrio mundial, nada de clasificación que introducir en el ordenador, nada de autoridad constituida, ideología o poder que salga fiador por ti. ¿De veras? De veras. En tal caso, para devolverte el pasaporte debía solicitar la autorización del Gobierno griego. «¡¿De quién?!». «Del gobierno griego». Te miré de nuevo. El desprecio que al principio te paralizaba se estaba transformando en una cólera sorda, terrorífica. Te pusiste en pie. Alargaste el brazo derecho y tendiste el índice hasta rozarle la nariz: «Americano, devuélveme el pasaporte. En seguida». «But then… I must cancel… the stamping…». «Dice que en ese caso debe anular el sello». «Respóndele que puede anularse los cojones, si es que los tiene». «Mr. Panagulis says that you may cancel your balls too, if you have them». Inmediatamente apareció la llave escondida en el bolsillo interior de la chaqueta. El cajón se abrió, el pasaporte pasó a las patitas del conejo, que en un tono estrangulado anunciaba tener que conferenciar un instante con su superior, y que por caridad no te inquietaras. Y cuando recuperaste el pasaporte, la página del sello estaba ensuciada por una gran mancha negra. Las nueve letras que en inglés componen la palabra anulado: cancelled. Hombre solo igual a anulado, cancelled.
Anulado y calumniado. En efecto, al día siguiente escribí al embajador del Leviatán, un tal Volpe, a quien los italianos llamaban Golpe. Y éste, en lugar de pedir excusas, mandó que respondiera a una tal Margaret Hussman, cónsul en Roma. Tras considerar el asunto con tiento, decía la tal Margaret Hussman, cónsul en Roma, al señor embajador le cumplía informarnos que el vicecónsul señor Carl Mac Cullum se había comportado de manera más que correcta, y que en virtud de las reglamentaciones 212(a)9, 212(a).10, 212(a).28F(11) de la Immigration Nationality Act, se te denegaba el visado. A qué se referían esas reglamentaciones y aquellas cifras cabalísticas, la hoja, rebosante de mala educación, no lo decía, pero no tardé en saber que se referían a tu «torpeza moral»: el tiranicidio, consumado o en grado de tentativa, y las acciones encaminadas a subvertir un régimen legítimo, eran un delito que la Immigration Nationality Act calificaba con esa expresión, «torpeza moral». También llegué a saber que el veredicto había sido aprobado y confirmado en Washington por el secretario de Estado en persona, un tal Kissinger, que por aquel tiempo imperaba; en consecuencia, no cabía forjarse ilusiones de que fuese modificado. Pero los caminos del destino son infinitos. Porque empecinado en la idea de trasladarte a una América que no te quería, te precipitaste con tu pasaporte tachado a ver a Nicolaos, a Zurich. El 17 de noviembre, aniversario de tu condena a muerte, no estabas en Atenas, donde Ioannidis te buscaba decidido a cumplir su antigua promesa: yo-te-fusilaré-Panagulis.
«Y ahora, ¿¡¿cómo regreso, cómo?!?». En Atenas, en el lapso de dos días, los disturbios alcanzaron proporciones increíbles. Los periódicos hablaban de barricadas en casi todos los puntos de la ciudad, de emblemas de la Junta arrancados y hechos pedazos, de manifestantes que conducían autobuses requisados, de pintadas de fuera-la-Junta, abajo-el-fascismo, abajo-los-americanos-y-sus-lacayos. En una fotografía se veía a tu madre que, con sombrerito negro, bolso negro, gafas negras, medias negras, vestido negro y una cesta de víveres al brazo, era llevada en triunfo por los muchachos del Politécnico. En otra, se veía a la multitud que desde el recinto de la universidad se desbordaba por toda la calle Stadiou, en un ondear de banderas rojas: no menos de diez mil personas y ni un solo policía. Pero había fotos que se referían a lo sucedido veinticuatro horas antes, y al publicarlas, los periódicos de la mañana insertaban noticias de contenido muy distinto. Poco después de la medianoche, los carros blindados invadieron la capital, una cincuentena de ellos, con cañones de noventa, y la mayoría se dirigió al Politécnico, donde los estudiantes se habían hecho fuertes y concentraban el levantamiento. Abatiendo las verjas y disparando, los mataron por decenas: entre los muertos se contaba el muchacho de la camisa a cuadros que en el templo de Sunion te entregó las dos pastillas de trilita. Murió cantando uno de tus himnos, y nadie se lo agradecería nunca. La historia no se ocupa de los comparsas. «Y ahora, ¿¡¿cómo regreso, cómo?!?». Y con el furor de un tigre que, caído en una trampa, se debate dentro de la red, medías a zancadas, cojeando, el salón de la casa de Nicolaos. Si yo replicaba cálmate, incluso la voluntad más férrea debe contar con los imprevistos de la suerte, me vomitabas encima un rencor que frisaba en el odio. «¡Es culpa tuya, tuya, tuya!. ¡Eres tú quien me ha hecho perder el tiempo con la idea del viaje a América! ¡Eres tú quien me ha distraído con aquel consulado de mierda, con aquellos fascistas hipócritas que ni siquiera tienen la valentía de presentarse como lo que son! ¡Eres tú quien me ha llevado ante aquel conejo balbuciente! ¡Hoy estaría en Atenas si no hubiera sido por ti! ¡Hubiera podido regresar con mi pasaporte, y ahora con mi pasaporte no volveré más! ¡No volveré más! ¡No volveré más!». Y tenías los ojos llenos de lágrimas, de impotencia y de desesperación.
Entró Nicolaos con los periódicos de la tarde. El Politécnico había sido desalojado con las primeras luces del alba, decía, y el Gobierno admitía que se había producido una docena de muertos y centenares de heridos: se hablaba ya de una matanza. La represión se había extendido a Salónica y Patrás y entre los campesinos de Megara, pero el epicentro seguía siendo Atenas, donde los carros blindados continuaban estacionados frente al Parlamento y el toque de queda era a las cuatro de la tarde. En cualquier caso, lo más importante era el mensaje radiado de Papadopoulos. Un mensaje en el que anunciaba el retorno a la ley marcial abolida en agosto, y se comprometía a restaurar el-orden-perturbado-por-minorías-anarquistas-al-servicio-del-comunismo-internacional-y-de-politicastros-carentes-de-escrúpulos. «¿Eso ha dicho?». «Sí.» «¿Por la radio, pero no por la televisión?». «Sí.» De pronto, el furor del tigre atrapado pareció apaciguarse, y me miraste con unos ojos de los que había desaparecido cualquier reproche. «Entonces, Papadopoulos habla con un revólver en la sien. El revólver de Ioannidis. Papadopoulos es ahora un fantoche en manos de Ioannidis. Su seudodemocratización ha fracasado; su régimen ha terminado con su tentativa de legalizarlo con una farsa electoral, y el ejército le ha vuelto la espalda. Esos carros blindados no son suyos, son de Ioannidis; es Ioannidis quien ha exasperado los disturbios, dejando primero que tomaran incremento y truncándolos luego con brutalidad. Es Ioannidis quien ha deseado la matanza del Politécnico para demostrar que Papadopoulos es débil e incapaz. Es Ioannidis quien manda hoy desde cualquier punto de vista, sostenido por la facción de los duros». «Entonces, si regresas ahora te doy cinco minutos de vida desde el momento en que desembarques en Atenas», murmuró Nicolaos. Sonreíste con melancolía: «No hay ninguna necesidad de que regrese ahora. No iba a disfrutar nada, aparte de acabar en la celda contigua a la de Papadopoulos». «¡¿Qué dices?!». «Digo que Ioannidis no es hombre de compromisos: detendrá a Papadopoulos. Digo que estábamos todos equivocados: no se trataba de una rebelión popular, sino de un golpe de Estado dentro del golpe de Estado. Esta vez es Ioannidis quien lo ha consumado, a fin de desautorizar a Papadopoulos y estabilizar la dictadura, e incluso devolverla a los esquemas de la dictadura militar. Dentro de una semana todo eso será evidente y oficial».
La profecía se cumplió. A los ocho días, en efecto, Ioannidis impuso a Papadopoulos el arresto domiciliario. En la presidencia de la República colocó a un general llamado Fedon Ghizikis, el mismo Ghizikis que en el sesenta y ocho firmó tu sentencia de muerte por fusilamiento, y que un año más tarde fue a verte a tu celda de Gudi para animarte a comer. «Se lo ruego, señor Panagulis, coma algo». «¿Sin cubierto, mi general? No soy un perro». «Lo sé, señor Panagulis, pero debe comprender su resentimiento. ¡Si en cuanto le dan una cuchara la utiliza para excavar un agujero en la pared!». En tu leyenda, los personajes son casi siempre los mismos: raramente abandonaban la escena para perderse en el olvido. Como si los dioses se divirtieran utilizándolos una y otra vez como cebo para ti.
Regresamos al cómodo hotel de Roma y aquí, para maravilla mía, pediste la suite que a tu llegada a Italia despertó tus complejos de culpa y escandalizó a los retóricos del sacrificio aparente. Regresamos por la mañana, y desde entonces no hacías más que inspeccionar en silencio las cortinas, la araña, las lámparas de las mesitas de noche, el interior de la chimenea, la tapicería de las butacas, como si allí hubiera escondida una bomba. «Pero ¿qué buscas?». «Nada». «¿Qué registras?». «¡Ssst!». Por último, y tras haber pasado revista por enésima vez a cada objeto, te sentaste en el diván del salón y exclamaste en voz alta: «¡Hum! Nenni dice que estoy en el exilio, pero Ioannidis no piensa lo mismo. Parece que en los últimos días, convencido de que me encontraba en Atenas, me ha estado buscando hasta entre las piedras del Partenón. Ioannidis no se resigna. Tiene la pinta de un pequeño Robespierre. Además, sabe cómo se mantiene el poder a través de una dictadura militar, sabe que en una dictadura militar no manda quien está en el gobierno o en la presidencia, sino quien cuenta con el ejército en pleno. Pobre Averoff. Tendrá que volver a empezarlo todo desde el principio, con su política del puente, y esta vez tendrá que vérselas con Ioannidis». «¿Averoff?». Cuando menos lo esperabas surgía aquel nombre: Averoff. «Sí, Averoff, el que organiza los levantamientos de la Marina y luego canta de plano, el que sale siempre bien librado. Quién sabe qué había prometido a Papadopoulos y quién sabe cómo se prepara para enredar a Ioannidis. Tal vez sirviéndose de Ghizikis». «Pero ¿qué tiene que ver Averoff en esto?». «Tiene que ver. ¡Uh, qué calor!». Abriste el balcón y saliste a la terraza, donde empezaste a hacer frenéticas señales para que te siguiera. Lo hice de mala gana, pues el invierno avanzaba, y fuera hacía frío. «Pero ¿para qué…?».
«¡Sssst! ¡Habla bajo!». «¿Bajo? ¡Si antes te desgañitabas!». «Porque quería que oyeran bien». «¡¿Quiénes?!». «Los que escuchan. Estoy seguro de que han puesto micrófonos en alguna parte». «Pero ¡qué micrófonos! ¡Quién quieres que haya puesto micrófonos!». «Cualquiera. La embajada griega, los servicios secretos americanos, los servicios secretos italianos para hacer un favor a los servicios secretos americanos y a la embajada griega…». «Así, pues, ¿eso era lo que buscabas, los micrófonos?». «Exacto». «Entonces, ¿por qué has vuelto aquí y has pedido la misma suite?». «Porque ningún lugar es más seguro que un lugar que sabes bajo control. Cuando lo sabes, tomas tus medidas y puedes, incluso, inducirles a engaño con noticias falsas. Hagamos una prueba». «¿Qué prueba?». «Verás. Ahora volvamos dentro y yo digo que estoy a punto de regresar a Atenas. Tú sólo debes seguir mi juego. Sin reírte, ¿eh?». Bueno, mejor eso que tiritar a causa del viento de fines de noviembre. Y si se te había metido en la cabeza el asunto de los micrófonos, era preciso complacerte. «De acuerdo». Volvimos al salón, donde reanudaste tu conversación en voz alta, pronunciando bien las frases. «Entonces, me voy mañana. Tomo el avión que llega a Atenas a las siete de la tarde». «¿Has hecho reserva?». «Nunca hay que hacer reservas. ¿Te parece inteligente que figure mi nombre en la lista de pasajeros dos días antes?». «¡¿Es que no partirás con tu nombre, Alekos, con tu pasaporte?!». «Tal vez». «Estoy preocupada». «Todo irá bien, te lo prometo». «Alekos, ¡¿qué vas a hacer en Atenas?!». «¡Qué ingenua eres! ¿Qué quieres que vaya a hacer? Un atentado, claro está». «¡¿Contra quién?!». «Contra Ioannidis, ¿contra quién si no?».
Organizaste el engaño con minucia verdaderamente diabólica. Para empezar, avisaste a un amigo de Atenas para que al día siguiente acudiera al aeropuerto y comprobara si sucedía algo insólito. Por ejemplo, un movimiento de policías hacia las siete de la tarde. Luego, arreglaste las cosas de modo que te encontraras en el aeropuerto de Roma cuarenta y cinco minutos antes de que despegara el vuelo reservado, y éste era el detalle más taimado, porque incluía a un Nicolaos ignorante del asunto. Aquella semana, Nicolaos debía acompañarte a Stuttgart para tomar contacto con algunos emigrados griegos, y en lugar de reunirte con él en Zurich, como hubiera sido normal, lo persuadiste para que os encontrarais en Roma. Así te verían con él antes de la supuesta partida hacia Atenas, y se disiparía toda duda sobre la autenticidad del diálogo captado por los micrófonos escondidos. «Alekos, se darán cuenta igual de que te tiras un farol». «No se darán cuenta; déjame trabajar. A mí me basta con que nos vean juntos cuando él salga de la aduana; luego yo sé cómo esfumarme para que crean que me he embarcado». Así, pues, hete aquí pidiendo un taxi con equívoca impaciencia, rápido-por-favor-debo-ir-corriendo-al-aeropuerto, saliendo con una cartera que podría ser una bolsa de viaje, despidiéndote de mí con la expresión de quien parte, y susurrándome mientras tanto las últimas recomendaciones. Por ningún motivo debía regresar al hotel antes que tú, exponiéndome a la pregunta de si te habías marchado o no; por ningún motivo acercarme a personas que me preguntaran dónde estabas. Volveríamos a vernos con Nicolaos a la hora de cenar. Nos citamos en un restaurante. A medianoche acudiríamos a la oficina central de correos para telefonear a un amigo de Atenas y preguntarle qué había sucedido. Yo asentía por darte gusto, convencida de que se trataba de una niñería inútil, de que la historia de los micrófonos escondidos no tenía el menor viso de realidad. Pero me equivocaba. A medianoche, en efecto, el amigo contó que el aeropuerto comenzó a convertirse en un hervidero en las primeras horas de la tarde. Soldados en la pista, coches con radio, ambulancias: sólo faltaban los carros blindados. Al llegar el vuelo de las siete, sin embargo, la situación se había hecho incluso dramática, porque todos los pasajeros fueron registrados como criminales, y habían detenido a un español. Un español moreno, de unos treinta años, con bigote. Tu tipo físico, en definitiva. «¿Convencida? ¿Hay micrófonos escondidos o no?». Una sonrisa de triunfo te iluminaba. Nicolaos, al contrario, parecía tan nervioso que incluso su docilidad había desaparecido, así como la simetría de su pañuelito blanco doblado en tres puntas. Había sido una burla inútil, repetía, y antes o después te la harían pagar. Era preciso que acabaras con los desafíos privados, con los duelos personales. Era menester que cambiaras de sistema o no conseguirías nunca nada. ¿Querías llevar a cabo la lucha armada? Pues bien; la lucha armada no se organiza desgastándose en desafíos privados, en duelos personales, y requiere la participación de muchos. Estos muchos tú debías buscarlos sin desanimarte, sin impacientarte si no los encontrabas en una semana o en un mes. «Anda, vámonos a Stuttgart. Empecemos por Stuttgart, por Alemania».
Alemania, Francia, Suiza, Austria e Italia del Sur y del Norte: no puedo imaginar nada más desmoralizador que aquellos viajes en busca de guerrilleros entre los exiliados y los emigrados griegos. Un Nicolaos resignado te acompañaba; yo no iba nunca y, por tanto, no asistía a tus derrotas, pero para comprenderlas bastaba advertir el rostro demacrado con que volvías, la forma como dejabas caer la maleta de golpe, como si contuviera el bagaje de tus amarguras, y la voz con que murmurabas: «¡Palabras, palabras, palabras!». Luego la narración de lo sucedido, siempre la misma. Triunfales acogidas a tu llegada, aplausos en los mítines que celebrabais en algún teatro, interminables cenas en las tabernas ensordecidas por el bouzouki, guardias de corps que protegían tu sueño con un Colt superautomático al cinto, besos, abrazos, mujeres que se ofrecían a acostarse contigo y, como conclusión de todo esto, ni un perro que te respondiera sí, vamos a combatir a Ioannidis con fusiles. «Dime, ¿¡¿por qué?!?». Pregunta superflua, en vista de que solías negarte a reconocer la realidad que en Grecia te había impedido reunir un puñado de voluntarios para ocupar la Acrópolis, y que en Italia te había opuesto una barrera de incomodidad o de desconfianza. Tampoco allí, en definitiva, nadie estaba dispuesto a inmolarse en empresas suicidas y, por si fuera poco, no encargadas por ningún partido ni ideología. También allí surgía el problema de tu clasificación política, de la soledad que excluye la ventaja de poder convertirse en mercancía de intercambio, moneda que expender en nombre de los equilibrios mundiales: quién-es, qué-quiere, quién-sale-fiador-por-él. Cuando el veneno de las doctrinas intoxica las conciencias y las aborrega, no sólo se paralizan el cerebro del líder extranjero o el ordenador del Gran Leviatán; la mente de tus hermanos reacciona de idéntico modo y se plantea los mismos interrogantes: ¿es posible que no tenga una clasificación o una tarjeta, que no pertenezca a una iglesia? De nada sirve responderles: pero ¡es Panagulis, el que intentó liberaros de la tiranía, el que fue condenado a muerte por eso y permaneció sepultado durante años en un gallinero sin ventanas! ¡Su pasado es el que le garantiza, su presente, su pureza! Sus ojos se levantan apagados y sus oídos escuchan sordos. Sí, pero la tarjeta, la clasificación, ¿dónde está? ¿Es socialista, comunista, budista? Y peor todavía si no sabe explicar en términos científicos los motivos por los que no concibe siquiera la idea de identificarse con una doctrina, con una fórmula. Él no es en absoluto un filósofo ni un pensador, no ha reflexionado nunca a fondo sobre aquel rompecabezas, nunca ha racionalizado ciertos conocimientos. Sólo puede decir que quiere ser un hombre, y que ser hombre significa ser libre, tener valor, luchar, asumir las propias responsabilidades, así que movámonos, combatamos esta dictadura.
Con semejante perfil, con tu nombre como único aval y tu pasado por única tarjeta de visita, te presentabas a los griegos emigrados en Alemania, en Francia, en Suiza o en Italia, y de nuevo te dabas de cabezazos en la pared. O tu invitación a la resistencia armada era rechazada con la fatídica frase de quisiera-pero-no-puedo-tengo-familia, o quedaba neutralizada por el hecho de que los más no comprendían para quién los querías reclutar, a quién pertenecías y quién estaba detrás de ti. Sin tener en cuenta el detalle de que muchos estaban ya militando con los comunistas o los papandreístas. Y si con los primeros todo diálogo era prácticamente imposible, porque tu libertarismo chocaba con su dogmatismo, hacia los segundos sentías un desprecio irreductible: el que se reserva a los seguidores de un demiurgo que dirige un partido con su propio apellido o, mejor dicho, con el apellido del padre célebre ya difunto. Sobre todo despreciabas al demiurgo: me percaté bien de ello la noche de nuestro encuentro, escuchando el escarnio con que lo juzgabas. Bastaba que alguien mencionara a Andreas Papandreu para que te abandonaras a frases injuriosas: «¡Ese parlanchín! ¡Ese irresponsable! ¡Ese payaso que engaña al pueblo!». Y con una rabia y un rencor tales, que al principio creí que se trataba de una hostilidad personal, surgida de las desilusiones que te causó antes del atentado. Viajes infructuosos para pedirle apoyo, promesas no mantenidas, mentiras. También pensé en un resentimiento provocado por el cómodo exilio de que disfrutaba en Toronto, según las costumbres de ciertos dirigentes, que mientras el peligro amenaza se mantienen en seguridad y apenas pasa aquél, regresan a la patria a disfrutar del sacrificio ajeno. Pero durante la matanza del Politécnico, cuando acudió a Roma para declarar que la rebelión la provocó y dirigió él, que los insurgentes le telefoneaban todos los días para recibir instrucciones, qué-debemos-hacer-Andreas, que los muertos no eran cuarenta sino cuatrocientos, quinientos, seiscientos, mil, el equívoco se aclaró. O sea que comprendí que Papandreu encarnaba a tus ojos una enfermedad típica de nuestro tiempo, contagiosa como la ideología dogmática: el populismo canallesco que ladra en el vacío, el revolucionarismo mussolinesco que se hace la ilusión, o pretende que nos la hagamos, de querer el bien del pueblo, el maximalismo abstracto de quien se coloca el adjetivo socialista como un vestido de moda, como una mentira que produce beneficios. Así, pues, lejos de tratarse de un asunto privado, tu desprecio por él se extendía a la izquierda de los profesionales y los aventureros de la política, que con su frivolidad ofrecen pretextos a la derecha para que desencadene sus golpes de Estado y se revista con su repulsivo ropaje de Orden y Ley.
Precisamente a esa izquierda, repito, pertenecían en gran parte los que te volvían la espalda. Verdaderamente no se me ocurre imaginar nada más desmoralizador que aquellos viajes de los que regresabas con el rostro demacrado del que ha vuelto a perder. O bien con el rostro hinchado del que se ha vuelto a emborrachar. En efecto, durante ese período beber se convirtió para ti en un masoquismo cotidiano y perverso, el símbolo de la desesperación que te desgarraba. También en ese período Sancho Panza, además de escudero, se convirtió en enfermero e intentó, inútilmente, enjaularte con las lisonjas del amor sereno, con la casa en el bosque.